Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
Añadí a mi búsqueda «Aguada de Pasajeros» y, también en inglés, encontré un artículo del
Tatler
, una revista de sociedad británica fechada cinco años atrás. Un tal Alastair Jeffries hacía la crónica de la exposición de un artista que, aunque ya no tan joven como para ser considerado un
young british artist
, era el niño-viejo mimado del célebre responsable de la colección Saatchi. Matthew Park transformaba en arte su propio yo. Hasta la última consecuencia. Incluso había utilizado, «plásticamente», restos de biopsias, sus recortes de las uñas de los pies, las muelas del juicio, su apéndice y unos pólipos afortunadamente benignos que le habían extirpado del colon. Éstos eran el
leit motiv
de aquella exposición: «Fragilidad».
El cronista recogía el evento, al que había asistido una mezcla heterogénea compuesta por «Rosmary Chan, la top rebelde, y su novio, ese tipo tan pálido que parece siempre a punto de perecer en algún lavabo, el fotógrafo Ian de Bont —¡tan bello!— y la más joven de las bisnietas de un célebre escritor del grupo de Bloomsbury, además de Anish Roy, un indio multimillonario aficionado al arte, la hija de un antiguo primer ministro y varios coleccionistas de gafas de pasta negra y billetera abultada e imperceptible en el bolsillo de sus trajes de Savile Row. Junto al artista también se encontraba su encantadora ex esposa, Estela VallésBruguera, nieta de la marquesa de Aguada de Pasajeros y una destacada especialista en pintura prerrafaelita ella misma, a la que fácilmente confundiríamos con las etéreas criaturas salidas de los pinceles de John William Waterhouse».
Sin foto. Nada más.
Se me cerraban los ojos, pero no quise dejarlo. ¿Cómo era posible que no hubiera rastro de Estela y su
«desaparición»
? En un momento de lucidez, hice clic en
«Noticias»
. Y allí lo encontré.
El brazo se me había deslizado solo desde el teclado a la rodilla. El sueño llegaba a trompicones y sin llamar. Subí como pude las escaleras hasta tirarme en la cama. Lo leería al día siguiente...
Mi último pensamiento fue, como siempre, para ella... mi niña... ¿Cómo podría volver a sentir su mano en la mía?... mi niña...
Por fin me dormiría.
A veces, en sueños, todo era tan real...
Dos años después de aquel primer encuentro con Fernando en casa de Marcos salíamos ya de manera oficiosa. Una manera como cualquier otra de decir que él salía conmigo y yo moría por él.
Habíamos comenzado nuestra relación siendo yo demasiado joven para iniciar algo serio, por lo que, al final, se había perpetuado en aquel estadio difuso de indefinición. Él consideraba una ventaja la diferencia de edad, que tampoco era tanta. Supongo que yo significaba una garantía contra su propia inseguridad.
Cuando salíamos por las tardes, los fines de semana, me hablaba de los líos de su escuela, pero jamás de su casa, su familia, su pasado, de él. Por tanto, comentaba vehemente hasta los más mínimos detalles de las absurdas exigencias del profesor de Análisis de Formas, un chulito joven que llegaba en moto a los jardines en los que los citaba para que copiaran las estatuas y al que, menos mal, había dejado atrás en primero; o se inclinaba por uno de los dos bandos alineados junto a Rosalía —otra de las catedráticas— o el temible Terrón, el decano y campeón de suspensos en tercer curso. A la vez, destilaba devoción por todos esos arquitectos a los que deseaba parecerse —unos famosos por sus arranques estentóreos, otros por sus creaciones en la época en la que todavía no se habían convertido en las estrellas mediáticas que serían después—, y de los que copiaba más las excentricidades que el buen hacer. Él les admiraba a ellos incondicionalmente, y yo les admiraba a través de sus ojos.
