—Sí —dice el capitán Powl, irguiéndose en la silla, y alisándose el marchito uniforme.
De Soya da media vuelta.
—El lancero Ament dice otra cosa, capitán. El lancero Ament dice que la alfombra fue recobrada y desactivada, y que la última vez se vio en manos de usted. ¿Es verdad?
—No —dice el director, mirando a De Soya, Gregorius, Sproul, Kee y Rettig—. No, no la vi después de que siguió de largo. Ament es un mentiroso.
De Soya cabecea.
—Un artefacto tan antiguo, capaz de funcionar, valdría mucho dinero, aún en Mare Infinitus, ¿verdad, capitán?
—No lo sé —murmura Powl, quien observa a Gregorius. El sargento se acerca al armario privado del director. Es de acero y tiene llave—. Ni siquiera sabía qué era esa cosa.
De Soya está de pie junto a la ventana. La luna más grande llena el cielo del este. El arco del teleyector se perfila contra la luna.
—Se llama estera, o alfombra voladora —susurra—. En un lugar llamado el Valle de las Tumbas de Tiempo, tendría la marca de radar adecuada.
Le hace una seña a Gregorius.
El guardia suizo abre el armario de acero con un golpe de su mano enguantada. Aparta cajas, papeles, fajos de billetes, y saca una estera cuidadosamente plegada. La lleva al escritorio del director.
—Arreste a este hombre y quítelo de mi vista —murmura el capitán De Soya. El teniente Sproul y el cabo Kee se llevan al director.
De Soya y Gregorius desenrollan la alfombra sobre el largo escritorio. Las hebras de vuelo refulgen a la luz de la luna. De Soya toca el borde del artefacto, palpando los tajos que los dardos han abierto en la tela. Por todas partes la sangre oscurece los complejos dibujos, opacando el fulgor de las hebras de monofilamento superconductor. Hay jirones de lo que podría ser carne humana apresados en las borlas de la parte trasera.
De Soya mira a Gregorius.
—¿Ha leído ese largo poema llamado los
Cantos
, sargento?
—¿Los
Cantos
? No, señor, no soy muy lector. Además, ¿no figura en la lista de libros prohibidos?
—Creo que sí, sargento —dice el padre capitán De Soya. Se aleja de la ensangrentada alfombra y mira las lunas que despuntan y el arco. «Esta es una pieza del rompecabezas —piensa—. Y cuando el rompecabezas esté completo, te atraparé, niña.»
—Creo que figura en la lista de prohibidos, sargento —repite. Da media vuelta y se dirige a la puerta, indicando a Rettig que enrolle la alfombra y la lleve—. Vamos —dice, con nueva energía en la voz—. Tenemos trabajo que hacer.
Mi recuerdo de los veinte minutos que pasé en ese amplio y luminoso comedor se parece mucho a esas pesadillas que todos tenemos tarde o temprano, donde nos encontramos en un lugar de nuestro pasado pero no recordamos por qué estamos allí ni el nombre de las personas que nos rodean. Cuando el teniente y sus dos hombres me llevaron al comedor, todo estaba teñido con ese desplazamiento onírico de lo familiar. Digo familiar porque había pasado buena parte de mis veintisiete años en campamentos de cazadores y comedores militares, en casinos y en la cocina de viejas barcas. Estaba acostumbrado a la compañía de los hombres: demasiado acostumbrado, habría dicho entonces, pues los elementos que detectaba en esta sala —alarde, fanfarronería y el olor a transpiración de nerviosos tíos de ciudad entregados a la venturera camaradería masculina— me habían cansado tiempo atrás. Pero pronto la familiaridad quedó desmentida por la extrañeza (los acentos dialectales, las sutiles diferencias de vestimenta, el tufo de los cigarrillos) y por el conocimiento de que me delataría de inmediato si era preciso aludir a su dinero, su cultura o su conversación.
Había una cafetera alta en la mesa más alejada —nunca había estado en un comedor donde no la hubiera— y me dirigí allá, tratando de actuar con desenvoltura. Encontré una taza relativamente limpia y me serví café. Entretanto observaba al teniente y sus dos hombres, que me observaban a mí. Cuando parecieron convencidos de que yo estaba donde debía estar, se marcharon. Bebí un café espantoso, noté que la mano con que sostenía la taza no temblaba pese al huracán de emociones que sentía y traté de decidir qué haría a continuación.
Asombrosamente, aún tenía mis armas —cuchillo y pistola— y mi radio. Con la radio podía detonar el explosivo plástico en cualquier momento y correr hacia la alfombra voladora en medio de la confusión. Ahora que había visto a los centinelas de Pax, sabía que necesitaría alguna distracción si quería que la balsa pasara junto a la plataforma sin ser vista. Caminé hacia la ventana; daba a la dirección que habíamos considerado norte, pero veía que el cielo del este fulguraba con el inminente despuntar de las lunas. El arco del teleyector estaba a la vista. Palpé la ventana, pero estaba trabada con un pestillo o clavada. El techo de acero corrugado de otro módulo estaba un metro debajo de la ventana, pero no parecía haber modo de llegar allí.
