Esas mujeres rubias (15 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

BOOK: Esas mujeres rubias
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Humo, mucho humo cegaba nuestros ojos, ya adultos, en el local. Los miembros de la banda, que en los ochenta consiguiera un notable éxito —aunque siempre minoritario— entre la juventud barcelonesa, han rehecho sus vidas fuera de la primera línea de la música. Y es una lástima porque siguen siendo una excepción gozosa en el panorama musical. ¡Grandes! Nos quedamos con ganas de más.

Estela... Escurridiza Estela de espumas adolescentes, ¿tan difícil de encontrar era? Daba vueltas sin lograr atraparla: su historia, su familia, la montaña y Mon Repos.

Los fogonazos de luz habían cesado y ya entonces caía, ruidoso, un intenso chaparrón. La habitación ya no estaba a oscuras. Estaba cansada pero me levanté. Ya no tenía que luchar contra la noche, era casi de día. Me tragué dos pastillas intentando hacer un poco de caldo de saliva y me acosté. Tan sólo me había impuesto una norma: no quedarme ningún día en la cama, y, aunque a veces con esfuerzo, lo iba cumpliendo; pero esa vez tenía que dormir. El día iba a levantarse gris y ventoso, como yo. Tormenta, borrasca, aguacero... depresión.

Conseguí dormirme de nuevo, hasta el momento en que me despertó el teléfono saltando como una pulga electrónica por mi mesilla con la pantalla iluminada con las letras «Mamá». Había dormido con un sueño caliente y pesado, cargado de imágenes de colores vivos y voces reales. Había soñado con Fernando. No era la primera vez que me ocurría, el combinado de somníferos y el letargo mañanero me lo devolvían un día de cada dos. En mi sueño, estábamos en una habitación desconocida en la que él se movía con confianza y hasta costumbre; yo diría que era un hotel. Tenía unas dimensiones más que razonables, con una cama cubierta por una colcha adamascada en tonos marfil y pesados muebles antiguos, entre ellos, la misma cómoda catalana de la habitación de la torre. Todo giraba en torno a la cama, hablábamos, nos sentábamos, no nos atrevíamos... era como si buscáramos otro sitio en el que escondernos para poder rematar la tensión que se había creado después de besarnos. Las sensaciones eran increíblemente reales y deliciosas. Me mordió los labios con los suyos, como masticando una fruta henchida de jugo, dejándome indefensa y muda, atravesada de un deseo doloroso por él. Era extraño porque en algunos momentos yo era Estela, y en otros yo era yo, con mi cara, pero también era Estela; una sensación deliciosa la de convertirte en otra persona. La llamada de mi madre había terminado con ese paraíso paralelo del que no quería despertarme.

Nada más colgar me desplomé sobre las almohadas en un gesto de fatiga extrema. Recordé las pesquisas de la noche —Román acertaba cuando se tocaba la frente con el dedo señalando dónde encontrar «lo importante»; en la red era imposible encontrar nada personal— y la conversación que acababa de mantener con mi madre. Me tapé la cabeza con la sábana de hilo finísimo, rematada con una estrella bordada en el centro del embozo, idéntica a las que había en el resto del ajuar de Estela. Como las toallas de baño —de rizo, otras de un tejido similar al de las galletas de barquillo, también más pequeñas y estrechas de lino con flecos de seda—, los manteles adamascados que no había utilizado nunca, y decenas de servilletas; todo lo había encontrado allí. Acto seguido me sacudió una arcada acompañada del «Tú sabrás lo que haces» materno: los minúsculos comprimidos blancos era cierto que a mi estómago le sentaban cada vez peor.

Sobre la cómoda todavía estaban las viejas revistas que había subido del trastero, el día que tropecé con las bolsas que había dejado allí Josefina, cargadas de recortes y papeles, desechos de Estela de los que no se habían atrevido a deshacerse. Una era un viejo ejemplar de
¡Hola!
; el otro, un
Vogue
británico del 94.

