Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
El cielo se había cubierto, ya no quedaba ni rastro del sol. En su lugar, grandes masas blancas con los bordes teñidos de gris amenazaban con soltar su carga y llover. Rodeé la casa por entre los grandes magnolios, hundiéndome en el colchón de hojas abandonadas y sin recoger. La perra trotaba a mi lado satisfecha al creer que había recuperado su territorio, escudriñando hacia el lugar por el que hacía unos minutos había desaparecido Román. Me pregunté qué podía ser lo que le atara a aquella tierra.
La finca, mucho más reducida que en el pasado, se extendía bajo inmensos cedros y olivos de raíces centenarias. Veníamos de dos mundos que se ignoraban mutuamente, pero algo, algo en la estampa pesada del edificio, en el encaje de hierro de la linterna, en aquellas figuras helénicas a las que todavía no había encontrado significado, algo en aquel entorno me resultaba familiar. Podía ser el nombre. En mis horas muertas frente al ordenador había descubierto que también existía un puerto de Monrepos en Huesca, que designaba a su vez a varios establecimientos, entre ellos, un hotel... Podía ser, o no.
Quizás había sido una imagen —una foto vista en un libro— o un olor; tantas cosas consiguen hacernos evocar, sin que seamos conscientes de qué es lo que pone en marcha el mecanismo... No sabía. Siempre me habían interesado los orígenes, las etimologías, los significados, no sólo de las palabras, también de las piedras y los lugares, de las vidas vividas y acumuladas que dejaban paso a otras. Podía ser cualquiera la razón.
Me gustaba el eco a balneario que subyacía en el nombre de Mon Repos. Un lugar en el que recuperarte dulcemente, inhalando el aire tónico de la montaña, aislado del ruidoso mundo que bullía fuera y que allí tenía prohibido entrar.
Una ráfaga me recorrió la cabeza. Como una cara conocida con la que, de repente, nos cruzamos en la calle sin lograr ubicarla. Deseché inmediatamente la idea, por loca, absurda, inverosímil, devolviéndola al fondo de mis pensamientos. No, no podía ser.
La perra trotaba a mi lado. Llegamos a la planta del trastero. Aquel al que no había podido acceder todavía. Me había hecho con la llave de manera poco ortodoxa, pero no sentía ni el menor atisbo de culpabilidad.
Una de las veces en que Román había venido a verme le acompañé de vuelta, respetando su paso inseguro. Le dolían las piernas y había necesitado de mi apoyo para volver. Insistí en entrar con él hasta el recibidor. Al llegar a la casa se perdió hacia la cocina sin despedirse ni esperar a que me fuera. Sin darse la vuelta, con la autoridad de un jefe indio, levantó el brazo para decirme adiós. Tuve el tiempo de abrir la puerta del armarito de las llaves colgado junto al payaso. Me guardé el llavero de Estela en el bolsillo y salí.
Con la perra pegada a los talones bajé las escaleras que conducían hasta un portón metálico, grande como para que cupieran los trastos pesados y los aperos de jardín. Estaba cerrado, al contrario de como había pronosticado la dama de la visita, la primera vez.
Abrí la puerta con la llave de Josefina y encendí la bombilla; el contraste entre la luz del día y la oscuridad me cegó momentáneamente. No pude distinguir gran cosa, salvo unos bultos con los que casi me había tropezado. Eran las bolsas de las que me había hablado Román.
Parker
metió el hocico, husmeando entre los papeles. Parecían revistas atrasadas, apuntes, recortes. Casi sin ver nada, tomé dos o tres al azar. Esperé a que
Parker
saliera y cerré.
Cuando volvimos a la casa,
Parker
se detuvo encima del felpudo. Me miró con sus ojos tristes y esperó a que le franqueara el paso. Dudé un instante, pero, finalmente, la dejé fuera y cerré detrás de mí.
No.
No necesitaba cargas, ni afectos.
