Toda su ropa: camisones y camisas, un jubón de tafetán, un par de medias calzas blancas, otras medias calzas coloradas, una cestilla de costura con su acerico de terciopelo carmesí, un ovillo de lana con una calza empezada y de mucho abrigo que le estaba haciendo María a Eleno, quien se quejaba de pasar frío cuando montaba la mula para atender sus visitas fuera de la población.
Le dolió especialmente que subastaran la cuna que le regalaran los suegros. Y aquella imagen de Sísifo pintada en cuero de guadamecí, de tan buena mano y que ahora parecía un sarcasmo de su caso.
Desecharon el espejo, por haberlo roto al hacer inventario. Pero lo más duro fue su biblioteca. Notó que los jueces retenían el Vesalio, quizá para utilizarlo como prueba.
María no tuvo ánimos para soportar cómo unos extraños sobaban sus pertenencias, ni para escuchar los regateos de los tasadores. Aunque ya no le dolió lo mismo cuando una semana más tarde, al volver el día feriado, se pregonaron los bienes puestos en almoneda que se habían quedado sin vender. Advirtió dónde se había cebado la rebatiña de los vecinos. Y también la mezquindad de quienes habían esperado a aquel segundo remate, porque bajarían el precio.
Cuando visitó a Eleno en su celda, le hizo balance: el beneficio para el sustento del prisionero era de cuarenta y cinco reales.
—Ya lo ves, tan poco vale nuestra vida de casados —dijo ella.
Trató él de consolarla. Pero sólo acertó a musitar:
—Bastante tendremos ahora con salvarla. Mañana empieza el juicio.
I
ba mediado el día cuando sacaron a Céspedes de su celda para conducirlo a la sala de audiencias de la cárcel de Ocaña. Presidía el gobernador de aquel partido, Martín Jufre de Loaysa, quien no escatimaba medios para dejar constancia de su rango, compareciendo con hábito e insignias de la Orden de Santiago.
Leyó el alguacil la requisitoria por la que se traía al reo a presencia del tribunal, bajo la denuncia de ser mujer y andar vestida de hombre, contraviniendo las pragmáticas y leyes de aquellos reinos. Y también estar casado con María del Caño sin ser varón.
—Diga su nombre, oficio y naturaleza —le demandó el gobernador.
—Eleno de Céspedes, cirujano, natural de Alhama de Granada.
—¿Eleno o Elena?
—Eleno dije.
—¿Cuál es, pues, su sexo?
—Varón.
—¿Y cómo lo acusan de lo contrario?
—Porque al tiempo de mi nacimiento yo era cerrado de natura, de modo que no se veía cuál era mi sexo, sino que tenía un agujero por donde orinaba.
—¿En qué hábito anduvo este declarante los primeros años?
—Hasta que tuve doce, mi madre me vestía con una ropilla a media pierna.
—Pero ¿en qué reputación le tenían sus padres, deudos y vecinos, por hombre o por mujer?
—Por hombre.
—¿Y después?
—Más tarde, a los dieciocho años, cuando yo vivía en Sanlúcar de Barrameda, se me salió un pellejo o pedazo de carne que hasta entonces tenía pegado al cuerpo por la parte de mi natura. Un cirujano me lo cortó hasta dejarme formado miembro de varón. Y valiéndome de él conocí mujer.
—¿Cuántas veces habéis casado?
—Una, con María del Caño.
—¿No contrajo matrimonio en la ciudad de Jaén, en hábito y reputación de mujer?
—No he estado en esa ciudad ni la he visto en mi vida.
—¿No es, entonces, verdad que habiendo enviudado y muerto su marido, que era de allí, se despojó del hábito de mujer y comenzó a andar vestida de hombre?
—No hubo tal.
Jufre de Loaysa hizo aquí un alto forzado. Pues con el énfasis puesto en sus dos últimas preguntas se le había trabado la dentadura postiza de la que se valía.
Dio una tregua al reo mientras se llevaba la mano izquierda a la boca para tapar el ajuste de los dientes, que hacía con la derecha.
Céspedes hubo de asumir que aquel gobernador y juez tenía más información de la que sospechara en un principio. Sin duda él —o algún otro— había recabado antecedentes a lo largo de varios meses, antes de encausarlo. Y aunque no eran todo lo precisos que seguramente hubiera deseado, debería andarse con cuidado. Podían tenderle trampas difíciles de esquivar.
Vio que, tras desatascarse los postizos, el presidente del tribunal consultaba los papeles para proceder a un cambio de tercio. Aunque lo hizo sin soltar la presa, siempre centrado en lo dudoso de su sexo:
—Durante esos primeros años en que dice anduvo con mantillas, ¿cómo se la nombraba comúnmente, Eleno o Elena?
—Eleno.
—Reconocerá que no es algo acostumbrado, a diferencia de Elena, común en una mujer.
—Siempre me han llamado Eleno, y así está escrito en muchos documentos.
—¿Tuvo acceso carnal con algún hombre o mujer?