Hojeé la primera, resarciéndome de los aburridos tiempos de la peluquería, en los que se me prohibía tocar las revistas porque eran «para las señoras»: la heredera de una famosa marca de relojes nos abría las puertas de su «impresionante» chalet en los Alpes suizos. Cuatrocientos cincuenta metros de suelos, paredes y techos de madera con un corazón tallado en el respaldo de cada silla, trofeos de caza comprados a peso y la misma manta de piel que saltaba, como un motivo recurrente, de foto en foto; unas veces encima de la cama, otras al lado de la chimenea y bajo dos pequeños carlinos que pertenecían a la dama. «Adoro a los animales», destacaba el texto sobre una foto de ella envuelta en un abrigo de piel y con los dos perros sujetos por unos arneses rojos como los de los renos de Santa Claus, con el morro de malhumor de los niños mimados. Para cerrar el reportaje se tumbaba al desgaire sobre un trineo en el que se suponía que iba a deslizarse por la ladera —con los carlinos sentados en el regazo y tocados con un gorrito de piel—, maquillada y vestida como para ir al Baile de la Rosa y plantarle dos besos a Carolina, que salía en la foto de la página de al lado rodeada de su hijos, todavía pequeñitos, por las calles de Saint-Rémy.

Seguí pasando las hojas. Era de enero de 1994 y no había bodas ni comuniones, más bien parejas que se separaban y que, en un tiempo récord —con otros, por supuesto—, se volvían a juntar.

La encontré antes de las recetas de cocina y después de las noticias de televisión —el lugar no era muy honroso, pero el arte y la sociedad catalana siempre ha sido muy incomprendidos por la prensa del corazón—, una página tan sólo para la boda del artista «Matthew Park con la joven nieta de la marquesa de Aguada de Pasajeros».

La foto, de grupo, no dejaba ver bien las caras y, de todas maneras, de la novia no se percibía más que el busto «recogido en un vestido-abrigo de corte imperio salido del taller del maestro Pertegaz». Muchos sombreros para las chicas, mucho recogido y demasiados dientes con años de ortodoncia. Y para los hombres, el uniforme de chaqué. Una joven —parecía la típica amiga lapa que vive en su elemento en las bodas— con un aparatoso tocado tapaba a la novia hasta no dejar visible más que una oreja desprovista de pendientes y un brazo enfundado en un tejido marfil muy apretado. El texto, corto, desvelaba que la fiesta y la ceremonia «con la bendición de Su Santidad el Papa» se habían celebrado en los jardines de «la propiedad familiar cercana a Barcelona», con setecientos invitados venidos de todas partes del mundo,
catering
de Semon y una lista de testigos larga como los candidatos a una oposición.

En el
Vogue
británico le daban bastante más. La abrí por las páginas finales. «The artist and the heiress: wedding on style.» El artista y la heredera. Casarse con estilo. No sé por qué, pensé en mamá.

Las fotos no dejaban duda: se trataba de Mon Repos. En una carpa se distribuían decenas de mesas redondas cubiertas de manteles blancos. En una foto de detalle se apreciaban,
«Chicissime!»
, centros de musgo y ramas escarchadas en lugar de pesadas flores. El brillo lo aportaban los servicios de plata centelleante y una iluminación feérica compuesta de cientos de diminutas bombillas del tamaño de la cabeza de un alfiler que refulgían como si fueran muguet.

En otra de las fotos, una capilla, que no sabía yo que existiera, recorrida por bancadas de madera oscura rematadas. A la entrada, un arco de verde y hielo por el que debieron de cruzar los novios hacia el altar.

Sin embargo, a pesar de que también se ilustraba con varios detalles de las invitadas más elegantes —lady Cecilia Thornball, Pati Moragas— y profusión de detalles de los rincones de la casa, del Mercedes descapotable marfil en el que llegaron los novios —un Pagoda, del año 72—, no había ninguna imagen en la que se viera de verdad a los novios. La única foto de Estela —de cuerpo entero, con el imponente vestido de Pertegaz— la mostraba con el rostro tan dirigido hacia el cielo que sólo se apercibía el cuello larguísimo y la sonrisa que le desdibujaba toda la cara, a la vez que el ramo que acababa de lanzar al aire tapaba todo lo demás.

A falta del rostro de Estela, me empleé en lo que se suponía que era lo mío: la traducción.

