Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
Fernando nos escuchaba ausente, la cara contra la pared, estático.
—Bueno... —apuntó, sin más Auxi—, es cierto que los nombres dicen mucho de una persona, pero yo me he negado toda mi vida a ser una Auxi, qué feo; moliente y vulgar ¿a que sí? —buscó la confirmación de su hijo que respondió con un débil gruñido—, sólo soy una Auxi en mi DNI; y tú, puedes ser quien tú quieras. ¡María Fernández!, mujer libre, ¡viajera!, ¡artista!, si hasta suena muy bien...
Ahí me preguntó por mi hermano, al que había visto no sabía cuándo, y fue Fernando el que le respondió.
—Al paso que va, dentro de poco ya es embajador.
Auxi se aferró entonces al único tema que parecíamos dominar los tres. Glosó lo guapo que era Jaime, «Y tú también...», matizó cariñosa, y lo simpático y desenvuelto que le había parecido cuando lo encontró, «¡Ya recuerdo, en el aeropuerto, el día que os ibais a estudiar inglés!». Fernando se incorporó como con un muelle, y puso cara de haberse hecho daño. Ella avanzó hasta la cama, y después de ajustarle las almohadas, retiró la camisa y se sentó en la silla con las piernas separadas mientras se apoyaba en el respaldo como si estuviera en el cartel de la película
Cabaret
.
—¡Tú volviste atontado! —reveló sin malicia.
Fernando trató de levantarse como si la pierna ya no fuera un problema y quisiera echar a andar. «¿Adónde vas, calamidad?», le recriminó su madre, levantándose. Él, impotente, se dejó caer en los almohadones, sin mirar hacia mí.
Fue en ese momento cuando Auxi, con la vehemencia de los días revolucionarios, evocó aquel verano y todos los demás veranos como si esa época del año fuera una especie de motor de la vida, de estación fértil y esencial. Me imaginé que recordaría el suyo — yo entonces presuponía que los hijos como él, nacidos fuera del matrimonio, debían forzosamente de ser hijos de amores especiales—, «Ése debió de ser el vuestro, ¿no?», me preguntó acercando sus manos a la boca, conteniendo la emoción. Manos sin artificios ni esmaltes, con las uñas romas y dedos grandes. Manos y ojos de verdad.
Hice un esfuerzo para que mi cara no revelara la fuerza de mis emociones. Tenía el rostro helado y una lámina muy fina atravesándome la garganta y el corazón.
—Recuerdo que a su vuelta le noté cambiado —concluyó su madre—, algo sombrío, más serio; más maduro, no sé...
Mientras Auxi se agachaba para ayudar a Fernando recordé aquel verano, el de Berria, de guardia al lado del buzón. «Nada para ti, bonita.» Ese momento me sirvió para deducir que las incomodidades de Fernando se correspondían matemáticamente con los momentos en los que notaba acercarse el peligro de la verdad.
Aquel verano fue el primero de los paréntesis de mi vida con él, vacíos a los que me iría acostumbrando como a los malos humores repentinos o los amores inesperados, porque no todo iban a ser palabras desabridas y nubarrones. Mi especialidad había sido traducir a Fernando. No resultaba fácil, pero era una gloria poder estar con él. Los vacíos formaban parte de su carácter: defendía sus espacios con la fiereza de un lobo alejado de la manada. Respetarlo no me parecía un precio tan alto. Yo también tenía mis deficiencias. La más importante de ellas, ¿por qué yo?
En ese preciso instante Fernando indicó que necesitaba salir al cuarto de baño. Entre Auxi y yo le ayudamos a que se pusiera de pie. Se quedó allí en medio, con el torso desnudo y en calzoncillos, con una pierna extrañamente calzada de yeso blanco, tan torpe y hermoso, vulnerable por primera vez. Salió del cuarto a la pata coja, apoyándose, tan grande, en su madre mientras yo me quedaba sentada en la cama, a solas con mis pensamientos en su habitación.
El verano de Londres... ¡El verano en Berria! Castigada por mi madre y por él. Mes y medio esperando una carta. Devanándome los sesos para entender qué era lo que había podido pasar. Cuando volvimos en septiembre, por lo menos, de algo estaba segura: las clases en la Escuela empezaban en octubre y Fernando tendría que regresar a Madrid.
La primera semana de septiembre volvió Jaime y pude preguntarle dónde se había metido Fernando, qué es lo que había pasado con él. La única información de la que disponía —me la facilitaron unas mexicanas que había conocido en su casa y que habían pasado un fin de semana «increíble» en la ciudad del Támesis— era que se lo habían encontrado allí, trabajando de camarero en un bar español.
Por entonces ya veíamos de vez en cuando a Marcos, Sonsoles y Mencía. De hecho, Marcos y Mencía salían juntos y ella empezaba en la Escuela. Le sonsaqué cuándo comenzaban las clases y dediqué las veinticuatro horas del día a diseñar una estrategia para reencontrarme con él. Se me ocurrían planes absurdos que descartaba inmediatamente, para pensar en otro más tonto aún. Hacerme la encontradiza, llamarle «por error»... Desechaba éstas y otras ocurrencias porque no pasaban la prueba de imaginarlas en la realidad. Eran tonterías.