Mamá aceptó de buen grado que, después de terminar el colegio, entrara en la Facultad de Filología Inglesa. Yo pensaba, equivocadamente, que me empujaría hacia una facultad «más seria», como la de Derecho, donde, combinada con Políticas, terminaba sus estudios Jaime antes de preparar la entrada a la Escuela Diplomática. Sobre todo porque, cuando se lo dije, respondió con un sorprendido «Filo ¿qué?». Nunca supo muy bien para qué me serviría aquello, pero lo de los idiomas lo veía interesante. Achaqué la falta de discusión a que mi hermano Jaime ya se ocupaba de colmar todos sus sueños. No, no puso problemas para que entrara de lleno en un mundo de palabras que le resultaban completamente ajenas; ella no hablaba más idioma que el suyo, «Y me basta y me sobra», solía afirmar.
Mi padre, por el contrario —aunque tampoco era políglota; como mucho, en
cherokee
, levantaba la mano y decía «¡Jau!»— asentía con agrado y me animaba a que hiciera lo que me gustara. «Si lo que le apetece aprender es inglés, déjala.» Y eso que él mismo había preguntado si para ello era necesario pasar por la universidad. Yo les mareaba pavoneándome de mis conocimientos, «¿De dónde viene “mermelada”? Del inglés
marmalade
. Y antes, del francés, por la reina,
Marie est malade
», aclaraba ante sus caras atónitas, y pronto me dejaron en paz.
Puede que el desinterés de mi madre tuviera que ver con un acontecimiento definitivo. Poco antes de que empezara el curso, mamá había abandonado su trabajo de encargada en el Salón Estilo, por fin. Uno de los médicos había propuesto a papá montar su propio laboratorio de analíticas y, después de darle mil vueltas, con mucho miedo, se había decidido. Milagrosamente, y no porque mi madre le ayudara en ello —muy al contrario, sus «Mira bien dónde te metes» y «Tú no tienes madera para esto» sólo conseguían minar la pobre moral de mi padre—, poco a poco, les había ido saliendo bien. En cuanto las cuentas comenzaron a cuadrar, mamá olvidó sus reticencias y empezó a quejarse con su voz suave pero con insistencia de que «Estaba harta de tantas mujeres», y decidió que, a partir de entonces, a las peluquerías sólo volvería pidiendo hora. De repente olvidó todo aquel rollo de la «encargada» y quedó claro que aquello había sido la manera de poder llevar un nivel de vida «digno», conceptos que hasta entonces no habían existido en nuestras vidas. Al menos, en las de mi padre y en la mía, no.
El último día le hicieron una despedida en toda regla y recibió como recuerdo un peinador y un secador nuevecito guardado en su caja, de la señora Muñoz, que, cuando se lo entregó, le pidió, de empleadora a empleadora —aunque fuera por matrimonio—, que la tuteara, porque tanto usted y tanto señora «la hacía mayor». Yo la había acompañado aquella tarde, otra vez tres paradas de metro y un trasbordo, en dirección hacia el centro y nuestro pasado: mi infancia entre tintes Rubio Venezia y Rojo Violín. Oscilando con los empujones y los frenazos, hicimos todo el camino, agarradas a la barra y sin hablar. Ya en el salón me despedí con grandes abrazos de las chicas, que me querían alisar el pelo por última vez: «Ahora me gusta llevarlo rizado.» No había conseguido soltarme todavía del yugo de mi madre pero intuía que tendría que empezar por ahí.
Rosa-Mary, la oficiala, su fiel escudera de la
mise en plis
, le prometió que vendría a casa a hacerle las manos y a peinarla, «Como con las otras señoras», puntualizó, y con su secador envuelto en el mandilillo rosa, dentro de una bolsa de El Corte Inglés, se despidió de su antigua jefa, ya de igual a igual. Una vez en casa, dio por terminada su etapa al frente de la peluquería alegando ante mi padre que la señora Muñoz estaba cada vez «más chocha» y le sacaba de sus casillas con sus continuos olvidos y el desastre de las cuentas. Una hija suya, que acababa de separarse, pobre chica, con tres críos a cuestas, se encargaría de sustituir a mamá.
Dos años después de que conociera a Fernando, mi vida tomó altura a la vez que el Salón Estilo pasó a llamarse Peluquería Maribel. Nosotros fuimos para arriba y ellas para abajo; la vida es así.