Cójase un artista irrefrenable y visceralmente enamorado, padre de seis hijos de tres ex mujeres y cientos de obras en las más importantes colecciones privadas del mundo y exposiciones en la Tate Modern, el Kunsthalle de Basilea o el Museo de Arte Contemporáneo de Kanazawa de Japón. Y únase a una encantadora joven, amante del arte, nacida en el país de los hidalgos y la sangría y... voilà! Un romance nacido entre obras de gran formato que culmina en el marco perfecto, los románticos jardines de una antigua propiedad rural con la artística ciudad de Barcelona —hogar del genial Gaudí— a sus pies.

«Todo está bien.» La marquesa comprueba uno de los más de medio centenar de pequeños bouquets de musgo y algo parecido a la escarcha, ¡escarcha de verdad! Y repasa con ojo experto las mesas preparadas para la cena que seguirá a la ceremonia estrictamente religiosa —y católica, Mon dieu!— pues nuestro queridísimo Matthew —que es agnóstico y no profesaba credo alguno— se ha convertido para la ocasión, «En materia de puesta en escena, Roma es imbatible». No lo consiguieron las madres de sus hijos Rose McTravis, ni la antigua top Selena, ni siquiera Kimberly Jones. Stella Vallés-Bruguera es la nieta de la marquesa de Aguada de Pasajeros, una joven tan rubia como las rosas Madame Meilland de un jardín de Kent. Stella habla con un acento deliciosamente engolado fruto de sus años en los mejores internados y su paso por la universidad de Oxford combinados con el fuego de una Carmen terriblemente moderna y actual.

Ha elegido al genial Pertegaz para que confeccione su traje de novia, el modisto de las grandes damas de la sociedad barcelonesa. Más de treinta metros de gazar de seda en tono hueso con remates de armiño y de mangas tan ajustadas que parece imposible que haya conseguido enfundárselas. El velo es una mantilla de encaje antiguo, «La han llevado todas las novias de casa», apuntó Stella mientras la sujetaba a una diadema de platino y diamantes que, también, desde generaciones, ha adornado a las mujeres de la familia en los días grandes en Mon Repos.

La mañana de la boda cae una gran nevada sobre Barcelona, algo extraordinario; Stella despierta alborozada por el inesperado regalo que ha puesto un manto blanco a su exquisita decoración. Las pequeñas linternas de papel de arroz que adornan las terrazas de la finca tuvieron que ser reemplazadas pero, afortunadamente, no hubo ningún otro percance. «Es una señal de felicidad, un buen augurio», señala Matthew Park mientras contempla arrobado el rostro de su futura esposa, quien no cesa de sonreír.

«Siempre había soñado con casarme en esta casa —apunta la futura señora Park—, para mí no puede haber otro sitio como Mon Repos».

Hasta aquí los preparativos de la boda, que, señalaba el artículo, se había celebrado el último sábado de diciembre de 1993.

Pasé página y seguí.

A las cinco comienzan a llegar los primeros invitados; una mezcla divina compuesta por santones del mundo del arte, familiares y amigas de infancia de la novia, le tout Barcelonne. La novia —de una belleza indiscutible— hace su entrada a las cinco y media, puntual, envuelta en un aura de blanco diamante. Corre como una colegiala impaciente entre los olivos y los cipreses, arrastrando la nieve bajo la cola de su traje, ajena a todo lo que no sea ese día inolvidable.

Una vez la ceremonia llega a su fin —oficiada en inglés y en castellano por el capellán que bautizara a la propia Stella veintitrés años atrás—, los invitados, encabezados por la feliz pareja, inician la ascensión hasta la carpa que albergará la exquisita cena. Un ejército de doncellas uniformadas con cofia y delantal blanco y jóvenes camareros de librea esperan a la entrada para saludar a los novios. Los pajecillos —encantadores, con sus vestiditos de lana rematados de armiño— les reciben arrojando pétalos de rosas blancas. Brindis y alegría gracias al cava millesimée —del mismo año en que nació Stella— de la propiedad de un familiar. Anchoas de la Escala y un original plato de cuchara a base de bogavante con mongetes y, para los más comilones, corderito asado del Ampurdán. Una enorme tarta con la bandera inglesa entra a los compases del God save the Queen de los Sex Pistols, que rinden homenaje a la reina de esta noche mágica, Stella, que se arranca la falda del vestido y se exhibe, provocadora y hermosa, vestida de Thierry Mugler, en un minúsculo kilt. Comienza la música y todos se entregan a un baile que no recuerda en absoluto al Danubio azul.

