Endymion (42 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

BOOK: Endymion
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—Es una aeronave que utiliza alas móviles, como un insecto —explicó A. Bettik—. Eran muy populares en tiempos de la Hegemonía, aunque raros en Hyperion. Creo que también los llamaban libélulas.

—Todavía los llaman así —dije—. Pax tenía algunos en Hyperion. Vi uno en el casquete de hielo de Ursus. —Alzando de nuevo la mira, vi las ampollas semejantes a ojos al frente de la libélula, a la luz de una ventana—. Son tópteros, en efecto.

—Creo que tendremos problemas para pasar por esa plataforma y llegar al arco sin que nos detecten —dijo A. Bettik.

—Deprisa —urgí, dejando de mirar las luces—. Bajemos la tienda y el mástil.

Habíamos reorganizado la tienda para que funcionara como refugio y pared en el estribor de la balsa, cerca de la parte trasera —para propósitos de intimidad y salubridad que no describiré aquí—, pero ahora plegamos la microfibra y la redujimos a un paquete del tamaño de mi palma. A. Bettik bajó el mástil.

—¿El remo? —preguntó.

Lo miré un segundo.

—Déjalo. No tiene perfil de radar, y no es más alto que nosotros.

Aenea estaba estudiando la plataforma con los binoculares.

—No creo que puedan vernos ahora —dijo—. Estamos casi siempre entre estas olas. Pero cuando nos acerquemos...

—Y cuando salgan las lunas —añadí.

A. Bettik se sentó cerca de la piedra.

—Si pudiéramos trazar un arco amplio para llegar al portal...

Me rasqué la mejilla, oyendo el crujido de la barba.

—Sí. Yo pensaba usar el cinturón de vuelo para remolcarnos, pero...

—Tenemos la alfombra —dijo la niña, acercándose al cubo calefactor. La plataforma parecía vacía sin la tienda.

—¿Cómo conectamos un cable de remolque? ¿Abrimos un agujero en la alfombra?

—Si tuviéramos un arnés... —sugirió el androide.

—Teníamos un bonito arnés en el cinturón de vuelo —dije—. Y yo se lo arrojé al leviatán de boca de lámpara.

—Podríamos preparar otro —continuó A. Bettik—, y ceñir el cable a la persona que vuele en la alfombra.

—Claro, pero la alfombra puede ser detectada con el radar. Si allí aterrizan deslizadores y tópteros, ciertamente tienen alguna especie de control de tráfico, por primitivo que sea.

—Podríamos permanecer a baja altura —dijo Aenea—. Mantener la alfombra por encima de las olas... a la misma altura que nosotros.

Me rasqué la barbilla.

—Es posible, pero si hacemos un desvío grande para permanecer fuera de la vista de la plataforma, llegaremos al portal mucho después de que despunten las lunas. Maldición... con esa luz nos verán si la corriente nos lleva hacia ellos. Además el portal sólo está a un kilómetro de la plataforma. Están a suficiente altura para vernos en cuanto nos acerquemos.

—No sabemos si nos están buscando —dijo la niña.

Asentí. La imagen de ese padre capitán que nos aguardaba en los sistemas de Parvati y Renacimiento no dejaba de acuciarme: el cuello romano en ese negro uniforme. No podía quitarme la idea de que nos esperaría en esa plataforma con tropas de Pax.

—No importa si nos están buscando —dije—. Aunque sólo se acercaran para rescatarnos, ¿podemos inventar una historia convincente?

Aenea sonrió.

—¿Salimos en un crucero y nos perdimos? Tienes razón, Raul. Nos «rescatarían» y nos pasaríamos un año tratando de explicar a las autoridades de Pax quiénes somos. Quizá no nos estén buscando, pero dices que están en este mundo.