Todo esto ocurrió en junio: la preinscripción en Filología Inglesa, el nuevo rumbo de mi madre, el relativo e inesperado éxito de papá. Y Jaime, que iba a poder marcharse a Inglaterra —como Dios manda, nada de a un garito a fregar los platos— en cuanto terminara los exámenes; en su caso era
imprescindible
estudiar idiomas tal y como había recalcado mamá.
«Diplomático»
, pronunciaba mamá con la boca llena cuando le preguntaban a qué iba a consagrarse un hijo tan brillante, el niño modelo desde pequeño, un joven tan guapo y tan rubio como su madre, y lleno de ambición.
—¿Y yo, qué? Siempre soy la única que se fastidia...
—Tú puedes esperar.
Ésa era la conclusión. Siempre lo había sido.
Estábamos las dos solas delante del plato y un filete con patatas. El televisor encendido. Desde que habían abierto el consultorio, papá ya nunca venía a casa a comer, y mi hermano, aunque estaba de vacaciones, prefería hacerlo en el comedor de la facultad.
—La única, la única... siempre con la misma canción.
No me atreví a preguntar por qué yo no podía tener derecho a lo mismo que mi hermano, quizás porque ya sabía lo que me iba a decir.
—Además, seguro que lo que quieres es ir allí porque me ha dicho tu hermano que también va ese chico, Fernando. Le han dado una beca, ¿no? —indagó.
—No sólo por eso —me descubrí un poco—; si voy a estudiar esa carrera es lógico que quiera mejorar mi inglés...
Mi madre se rió por encima del tenedor. Aprovechó para echar un vistazo rápido y mirarse en el cristal del aparador.
—A otro perro con ese hueso. Tienes unos cuantos años por delante para aprender hasta ¡chino! —exclamó—. Bueno, ¿y quién es el Fernando ese? —preguntó, dejando los cubiertos perfectamente alineados sobre el plato a las cuatro y cuarto, como en un reloj.
Algo le había llegado. Algo que no le gustaba.
—Ya lo sabes. Un amigo de Jaime.
—Y tuyo... —insinuó mirándome fijamente—; pero ¿qué hace?, ¿qué estudia?, ¿de dónde sale?, ¿de qué le conoces? —soltó a la velocidad de una ametralladora.
—Sólo te falta preguntar cuánto gana su padre —dije, irónica.
—Ni me hace falta ni me interesa —mintió.
—¡Ah!, bueno, menos mal, porque no tiene. Padre, se entiende.
—¿Es huérfano?
—No. No tiene, sin más. —Mamá torció el gesto y cortó un pedacito de pan minúsculo, llevándoselo a la boca—. Estudia Arquitectura —dije para ablandarla—. Y es de sobresaliente —terminé, mirándola con un destello de desafío a través del mantel.
Intentar impresionar a mi madre era como tentarle la cartera a un ladrón.
—¿Y a qué colegio iba?, ¿al de tu hermano? —preguntó clavando un trozo de carne en el tenedor.
—No sé. Nunca se lo he preguntado.
Sí lo sabía. Pero a mi madre no se lo iba a decir.
—Al menos sabrás dónde vive, ¿no?
—Sí —contesté sin mirarla—, pero qué más da.
Mamá hizo un gesto de desagrado y bajó la vista hacia su plato. Omití el resto de su currículum, que era del tipo que no gustaba. Que nunca hubiera visto a su familia —que intuía más modesta que la mía—, que siempre hubiera estudiado con becas, o que ya nos hubiéramos acostado en mi casa un fin de semana que mis padres se habían marchado a ver a mi abuela a Santoña no me hubiera dado ningún punto.
—O sea, que te gusta. O que, igual hasta salís juntos... —aventuró mamá—. ¿Y Marcos? —preguntó, de repente, melosa—, es un chico adorable... ¡y además, le gustas! —dijo con asombro—, y lo estupendos que son sus padres... ¿tú sabes que cuando una se casa lo hace con toda la familia?
Calculé a toda velocidad si confesar me daría alguna ventaja.
—Marcos es asqueroso —señalé, recordando su frente y mentón tatuados de agujeros por el acné—; además, ya salgo con Fernando, pero en pandilla.
