Pensando en ello después de disparar la escopeta una vez, limpiando y guardando las armas, dije:
—Hoy tenemos que explorar un poco.
—¿Dudas que el otro portal esté allí? —preguntó Aenea.
Me encogí de hombros.
—La guía menciona cinco kilómetros entre portales. Debemos haber recorrido por lo menos cien desde anoche. Tal vez más.
—¿Usaremos la alfombra voladora? —preguntó la niña. Los soles le estaban tostando la piel blanca.
—Pensé en usar el cinturón de vuelo —dije. «Menos perfil de radar si alguien vigila», pensé sin decirlo—. Y tú no irás, niña. Sólo yo.
Saqué el cinturón de la tienda, me ceñí el arnés, cogí el rifle de plasma y activé el controlador de mano.
—Vaya —mascullé. El cinturón ni siquiera intentó levantarme. Por un segundo estuve seguro de que nos hallábamos en un mundo tipo Hyperion, con pésimos campos EM, pero luego miré el indicador de carga. Rojo. Vacío. Muerto—. Maldición.
Me desabroché el arnés y los tres nos reunimos en torno de ese objeto inservible mientras yo revisaba los cables, el pak de baterías y la unidad de vuelo.
—Estaba cargado antes de que saliéramos de la nave —dije—. El mismo momento en que cargamos la alfombra voladora.
A. Bettik trató de aplicar un programa de diagnóstico, pero con energía cero ni siquiera eso funcionaba.
—Tu comlog debería tener el mismo subprograma —dijo el androide.
—¿Sí? —pregunté estúpidamente.
—¿Me permites? —dijo A. Bettik, señalando el comlog. Me quité el brazalete y se lo entregué.
A. Bettik abrió un diminuto compartimiento que yo ni siquiera había visto, sacó un cable minúsculo con un microfilamento y lo enchufó en el cinturón. Parpadearon luces.
—El cinturón de vuelo está roto —anunció el comlog con la voz de la nave—. El pak de baterías se ha agotado prematuramente, unas veintisiete horas antes. Creo que es un fallo en las células de almacenaje.
—Sensacional. ¿Se puede reparar? ¿Retendrá una carga si la encontramos?
—Esta unidad no —dijo el comlog—. Pero hay tres repuestos en el armario de objetos extravehiculares de la nave.
—Sensacional —repetí. Arrojé el enorme cinturón por la borda. Se hundió en las olas violáceas.
—Aquí está todo listo —dijo Aenea. Estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la alfombra voladora, que flotaba a veinte centímetros de la balsa—. ¿Quieres echar un vistazo conmigo?
No discutí, sino que me senté detrás de ella, crucé las piernas y miré cómo tecleaba las hebras de vuelo.
A cinco mil metros de altura, respirando entrecortadamente y asomándome por el borde de la alfombra, sentí más aprensión que en la balsa. Nuestra balsa era apenas una mancha, un diminuto rectángulo negro en ese vasto y desierto océano violeta y negro. Desde esta altitud, las olas que en la balsa parecían tan amenazadoras eran invisibles.
—Creo que hemos encontrado otro nivel de esa reacción a la naturaleza sobre la que escribió tu padre, la «camaradería con la esencia» —comenté.
—¿Y cuál es? —Aenea tiritaba en el aire frío. Sólo tenía la camiseta y el chaleco que había usado en la balsa.
—Estar muerto de miedo —dije.
Aenea se echó a reír. Debo aclarar que entonces amaba la risa de Aenea, y me siento dichoso al evocarla. Era una risa suave, pero plena, desenfadada y melódica. La echo de menos.
—A. Bettik tendría que haber venido a explorar, en lugar de hacerlo tú —dije.
—¿Por qué?
—Por lo que dijo antes sobre su exploración de gran altura, es evidente que no necesita respirar aire, y es inmune a ciertas menudencias tales como la despresurización.
Aenea se apoyó en mí.
—No es inmune a nada. Sólo han diseñado su piel para que sea más resistente que la nuestra. La piel puede actuar como traje de presión por períodos breves, aun en el vacío, y él puede retener el aire más tiempo. Eso es todo.
—¿Sabes mucho sobre androides?
—No. Sólo le pregunté.
Se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las hebras de control.
Volamos hacia el este.
Admito que me aterraba la idea de perder contacto con la balsa, de sobrevolar ese planeta oceánico hasta que las hebras de vuelo agotaran su carga y cayéramos al mar, quizá para ser devorados por un leviatán de boca de lámpara. Había programado mi brújula inercial con la balsa como punto de partida, así que encontraríamos el camino de regreso a menos que yo soltara la brújula, lo cual era improbable porque la llevaba colgada del cuello con un cordel. Aun así, estaba preocupado.
—No vayamos demasiado lejos —dije.
—De acuerdo. —Aenea guiaba a poca velocidad, sesenta o setenta kilómetros, y había descendido a un nivel donde respirábamos mejor y el aire no estaba tan frío. El mar violeta seguía vacío en un gran círculo hasta el horizonte.
—Parece que tus teleyectores nos están jugando una mala pasada —dije.