—Sí —dijo A. Bettik—. Pax tiene grandes intereses en Mare Infinitus. Por lo que averiguamos cuando estábamos escondidos en la ciudad universitaria, es evidente que Pax intervino tiempo atrás para restaurar el orden, fundar conglomerados de cultivo marítimo y convertir a los supervivientes de la Caída en cristianos renacidos. Mare Infinitus era un protectorado de la Hegemonía; ahora es una filial de la Iglesia.

—Mala noticia —dijo Aenea. Se volvió hacia mí—. ¿Alguna idea?

—Creo que sí —dije, poniéndome de pie. Habíamos hablado en susurros, aunque todavía estábamos a quince kilómetros de la plataforma—. En vez de adivinar quiénes están allí y qué se proponen, ¿por qué no voy a echar un vistazo? Tal vez sólo sean los descendientes de Gus y algunos pescadores dormidos.

Aenea resopló.

—Cuando vimos la luz, ¿sabes qué pensé que era?

—¿Qué? —pregunté.

—El lavabo del tío Martin.

—¿Cómo has dicho? —preguntó el androide.

Aenea se palmeó las rodillas.

—De veras. Mi madre me contó que cuando Martin Silenus era un famoso escritor mercenario, en tiempos de la Red, tenía una casa multimundos.

—Grandam me habló de esas cosas. Teleyectores en vez de puertas entre las habitaciones. Una casa con habitaciones en más de un mundo.

—Docenas de mundos en el caso de la casa del tío Martin, si he de creerle a mi madre —dijo Aenea—. Y tenía un cuarto de baño en Mare Infinitus. Nada más... sólo una plataforma flotante con un lavabo. Ni siquiera paredes ni techo.

Miré las olas.

—Vaya, eso sí que es comunión con la naturaleza —dije. Me palmeé la pierna—. De acuerdo, iré antes de que pierda las agallas.

Nadie discutió conmigo ni se ofreció para tomar mi lugar. En tal caso, habrían logrado convencerme.

Me puse pantalones y suéter oscuros, con el chaleco de caza sobre el suéter, sintiéndome un poco melodramático.

«El chico comando va a la guerra», murmuró la parte cínica de mi cerebro. Le dije que cerrara el pico. Conservé el cinturón con la pistola, agregué tres detonadores y una faja de explosivo plástico, me colgué las gafas nocturnas del cuello y me puse un auricular de comunicaciones en la oreja con el micrófono contra la garganta para las subvocales. Probamos la unidad con Aenea. Me quité el comlog y se lo di a A. Bettik.

—Esta cosa refleja la luz estelar —dije—. Y la voz de la nave podría empezar a graznar tonterías sobre navegación estelar en un momento inoportuno.

El androide asintió y se guardó el brazalete en el bolsillo.

—¿Tienes un plan, M. Endymion?

—Trazaré uno cuando llegue allá —dije, elevando la alfombra. Toqué el hombro de Aenea, y el contacto fue como un shock eléctrico. Había notado ese efecto antes, cuando nos tocábamos las manos: no era una cosa sexual, pero aun así era eléctrica.

—No te dejes ver, niña —le susurré—. Gritaré si necesito auxilio.

Me miró con seriedad bajo la brillante luz de las estrellas.

—No servirá de nada, Raul. No podremos llegar a ti.

—Lo sé, sólo bromeaba.

—No bromees —susurró—. Recuerda, si no estás conmigo en la balsa cuando atraviese el portal, te quedarás aquí.

Asentí, pero la idea me asustó más que la idea de que me disparasen.

—Regresaré. Parece que esta corriente nos acercará a la plataforma en... ¿cuánto calculas, A. Bettik?

—Una hora, M. Endymion.

—Sí, eso creo. La maldita luna saldrá para entonces. Ya pensaré en algo para distraerlos.

Dándole otra palmada a Aenea, saludando a A. Bettik, me elevé por encima del agua.