Escuché su quejido infantil a través de la puerta, y sentí de nuevo otra punzada de dolor. No quería apiadarme de ella. Me tapé los oídos y subí de tres en tres los escalones que llevaban a la torre de Estela. Arrojé al suelo las revistas y me tiré en la cama, sin molestarme en levantar la colcha. Hundí la cara en la almohada, a la búsqueda de un lugar hondo y oscuro, un sitio en el que volverme pequeña y dormir. Un lugar hecho de sueños y de pastillas en el que recrearme con su recuerdo sin que cupiera el dolor...
No abriría la puerta de mi afecto.
Y no, tampoco había oído hablar con anterioridad de Mon Repos.
—No puedo creer que no hayas estado nunca en casa de tu novio —apostilló mamá con aire de ligereza cuando le dije que no sabía muy bien dónde quedaba la calle de Fernando—. ¿Qué pasa? —preguntó—, ¿es que se avergüenza de ti?
Era cierto que resultaba cuando menos chocante que en los cinco años que llevábamos juntos no hubiera puesto el pie en su calle. Sin embargo, a mi madre, que no había mostrado ningún deseo de conocerle, no le parecía extraño que él tampoco hubiera subido jamás a buscarme. «Mi madre está chapada a la antigua, no quiere saber de chicos hasta que la cosa vaya en serio». Con ésta y otras tretas cada vez más absurdas había conseguido mantenerle quieto a la altura del portal.
Me había llevado un buen susto cuando me llamó Auxi, la madre de Fernando, desde una cabina del ambulatorio. Durante aquellos años de salidas intermitentes —aunque ya le llamaba yo de vez en cuando, siempre esperaba que, para vernos, lo propusiera él—, no había cruzado con ella más que unas cuantas frases al teléfono: «¿Está Fernando?», «Ahora se pone», y poco más. Tenía una voz agradable y siempre me llamaba hija, sin preguntarme quién era. Daba por hecho que yo era yo.
Al descolgar mamá, me pasó el auricular del teléfono de la cocina con cara de «Qué tripa se le habrá roto a ésta», pero no se atrevió a interrogarme.
Fernando había tenido un accidente. Venía de la escuela «en la moto de vuestra amiga Mencía» —la misma de las fiestas de Marcos que, aunque no estaba en clase de Fernando, iba a su misma universidad—; pero «sólo» era una pierna rota, a ella no le había pasado nada, menos mal. No hacía falta que me apresurara porque no iba a llegar; para verle tendría que ser en casa, con la pierna cubierta de yeso y, Auxi me avisó, consciente de que las dos sabíamos de lo que hablaba, de muy mal humor.
Me había pasado la semana encerrada preparando un poema de Shelley muy difícil y no contaba con tener que salir. Estaba hecha una pena, con el pelo sucio recogido en un moño en lo alto de la cabeza y vestida con un chándal viejo. Sin querer pasar por una belleza, iba a ser mi primera vez con su madre y no podía presentarme así. Me imaginaba que Fernando estaría disgustado, no sólo por su pierna sino también por lo poco programado de ese primer encuentro. A él le gustaba anticiparse, cuidar los preparativos, en definitiva, controlar. Y llevaba tiempo esquivando la posibilidad de un encuentro. Si no, ya tendría que haberse producido. En algo sí que mi madre tenía razón. Desconfiaba de las intenciones de Fernando. Aunque ella era así por naturaleza. Desconfiaba del de la frutería, del tapicero y sus presupuestos, hasta del médico que le recetaba pastillas para acabar con sus migrañas, y, por su cuenta, reducía las dosis a la mitad. Con Fernando me fastidiaban sus insinuaciones, «A ver si va a ser un ligón de vía estrecha», o «Igual es que te miente y ni siquiera lo de la madre soltera es verdad». Y aunque no lo reconociera, yo también me lo había preguntado. ¿Era de mí de quien no se sentía del todo orgulloso?, ¿por qué me mantenía siempre a distancia?, ¿había algo que no quería que supiera de él?
Ahora era inevitable. Iba a ir a su casa. A conocer a su única familia. Iba a descubrirle en su salsa. Se habían precipitado los acontecimientos, e iba a ir.