—¿Por qué dices mis teleyectores, Raul?
—Bien, es a ti a quien... reconocen.
Aenea no respondió.
—De veras —dije—, ¿crees que hay algún propósito en los mundos adonde nos envían?
Aenea me miró por encima del hombro.
—Sí, creo que sí.
Esperé. Los campos de deflexión eran mínimos a esta velocidad, así que el viento me arrojaba el cabello de la niña en la cara.
—¿Sabes mucho acerca de la Red? —me preguntó—. ¿Acerca de los teleyectores?
Me encogí de hombros, noté que ella no me estaba mirando y dije en voz alta:
—Estaban a cargo de las IAs del TecnoNúcleo. Según la Iglesia y los
Cantos
de tu tío Martin, los teleyectores eran una especie de conspiración de las IAs para usar cerebros humanos, neuronas, como una suerte de ordenador de ADN gigante. Cada vez que un humano atravesaba los teleyectores, éstos actuaban como parásitos. ¿Correcto?
—Correcto.
—De manera que cada vez que atravesamos uno de estos portales, las IAs, dondequiera que estén, se adhieren a nuestros cerebros como enormes mosquitos sedientos de sangre, ¿correcto?
—Equivocado —dijo la niña, girando hacia mí—. No todos los teleyectores eran construidos, instalados y mantenidos por los mismos elementos del Núcleo. ¿Los cantos del tío Martin mencionan la guerra civil que mi padre descubrió en el Núcleo?
—Sí. —Cerré los ojos en un esfuerzo por recordar las estrofas de la historia oral que yo había aprendido. Esta vez fui yo quien recitó—. En los
Cantos
hay una personalidad IA con quien el cíbrido Keats habla en la megaesfera del espacio de datos del Núcleo.
—Ummon. Así se llamaba esa IA. Mi madre viajó allí una vez con mi padre, pero fue mi... mi tío..., el segundo cíbrido Keats, quien tuvo el enfrentamiento final con Ummon. Continúa.
—¿Para qué? Tú debes de conocer esto mejor que yo.
—No. El tío Martin no había vuelto a trabajar sobre los
Cantos
cuando yo lo conocí. Dijo que no quería terminarlos. Cuéntame cómo describe lo que dijo Ummon sobre la guerra civil en el Núcleo.
Así cavilamos dos centurias
y luego cada cual siguió su rumbo:
los Estables deseaban preservar la simbiosis,
los Volátiles ansiaban exterminar a los humanos,
los Máximos postergaban la elección
hasta que naciera un nuevo nivel de conciencia.
El conflicto estalló entonces,
la guerra se libra ahora.
—Eso fue hace doscientos setenta y pico años estándar —dijo Aenea—. Fue justo antes de la Caída.
—Sí —dije, abriendo los ojos y buscando en el mar algo más que olas violáceas.
—¿El poema de tío Martin explica las motivaciones de los Estables, los Volátiles y los Máximos?
—Más o menos. Es difícil de seguir. En el poema, Ummon y las otras IAs del Núcleo hablan en koans zen.
Aenea asintió.
—Está bien.
—Según los
Cantos
, las IAs llamadas Estables querían seguir siendo parásitos de nuestros cerebros humanos cuando usábamos la Red. Los Volátiles querían exterminarnos. Y creo que a los Máximos les importaba un rábano mientras pudieran seguir trabajando en la evolución de su propio dios máquina... ¿Cómo lo llamaban?
—La IM —dijo Aenea, bajando la velocidad y descendiendo—. La Inteligencia Máxima.
—Sí. Bastante esotérico. ¿Cómo se relaciona con nuestro tránsito por estos portales teleyectores, siempre que encontremos otro portal?
En ese momento lo ponía en duda: ese mundo era demasiado grande, ese océano demasiado vasto. Aunque la corriente impulsara nuestra balsa en la dirección correcta, la probabilidad de que atravesáramos el arco de cien metros del próximo portal parecía demasiado remota.
—No todos los portales teleyectores eran construidos por los Estables, así que no todos eran, como has dicho, grandes mosquitos en nuestro cerebro.
—Bien, ¿quién más construía los teleyectores?
—Los teleyectores del río Tetis fueron diseñados por los Máximos. Eran lo que podríamos considerar un experimento con el Vacío Que Vincula. Ésa es la frase del Núcleo. ¿La usa Martin en los
Cantos
?
—Sí —dije. Ahora estábamos a menor altura, a sólo mil metros de las olas, pero no se veía la balsa ni nada más.
—Regresemos —dije.
—De acuerdo. —Consultamos la brújula y fijamos el rumbo de regreso a casa, si una balsa empapada puede llamarse así.
—Nunca entendí qué diablos era el Vacío Que Vincula. Una especie de hiperespacio que usaban los teleyectores y donde se ocultaba el Núcleo mientras se alimentaba de nosotros. Entendí esa parte. Creí que lo habían destruido cuando Meina Gladstone ordenó bombardear los teleyectores.
—No puedes destruir el Vacío Que Vincula —dijo Aenea con voz distante, como si pensara en otra cosa—. ¿Cómo lo describe Martin?