Mamá pasó por alto el último matiz arqueando las cejas «En pandilla, en pandilla...». Yo lo había añadido para proteger nuestra intimidad y pensando que, poco a poco, cuando le conociera, no le quedaría más remedio que entrar en razón. Porque, ¿cómo no iba a gustarle? Si eran tan parecidos... los dos guapos, tan seguros y poco preocupados por gustar a los otros... qué pena que no se conocieran; eran idénticos, pensé.
Terminamos de comer en silencio, con la tele de ruido de fondo: a esas horas, el poco o nada interesante informativo local.
—Esto está como una suela —se quejó mamá, escupiendo un trozo, algo que a mí me tenía prohibido—. Es la última vez que ese sinvergüenza del carnicero me convence de que me lleve lo que le da la gana a él... —dijo cerrando el tema.
Como ella decía cuando me pedía que me peinara esos pelos tan horrorosos de salvaje, de zulú, de gitana Manuela, que vete tú a saber de dónde la habríamos sacado, no hay peor sordo que el que no quiere oír.
Llegué al final del mes de junio encerrada en casa. Fernando tenía que estudiar. Y duro.
Durante aquellos dos años ya había conseguido disfrutar de las fiestas sin tener que encerrarme en el baño. Pero sólo si él estaba a mi lado. No me imaginaba lo que sería entrar sola en algún lugar desconocido sin su brazo, sin poder buscar sus ojos en la oscuridad.
Por su parte, él se había vuelto algo menos reservado y, a veces, salíamos con algunos de los que también habían estado en la fiesta de aquel pisazo de la Castellana. Fernando se había mimetizado, lentamente, con aquellos chicos a los que les elegían la ropa sus madres. Ya no llevaba el cabello tan rapado —el corte a navaja que le hacían desde niño en la peluquería de su barrio; apurado, para que
durara
— y había cambiado un poco su manera de vestir, aunque mantenía —por orgullo, por cabezonería— su diferencia mínima en algunos detalles: se negaba a hablar como ellos y vocalizaba cuidadosamente, estudiaba hasta que le dolían los ojos, sin falsos «no tengo ni idea» antes del examen, ni novillos, ni desprecios a los profesores de niño mimado y holgazán.
Quería llegar alto y ése era el único camino que conocía.
¿Y qué pintaba yo en todo esto?
No todas las preguntas tienen respuesta aunque me he pasado una vida tratando de averiguarlo. Desde que se sentó a mi lado en la casa de Marcos, en aquel salón.
El último sábado de junio todo fueron gritos y malas caras en casa. Mamá andaba con los nervios de punta porque venían a cenar unos amigos con los que quería quedar muy bien. Llevaba una semana, por lo menos, devanándose los sesos para encontrar el menú perfecto, el de palabra más complicada, «¿Roast beef?, ¿vichyssoisse?, ¿fricandó?». De repente, todo lo que había en casa le parecía anticuado e inservible, «Feo, feo, y requetefeo», y puso en marcha un agotador plan
renove
en el que trató de involucrarnos a todos.
—No tenemos copas para tanta gente... las servilletas de hilo amarillean por los bordes... ¡necesitamos un cubo para el hielo que no sea del año de Maricastaña!
No me atreví a decirle que lo más importante no tenía remedio: el salón, con sus sofás de color rata y un paisaje al óleo con puente y ciervo encima del aparador... Yo no era ninguna luminaria en decoración de interiores pero, con esto, qué más daba un cubo de hielo de plástico o un vaso desparejado. Jaime se ofreció para comprar el pan y se quitó de en medio en un periquete. Como siempre, la labor diplomática nos tocó a papá y a mí.
—¿Tú crees que este cestito colará para poner el pan? —me preguntó mamá con expresión de ansia mientras me enseñaba la cuna en la que poníamos al niño Jesús en Navidad.