A pesar de la increíble luz estelar y las gafas de visión nocturna, fue difícil conducir la alfombra esos pocos kilómetros. Tenía que mantenerme entre las olas dentro de lo posible, con lo cual procuraba volar a menor altura que las crestas. Era una tarea delicada. No sabía qué sucedería si atravesaba la cresta de una de esas olas largas y lentas —tal vez nada, tal vez las hebras de vuelo sufrieran un cortocircuito—, pero no tenía intención de averiguarlo.

La plataforma parecía enorme cuando me acerqué. Después de no ver nada más que la balsa durante dos días en ese mar, la plataforma era enorme, en parte de acero, pero en general de madera oscura; una veintena de pilotes la mantenían a quince metros del oleaje. Eso me daba una idea de cómo serían las tormentas en ese mar, y me hizo sentir aún más afortunado de no haber enfrentado ninguna. La plataforma tenía varios niveles: cubiertas y embarcaderos donde había por lo menos cinco barcos pesqueros, escaleras, compartimientos iluminados debajo de lo que parecía el nivel principal, dos torres —una de ellas con una pequeña antena de radar— y tres pistas de aterrizaje para aeronaves, dos de las cuales habían sido invisibles desde la balsa. Había una media docena de tópteros, con sus alas de libélula bajas, y dos deslizadores más grandes en la pista circular que estaba cerca de la torre de radar.

Había trazado un plan perfecto mientras volaba hacia allí: crear una distracción —para ello había llevado los detonadores y el explosivo plástico, que cuando menos sería capaz de provocar un incendio—, robar una libélula y usarla para atravesar el portal, si nos perseguían, o bien para arrastrar la balsa a gran velocidad.

Era un buen plan pero tenía un defecto: yo no sabía pilotar un tóptero. Eso nunca sucedía en los holodramas que yo veía en los cines de Puerto Romance ni en las salas de recreación de la Guardia. Los héroes de esas historias siempre sabían pilotar cualquier cosa que robaran: deslizadores, VEMs, tópteros, cópteros, aeronaves rígidas, naves espaciales. Evidentemente yo no tenía entrenamiento básico para héroe; si lograba meterme en uno de esos aparatos, tal vez me estuviera comiendo las uñas y mirando los controles cuando los guardias de Pax me arrestaran. Debía de ser más fácil ser héroe en tiempos de la Hegemonía. Entonces las máquinas eran más listas, lo cual compensaba la estupidez del héroe. Lo cierto —aunque odiara admitirlo ante mis compañeros de viaje— es que yo no sabía conducir muchos vehículos. Una barca. Un vehículo terrestre, siempre que fuera uno de los camiones que usaba la Guardia Interna de Hyperion. En cuanto a pilotar... bien, me había alegrado al enterarme de que la nave espacial no tenía sala de control.

Dejé de lado estas divagaciones sobre mis carencias como héroe y me concentré en el último tramo de viaje hacia la plataforma. Ahora veía las luces con claridad: luces de navegación en las torres, cerca de las pistas, una luz verde intermitente en las dársenas, ventanas iluminadas. Muchas ventanas. Decidí tratar de descender en la parte más oscura de la plataforma, bajo la torre de radar del lado este, y llevé la alfombra en un largo y lento arco para aproximarme desde esa dirección. Mirando por encima del hombro, temí que la balsa se acercara, pero todavía era invisible.

«Espero que sea invisible para estos tíos.» Ahora oía voces y risas: voces masculinas, risas estentóreas. Me recordaban a los cazadores que yo había guiado, desbordantes de alcohol y jactancia. Pero también me recordaban a los zopencos que habían sido mis compañeros en la Guardia. Procuré mantener la alfombra baja y seca y me aproximé a la plataforma.

—Casi he llegado —subvocalicé por el comunicador.

—De acuerdo —me susurró Aenea al oído. Habíamos convenido que no iniciaría una conversación y sólo respondería a mis llamadas, a menos que ellos tuvieran una emergencia.