Pudieron ser mis pesquisas o —tal y como él mismo me juró al otro lado del teléfono, entrado ya octubre— sus deseos de verme, pero Fernando llamó la tarde en la que me decidí a pasar por la puerta de la Escuela después de haber perpetrado una excusa para poder ir a buscar a Mencía, el menos delirante de todos los planes que elucubraba en mis tardes muertas tumbada en la cama. Llamó, como siempre, justo cuando íbamos a sentarnos a la mesa y mi madre me pasó el auricular, mosca, muy mosca, aunque no había conseguido sacar nada de mí. Su radar le indicaba que allí había algo que se le escapaba, pero conmigo no iba a poder, aquella vez, no.
Habían pasado más de tres meses desde la última carta. Respiré antes de contestar y, con un falso tono alegre le saludé con un ligero «¿Cuándo has vuelto?», y él habló exactamente igual que si nos hubiéramos despedido el día anterior.
Me echaba mucho de menos, afirmó. Pasó por encima de sus meses de silencio con un argumento irrefutable, había estado «Muy ocupado, trabajando mucho, sin parar». Una nota en su voz me reveló que algo o alguien le había herido y bajado los humos. La capa de hielo con la que había salido de Madrid se había fundido unos centímetros y dejaba entrever lo que había debajo: ansia, prisa, desarraigo, rencor. Estaba contento de volver a casa, de ver a sus amigos, por una vez reconocía que necesitaba cariño y recuperar esa seguridad que tanta falta me hacía a mí también. Ahí lo tenía, listo para un nuevo comienzo, apartando de sí las quimeras.
Volvía a la realidad.
Acepté sus ni siquiera excusas sin cuestionarle nada —¿no podías haberme llamado por teléfono, aunque fuera al menos una vez?— y volví a disolverme como una ignorante feliz en mi buena suerte, sin querer pensar en nada, ciega, muda y sorda. Sólo en él.
A pesar de los esfuerzos para disimular la angustia que me habían provocado las revelaciones de Auxi acerca de aquel verano, mi expresión debió de delatarme. Quizás Fernando, en la soledad del cuarto de baño, reprochó a su madre la imprudencia con la que se había lanzado a divulgar amores y estados de gracia.
De la manera que fuese, Auxi tuvo que notar algo, pues entró a toda prisa, con las mejillas encendidas y las hebras de pelo electrificado cayéndole en desorden, excusándose por todo, «Soy un caso, ni te he ofrecido nada de beber...». Le dije que no tenía sed, pero ella siguió insistiendo, «¡Fíjate!, si encima, es la hora de comer; mi hijo no para de decirme que soy un desastre, pero los horarios no se han hecho para mí».
A los pocos minutos entró de nuevo, esta vez cargando con el propio Fernando, que se había puesto una camiseta limpia pero seguía sin pantalón, «Y ahora voy a tener que cortarle todas las perneras», se lamentó su madre; se marchó hacia la cocina preguntándonos desde lejos qué queríamos beber.
Le ayudé a colocarse en una posición cómoda, con la espalda apoyada en dos almohadas, y me senté en el borde de su cama.
—¿Por qué la has llamado de usted? —me lanzó Fernando, incorporándose en la almohada.
Me cogió de sorpresa porque ya ni me acordaba de que me había dirigido a su madre con un tímido «usted» justo al principio de nuestra conversación.
Le miré sin atreverme a decir nada pero Fernando siguió con voz tensa.
—A los padres de Marcos les llamas de tú.
—Me ha salido así —me justifiqué, confundida; ¿qué buscaba ahora?—, creí que sería una forma de mostrarle respeto, pero ya veo que a ti no te lo parece.
La voz me salía quebrada y no pude terminar la frase más que con un tono ronco y bajo, pero él no se conmovió.
—No, en absoluto —respondió muy serio—. Así es como hablas con las paletas del pueblo... Si es para reírte de ella, no sé a qué has venido... —concluyó.
Intenté negarlo y explicarme, ¡pero si me encantaba su madre!, ¿cómo podía pensar eso de mí?; junto a él, las lágrimas siempre estaban a punto de aflorar. Bajé la voz, temerosa de que su madre pudiera oír nuestra discusión. La frente y las mejillas de Fernando se habían coloreado del mismo tinte rosa encendido del que lo habían hecho las de Auxi. Me miraba con absoluta frialdad, como lo haría un extraño que no supiera nada de mí. Sentí que estaba en mi límite, me faltaba aire; en el cuarto hacía un calor asfixiante, la pared del patio que se veía por la ventana me hacía pensar en una medina marroquí. Y Fernando... terco y cerrado, abrasado pero por la indignación. Con un tirón brusco de la escayola y de la sábana, se giró hacia la pared.