Aquella reunión era todo un acontecimiento. Nunca había venido nadie a cenar, aparte de mi abuela. A comer, alguna vez, compañeros de mi padre, en domingo, con los hijos a remolque y también la mujer. Pero con ellos no había que hacer tanta reverencia y tanto
rendevú
. Mi abuela era nuestro huésped más frecuente, y con ella, ocurría todo al revés: llegaba de la estación de autobuses cargada con los botes de atún en conserva que preparaba en su cocina de Santoña, y era ella la que se dedicaba a hacernos torrijas, empanadillas, quesadas, a limpiar las juntas de los baldosines, a lavar las cortinas y almidonarlas, y dejarlo todo de exposición.
Mamá había comenzado a arreglarse dos horas antes de que llegaran los invitados. Ya desde por la mañana, con el pelo recién peinado en suaves ondas —ahora se había cambiado a otra, le daba pereza la Peluquería Maribel—, llevaba cubierta la cabeza con un pañuelo, «Para no coger olor». Se había pasado la tarde de cháchara con Rosa-Mary, entre frasquitos de esmalte y algodones en los pies, y para terminar, se había duchado y maquillado, «un poquito de rosa y un poquito de azul». Salió de su cuarto ajustándose las pulseras de oro, esclavas, que, por culpa de la crema hidratante, se le pegaban a la piel. Entró en el salón, echando una mirada resignada a las paredes empapeladas con motivos bicolores ridículamente grandes. Avanzó resuelta sobre sus tacones hacia un jarrón de vidrio en el que había colocado con gracia algunas flores, «Son la mejor bienvenida». Rubia y determinada a triunfar, a pesar del lastre de la decoración.
A las nueve y media —circulaba por la casa impecable y excitada desde las ocho— llegaron los dos matrimonios, la unidad de medida de mi madre, que contaba a la gente de dos en dos. Yo, para entonces, ya asociaba ese estado con la llegada de la edad madura, la fusión en un ente amorfo con dos cabezas y el aburrimiento. Menos con Fernando. Con Fernando, no.
A una de las parejas la conocían de cuando eran jóvenes, Mercedes y Ramón, de Santoña, y la otra, gran momento y fanfarrias, la formaban los padres de Marcos, el amigo de Jaime. La madre, Marisa, era una señora muy elegante que me besó dejándome su perfume pegado a la nariz. Llevaba un vestido de un tono de beige que se fundía con su propia piel y grandes pulseras de oro amarillo en ambas muñecas. Sus tobillos eran los más finos que había visto en una mujer adulta, no más gruesos que un par de cañas de pescar. Al lado de su marido destacaba como más frágil y sofisticada. Él era algo grueso y sostenía en la mano un puro encendido. Costaba imaginar que un día hubieran sido jóvenes y con algo en común. Entonces, eran como dos bichos de diferente especie. Ella, un pájaro de plumaje dorado. Él, un oso, orondo y pardo, bien pertrechado bajo su chaqueta de verano de color marrón.
—Así que tú eres María... —calibró Augusto, el padre de Marcos—, a ver si te vemos alguna vez por casa...
Ya había estado en su casa, y más de una vez. Eran ellos los que no estaban allí.
No lo dije para no parecer una de esas chicas que van a las casas cuando los padres están de viaje. Las que mi madre aborrecía. Y, seguramente, ellos también.
Por el comentario deduje que Marcos debía de seguir, sorprendentemente, detrás de mí, y que yo encajaba dentro de la categoría de posibles amigas-nueras con personalidad no amenazante y credenciales aceptables. No estaba especialmente guapa —había desterrado esa palabra de mi diccionario desde que Fernando me aceptara,
«tal como era»
—, aunque mamá había insistido mucho en que me peinara —aquella obsesión con el pelo— y me vistiera con «Ese vestidito nuevo que nunca te quieres poner».
Con todo, una chica de mi edad, que un sábado por la noche se quedaba en casa ayudando a su madre, no podía descartarse por una coleta mal hecha o un granito de más.
Mamá propuso, ceremoniosa, que se sentaran. Augusto lo hizo en primer lugar, en la butaca con el cojín de ganchillo, que apartó a un lado antes de estirarse los pantalones para que no se le arrugaran. Marisa y Mercedes se acomodaron muy rectas, estirándose las faldas para cubrirse los muslos, al lado de mamá, casi al borde del canapé. Papá y Ramón se quedaron de pie, escoltando a las señoras; papá le acercó inmediatamente a Ramón una silla de las que ya estaban preparadas para la cena en el comedor.