—¿Con quién estás, hijo?
Di media vuelta. Cinco hombres del grupo más cercano se habían aproximado, y el que me hablaba era el más bajo y el más gordo. Estaba equipado para estar al aire libre: camisa de franela a cuadros, pantalones de lona, un chaleco parecido al mío y un cuchillo para escamar pescado. Comprendí que los soldados de Pax habrían visto la punta de mi funda sobresaliendo bajo el chaleco, pero habrían pensado que era la vaina de un cuchillo.
Este hombre también hablaba en dialecto, pero era muy diferente del que usaban los guardias de Pax. Recordé que los pescadores debían de ser forasteros, así que mi extraño acento no sería del todo sospechoso.
—Klingman —dije, bebiendo otro sorbo de ese café repugnante. Esa palabra había funcionado con los soldados.
No funcionó con estos hombres. Se miraron un instante, y el gordo habló de nuevo.
—Nosotros vinimos con el grupo de Klingman, muchacho. Desde Santa Teresa. Tú no estabas en el hidrofoil. ¿A qué estás jugando?
Sonreí.
—A nada. Se suponía que estaba con ese grupo, pero lo perdí en Santa Teresa. Vine aquí con las Nutrias.
Aún no había acertado. Los cinco hombres cuchichearon. Les oí hablar varias veces de «cazadores furtivos». Dos de ellos salieron. El gordo me encañonó con un dedo rechoncho.
—Yo estaba sentado allá con el guía Nutria. Él tampoco te ha visto nunca. Quédate aquí, hijo.
Era precisamente lo que no haría. Dejando la taza en la mesa, dije:
—No, usted espere aquí. Yo iré a hablar con el teniente para aclarar las cosas. No se mueva.
Esto pareció confundir al gordo, que se quedó en su sitio mientras yo cruzaba el comedor, ahora silencioso, abría la puerta y salía a la pasarela.
No había adónde ir. A mi derecha, los dos soldados de Pax con pistolas de dardos estaban plantados frente a la baranda. A mi izquierda, el delgado teniente con quien había tropezado venía por la pasarela con los dos civiles y lo que parecía un rollizo capitán de Pax.
—Maldición —dije en voz alta. Subvocalizando, expliqué—: Pequeña, estoy en apuros. Tal vez me capturen. Dejaré el micrófono externo abierto para que oigas. Id directamente hacia el portal. ¡No respondáis!
Lo último que necesitaba en esta conversación era una vocecilla que gorjeara por mi auricular.
—¡Oiga! —dije, dirigiéndome hacia el capitán y alzando las manos como si fuera a estrechar la suya—. Lo estaba buscando a usted.
—Es él —exclamó uno de los dos pescadores—. No vino con nosotros ni con el grupo Nutria. Es uno de esos malditos cazadores furtivos de que nos hablaban.
—Espóselo —le ordenó el capitán al teniente, y antes de que yo pudiera zafarme, los soldados me habían aferrado por detrás y el oficial delgado me había puesto las esposas. Eran de las anticuadas, de metal, pero funcionaban muy bien, aferrándome las muñecas por delante y cortándome la circulación.
En ese momento comprendí que nunca serviría para espía. Mi incursión en la plataforma había sido desastrosa. Los hombres de Pax eran chapuceros —se apiñaban contra mí cuando deberían haber mantenido distancia apuntándome con sus armas mientras me cacheaban, y esposarme luego, cuando estuviera desarmado— pero en pocos segundos me registrarían.
Decidí no darles esos segundos. Subiendo rápidamente las manos esposadas, cogí al rollizo capitán por la camisa y lo arrojé contra los dos civiles. Hubo un momento de gritos y empellones durante el cual di media vuelta, pateé a un soldado en los testículos y cogí al otro por el arma que aún llevaba colgada del hombro. El soldado gritó y aferró el arma con ambas manos mientras yo tiraba de la correa y empujaba hacia abajo y a la derecha. El soldado cayó con el arma, se estrelló de cabeza contra la pared y cayó sentado. El primero, el que yo había pateado y que todavía estaba de rodillas, aferrándose la entrepierna, alzó la mano libre y me desgarró el frente del suéter, arrancándome las gafas nocturnas. Le pateé la garganta y cayó.
El teniente había desenfundado la pistola de dardos, notó que no podía dispararme sin matar a los dos soldados y me asestó un culatazo en la cabeza.
Las pistolas de dardos no son tan pesadas. Ésta me hizo ver chispas y me abrió un tajo. Además me enfureció.
Me volví y le di un puñetazo en la cara. El teniente giró encima de la baranda, agitando los brazos, y siguió viaje. Todos se quedaron de una pieza mientras el hombre caía gritando al agua.
Mejor dicho, todos se quedaron de una pieza menos yo, pues mientras las suelas del teniente aún eran visibles desde la baranda, di la vuelta, brinqué sobre el soldado caído, abrí el cancel y entré corriendo en el comedor. Los hombres se dirigieron hacia las puertas y ventanas para averiguar a qué venía ese revuelo, pero yo me abrí paso entre ellos con gambetas de jugador experto. Oí que a mis espaldas el capitán o un soldado gritaban:
—¡Abajo! ¡Fuera del paso! ¡Apartaos!