Hasta donde yo llegaba, los dos vivían en un piso que les había dejado un pariente que había muerto sin hijos. Los únicos datos que tenía de Auxi eran que había cumplido cincuenta años hacía poco y que tenía las tardes libres porque era funcionaria. Su hijo no hablaba mucho sobre ella; de fragmentos de conversaciones había deducido que era hábil con las manos y muy resuelta. Por las tardes confeccionaba ropa para bebés que vendía a una tienda cara cercana al antiguo Salón Estilo, una sinfonía en azules y rosas con la vitrina tapizada de peleles, rebequitas de angora y gorritos tejidos a mano a la que mi madre acudía cuando se trataba de hacer un buen regalo y «quedar bien». Fernando se quejaba de la miseria que le pagaban por dejarse los ojos y las manos, pero ella cosía pensando en los pequeños ángeles que llevarían sus primorosos faldones y patuquitos, y eso, decía su hijo, la hacía feliz. Aparte de eso, poco más sabía de esa otra vida al margen de la mía, en la que no quería inmiscuirme y que imaginaba pequeña e infeliz. En el fondo, sentía pena; tan solos me parecían a causa del cerco que Fernando había establecido a su alrededor.
Tomé un taxi al salir de casa y le di la dirección. La calle estaba casi vacía, era la hora de comer, y para ser junio hacía ya mucho calor. El chico de los ultramarinos estaba echando el cierre, y el sol aplanaba como una losa el escaparate de la mercería, abarrotado de hombreras de gran tamaño, sujetadores y bobinas de colores. El conductor masculló algo y echó mano del callejero que guardaba en el compartimiento de la puerta.
—Esto queda más allá del nudo de Ventas, pasado Alcalá —masculló, secándose la frente—. Es una de esas callecitas de casas bajas que te vuelven loco. Se entra siempre por prohibida y como te confundas, ¡la has liado! —Hablaba mirándome por el retrovisor—. ¿Seguro que quiere que la lleve allí?
Dejamos atrás el centro, a buen ritmo, y entramos en barrios a los que mi madre calificaba de «pintorescos». Inmensos edificios de ladrillo rojo con cierres de aluminio en las terrazas. En realidad, iguales al nuestro, pero peor. Si en nuestro bloque vivíamos veinte, en esos inmensos paquebotes urbanos cabían cien. Pasaban delante de mí, como en un ciclorama, letreros de plástico estridente, comercios con carteles de «Oferta» en letras mal hechas; el género tensado con hilos de nailon en escaparates que exhibían mercancía fea y anticuada a precios de saldo, ¿quién quería comprar algo tan feo?
Tomamos una calle que bordeaba la autopista e hicimos ya, entre pequeñas casas de dos pisos de altura, casi un kilómetro más. Los descampados se alternaban con torres más altas pegadas prácticamente a los quitamiedos. Ni un árbol, ni un parque: ladrillo, ladrillo, ladrillo, polvareda y sequedad. Giramos hacia la derecha, después de que el conductor consultara otra vez el plano. Una larga fila de coches mal aparcados invadían los alcorques de los pocos arbolitos raquíticos que luchaban por sobrevivir entre chapa y neumático.
—Esto cae por aquí... —indicó el taxista, sacando la cabeza por la ventanilla—, en el once... —dijo, parando—, aquí es.
Se detuvo delante de una estrecha puerta de hierro.
Un pequeño edificio de dos alturas con frente de ladrillo visto bicolor. Rejas en las dos únicas ventanas a nivel de calle. Una cuerda hermanaba las ventanas de la planta superior, y, como banderas de bienvenida, un pantalón y dos camisas —que reconocí como de Fernando— y un par de prendas femeninas que no supe identificar.
Llamé al telefonillo y, con un ruido mecánico, el portal se abrió.
Nada más entrar reconocí sus nombres escritos en el buzón en una cartulina con la letra regular de Fernando, la misma con la que firmaba sus trabajos para la escuela; sus trabajos de diez. Destacaba incongruente junto a las toscas tarjetas de los buzones de otros cinco vecinos, garabateadas con la letra discordante de la gente poco habituada a escribir. Sentí cómo me invadía una oleada de ternura; por él y su perfeccionismo. No había ascensor.
