Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
—¡Ya lo sé! —me interrumpió, de mal humor—. Pero ¿cuánto tiempo llevas ahí metida?
—Poco —mentí.
Me miró extrañado y musitó algo entre dientes, y casi a tirones me empujó hasta el salón. Le seguí con los ojos encendidos por la vergüenza hacia donde estaba el chico de los pantalones raros que seguía acoplado, como una quinta pata tosca, sin moverse de su mueble rococó. Jaime me habló bajito antes de que estuviéramos a su altura.
—Quédate donde pueda verte, ¿vale? —me pidió, señalándome con el dedo—, te voy a dejar con ése; está tan colgado como tú.
Miré hacia donde me había indicado. El chico apoyado en la consola miraba con aire desorientado hacia todos lados. La música sonaba fuerte, Nena y sus
99 Luftballoons
: todavía subo el volumen cuando la escucho por la radio del coche en una de esas emisoras que emiten éxitos de décadas pasadas; por cierto, Nena, ¿qué habrá sido de Nena?, ¿dónde estará?
«Fernando no sé qué», me aclaró mi hermano antes de que nos oyera. Fernando estiró el cuello hacia el fondo del salón, como enseñándonos que, aunque se encontrara momentáneamente solo, allí había alguien a quien todavía no había conseguido encontrar. «Es un tío majo, aunque algo rarito», resumió Jaime ya casi delante de él.
Nos besamos formales en ambas mejillas, sin rozar nada más que el aire. Él apartó la mirada de la mía y se mantuvo muy tieso, manteniendo la distancia a nuestro alrededor. Se notaba que no quería mostrarlo, pero respiró aliviado de tener a alguien con quien hablar.
—¿Quién te parece más plasta, Phil Collins o Sting? —me preguntó, burlón.
No me atreví a llevarle la contraria, y menos a confesar que tenía entre mis ídolos a Sting, aunque fuera con Police. Él miraba hacia Mencía, Marta y Sonsoles, las guapas del colegio, que se movían al ritmo de
In the air tonight
, contoneándose entre ellas, ajenas a las miradas de deseo que concitaban a su alrededor.
—No me gustan las tías guapas —afirmó Fernando desde su atalaya, después de escupir un trozo de hielo en su vaso.
Hice un gesto de conformidad, algo confusa. No supe si eso debía tomarlo como algo bueno o algo malo. Ante la duda, di otro sorbo, con lo que me terminé lo que me quedaba de bebida.
—¡Menudos gilipollas! —exclamó Fernando de repente, echando una mirada matadora hacia Marcos.
Habían cambiado a un disco de Bob Marley y se hacían los colgados juntando las manos como una trompeta cerca de la boca, imitando a los porretas de su clase, que luego, lo que es la vida, acabarían siendo uno, un penalista muy famoso, y el otro, el más raro de todos, juez. Desviamos la vista, algo abochornados. Me propuso movernos hacia la barra, para que me pidiera algo, sorprendido de la velocidad con la que me había terminado mi refresco. Aquélla debió de ser una de las escasísimas veces que se preocupó por algo práctico referido a mí.
Le hice señas de que primero tenía que ir al baño, y él, en un rasgo de caballerosidad innecesaria, se acercó a Mencía, que fumaba a nuestro lado.
—¿Sabes dónde está el servicio? —preguntó, mirando a través de ella, como si él fuera el único que no se diera cuenta de que era la guapa oficial.
Mencía, sin separarse de su cigarro, hizo un gesto impreciso hacia el pasillo que yo ya conocía, y se giró de nuevo hacia sus amigas soltando el humo con los labios fruncidos y la cabeza para atrás.
«¡Servicio!», se rió por lo bajinis Marta, o Sonsoles, no sé, no me acuerdo. Me escabullí hacia el baño para ahorrarle, al menos, mi mirada. «Espérame aquí, por favor», le rogué. Para entonces, hacía rato que Jaime había desaparecido de nuevo.
Cuando volví del baño, al ver que me aproximaba a la barra, se me acercó Marcos, algo borracho, e intentó atraerme con la excusa algo estúpida de sacarme a bailar. Tenía las manos calientes y blandas, como de monja. Me libré, escurriéndome de sus dedos húmedos, empujándole en el pecho y apartándome de su aliento agrio a whisky con Coca-Cola. Me dirigí hacia Fernando, inclinado sobre las bebidas, el rostro en escorzo. Rellenaba de hielo su vaso de tubo, impertérrito, como si ya no le interesara nada de lo que pasara a su alrededor. Me fijé en su perfil regular, boca alargada de labios gruesos y bien dibujados pero masculinos a la vez. Pómulos altos y marcados, «carita de hambre», la definió mi madre la primera vez que le vio. El mentón fuerte y determinado, con la barbilla rematada en un pico agresivo de juventud. ¿Era ese un perfil de hacha? ¿Una mirada de halcón? Sin mirar al resto del mundo, echó hacia atrás los hombros, y se giró, de vuelta hacia mí.