Vi un laberinto de vigas, soportes, subcubiertas y pasajes debajo de la plataforma principal. A diferencia de las iluminadas escaleras del lado norte y oeste, estaban a oscuras. Debían de ser pasarelas de inspección, y escogí la más baja y oscura para aterrizar. Apagué las hebras de vuelo, enrollé la alfombra y la puse en la intersección de dos vigas, cortando con el cuchillo el cordel que había llevado. Enfundando el cuchillo y cubriéndolo con el chaleco, tuve la repentina imagen de tener que apuñalar a alguien con esa arma. La idea me estremeció. Salvo por el accidente que tuve cuando me atacó Herrig, nunca había matado a nadie en combate cuerpo a cuerpo. Rogué a Dios no tener que hacerlo nunca más.

Las escaleras hacían ruido bajo mis botas blandas, pero yo esperaba que ese chillido ocasional no se oyera en medio del chapoteo de las olas contra los pilotes y las risotadas de arriba. Subí dos tramos de escalera, encontré una escalerilla y la seguí hasta un escotillón. No estaba cerrado con llave. Lo alcé lentamente, temiendo que hubiera un guardia sentado encima.

Alzando la cabeza despacio, vi que era la cubierta de vuelo del lado de barlovento de la torre. Diez metros más arriba, la antena giratoria del radar se perfilaba oscuramente contra la rutilante Vía Láctea con cada revolución.

Subí a cubierta, vencí la tentación de andar de puntillas y caminé hasta la esquina de la torre. Había dos grandes deslizadores amarrados a la cubierta, pero se veían oscuros y vacíos. En las cubiertas más bajas vi la luz de las estrellas sobre las alas de insecto de los tópteros. La luz de nuestra galaxia relucía en sus ampollas de observación. Sentí un hormigueo en la espalda, temiendo que me observaran, mientras salía a la cubierta superior, adhería explosivo plástico al vientre de un deslizador, instalaba un detonador —que podría activar con el código de frecuencia apropiado desde mi unidad de comunicaciones—, bajaba por la escalerilla hasta la cubierta de tópteros y repetía la operación. Estaba seguro de que me observaban desde una de las ventanas o troneras iluminadas, pero no hubo gritos de alarma. Con la mayor naturalidad posible, subí por la pasarela de la cubierta inferior y me asomé por la esquina de la torre.

Otra escalera conducía desde el módulo de la torre a uno de los niveles principales. Las ventanas eran muy brillantes y ahora sólo estaban cubiertas con sus escudos antitormenta. Oí más risas, más cantos y ruido de cacharros.

Bajé la escalera, crucé la cubierta y cogí otra pasarela para mantenerme alejado de la puerta. Agachándome bajo las ventanas iluminadas, traté de contener el aliento y calmar mi palpitante corazón. Si alguien salía por esa primera puerta, se interpondría en mi camino de regreso a la alfombra. Toqué la culata de la 45 enfundada y traté de tener pensamientos valerosos. En general pensaba en estar de vuelta en la balsa. Había instalado los explosivos de distracción. ¿Qué más quería? Comprendí que sentía curiosidad: si no eran efectivos de Pax, no quería detonar el explosivo. Las bombas eran el arma favorita de los rebeldes contra los que había combatido en el casquete de la Garra: bombas en las aldeas, bombas en las barracas de la Guardia Interna, masas de explosivos en nievemóviles y pequeñas naves dirigidas no sólo contra la Guardia sino contra los civiles. Siempre me había parecido cobarde y detestable. Las bombas eran armas que no discriminaban, y mataban tanto al inocente como al soldado enemigo. Sabía que este moralismo era una tontería, y pensaba que las pequeñas cargas no tendrían más efecto que incendiar aeronaves vacías, pero no las haría detonar a menos que fuera absolutamente necesario. Estos hombres —y quizá mujeres, y quizá niños— no nos habían hecho nada.

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