El hueco de la escalera olía a aceite frito una y mil veces. El olor a rancio del comedor de mi antiguo colegio. Contabilicé un Sagrado Corazón en cada puerta junto a la mirilla, algunos pulidos con tanto esmero que llegaban a deslumbrar. Gritaban a quien quisiera oírlos que allí vivía gente modesta pero decente, mujeres armadas de Politus y gamuzas que sacaban brillo a los pobres bronces y a los dorados, y a las viejas tablas de parquet. Subí hasta el segundo y me detuve delante del B.
En su puerta no había más que una mancha clara en la madera y dos agujeros tapados con silicona donde debería haberme recibido la imagen religiosa. Estar, había estado, pero ya no.
Me coloqué encima del felpudo, llamé al timbre y esperé.
Miré hacia abajo y comprobé mis pies. Después de mucho dudar —y de lavarme el pelo y secármelo en un tiempo récord, y de no maquillarme; Fernando detestaba que lo hiciera, decía que era «para las feas»—, había terminado por calzarme unos zapatos blancos e insolentes con tacones de aguja. No estaba del todo convencida —aunque era verano y estaban muy de moda; me los había comprado en Zarpa y no se podía salir por la calle sin ver en cada chica un par—, los había descartado, y al final, ya en la puerta con las gastadas sandalias que llevaba habitualmente, un «¿Vas a ir con esas zarrapastrosas?» materno me hizo cambiar de opinión. Corrí a quitármelas y salí, entre los aspavientos de mi madre, en equilibrio sobre mis zapatos de princesa de pastel.
Rogué que un milagro me permitiera hacer desaparecer los pies, pero no se produjo, así que respiré con el corazón acelerado por los nervios y llamé de nuevo. La puerta se abrió.
Antes de poder fijarme en ella, le escuché desde el fondo del piso.
—¡Mamááá!, ¡tráela a mi habitación!
«Hay que ver qué poca paciencia tiene este hijo mío», se quejó sonriendo y se hizo a un lado en el pasillo para dejarme entrar. Una vez dentro, me besó en las mejillas. No había mucha luz pero pude distinguirla, una mujer fina y guapa, con facciones idénticas a las de su hijo pasadas por un filtro que las hubiera apagado: me dio dos besos con ruido. Olía a agua y jabón.
La seguí los pocos metros que separaban la entrada del cuarto del que había salido la voz de Fernando. Casi no tuve tiempo de ver entre una y otra puerta un salón diminuto —del tamaño de mi cuarto— con un pesado sofá de color naranja —mamá lo hubiera llamado
chartreuse
, aunque, en una casa como ésa, no—, una mesa baja y el televisor encendido en un mueble con muchos libros. En las paredes no había cuadros sino carteles amarillentos. Uno, con un puño muy grande rodeado de alambradas. El otro, una reproducción de Picasso y su paloma de la paz. Al lado, una máquina de coser destapada y una cesta de mimbre, con varios ovillos de lana desparramados como pequeños peluches de algodón.
Delante de mí, su madre se presentó de nuevo.
—Auxi —me dijo con gracia—. ¡Vaya faena!, ¿no?
Seguía llevando el pelo frito de los setenta con las canas al aire y su ropa tenía tufillo a comité, a hecho en casa y a colectividad. «Descuidada, anticuada, mal vestida, estrafalaria. Un auténtico desastre, una calamidad.» No necesitaba que la viera mi madre para saber lo que diría. Ella marchaba ajena a mis voces y bien silenciosa gracias a sus suelas suaves de estar por casa. Yo la seguía, mortificada por el repiqueteo de mis tacones sobre las baldosas. No sé cómo se le llama a ese material compuesto de trozos de mármol reconstituidos, pero sí sé que Fernando, cuando se convirtió en un señor arquitecto, no quiso utilizarlo ni en el garaje. Siempre se refería a él como a un «curioso material».