Antes de irme al baño ya me había informado de que estudiaba Arquitectura; «Y soy bueno», añadió sin falsas modestias. Allí, casi todos eran de Derecho, o de Económicas, o de las dos a la vez. Universidades privadas y católicas. Él, no. ¿Qué hacía allí?
—El fútbol —me explicó, mordiendo un cubito de hielo sin miedo a estropearse los dientes.
Le miré, curiosa. Tenía miedo de ser una especie de Marcos para él. Me rozó la mano al pasarme un vaso y me aparté, temerosa de que las palmas me sudaran.
—Has vuelto... —constató, ofreciéndome un vaso.
—¿Adónde iba a ir? —le contesté.
Se sentó a mi lado a beber a sorbitos, sin hablar.
El payaso que había hecho el
show
de los porretas al lado de Marcos, el futuro juez, se acercó a la cadena de música y quitó el disco de
reggae
. Hubo unos segundos de silencio en los que se oyó un quejido general de protesta, e inmediatamente empezó a sonar una lenta. Las pocas chicas que bailaban suelto, desmelenadas, con Bob Marley, huyeron en cuanto sonaron los primeros compases de una canción de Cock Robin. Se acercaron en tropel a la barra, como un rebaño de reses sedientas de vodka con Fanta y Coca-Cola con ron. Ya no quedaban ni hielo ni vasos limpios. Buscaron por las mesas adyacentes hasta encontrar los menos sucios. Se sirvieron entre empujones y terminaron de poner perdido el mantel.
Una parejita que salía oficialmente —lo que les permitía besarse descaradamente encima de la montaña de chaquetas y abrigos— empezó a bailar, rompiendo el hielo. Se movían pegados sin mucho ritmo. La luz se había atenuado aún más.
Después de ellos, salieron a la pista un par de parejas más. Por cierto, ni rastro de Jaime.
—¿Quieres que bailemos? —me preguntó Fernando, agitando el hielo de su vaso.
—¿Yo?
—Sí, claro, tú.
—Vale. —No se me ocurrió nada más inteligente que decir.
No podía haber nada en el mundo que deseara más. Pero ¿por qué se estaba obrando ese milagro?, ¿por qué yo?
Con la cabeza baja comprobé mi pantalón —recé para que al levantarme del asiento no se me marcaran las horribles gomas de las bragas— y me estiré la camisa mientras avanzábamos justo hasta donde estaba la lámpara que colgaba del techo. Al llegar al centro, con Fernando apurando su copa, se paró la canción. Hubo unos segundos de inseguridad y de silencio, y un murmullo de protestas, de nuevo, y bruscamente arrancó A-ha con
Hunting, High and Low
.
Mencía, Sonsoles y Marta bailaban en torno a Marcos, pero ya ostensiblemente de broma, haciendo gansadas que sus grupitos respectivos saludaban con jolgorio. Mencía punteaba una guitarra imaginaria mientras él la rondaba como si estuviera bailando
Los pajaritos
. La primera pareja se había retirado discretamente, quizás en busca de alguno de los muchos dormitorios de la casa, de una cama en la que acurrucarse a la vista de cualquiera que entrase. Mi hermano había reaparecido y discutía, muy vivo, con un chico alto y fino como un espagueti, Ramón Portabales, que también intentaba entrar en la Escuela, pero que contaba con la ventaja de tener un padre ya embajador. Yo creo que ni siquiera nos vio.
Estábamos a punto de empezar a bailar. Noté que mi corazón latía muy deprisa y que mis manos resbalaban húmedas. Seguro que notaría el sudor traspasándole la camiseta desde mis palmas... ¡qué vergüenza!, ¿por qué tenían que sudarme las manos justamente entonces? Pensé en secarlas con disimulo, pasándolas sobre las perneras de los vaqueros, pero no podía sin que todo el mundo lo viera. Limpiándome antes de bailar, la típica mierda por la que pueden mortificarte en el patio durante años las mayores, las crueles Mencía, Sonsoles y compañía de cada colegio del mundo.