Seguimos así unos minutos, callados y distantes, cada uno en su lado del
ring
. Ya me había hecho olvidar por completo la metedura de pata de su madre, cargándome de culpabilidad. Un entrechocar de vidrios desde el fondo nos recordó que Auxi volvería de un momento a otro con lo que ella había llamado de camino a la cocina «un piscolabis». Escuchamos la puerta de la nevera cerrarse de un golpe, y una frase ininteligible que anunciaba que su madre regresaba a la habitación. Fernando se giró inesperadamente hacia mí. Tiró de su tronco e hizo intento de atraparme, mimoso, con la mano. Quería que me acercara, indiferente a la voz de su madre que trataba de preguntarnos algo que no podíamos entender. Fernando le gritó un «¡No te oigooo!» que zanjó el intercambio con Auxi.
Dejé mi mano floja en la mano de Fernando. Hizo gesto de besarla y, mirándome a los ojos, me clavó los dientes en su lugar.
—¡Mala!... —murmuró.
La retiré con sorpresa y contuve un gesto de dolor mientras él sonreía, arrebujándose en la sábana revuelta que se había deslizado hasta dejarle un muslo al aire. No sé por qué en ese momento pensé en él como en un torturador.
Nos mirábamos en silencio cuando entró Auxi, cargada con una bandeja de plástico y el tentempié.
—A mí se me pasan las horas porque no soy de comer mucho... —entró justificándose—, mi pobre hijo está acostumbrado a las locuras de su madre desde pequeño, pero tú...
Sonreí al levantarme para ayudarla a colocar cerca de Fernando, en equilibrio, los platos de cerámica con panchitos y aceitunas y los tres vasos de vidrio y acanalados en la base, de los que regalaban con los cupones cuando éramos pequeños. Ella sirvió una Coca-Cola y una cerveza para los tres. Fernando contempló las operaciones impaciente, «No sé para qué sacas esto ahora, si va a tener que marcharse ya». Su madre, con una risa alegre, descartó que pusiera un pie fuera de su casa sin haber probado bocado.
Al ver que Fernando no la arredraba, me permití intervenir.
—No tengo tanta prisa, la verdad...
Ella me pasó uno de los vasos, sin hacer caso de los aspavientos de su hijo, y uno de los platitos que había colocado en la silla, protegida por un individual de hilo bordado con vainicas, del que señaló orgullosa «Lo he hecho yo».
Fernando no decía nada. Le tocaba a ella romper el hielo otra vez. Con ánimo alegre, como una monitora acostumbrada a las rabietas del niño más rarito del campamento, sacó un tema al azar.
—Además de lo de los bebés, también hago ajuares para novias.
Fernando puso los ojos en blanco y se tiró hacia atrás.
Sábanas, toallas con tiras bordadas, toallitas «de respeto», las llamó, iniciales «en letra inglesa» o más modernas, en lino blanco, algodón, hasta rizo americano si eran toallas para diario, «Depende del gusto de la novia», precisó mientras se echaba una aceituna a la boca como si fuera un caramelo... eran trabajos que hacía sólo por encargo; llevaban mucho tiempo y «No son baratos, aunque nunca te pagan lo que valen de verdad». Para un ajuar completo podía tirarse hasta seis meses cosiendo, con las gafas de cerca caladas y el bastidor en las manos, enfrente del televisor. Quiso levantarse al armario del salón a buscarme algunas muestras «que tengo para una chica de Vigo» y Fernando, ya directamente, se lo impidió.
—¡Déjala, mamá!, ¡esas cosas no le interesan!
Su madre volvió a sentarse, esta vez con resignación. Hizo gesto de ir a decirle algo, pero se retuvo y en lugar de ello me sonrió. Otra vez sus bonitos ojos castaños se fijaron cariñosos en mí.
—A mí sí que me dan igual esas cosas; fíjate que no me casé...
Lo dijo en voz muy baja, como justificando algo sin explicar.
—¡Uf!, mamá... —protestó Fernando desesperado desde las profundidades de la cama.
Auxi movió la cabeza testaruda y pegó otro trago al botellín. Todavía con la cerveza deslizándose por la garganta y los ojos entornados en señal de protesta intentó decirme algo más sobre las costumbres de su juventud en una pequeña ciudad de provincias, pero Fernando la interrumpió.
—Mamá, ya está bien, ¿no? —cortó levantando la cabeza—. Acompaña a María, que a este paso va a llegar tarde hasta para cenar.
Auxi apoyó las manos en las rodillas y se levantó con gesto cansino. Le temblaron ligeramente las comisuras de la boca en un gesto que disfrazó en una especie de bostezo y, con un largo suspiro, salió del cuarto con los platitos casi vacíos y los vasos con restos de los refrescos ya calientes de los que sólo habíamos bebido su hijo y yo. Entonces sí que me pareció mucho mayor que cuando me había abierto la puerta. Hasta el vestido floreado se me apareció gastado y salpicado de manchas blancas donde se acumulaba la transpiración.
—Es bueno... —justificó a Fernando, pellizcándole en la pierna ante el enfado de éste—, no puedes ni imaginarte lo cariñoso que es conmigo cuando estamos los dos solos, lo buen hijo que es. Es por la pierna —añadió con gesto de comprensión—. No le gusta ponerse enfermo ni tampoco que le vean como un ser débil... y, menos que nadie, tú.