Tan sólo una pequeña sombra oscurece la celebración: la ausencia del padre de la novia, Diego Vallés-Bruguera, un hombre que abandonó la España posfranquista en busca del sueño cubano de la Revolución.

Dos horas más tarde, Stella y Matthew desaparecen, enlazados por la cintura sin separar sus ojos ni sus labios, después de que uno de sus célebres invitados les dedique un muy justo Can’t help falling in love with you...

Tuve que consultarlo también en Internet. Fue un exitazo de UB40 del 93, cuyo estribillo podría aplicarse muy bien a Estela y que repetía, machaconamente, «no puedo evitar enamorarme de ti...».

El Danubio azul

Cuando Fernando y yo nos casamos todo fue muy diferente. No hubo redactores del
Vogue
británico, ni siquiera del
Vogue
local, y mucho menos una nota en las páginas de sociedad. Tampoco tiaras, ni mantillas familiares, ni capilla privada o invitados «divinos». No hubo nada de eso, y sí langostinos y arroz, y «¡Vivan los novios!» sentidos en aquel momento por invitados medio borrachos de corbata desbocada; pero, al menos por mi parte, aunque resulte obvio y embarazoso sólo mencionarlo, hubo lo más importante: emoción intensa y el deseo de que, por fin, nos uniera un lazo invisible. Él y yo.

Nos encontramos a las puertas de la boda sin pretenderlo, como el resultado de una cadena de hechos que se sucedían impulsados por su propia inercia, como debidos a un defecto de forma, silencio administrativo o algún fallo legal. Hasta llegar a este punto, Fernando pasaba por fases de «ausencia» pero siempre acababa llamando, y reanudábamos nuestras salidas como si tal cosa. Sin explicaciones. Mencionaba que había trabajado en algún proyecto «como un loco» o que no tenía ganas de hablar con nadie. Y en ese nadie me incluía a mí.

Él nunca había mostrado el más mínimo deseo de casarse —esperaba que tampoco con otras; quería pensar que padecía de alergia leve al emparejamiento duradero—, y yo no me atrevía a mostrar mis verdaderos deseos absurdamente románticos, perdidas ya las prevenciones en contra de la vida secreta de las parejas, que me resultaba, en mi infancia, el colmo de la alienación.

Por lo tanto, cuando llegó el momento en que todos nuestros amigos comenzaron a desfilar delante de curas y alcaldes —Mencía y Marcos fueron los primeros, en una boda «preciosa», para gran disgusto de mamá. E incluso otros conocidos más locos, en Bali. «¿Pero qué patochadas de boda son ésas?»; mamá y Fernando tuvieron, cada uno por su lado, la misma reacción. No le quedó más remedio que, o dejarlo donde estábamos o entrar en el club.

Seis años de relaciones, como decía mi abuela Anselma, y nadie de mi familia, si exceptuábamos a mi hermano, había visto a Fernando. A mi padre la situación parecía incomodarle, pero hacía como que era normal. Seis años que yo había abordado como el que juega a la quiniela todas las semanas sin confiar en que le toque. Nada apuntaba a que mis números fueran a salir.

—Estaría bien ver a tu novio antes de la boda —me soltó mamá un día con cara de vinagre.

Iba a decirle que la culpa no era mía, sino suya. En su lugar le propuse, conciliadora, que decidiera ella cuándo. Si no le conocía era porque nunca había mostrado ni el menor interés. Todavía no habíamos empezado con los preparativos, tiempo había. Tan sólo teníamos clara la fecha, en pleno verano, el 14 de julio, el único día que quedaba para poder celebrarlo en el Ritz. El lugar elegido por mamá.