—Tiempo Planck y longitud Planck. No recuerdo con exactitud... habla de combinar las tres constantes fundamentales de la física: la gravedad, la constante de Planck y la velocidad de la luz. Recuerdo que daba unas diminutas unidades de longitud y de tiempo.
—Un 1035 de metro para la longitud —dijo la niña, acelerando un poco—. Y 1043 de segundo para el tiempo.
—Eso no me dice mucho. Joder, es demasiado pequeño y corto... con perdón de la expresión.
—Quedas absuelto —dijo la niña. Recobrábamos altura poco a poco.
—Pero lo importante no era el tiempo ni la longitud, sino el modo en que se entrelazaban con el Vacío Que Vincula. Mi padre intentó explicármelo antes de que yo naciera...
Esa frase me desconcertó, pero seguí escuchando.
—Tú has oído hablar de las esferas de datos planetarias.
—Sí —dije, tocando el comlog—. Esta chuchería dice que Mare Infinitus no tiene una.
—Correcto. Pero la mayoría de los mundos de la Red la tenían. Y a partir de las esferas de datos, existía la megaesfera.
—El medio teleyector... el Vacío... vinculaba esferas de datos, ¿verdad? FUERZA y el gobierno electrónico de la Hegemonía, la Entidad Suma, usaban la megaesfera, además de la ultralínea, para permanecer conectados.
—Así es. La megaesfera existía en un subplano de la ultralínea.
—No sabía eso —dije. Ese medio ultralumínico no había existido en mis tiempos.
—¿Recuerdas cuál fue el último mensaje de ultralínea antes de su colapso, durante la Caída? —preguntó la niña.
—Sí —dije, cerrando los ojos. Esta vez no recordé los versos del poema. El final de los
Cantos
siempre me había parecido vago y no había logrado memorizar esas estrofas a pesar de la insistencia de Grandam—. Un mensaje crítico del Núcleo. Algo referente a salir de línea y dejar de enlazarla.
—El mensaje era: NO HABRÁ MÁS USO INDEBIDO DE ESTE CANAL. ESTÁIS MOLESTANDO A OTROS QUE LO UTILIZAN CON UN PROPÓSITO SERIO. SE RESTAURARÁ EL ACCESO CUANDO COMPRENDÁIS PARA QUÉ SIRVE.
—Correcto. Eso figura en los
Cantos
, creo. Y luego el medio de súper cuerdas dejó de funcionar. El Núcleo envió ese mensaje y cerró la ultralínea.
—El núcleo no envió ese mensaje —dijo Aenea. Sentí un escalofrío a pesar del calor de los dos soles.
—¿No? —pregunté estúpidamente—. ¿Y quién lo envió?
—Buena pregunta —dijo la niña—. Cuando mi padre hablaba de la metaesfera, el plano de datos más amplio, siempre decía que estaba lleno de leones, tigres y osos.
—Leones, tigres y osos —repetí. Eran animales de Vieja Tierra. Creo que ninguno llegó a la Hégira. Creo que no quedaba ninguno, ni siquiera su ADN almacenado, cuando Vieja Tierra se precipitó en su agujero negro después del Gran Error del 38.
—Me gustaría conocerlos algún día —dijo Aenea—. Aquí estamos.
Miré por encima de su hombro. Estábamos a mil metros de altura y la balsa era diminuta pero resultaba claramente visible. A. Bettik estaba de pie —nuevamente sin camisa bajo el calor del mediodía— junto al remo. Agitó su brazo azul. Ambos devolvimos el saludo.
—Espero que haya algo bueno para almorzar —dijo Aenea.
—De lo contrario, tendremos que parar en el Acuario y Restaurante oceánico de Gus.
Aenea se echó a reír y descendió hacia la balsa.
Era poco después del anochecer y las lunas no se habían elevado cuando vimos luces parpadeando en el este. Corrimos al frente de la balsa y tratamos de distinguir qué era, Aenea con los binoculares, A. Bettik con las gafas nocturnas en amplificación máxima y yo con la mira del rifle.
—No es el arco —dijo Aenea—. Es una plataforma marina, enorme, apoyada en una especie de zancos.
—Sin embargo veo el arco —dijo el androide, que miraba varios grados al norte de la luz. La niña y yo miramos en esa dirección.
El arco era apenas visible, una cuerda de espacio negativo hendiendo la Vía Láctea sobre el horizonte. La plataforma, con sus luces de navegación para aeronaves y sus ventanas iluminadas, estaba varios kilómetros más cerca. Entre nosotros y el teleyector.
—Maldición —dije—. Me pregunto qué será.
—¿El restaurante de Gus? —sugirió Aenea.
Suspiré.
—Bien, en tal caso, creo que ha cambiado de dueño. Han escaseado los turistas del río Tetis en el último par de siglos. —Estudié la gran plataforma por la mira del rifle—. Tiene muchos niveles. Hay varios barcos amarrados... apuesto a que son barcos pesqueros. Y un par de deslizadores y otras aeronaves. Creo ver un par de tópteros.
—¿Qué es un tóptero? —preguntó la niña, bajando los binoculares.