Fernando esperaba delante de mí, inmóvil, guiñando los ojos en signo de interrogación.
—No me encuentro bien —me justifiqué, nerviosa.
—¿Estás mareada? —preguntó, con cara de sorpresa—. Si no has bebido... alcohol... —confirmó saliendo conmigo hacia el sofá.
—No. No es eso, no sé... —balbuceé arrepentida de haberlo estropeado todo.
Estaba haciendo el ridículo con cada nueva palabra que salía de mi boca. El baño, por favor, el baño, quería esconderme y desaparecer...
Fernando me acompañó hasta la misma puerta, esta vez. Entré al lavabo y me eché agua en la cara y salí a toda prisa, no fuera a pensar que me pasaba otra cosa peor. Toda la vida igual. Miedo y luego más miedo a lo que puedan pensar.
—¿Ya estás mejor? —me preguntó cuando abrí la puerta, apartándome el pelo húmedo de las sienes.
Me miró con una sonrisa y retiró la mano al ver que yo bajaba la vista, tan rápido como si me hubiera quemado, y que en vez de calmarme me ponía a temblar.
Me excusé de manera torpe achacando a la tensión baja mi estado de confusión, era lo que decía mamá cuando le daba alguna cosa incómoda de explicar.
—De todos modos, ha venido tu hermano a buscarte —me informó señalando hacia el pasillo—, está despidiéndose de Marcos. Se ha extrañado de que estuvieras en el baño otra vez.
Mencía se estudiaba con detenimiento en el espejo de marco dorado y de dos metros de altura que reinaba en el recibidor. Con el dedo corazón se secaba la fina película de transpiración que le hacía brillar la cara antes de retocarse el
gloss
de los labios con el anular.
Fernando ya se había despedido, «Yo también me voy a marchar pronto», pero desapareció de nuevo, como para buscar su abrigo, hacia el salón. Sonsoles hablaba con Marcos de «la guarra de Civil», pero, al ver pasar a Fernando, se interrumpió. ¿Quién era ése?, no le había visto nunca, de dónde había salido ese chico, no era de su curso, ¿era de Económicas?, no se habría colado, ¿verdad?
—No es nadie —respondió Marcos sin darle importancia, mientras ella salía otra vez del recibidor.
Jaime entró con las chaquetas en el brazo.
—¿Por qué te encierras todo el tiempo en los cuartos de baño? —me preguntó con un deje de reproche.
Le tranquilicé. No era porque me hubiera dejado tirada. Que no se preocupara, que no iba a decirle nada a mamá.
Le pedí que me esperara un momento, que tenía que entrar otra vez al salón porque se me había olvidado algo. «No tardes —me amenazó con malas pulgas— que tenemos que irnos
ya
.»
Dejé a Marcos y a mi hermano en el hall y entré de nuevo en el salón de la música y las coca-colas. Fernando estaba allí, apoyado en la misma consola. Miraba hacia la pista. Se había quedado solo, otra vez. Sujetaba un nuevo vaso con aire ausente, concentrado en un horizonte vacío en el que nadie parecía esperarle.
Una sonrisa afloró en mi cara y avancé hacia él para darle una última sorpresa y decirle adiós. En ese instante, Mencía dejó a sus amigas y comenzó a aproximarse desde la otra punta. Llegó despacio, como un animal que va de caza, juntando las rodillas a cada paso, exagerando la curvatura de las caderas, los ojos bajos y la cara medio oculta por aquella melena enredada que compensaba su imperfección. Entre los dedos enarbolaba un cigarrillo, con la mano izquierda lista para protegerlo de una llama que Fernando todavía no había comenzado a alumbrar.
—¡Me voy sin ti! —me gritó Jaime asomando la cabeza desde la puerta.
Le imploré que me esperara con un gesto impaciente de la mano, y paré otro, dirigido a Fernando, antes de que nadie se diera cuenta de que era para él. Respiré aliviada cuando comprobé que ni Mencía ni Fernando me habían visto gesticular.
En aquel momento, Fernando sacó un mechero del bolsillo delantero de su pantalón de tergal de color gris claro, se inclinó hacia ella con una sonrisa, y atrapó la mano de Mencía dirigiéndola entre la suya hasta la llama, muy cerca de él.
Conmigo no había fumado. Y nunca lo haría delante de mí.
«Yes, she died», Mrs. Medlock answered. «And it made him queerer than ever. He cares about nobody. He won’t see people. Most of the time he goes away, and when he is at Misselthwaite he shuts himself up in the West Wing and won’t let any one but Pitcher see him. Pitcher’s an old fellow, but he took care of him when he was a child and he knows his ways.»