Acordamos que en lugar de una formal petición de mano, a la que Fernando se negaba, cenaríamos con Auxi y mis padres en un lugar neutral, El Noray. A pesar de las prevenciones de mamá contra todo lo que le recordara el salitre, en este caso —porque estaba cerca de casa y era un lugar «de toda la vida»— transigió. Una vez allí torcería el morro al ver las paredes encaladas simulando un acabado rústico, los manteles de cuadros y las fotografías de faros y barcos pesqueros que le recordaban a su villa natal. Mi hermano Jaime se encontraba viajando por Asia y a mamá le arregló bastante bien dejar a la abuela Anselma en su tierra con la excusa del menú.

—¿Para qué hacerla venir desde Santoña? —objetó, descartando la idea.

Traté de convencerla; quería que Anselma estuviera en mi boda, pero no hubo manera, «Déjala, está muy a gusto en su casa; ya vendrá para la boda», y me tuve que conformar.

Fernando se dejaba llevar, reacio a aquel encuentro, porque lo sabía inevitable.

—Me fastidian estas escenas tan forzadas —se resistía—, ¿no podríamos hacer las presentaciones de una manera un poco más espontánea?

En medio de ambos fuegos crucé los dedos. Subía los últimos peldaños hacia la vida que deseaba, por fin.

Inesperadamente la presentación resultó un éxito, según deduje de la impresión que Fernando causó en mis padres. Papá le saludó afable y se dedicó a cuidar de que no le faltara de nada a Auxi, que, para la ocasión, se había adornado con unos pendientes de metal y colorines vagamente hippies y una falda hindú o indonesia larga bajo la que asomaban unas extrañas sandalias de anchas tiras de cuero al estilo Jesucristo. Parecía más que nunca una maestra comunista vestida de día de fiesta, con su pelo eternamente frito y sus expresiones contemporizadoras de cineclub. Mi madre: peinado impecable, liso, rubio, extraplanchado; camisero azul marino con cinturón de lona y sandalias que le dejaban las uñas rabiosamente escarlatas al aire. Pulseras, bolso de marca y collar. Un cruce entre señora de mundo y joven madre de la novia, elegante sin querer ser apabullante. Se transmutó de crítica implacable a fan entregada con risa de cascabel. Desde el minuto uno desplegó todas sus armas de seducción masiva. Le reía las gracias, se palpaba el pelo, coqueta, asegurándose de que siguiera ahí o jugaba con la mano con el largo collar que pendía en el escote del vestido... yo la contemplaba incrédula. Después de todo lo que me había hecho sufrir... Fernando respondía serio pero halagado por la atención, alardeando de lo bien que había empezado a irle desde que terminara la carrera, compartiendo bromas con ella casi en
petit comité
. Seis años de desierto para terminarlos entregada delante de una caña y una ración de gambas a la plancha.

Auxi pidió lubina a la sal y se bebió tres cervezas, por lo que tuvo que levantarse dos veces al cuarto de baño, deslizándose desde su sitio, pidiéndonos perdón. Se lamentó de lo precipitado de la boda —estábamos en mayo— porque no iba a disponer del tiempo suficiente para coserme un ajuar completo, «Al menos te haré el juego de sábanas de matrimonio y un salto de cama», prometió. Para nosotros cuatro, papá pidió un albariño muy bien de precio, perfecto con las gambas, a las que mamá despojó de su cáscara rosada con cuchillo y tenedor, negándose a comer con los dedos. Auxi, previamente, se había pelado todo el aperitivo a mano, y había chupado las cabezas succionando con avidez un líquido marrón; y en lugar de lavarse delicadamente las puntas de los dedos en los boles con agua y una rodaja de limón flotando, se lamió el índice y el pulgar, sonriendo como una niña traviesa.

Yo no recuerdo ni lo que pedí. Tan angustiada estaba por que todo saliera bien. Sonreía ansiosamente a mi padre, que me devolvía la sonrisa a su vez. Auxi entraba y salía de la conversación, como un líbero en un partido de fútbol, haciendo comentarios que desarmaban aquel momento arreglado. Y Fernando y mi madre parecían los novios, en lugar de él y yo.