En la habitación del fondo —no conseguí ver más que salón, cocinita y baño— le intuí acorralado, como un animal salvaje en una jaula corta y estrecha. Nada en aquel cuarto era como Fernando. Sólo el orden obsesivo que reinaba en el escritorio de niño y en la estantería de un color rojo absurdo y fuera de lugar. Todo estaba en orden, todo, en aquel recinto feo y alargado como una caja de cartón.
Lo único que revelaba algo de la personalidad de su ocupante eran los tubos de los trabajos en un lado, las carpetas, un horario con las clases de la Escuela clavado con chinchetas en la pared. Era como la celda de un preso atrapado en la infancia. A través de la única ventana —estrecha y con marco de aluminio—, un muro del patio, casi pegado, devolvía, asfixiante, el calor. Nada, en lo que era el espacio de Fernando, daba impresión de apertura o libertad.
Fernando yacía tumbado en calzoncillos, desparramado en la cama con la pierna estirada y la escayola rozando la ingle. Una sábana gastada cubría, púdicamente, la otra pierna. Y la cara, de aburrimiento. Incómodo por mi visita.
—Ya me ves.
Esbozó una sonrisa resignada, y se acomodó como pudo encima de la almohada.
Auxi se quedó mirándole con dulzura, apoyada en la puerta. No supe muy bien qué hacer, si besarle, allí, delante de ella, o no. Titubeé un tímido «Qué tal la pierna» que quedó corto y artificial. Traté de sentarme con cuidado en el borde de su cama. No había más que una silla encajada en el escritorio y de ella colgaba bien doblada su camisa. Sólo sus pantalones, destrozados, en una esquina, rompían el orden de la habitación. Me estiré la falda y vi asomar mis zapatos impertinentes. Al menos ya no hacían ruido. En lugar de cruzar las piernas, intenté esconderlos debajo de mí.
Auxi me agradeció que hubiera ido tan rápido, más teniendo en cuenta que aquello quedaba «bastante retirado».
—No tanto —repuse—; pero gracias por avisarme, aunque sea por culpa de una pierna rota, estoy muy contenta de conocerla al fin —balbuceé, con torpeza.
Dudaba sobre cómo dirigirme a ella, y, al final, me incliné por el usted.
Fernando se revolvió en la cama como si estuviera infestada de pulgas. Auxi, al contrario, mantuvo la conversación con naturalidad. Formuló mil preguntas sobre mí y mi familia; elogió lo bien vestida que iba —¡ay!, ¡ay!, ¡ay!, mis poco afortunados tacones—, el pelo tan bonito que tenía, «Cómo te brilla; vaya cantidad que tienes», y lo cuidadas que llevaba las manos.
—María tiene unas manos preciosas —dijo Fernando desde el fondo de su cama. Y no dijo nada más.
La conversación no prendía. Aun así, Auxi se esforzaba, sonriendo con los ojos idénticos a los de su hijo, embellecidos por una ternura que en él era esquiva. Entonces, cambió de lado de la puerta y me hizo un cumplido sobre mi nombre. Le encantaba el nombre de María, «Si hubiera tenido una niña la habría llamado así». Se lamentó de su poco afortunado Auxiliadora con una risa extravagante, era «Tan de pueblo», y cuando fue a explicarme con prisas el porqué del nombre de Fernando, él con la excusa de que estaba incómodo y necesitaba incorporarse, la hizo callar.
Yo le expliqué que me llamaba de verdad María del Carmen, como otros cientos de miles de millones de chicas españolas y latinoamericanas, y, la primera, mi propia madre, que se había quedado con el uso del nombre completo para ella sola y a mí me habían dejado en María nada más, «Como si te faltara un trozo, o no tuvieras nada propio», se atrevió ella, mordiéndose los labios y mirando a su hijo, como pidiéndole perdón. ¡Eso era exactamente lo que sentía! Desde que era una niña, ella era Carmen —Carmela, para los amigos—, la titular, la auténtica y yo una copia, parda y defectuosa, que se había quedado con sólo el genérico, y encima con dos Fernández seguidos. María Fernández Fernández. ¡Qué nombre! El colmo del vacío y de la falta de personalidad.