Nada más ofrecerles una cerveza en los pocos vasos que habíamos conseguido casar —mis padres tomaron vino, para usar copas y que no se notara, y yo, nada— y aceitunas y panchitos en unos platitos de cerámica de Talavera, además de una tortilla de patata asaeteada con palillos, empezó el
show
de mamá.
De todo lo que no había podido arreglar antes de que llegaran, hizo una broma. De lo primero, de nuestro salón.
—¡Estos sofás se jubilan la semana que viene!
Después de los sofás, le llegó el turno a la alfombra, algo descolorida, «Un trapo», al aparador, «Regalo de boda de una tía de mi marido», a los apliques con forma de tulipa dorada, y hasta a los interruptores de la luz.
—Esto es como una cena de despedida a toda esta decoración.
A la vez que mamá criticaba despiadada su propia casa, Marisa arrugaba el morro, condescendiente y pintado de un rosa nacarado, y defendía, cual abogado de casas pobres, las virtudes de la alfombra, «Es de Lorca, ¿no?», de los apliques, «¡Pero si a mí me encantan!», y hasta del horrendo aparador, «Vuelve, la madera de cerezo vuelve a estar de moda, veinte años después».
—Pues yo la encuentro muy simpática —dijo Augusto desde detrás de su puro. Miró un momento el cojín de ganchillo bicolor y lo despachó hacia un lado como si fuera un bumerán.
Fue uno de esos cumplidos que vuelven como una ofensa justo antes de dormirte. «Simpática.» Y «muy simpática», peor. ¿Por qué? ¿Una casa puede ser simpática?, ¿o es una tontería dicha para disimular? Mamá captó el peor de los sentidos de la expresión y se levantó, apresurada, a buscar las servilletitas de cóctel que, con las prisas, se habían quedado en la cocina. La vi justo cuando se giraba hacia la puerta, lejos ya de las miradas y las risas de Marisa y Augusto, de Mercedes y Ramón. Su sonrisa se tornó amarga como si en una de las aceitunas que había comido en vez de una anchoa hubiera un ciempiés.
A la vuelta —sus buenos cinco minutos, en los que debió de ir al baño, pues llegó oliendo intensamente a perfume y con los labios recién pintados—, mamá insistió en que me quedara de cháchara con ellos, cuando lo normal es que me hubiera hecho gesto de que desapareciera a la velocidad del rayo hacia mi habitación. O a la cocina, para abrir la puerta sin que se notara cuando llamase la mujer del portero a calentar la comida y ayudar a servir la mesa, y en la que mi madre confiaba menos que en que le tocara la lotería sin jugar.
—¿Tú también te vas a Inglaterra como tu hermano? —se interesó Marisa—. Hoy día todos los chicos están deseando salir de casa, a cualquier sitio... ¡qué bárbaro! —exclamó.
—No, no. Ella se queda con nosotros. Como su hermano se marcha a Hastings... —contestó mi madre por mí.
Hacía mucho tiempo que no la había visto fumar. No solía hacerlo, pero aquélla era una gran ocasión. Aprovechaba el humo para sacar ligeramente los labios y echar la cabeza hacia atrás, a la vez que estiraba la mano derecha con el cigarrillo entre los dedos terminados en punta, rojo brillante a juego con los labios, en Glamour Red.
La explicación no era del todo cierta, pero no iba a entrar en contradicciones. Quizás ella lo veía así.
—¡Qué suerte tenéis!, los nuestros se van por su cuenta y, al final, nos quedamos los dos solos —explicó Marisa—. Tenéis que venir alguna vez...
A pesar de tanta finura, no le había hecho ascos a las cervezas y ya llevaba dos. Curioso, cómo aquel pequeño cuerpecillo podía con todo ese alcohol.