—¡Qué guapo! —aprobó mamá colgándose de mi brazo cuando abandonamos el local. Se le había subido el albariño.

Habíamos hablado de todo; todo sobre lo que se pueda hablar delante de varias fuentes atestadas de bígaros, percebes, centollos, navajas y trozos de buey de mar. Para decepción de mamá, no se mencionó el hecho de que existiera un padre de Fernando en algún sitio o que para la boda pudiera reaparecer. Y, por supuesto, nada de lo que, en teoría, teníamos que discutir.

Fernando estaba de acuerdo con que nos casáramos en Berria. No le atraía de manera especial, pero le convenía —lejos, lejos, lejos— para que pudiéramos hacer una boda sin demasiada notoriedad. Aunque mamá —en contra, en contra, radicalmente en contra: anchoas, Buruttas, la calle de Juan de la Cosa— trató de utilizar un argumento pragmático. Casarse tan lejos nos condenaría a pocos invitados y por lo tanto, nada de equipamiento en el hogar. «Con lo que me ahorro de los cubiertos nos compramos lo que queramos. Paso de listas de boda en El Corte Inglés»; Fernando no lo veía así. Y no quiso delegar en su madre la parte de preparativos, por lo que de mayo a julio vivimos un pulso entre los «Carmela, sé razonable» y los «Fernando, hijo —le exasperaba, lo sé—, ya verás como tengo razón» que a mí me dejaba extenuada y casi sin ganas de que llegara el 14, en Berria o en el Ritz. Cabezotas, con motivos no confesados y más parecidos que nunca, acordaron un compromiso que salvaba los intereses de las dos partes: «los imprescindibles», matizó mamá, pero no en Berria, «Por encima de mi cadáver», sino en Madrid.

De la parte de Fernando sólo contábamos con algunos compañeros y profesores de la escuela con los que se había relacionado: el famoso Terrón que le había encargado algunos trabajos a la salida de clase, unos cuantos amigos de su curso y un tal Gonzalo Gálvez, un tipo espabilado que le había pedido que le firmara un proyecto. No necesitaba más que eso, su firma, para pedir unas licencias en la costa, sin que le demandaran nada más. Aparte, también contábamos con su madre, claro, y, lo que era más chocante, no incluyó a ningún familiar. No tenía más que un primo de su madre al que no veía nunca y con eso se zanjó la cuestión. Por ello, quiso restringir el número de los que venían de mi lado hasta que la cifra estuviera equilibrada.

—Si no, va a parecer que no tengo a nadie —se justificó.

A mí me daba lo mismo, pero a mamá, no.

—Pero bueno, ¿qué es eso de casarse de tapadillo? Si él no tiene familia ni amigos, pues peor para él.

Pasado el romance del día de los percebes, las hostilidades volvieron a reaparecer, poco a poco, en la negociación. Discutieron uno por uno hasta llegar a un nuevo acuerdo. Sesenta invitados. Cuarenta por mi parte, y veinte por la de Fernando.

Mamá, con cuarenta, no tenía por dónde empezar. Entonces se inició la campaña de Carmela Fernández Expósito, delante de todas sus amistades.

—Una boda íntima... —repetía justificando la falta de invitaciones—, muy moderna; lo han decidido los chicos, todo muy informal.

No tanto, porque en el lugar de la celebración sí que estuvieron de acuerdo. Uno de los salones del hotel Ritz. «Qué pena que no se pueda en la terraza», se lamentó mamá, satisfecha al ver la inclinada letra inglesa cuando llegué de la imprenta con los cartones de invitación. «No sabía que se llamaba Prado; es el nombre de su madre, ¿no?» Auxiliadora Prado Márquez, constaba en la esquina izquierda. No había duda, chasqueó la lengua, molesta. Prado los dos, ella y él.