—No hasta después de curarme en Sanlúcar, como ya dije, cuando empecé a tener trato con mujeres.
—Ha declarado que antes de que le curasen tenía un agujero por donde orinaba. Y que, después de ser operado, le quedó miembro de hombre. ¿Por dónde orina, por el miembro o por el anterior agujero?
—Por el miembro. No me quedó agujero.
El gobernador Jufre de Loaysa torció el gesto con acritud. A pesar de vérsele muy ducho en aquellos interrogatorios, seguía desorientado. No lograba hacer pie en asunto tan poco frecuente. Y procedió de nuevo a cambiar el rumbo sin abandonar nunca la cuestión del sexo, que debía parecerle la mejor para arrinconar a Céspedes.
—¿No es verdad que este declarante tiene ciertas señales en las orejas, donde las mujeres acostumbran traer pendientes?
—Así es, pero no por llevar zarcillos, sino porque me las han horadado y quemado para prevenir una enfermedad de los ojos que padecí.
Se disponía a insistir el presidente del tribunal cuando se entreabrió la puerta. Alzó la vista el gobernador y vio asomarse a un alguacil que le mostraba unos legajos. Con gesto enérgico, le ordenó que se acercara a la mesa.
Cerró tras de sí el recién llegado y recorrió la sala, para entregar aquellos papeles a Jufre de Loaysa. Los examinó éste brevemente. Y a medida que lo hacía, su rostro fue enrojeciendo por la ira.
Cuando hubo concluido, mandó acallar los rumores de la sala y anunció, con voz que apenas alcanzaba a ocultar su cólera:
—Se suspende la sesión.
Lope de Mendoza tenía ante sí el contenido de aquellos documentos recibidos por el gobernador y que éste había hecho adjuntar a las actas del juicio, con el primer interrogatorio del reo. Eran los certificados que aportaba el procurador Gonzalo Perosila, a quien María del Caño había encomendado, por encargo de su marido, sacar copia de los informes médicos librados en Yepes y Madrid, con destino al vicario Neroni. En ellos, una docena de testigos acreditaban a Céspedes como varón.
Se imaginaba lo que aquello debió suponer para Jufre de Loaysa. Lo conocía bien, por tener más de un encontronazo con él. Prepotente, pagado de sí mismo, habría desdeñado las capacidades de quien tomaba por una simple mujercilla metida a curandero. Sin duda creía tener las suficientes pruebas —indicios procedentes de Andalucía—, que habría ido recopilando pacientemente el auditor y juez Ortega Velázquez tras su choque con Céspedes.
Ahora, al gobernador no le había quedado más remedio que interrumpir el juicio para estudiar aquellos documentos oficiales que, por su rango, no podía ignorar.
Lope de Mendoza los leyó entre dientes hasta llegar a la parte que le interesaba. Donde, en virtud de lo solicitado, los médicos Antonio Mantilla y Francisco Díaz, ambos vecinos de Madrid, certificaban a Céspedes como varón. Y otro tanto hacían los doctores de Yepes, Francisco Martínez y Juan de las Casas.
El papeleo posterior permitía reconstruir la estrategia seguida por el gobernador Jufre de Loaysa en su contraataque. Para no volver a encontrarse con sorpresas, había decidido pedir todos los antecedentes que obraran en Ciempozuelos, como se deducía del mandamiento que ordenó redactar a uno de los jueces que lo acompañaba en el tribunal:
«Yo, el licenciado Felipe de Miranda, alcalde mayor de la provincia de Castilla en el partido de Ocaña, por mandato del gobernador don Martín Jufre de Loaysa, hago saber al corregidor de la villa de Ciempozuelos y a los ministros de la justicia ante quien esta carta fuere presentada, que he procedido criminalmente contra Eleno de Céspedes, preso en la cárcel de esta gobernación, porque siendo el dicho mujer andaba en hábito de hombre y decía ser casado con María del Caño, hija de Francisco del Caño. Y para averiguación de lo contenido en la denuncia contra él y hacer las comprobaciones necesarias en todo lo que conviene a la ejecución de la justicia, envío la presente para que se remita a este tribunal cualquier proceso en relación con dicho reo».
Además, había ordenado comparecer en calidad de testigo a María del Caño, en el plazo máximo de dos días. No costaba mucho entender que pensaba utilizarla como medio de presión, con la clara amenaza de convertirla en imputada tan pronto consiguiera extraer de ella las pruebas suficientes.
–¿E
stáis casada con Eleno de Céspedes? —comenzó su interrogatorio el gobernador.
—Así es —respondió María del Caño.
—¿Desde cuándo?
—Hará unos quince meses, sobre poco más o menos.
—¿Y era doncella la testigo cuando contrajo este matrimonio?
—Nunca estuve con otro hombre.
—¿Dónde conoció al dicho Eleno de Céspedes?
—En casa de mi padre en Ciempozuelos, donde yo vivía y Eleno paraba.
—Cuando se casó, ¿cómo estaba tan segura de que él era varón?
—Porque antes de que nos desposáramos hubo conocimiento carnal y él se llevó mi virginidad.