The Secret Garden,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT
—Sí, ella murió —respondió Mrs. Medlock—, y eso hizo que se volviera aún más raro. No le importa nadie. Nunca ve gente. Pasa la mayor parte del tiempo fuera, y cuando está en Misselthwaite se encierra en el ala oeste y sólo deja que Pitcher le vea. Pitcher es mayor, pero se ocupó de él cuando era un niño, y sabe tratarle.
El jardín secreto,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT
Traducir las palabras de otros te convierte en un ser distinto: te obliga a ser fiel a un pensamiento extraño, a una lengua ajena, a dar vida a otras voces, a meterte en las cabezas que te son desconocidas. Te convierte en un camaleón.
Traducir es ser otro y desaparecer.
Había hecho un largo camino hasta llegar a aquella casa,
¿pairal?
, como me explicara aquella señora del coche de lujo que se iba cayendo a trozos, ¿Olga Cornejo?, ¿Delia Montés?
El camino desde la casa de Marcos hasta Mon Repos había sido desigual y cotidiano, y a veces hermoso, pero, desgraciadamente, había tenido un final atropellado, como suele pasar en la vida, donde uno no puede planificar lo que de verdad importa.
Aceptar o desesperarse. No nos queda más opción.
A día de hoy todavía no sé cómo explicar ese final sin caer en eufemismos y ñoñeces, así que lo hago a las bravas y mirando fijamente a los ojos. No espero simpatías ni consuelos. Es lo que hay. Lo que soy.
Mi hija —nuestra hija— murió poco después de cumplir catorce años. Como el hijo de la autora de los libros de cuentos, pero, en ambos casos, en la realidad.
Cuando llegué a Barcelona y a Mon Repos, todavía era un hecho dolorosamente reciente. Me sentía como si no hubiera ocurrido. Lo llaman estado de
shock
. Pasa el tiempo y no puedo decir que el dolor se haya desvanecido. Me acompañará hasta que la última gota de sangre riegue lo que quede de mi cerebro. En esa gota y esa última conexión neuronal estará ella, tal y como era entonces, mi niña adorada. A punto de atravesar la frontera de la infancia con el paso suave de los elegidos por los dioses. Hacia la ausencia. La eternidad.
En aquel momento mi vida se dio la vuelta de un golpe, como un bote de remos en medio de una galerna, y aquel vacío —no quiero ni recordar el instante en que se produjo; me duele sólo de pensarlo— era lo primero que me venía a la mente cuando pensaba en mí misma.
A mí y al resto. Yo era esa mujer «a la que se le ha muerto la niña». Después, añadían, digna de lástima, qué horror, pobre desgraciada o no puedo ni imaginarlo siquiera, mientras vigilaban de lejos a sus hijos con un escalofrío de alivio culpable. Le ha pasado a ella, por lo tanto, a mí, no. ¡Uf!
Esto no es como hablar de la corrida sin haber salido a torear a la plaza. Hay que haberlo pasado para entenderlo. Los que hemos perdido un hijo nos reconocemos al primer vistazo, como los drogadictos, aunque lleven vidas aparentemente normales. Ellos saben que el otro sabe. Une más la desgracia que la felicidad.
Bueno... ya está. Mi hija murió y yo seguí viva. O algo así. Me ahorro los detalles morbosos y sigo con mi historia. Fernando y yo esquivándonos en una casa demasiado grande, ensayando los primeros pasos hacia esa otra existencia de la que no conocíamos las reglas, hecha de ansiolíticos y de oscuridad. Yo habría necesitado de su ayuda hasta para levantarme de la cama, pero él, que siempre había sido el fuerte, no necesitaba de la mía. Es más, mi dolor parecía acrecentar el suyo, irritándole como un pena de muelas, eso que en francés se llama una
rage de dents
, una rabia de dientes, en traducción literal —perdón por la pedantería de las traducciones, pero hay conceptos que sólo pueden explicarse en una determinada lengua; las muelas duelen con rabia, duelen hasta lo inimaginable y aunque parezca increíble, de repente, todavía duelen más.
Una tarde, al ir a buscar un vaso de agua a la cocina, encontré un papel escrito con su letra encima de la mesa. Me dejaba una nueva dirección donde buscarlo «si era necesario»; decía que me llamaría para terminar de arreglar las cosas, y especificaba que podía quedarme allí «el tiempo que quisiera». Amargamente, me reí.