Del vestido —falda de tul, falda de tul— se encargó mi madre aunque ella no cesaba de repetir que la que tenía que elegirlo era yo. Fuimos al taller de una modista «muy bien de precio» que conocía ella de la boda de la hija de la María Elena de la Florida, que a pesar de todas las «perrerías» de su marido todavía seguía con él. El taller estaba en un piso grande de suelos de madera en una segunda planta, cerca de la antigua peluquería de mamá. «Tienes que estar bien guapa», lo que entre ella y yo quería decir que allí iban a enderezar mi naturaleza. Yo hubiera preferido un traje sencillo, lo que ellas llamaban, arrugando la boca como si fuera un término inapropiado y casi escandaloso, un
fourreau
. Un vestido de líneas rectas con un escote pronunciado en la espalda, que me marcara la figura. Eso y un velo sujeto en un moño bajo y sencillo, sin frufrús. Una declaración de intenciones, un lo que yo quería que fuera nuestra nueva vida: un camino hacia lo esencial. Pero entre mamá y la modista, «Teresa Cardona, Costura y Novia Atelier» —cuyo ideal en materia de bodas era el vestido-pastel de Lady Di—, me liaron con un «sueño» de corpiño ajustado con escote bañera y falda acampanada compuesta de decenas de capas de tul que me nubló los ojos en una ebriedad de princesa Disney. Me convencieron; era un día especial, ¿no?, ¿por qué no vestirme de novia si me iba a casar?

Guardé la sorpresa del traje: que iba acompañado de una corona de flores silvestres, «ideales», según Teresa Cardona y su ceño piloso y profesional. La Cardona era oscura y pequeña y parecía vengarse con cada traje del hecho de que ella no hubiera podido meterse en uno más que en la intimidad de aquel probador. Y con tanto tul en la falda —insistían— ya no hacía falta que me pusiera velo, con lo que me hubiera gustado a mí. Así que, solucionado el tema del vestido, nos concentramos en la etapa siguiente, la del menú.

(Hay que decir que previamente a todos estos preparativos, conmigo como si fuera un ministro de Finanzas especializado en esponsales, me tocó cerrar con ambas partes el espinoso tema de la financiación. Por un lado, «No vamos a hacer una boda de miseria», porque Auxi y Fernando no pudieran permitirse ningún dispendio; y del otro, «Si tu madre quiere invitar a todo el mundo, que se lo pague»; al final, cincuenta cubiertos para los Fernández porque, cada vez que salía un nombre, «¡No podemos dejar de invitar a Marisa y Gonzalo!», Fernando cedía, y veinte —diecinueve, pues Auxi acudiría sola— para los Prado.

A mediados de junio el Gálvez de las firmas volvió a la carga y le propuso a Fernando otro trabajo sencillo sobre un proyecto que había que revisar. Tenía ya una licencia pero necesitaba «otro» arquitecto que modificara los planos para lo que iba a construir —más metros, cubiertas, dos piscinas— en la realidad. Fernando se marchó a Estepona, en la Costa del Sol, y yo me quedé a cargo de lo que faltaba. Le llamaba por las noches al hotel para preguntarle qué le parecía que en vez de centros de gerberas, que mamá despreció nada más ver, pusiéramos rosas, «un poco más caras», y que si además dábamos un aperitivo, subía un poco pero quedaba mejor porque de la iglesia llegaríamos entre siete y media y ocho y la cena no sería hasta las diez. De pronto —¡Gálvez y sus incentivos!— todo pasaba con un «Muy bien».

Hubo que compensar el desfase, por lo que mamá descartó las posibilidades que se le ofrecían desde el hotel y se empeñó en encontrar un menú que no fuera muy caro pero quedara pintón. Cóctel de mariscos —eligió, contra la cara de disgusto del
maître
, que le recomendaba la ensalada de bogavante, «por un poco más y mucho mejor»— y de segundo, un solomillo Wellington —«Algo a lo que hincar el diente», me pidió gráficamente por el teléfono Fernando, algo que se pudiera masticar—, soufflé Alaska de postre —menos mal, por fin una de mis debilidades— o tarta nupcial. «Ya no falta más que cortarla con el espadón», bromeó, no supe si refiriéndose a la tarta o a mi madre, que ya no se molestaba ni en disimular. También elegimos —ella— un tinto corriente, pero de Rioja, para primer y segundo plato, y un blanco de Alicante para el postre, a pesar de que Fernando protestó con un «¡Si no hace falta, joder!». El
champagne
, francés, fue, sin embargo, según ella, su única imposición.

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