—Y después, ¿siempre ha usado de ella como hombre con mujer?
—Siempre.
—¿No ha quedado preñada?
—Hace unos meses tuve sospecha de ello, al retrasarse la regla más de dos semanas, casi tres. Pero luego me bajó y conocí no estarlo.
—Durante el tiempo de su matrimonio, ¿ha notado en el dicho Eleno de Céspedes naturaleza o señal de mujer?
—El miembro que yo le he visto es de hombre, y bien formado, sin que ni en esto ni en cumplir conmigo se apreciase ningún defecto ni natura o señal de mujer.
—¿Ha sabido u oído decir al dicho Eleno de Céspedes, o a otra persona, que él sea o haya sido mujer, o tenido por tal, y que llegó a casarse y tener marido en la ciudad de Jaén?
—Nada sé ni he oído decir sobre eso, ni a Eleno ni a ninguna otra persona.
—¿Cuál fue la causa de que la declarante no se hallara junto con el dicho Eleno de Céspedes en los últimos tiempos?
—Yo y mi marido reñimos y le dije que me iría a casa de mis padres. A lo que él respondió que me fuese en buena hora.
El juez hizo un gesto para indicar el fin del interrogatorio. Estaba sorprendido por el aplomo de aquella mujercita, impropio de su edad y condición. Para colmo, en nada se contradecía con los informes que obraban en su poder. Menos aún con lo depuesto por su marido. No iba a ser hueso fácil de roer.
Por de pronto, y antes de que la testigo fuera a reunirse con su padre, que la esperaba inquieto, advirtió a María del Caño:
—Se notifica a la testigo que debe permanecer en esta villa, donde tomará posada sin ausentarse de ella en modo alguno, porque así conviene al servicio de Dios Nuestro Señor y de Su Majestad.
—¿Puedo visitar a mi esposo? —le preguntó ella.
El gobernador asintió, haciendo seña al alcaide de la cárcel para que la acompañara.
Visto aquello, Jufre de Loaysa decidió abrir un nuevo frente, iniciando las diligencias para un examen de Céspedes por sus propios entendidos y así contrarrestar los informes médicos aportados ante el vicario Neroni que ahora constaban en el sumario.
Dirigiéndose al secretario, le dictó un breve auto:
—Ordeno que los doctores Gutiérrez y Villalta, médicos, y el licenciado Vázquez, todos ellos estantes en esta villa de Ocaña, examinen a Eleno de Céspedes, juntándose pasado mañana sábado a las siete.
Cuando su esposa y su suegro entraron en la celda de Céspedes, lo encontraron visiblemente desmejorado. El hombre le entregó los dulces que le había dado su mujer para él, y ella un recuerdo de su hermana. Inés tenía que cuidar a la madre, por su salud cada vez más precaria.
Al quedar solos, advirtió que el ánimo de su marido se mantenía firme. Y también su cabeza, con las ideas muy claras. En cuanto lo hubo puesto ella al tanto del interrogatorio al que acababan de someterla, le dijo:
—Escúchame, María. Hace ya tiempo me previnieron sobre alguien que andaba detrás de mí. Ahora veo su mano en todo esto. Ese alguien ha rastreado mis pleitos en distintos puntos de Andalucía y otros lugares por donde anduve. Creo que empiezo a conocer sus procedimientos, y tenemos que adelantarnos a él. Por las preguntas dirigidas a ambos, nada podrán hacer sin demostrar que yo no tenía sexo de varón en el momento de nuestro matrimonio. Su mayor obstáculo son los informes de los médicos, pero intentarán invalidarlos. Quiero hacerte un encargo. Es peligroso y debes pensarlo, porque sólo estás aquí como testigo, aún no te han imputado. ¿Estás dispuesta a arriesgarte?
—¿Acaso lo dudas?
—Piénsalo bien. Será un paso sin marcha atrás.
—Dímelo ya, antes de que vengan a buscarme.
—Debes visitar a una curandera morisca llamada María de Luna, que vive aquí en Ocaña, en un palomar abandonado que hay a las afueras, en el camino de Toledo. Pídele que te entregue el encargo que le hice y me lo traes a la cárcel, como si fuera comida. De ese modo, cuando te registren, lo dejarán pasar.
—¿De qué se trata?
—De carne momia. Ella lo entenderá. No le des dinero, ya se lo pagué yo.
—¿Qué pretendes?
—Déjame hacer a mí. Y algo más. Has de acogerte a sagrado y pedir asilo en la iglesia parroquial, al menos mientras la justicia hace sus diligencias y se ve en qué para todo.
—Tienes que contarme tus planes, para estar advertida.
—Te equivocas. Cuanto menos sepas, menos peligro correrás de convertirte en cómplice.
Cuando llegó al palomar desportillado, María de Luna la recibió con cajas destempladas:
—¿A qué vienes? ¿A zurcirte el virgo? Y luego querrás que te lo prepare con una esponja y sangre de pichón, para que cumplas en tu noche de bodas.