Endymion (43 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

BOOK: Endymion
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Con dolorosa lentitud, asomé la cabeza y atisbé por la ventana más próxima. Eché un vistazo y me agaché. Los ruidos de cacharros venían de una cocina iluminada. En todo caso, había media docena de personas allí, todos hombres, todos en edad militar, pero no tenían más uniforme que sus paños menores y delantales; limpiaban, apilaban y lavaban platos. Obviamente había llegado tarde para la cena.

Pegado a la pared, avancé por la pasarela, bajé otra escalera y me detuve frente a otra hilera de ventanas. En las sombras de un rincón donde se unían dos módulos, pude ver por algunas de las ventanas sin alzar la cara. Era un comedor. Unos treinta hombres bebían café. Algunos fumaban cigarrillos. Uno parecía beber whisky, o al menos un líquido ambarino. No me hubiera venido mal un trago.

Muchos de ellos vestían ropa caqui, pero no pude discernir si era un uniforme local o sólo el atuendo tradicional de los pescadores deportivos. No veía uniformes de Pax, lo cual era una gran noticia. Tal vez esto sólo fuera una plataforma de pesca, un hotel para ricachones a quienes no les molestaba pagar años de deuda temporal —mejor dicho, que la pagaran sus amigos y parientes en casa— con tal de tener la emoción de matar una criatura grande o exótica. Qué diablos, era posible que conociera algunos de esos tíos: aquí pescadores, cazadores de patos cuando visitaban Hyperion. No quería entrar para averiguarlo.

Sintiéndome más confiado, bajé por la larga pasarela, bajo la luz de las ventanas. No parecía haber guardias. No había centinelas. Tal vez no necesitáramos una distracción. Bastaría con pasar de largo con la balsa, con claro de luna o sin él. Estarían durmiendo, o bebiendo y riendo, y nosotros seguiríamos la corriente hasta el portal teleyector que se veía dos kilómetros al noreste, un borroso arco oscuro contra el cielo estrellado. Cuando llegáramos al portal, enviaría un código de frecuencia que no haría detonar los explosivos sino que desarmaría los detonadores.

Estaba mirando el portal cuando doblé la esquina y tropecé literalmente con un hombre que estaba apoyado en la pared. Había otros dos apoyados en la borda. Uno de ellos empuñaba binoculares de visión nocturna y miraba hacia el norte. Ambos estaban armados.

—¡Oye! —protestó el hombre con quien había tropezado.

—Lo lamento —dije. Nunca había visto esta escena en un holodrama.

Los dos hombres de la borda portaban minipistolas de dardos con correa, y apoyaban los antebrazos en ellas con esa arrogancia displicente que el personal castrense ha practicado durante siglos. Uno de ellos movió el arma para encañonarme. El hombre con quien me había tropezado estaba encendiendo un cigarrillo. Apagó la llama de la cerilla, se sacó el cigarrillo encendido de la boca y me miró con cara de pocos amigos.

—¿Qué haces aquí? —preguntó. Era más joven que yo, con poco más de veinte años estándar. Noté que usaba una variación del uniforme de las fuerzas terrestres de Pax, con la barra de teniente que yo había aprendido a saludar en Hyperion. Su dialecto era marcado, pero no logré identificarlo.

—Respirando un poco de aire —dije tímidamente. Una parte de mí pensó que un auténtico héroe habría desenfundado el arma y empezado a disparar. La parte más lista de mí ni siquiera pensó en ello.

El otro soldado de Pax también movió su pistola de dardos. Oí el chasquido de un seguro.

—¿Estás con el grupo de Klingman? —preguntó con el mismo dialecto—. ¿O con las Nutrias? —Oí «nutrias», pero con esa pronunciación gangosa bien podría haber dicho «neutros» o incluso «autores». Tal vez fuera un campo de concentración marítimo para malos escritores. Tal vez yo hacía un gran esfuerzo para tomar las cosas en solfa porque mi corazón latía con tal fuerza que temí sufrir un infarto allí mismo.