Me irritaron sus maneras egoístas —«Te lo dije, te lo avisé; mamá no desaprovechó la ocasión de hacer sangre contra él»—, e hice caso, a mi pesar, a los sabelotodos del dolor ajeno, a esos que, de oídas, te aconsejan cambios de aires y descanso, el tiempo que todo lo cura, ya verás como al final te haces a todo, y otras mentiras que vuelven la vida soportable.
Salí de la que había sido nuestra casa los últimos tres años con una pequeña bolsa de tela, no quise llevarme nada. Con Fernando no había habido ni reproches, ni pelea. Nada. Seguimos casados, sin más. Supongo que alguna alma caritativa —¿mi madre?— le pediría que me dejara un tiempo... «Ahora no es buen momento, un poco de paciencia, dentro de unos meses, todo será más fácil.» Por ello, me quedaba algo de esperanza. Una vez asumida la pérdida, ¿tendríamos una oportunidad en esta otra vida de color gris?
Ella y él eran mi única razón, lo confieso. Lo habían sido siempre. Mi única razón.
A principios de septiembre —la niña murió en agosto (siempre me ha resultado más fácil ese pasa-por-todo
la niña
que escribir o pronunciar su nombre)— me instalé en un hotel, qué deprimente, en mi misma ciudad. No quería volver a casa de mis padres; hubiera sido como sumar otro fracaso. Y además, ¿adónde iba a ir? Uno no puede presentarse en casa de un amigo con un fardo tan pesado como el mío. Llegar con el alma destruida y la maleta cargada de tristeza, la mirada hostil hacia cualquier atisbo de felicidad. No, mejor un lugar mercenario, un hotel grande, pequeño o mediano, pero un hotel.
Ni veinticuatro horas aguanté en aquel establecimiento —primer error: estaba en el radio de nuestra primera casa con vistas al parque del Retiro de Madrid— donde me sentía una mierda miserable y adonde, además, llegaban las antenas de mis padres, respetuosos pero siempre pendientes de a ver qué había hecho, y tienes que sobreponerte, y haz el favor de no hundirte que si no vamos a tener que tomar cartas en el asunto por tu bien.
Tenía que cambiar pero de veras. Conté las horas hasta que se hizo de día y me marché al aeropuerto. Praga, Stuttgart, Sevilla, París. ¿Qué era lo más fácil? Un puente aéreo. Madrid-Barcelona. En veinticinco minutos saldría volando. ¿Otra vida? Quizás.
Todavía no sé lo que buscaba cuando me subí en aquel avión, rodeada de hombres con maletines que consultaban nerviosos sus relojes. ¿Qué pintaba yo allí? ¿Un lugar donde nadie supiera lo que me había pasado, quién era yo, lo de mi niña?
Un sitio para esconderme, sin susurros que me hicieran devolver miradas cargadas de odio contra gente que respiraba aliviada de no ser como yo. Detectaba sus cuchicheos: en el supermercado, en la gasolinera, en la farmacia... hasta la gente que yo no conocía sabía de mí. Y hablaban —tenían la deferencia de hacerlo en voz baja— como si
yo
no estuviera. Y la verdad es que tenían razón. Yo
no
estaba.
¿Por qué no hay nada que corra más rápido que una tragedia?
Ya en Barcelona —sí, Barcelona; el azar no existe, estoy segura de ello— me alojé, Diagonal arriba, en otro hotel que algunos habrían calificado de lujoso. Un establecimiento horrible atestado de ejecutivos gemelos, con largos pasillos de moqueta espesa y un hall uniforme gobernado por las líneas rectas y las velas de olor.
Los primeros días fueron como un bálsamo gracias al servicio de habitaciones y un cartel plastificado que rezaba «No molestar». Un hospital sin enfermos, ¡qué maravilla!, y del que te dejaban salir. Me hubiera quedado sin pena hasta que me echaran. Pasaba las horas tumbada en la cama con el mando en la mano, cambiando de canal. Con el sonido apagado; tan sólo cientos de imágenes que parpadeaban sin conseguir atrapar mi atención. Pero al final del día me angustiaba demasiado toda esa gente que entraba y salía, que, a pesar del disfraz profesional, hablaba alto, reía a carcajadas, se amaba y suspiraba al otro lado del tabique de mi habitación.
Necesitaba estar sola. Alejarme de todo y de todos, y después, seguir, inconscientemente, sus pasos, los pasos de Fernando. Ordenar las piezas de un puzle que ni yo misma sabía que había empezado a juntar.