Mamá suspiró, supongo que imaginando un verano en Guadalmina, como Marisa, en Mallorca o incluso en Jávea. La vieja Santoña, tan bella, con sus playas inmensas cercadas de verde, sus hortensias, sus marismas y sus barcos de pesca, le cansaba como un mueble de herencia gastado. Por tanto, las mansiones de balaustradas blancas a mí me parecían tan horteras como la forma de morder el puro que tenía Augusto. A ella, sin embargo, le provocaban pequeños espasmos de placer.
Marisa se adelantó para servirse una tercera cerveza y papá se precipitó para ayudarla desde detrás del sofá. Augusto le hizo a mi padre un gesto negativo sin mediar ni una palabra, y mi padre se quedó con el botellín en la mano sin saber muy bien qué hacer. Ése fue el momento que aprovechó mi madre para forzar una invitación más concreta a Guadalmina, que, mientras yo enrojecía, consiguió hacer extensiva a mí. Papá asistió a la representación en silencio, sirviéndose él mismo la cerveza, conocedor de las tácticas de mamá.
—¡Perfecto! —aplaudió Marisa, inmune al veto de su marido.
Supongo que le parecía una buena idea más que nada por su hijo Marcos.
—Vente a pasar unos días; lo pasarás de miedo... ¡vente, boba! —insistió.
Mamá esperaba mi respuesta, lista para dar una calada a su cigarrillo.
—No puedo —dije, desviándome de la mirada ansiosa de mi madre—, tengo que ir a ver a mi abuela. Está sola en Santoña y a ella le hace mucha ilusión...
Los planes de mamá se desbarataron como el mecano de un niño frente a un manotazo, pero, socialmente impecable, intentó disimular. Apagó la colilla retorciéndola en el cenicerito de porcelana de Limoges.
—¡Adora a su abuela! —dijo, riendo, mientras se incorporaba de nuevo—. Es verdad, le ha prometido que iría a verla... Mejor otra vez, con un poquito más de tiempo; si casi parece que la hubiera invitado yo...
Se levantó otra vez y me pidió, con voz suave, que la ayudara a traer más bebidas de la cocina. Salí de mi hueco entre el sofá y un puf a sabiendas de lo que me esperaba... Su idea de lo que una madre hace por su hija encajaba cada vez menos en mi idea de lo que una hija debe hacer por su madre. Pensé en explicarle cuán humillantes podían ser sus buenas intenciones. Pero no me atreví.
—¡Pero bueno! ¡No doy crédito!, ¿pues no te invitan a irte de vacaciones con ellos y les dices que no? —me siseó indignada mientras cerraba la puerta con el pie—. ¡No!, ¡no me digas nada! —me cortó—, y encima, me dejas fatal, ¡como si yo tuviera a mi madre abandonada, sin nadie más que su nieta para hacerle una visita! ¡Desde luego...! ¡No me vuelvas a pedir nada!, ¿lo oyes?, ¡nada de nada!
Dejó la bandeja sobre la encimera de mármol, de un golpe. Estaba tan enfadada que casi rompió los vasos. Sin mirarme siguió hablando, con la voz amortiguada por la ira y el sigilo. En susurros violentos, como jamás la había visto. Para ella, levantar el tono era el colmo de la vulgaridad.
—¡Vamos!, ¡si yo hubiera tenido las oportunidades que tú tienes, no estaría aquí, ahora, lamiéndoles el culo a estas palurdas que se creen que salen de la pata del Cid! —exclamó—. ¡Ahora!, ¡no va a haber muchos más Marquitos a tu disposición!, ¡vamos!, ¡ni que fueras Carolina de Mónaco! Eso te lo digo yo, ¡vas a tener una vida igual que la mía, o peor, como las catetas de mi pueblo que se ennoviaban con el primero que les hacía tolón!, ¡lavándole los calcetines a ese desgraciado, que no me acuerdo ni cómo se llama!; porque esto es por él, ¿verdad?
Papá estaba en la puerta con una bandeja repleta de vasos usados y vacíos. No nos habíamos dado cuenta del tiempo que llevaba allí, mirándonos, oyéndolo todo.
—Hale, es sábado por la noche y ya has ayudado bastante; vete con tus amigos —ordenó con voz calma.