—Klingman —respondí, sin marcar mucho las sílabas. No sabía qué dialecto debía dominar, pero sin duda no lo dominaba.

El teniente de Pax señaló hacia atrás con el pulgar.

—Ya conoces las reglas. Toque de queda al anochecer.

Asentí, tratando de parecer arrepentido. Mi chaleco cubría la funda de la pistola. Tal vez no la hubieran visto.

—Ven —dijo el teniente, señalando de nuevo con el pulgar, pero dando media vuelta para guiarme. Los otros dos aún apoyaban la mano en las pistolas de dardos. A esa distancia, si disparaban, no quedarían suficientes restos de mí como para sepultarlos en una bota.

Seguí al teniente por la pasarela, traspusimos una puerta, y entramos en la sala más iluminada y atestada que jamás había visto.

32

Se cansan de la muerte. Después de ocho sistemas estelares en sesenta y tres días, ochenta muertes espantosas y ochenta dolorosas resurrecciones, los cuatro hombres —el padre capitán De Soya, el sargento Gregorius, el cabo Kee y el lancero Rettig— están cansados de la muerte y el renacimiento.

Cada vez que resucita, De Soya se planta desnudo frente a un espejo, la piel inflamada y reluciente como si lo hubieran despellejado vivo, tocándose con delicadeza el cruciforme que palpita bajo la carne del pecho. En los días que siguen a cada resurrección, De Soya está distraído, y las manos le tiemblan cada vez más. Oye voces lejanas y no puede concentrarse, sin importar si su interlocutor es un almirante de Pax, un gobernador planetario o un cura de parroquia. De Soya comienza a vestirse como un cura de parroquia, cambiando su atildado uniforme de padre capitán por la sotana. Lleva un rosario en el cinturón y reza continuamente, usándolo como las cuentas de los árabes. La oración lo calma, ordena sus pensamientos. El padre capitán De Soya ya no sueña que Aenea es su hija; ya no sueña con Vector Renacimiento y su hermana María. Sueña con el Armagedón, sueños pavorosos donde arden bosques orbitales, estallan mundos y rayos de muerte recorren fértiles valles dejando sólo cadáveres.

Después de su primera visita a un mundo del río Tetis, sabe que ha errado en el cálculo. Dos años estándar para cubrir doscientos mundos, había dicho en Renacimiento, calculando tres días de resurrección en cada sistema, una advertencia, y luego la traslación al siguiente. No funciona así.

Su primer mundo es Centro Tau Ceti, ex capital administrativa de la Red de Mundos de la Hegemonía. Albergaba decenas de miles de millones de habitantes en tiempos de la Red, estaba rodeada por un anillo de ciudades y hábitats orbitales, disponía de ascensores espaciales, teleyectores, el río Tetis, la Confluencia, la ultralínea y más, era centro de la megaesfera del plano de datos y sede de la casa de gobierno, el lugar donde turbas enfurecidas mataron a Meina Gladstone cuando ella ordenó a las naves de FUERZA que destruyeran los teleyectores de la Red, CTC resultó muy afectado por la Caída. Edificios flotantes se estrellaron al caer la red de energía. Otras torres urbanas, algunas de cientos de pisos, sólo eran atendidas por teleyectores y carecían de escaleras y ascensores. Decenas de miles murieron de hambre o cayeron antes de que un deslizador pudiera rescatarlos. Ese mundo no tenía agricultura propia e importaba sus alimentos de mil mundos por medio de teleyectores planetarios y grandes portales espaciales. Los disturbios del hambre duraron cincuenta años locales en CTC, más de treinta estándar, y cuando finalizaron, miles de millones habían muerto a manos humanas, sumándose a los miles de millones muertos de hambre.