Sentí otro hormigueo en la espalda al pensar en esos miles de dardos volando hacia mí, pero no reduje la velocidad mientras brincaba a una mesa, me cubría el rostro con las muñecas esposadas y volaba por la ventana, amortiguando el impacto con el hombro derecho.
Aún mientras saltaba, se me ocurrió que si la ventana era de pérspex o cristal resistente mi aventura terminaría en farsa. Rebotaría hacia el comedor para ser acribillado o capturado. Tenía sentido que esa plataforma usara material irrompible en vez de vidrio. Pero me había parecido que era vidrio al tocarla con los dedos unos minutos antes.
Se rompió.
Choqué contra el acero corrugado del techo y seguí rodando, mientras las astillas de vidrio volaban a mi alrededor o crujían debajo de mí. Me había llevado parte del armazón de la ventana y tenía maderas y vidrios rotos clavados en el chaleco y el suéter deshilachado, pero no me detuve para quitármelos. En el borde del techo tenía una opción: el instinto me instaba a seguir rodando, perderme de vista antes de que aparecieran esos hombres armados, y contar con que hubiera otra pasarela abajo; la lógica me instaba a detenerme y mirar antes de seguir rodando; la memoria sugería que no había pasarelas en el linde norte de la plataforma.
Busqué una solución intermedia. Salí rodando por el borde pero me aferré al reborde, mirando hacia abajo mientras mis dedos resbalaban. No había cubierta ni plataforma abajo, sólo veinte metros de aire entre mis botas y las olas violáceas. Las lunas despuntaban y el mar titilaba.
Me alcé para mirar la ventana que había atravesado, vi que los soldados se reunían allí y bajé la cabeza justo cuando uno disparaba. La nube de dardos pasó a un par de centímetros de mis dedos y temblé al oír el furibundo zumbido de abeja de las agujas de acero. No había cubierta abajo, pero vi un tubo horizontal en el costado del módulo. Tenía seis u ocho centímetros de diámetro. Había un hueco angosto entre el interior del tubo y la pared del módulo, tal vez con suficiente anchura para enganchar los dedos, siempre que el tubo no se partiera bajo mi peso, siempre que el choque no me dislocara los hombros, siempre que no me fallaran las manos esposadas, siempre que... No pensé más. Caí. Mis antebrazos y las esposas de acero chocaron contra el tubo, dándome una sacudida, pero mis dedos estaban preparados y se aferraron, deslizándose por el interior del tubo pero sosteniendo mi peso.
La segunda andanada de dardos hizo pedazos el reborde del techo y perforó la pared externa. Astillas y esquirlas de acero volaron en el claro de luna mientras los hombres gritaban y maldecían. Oí pasos en el techo.
Me hamaqué hacia la izquierda. Una cubierta sobresalía bajo la esquina del módulo, tres metros hacia abajo y cinco metros hacia el este. Avancé con enloquecedora lentitud. Mis hombros chillaban de dolor, mis dedos se entumecían por falta de circulación. Sentía astillas de vidrio en el cabello y el cuero cabelludo, y sangre en los ojos.
Los hombres que estaban encima de mí tratarían de llegar al borde del techo antes de que yo pudiera alcanzar un punto por encima de la plataforma.
De repente oí gritos y maldiciones, y un sector del techo se hundió. La andanada de dardos había socavado ese sector del techo y el peso de los hombres lo estaba desmoronando. Oí que retrocedían, maldecían y encontraban otros caminos hacia el borde.
Esta demora me dio sólo diez segundos más, pero fue suficiente para permitirme llegar al extremo del tubo, hamacar el cuerpo un par de veces, soltarme en el tercer vaivén y caer en la plataforma, rodando contra la baranda este y chocando con un golpe que me quitó el aliento.
Sabía que no podía quedarme a recobrarlo. Me desplacé rápidamente, rodando hacia el sector oscuro de la cubierta, bajo el módulo. Dos pistolas dispararon. Una erró y acribilló las aguas quince metros más abajo, la otra acribilló el extremo de la cubierta como cien martillos automáticos golpeando al unísono. Me puse de pie y corrí, esquivando las vigas bajas y tratando de ver a través del laberinto de sombras. Sonaron pisadas arriba. Ellos tenían la ventaja de conocer la configuración de las cubiertas y escaleras, pero sólo yo sabía adónde me dirigía.
Me dirigía a la cubierta más oriental y más baja, donde había dejado la alfombra, pero esta cubierta de mantenimiento daba a una larga pasarela que iba de norte a sur. Cuando hube recorrido la distancia suficiente para estar a la altura de la cubierta este, me colgué de una viga de seis centímetros de anchura, agité los brazos esposados a izquierda y derecha para equilibrarme y crucé un sector abierto hasta llegar al próximo poste vertical. Lo hice de nuevo, yendo hacia el norte o el sur cuando terminaban las vigas, pero siempre encontrando otra viga que iba hacia el este.