Centro Tau Ceti era un mundo refinado e inconstante en tiempos de la Red. Pocas religiones habían cobrado arraigo, excepto las más autocomplacientes o violentas. La Iglesia de la Expiación Final —el culto del Alcaudón— era popular entre los sofisticados y los aburridos. Pero durante los siglos de expansión de la Hegemonía, el único objeto de culto auténtico en CTC había sido el poder: la búsqueda de poder, la cercanía del poder, la conservación del poder. El poder había sido el dios de miles de millones, y cuando ese dios fracasó —y arrastró a miles de millones de adoradores en su fracaso— los supervivientes maldijeron los recuerdos del poder entre sus ruinas urbanas, viviendo a duras penas a la sombra de los rascacielos decadentes, arrastrando sus arados en terrenos breñosos entre las autopistas abandonadas y el esqueleto de los centros comerciales de la Confluencia, pescando carpas en un río Tetis que antaño trasladaba miles de yates y barcos de placer todos los días.

Centro Tau Ceti estaba preparado para el nuevo catolicismo cuando los misioneros de la Iglesia y la policía de Pax llegaron sesenta años estándar después de la Caída. La conversión de los pocos miles de millones de supervivientes fue sincera y universal. Las altas y ruinosas pero aún blancas torres de las empresas y del Gobierno fueron derribadas. Los renacidos de Tau Ceti convirtieron los edificios de piedra, cristal y plastiacero en macizas catedrales que todos los días se llenaban de agradecidos feligreses.

El arzobispo de Centro Tau Ceti se convirtió en uno de los humanos más importantes y, sí, poderosos en el resurgente dominio humano ahora conocido como Espacio de Pax, rivalizando en influencia con Su Santidad de Pacem. Este poder creció, encontró fronteras que no podía transgredir sin provocar la ira papal —la excomunión de su excelencia el cardenal Klaus Kronenberg en el Año del Señor de 2978, o 126 después de la Caída, ayudó a fijar esas fronteras— y siguió creciendo dentro de sus límites.

El padre capitán De Soya lo descubre en su primer salto desde Renacimiento. Dos años, había previsto, aproximadamente seiscientos días y doscientas muertes para cubrir todos los ex mundos del río Tetis.

Él y sus guardias suizos permanecen en Centro Tau Ceti ocho días. El
Rafael
entra en el sistema con su señal automática activa; naves de Pax responden y le salen al encuentro a las catorce horas. Tardan otras ocho horas en sumarse al tráfico orbital de CTC, y otras cuatro en trasladar los cuerpos a un nicho formal de resurrección en la capital planetaria, San Pablo. Así se pierde un día entero.

Al cabo de tres días de resurrección formal y otro día de descanso forzado, De Soya se reúne con la arzobispo de CTC, su excelencia Achilla Silvaski, y debe soportar otro día de formalidades. De Soya lleva el disco papal, una delegación de poder casi inaudita, y los allegados de la arzobispo olisquean el motivo y los presuntos resultados de ese poder como perros de caza siguiendo un rastro. En pocas horas De Soya detecta las capas de intriga y complejidad que hay dentro de esta lucha por el poder provincial. La arzobispo Silvaski no puede aspirar a ser cardenal, pues después de la excomunión de Kronenberg ningún líder espiritual de CTC puede superar el rango de arzobispo sin ser transferido a Pacem y al Vaticano, pero su poder actual en este sector de Pax supera el de la mayoría de los cardenales y la manifestación terrenal de ese poder pone en su lugar a los almirantes de la flota de Pax. Ella debe comprender esta delegación del poder papal en De Soya, y volverlo inocuo para sus fines.

Al padre capitán De Soya le importa un bledo la paranoia de la arzobispo Silvaski y la política de la Iglesia en CTC. Sólo le importa cortar la ruta de escape de los portales teleyectores. Al quinto día de su estancia en Tau Ceti recorre los quinientos metros que hay desde la catedral de San Pablo y el palacio del arzobispado hasta el río, parte de un tributario menor que atraviesa la ciudad en un canal, pero antaño parte del Tetis.

Los enormes portales teleyectores, todavía en pie porque todo intento de desmantelarlos prometía una explosión termonuclear, según los ingenieros, están cubiertos con estandartes de la Iglesia, pero aquí están muy juntos. El Tetis sólo tenía dos kilómetros de portal a portal, pasando frente a la casa de gobierno y los jardines del Parque de los Ciervos. El padre capitán De Soya, sus tres guardias y veintenas de vigilantes tropas de Pax leales a la arzobispo Silvaski se detienen ante el primer portal y miran desde las herbosas orillas un tapiz de treinta metros —el martirio de san Pablo— que cuelga del segundo portal, claramente visible más allá de los florecientes melocotoneros de los jardines del palacio arzobispal.

Como este tramo del ex Tetis está dentro del jardín de su excelencia, hay guardias a lo largo del canal y en todos los puentes que lo cruzan. Aunque no prestan especial atención a los artefactos que antaño eran portales teleyectores, los oficiales de la guardia palaciega aseguran a De Soya que ninguna embarcación ni persona no autorizada han atravesado los portales, ni han sido vistas en las orillas del canal.

De Soya exige que pongan una guardia permanente en los portales. Quiere que instalen cámaras para una vigilancia de veintinueve horas al día. Quiere sensores, alarmas, cables. Los efectivos de Pax deliberan con la arzobispo y aceptan de mala gana este leve atentado contra su soberanía. De Soya se enfurece ante tanta politiquería.

El sexto día el cabo Kee cae presa de una misteriosa fiebre y es hospitalizado. De Soya cree que es resultado de la resurrección: todos han sufrido temblores, vaivenes emocionales y dolencias menores. El séptimo día Kee está en condiciones de caminar e implora a De Soya que lo saque de la enfermería y de ese mundo, pero la arzobispo insiste en que De Soya ayude a celebrar una misa mayor esa noche, en honor de Su Santidad el papa Julio. De Soya no puede negarse. Esa noche, entre cetros y monseñores de botones rosados, bajo el gigantesco emblema de la triple corona y las llaves cruzadas de Su Santidad (que también figuran en el disco papal que De Soya lleva colgado del cuello), en medio del humo del incienso, las mitras blancas y el retintín de las campanillas, bajo el canto solemne de un coro de seiscientos niños, el sencillo sacerdote guerrero de Madre de Dios y la elegante arzobispo celebran el misterio de la crucifixión y resurrección de Cristo. El sargento Gregorius toma la comunión de manos de De Soya —cosa que hace cada día de la misión— así como varios otros también escogidos para recibir la Hostia, secreto del éxito de la inmortalidad del cruciforme en esta vida, mientras tres mil fieles oran y observan en la luz penumbrosa de la catedral.

El octavo día abandonan el sistema, y por primera vez el padre capitán De Soya ansía la muerte inminente como medio de escape.

Resucitan en un nicho de Puertas del Cielo, un mundo yermo que en tiempos de la Red fue terraformado para brindar árboles umbríos y confort. Ahora sólo brinda fétidos pantanos de lodo hirviente, una atmósfera irrespirable y la ardiente radiación de Vega Prima en el cielo. El imbécil ordenador del
Rafael
ha escogido esta serie de viejos mundos del río Tetis, encontrando el orden más eficiente para visitarlos, pues no había pistas en Vector Renacimiento que demostraran adónde conducía el portal, pero De Soya nota que se aproximan cada vez más al sistema de Vieja Tierra, a menos de veintiocho años-luz de CTC, un poco más de ocho años-luz de Puertas del Cielo. De Soya quisiera visitar el sistema de Vieja Tierra —aunque no haya Vieja Tierra— a pesar de que Marte y los demás planetas, lunas y asteroides habitados se han convertido en mundos remotos y provincianos, tan poco atractivos para Pax como Madre de Dios.

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