—¿Por qué quisiste quedarte a solas conmigo? —preguntó sin poder impedir que se le hiciera un nudo en la garganta.
—No te pongas sentimental —la reprendió Jule, si bien su mirada revelaba que estaba ocultando algo—. No creas que lo hago porque eres para mí la más cercana de todos. En realidad, he tenido que soportarlos a todos con bastante esfuerzo, y también a ti, porque sola no hubiera podido sobrevivir.
Annelie pasó por alto aquellas palabras ofensivas, se sentó en el borde de la cama y le cogió la mano a Jule. Por un momento pareció que la enferma se la iba a retirar, pero entonces la apretó con fuerza.
Annelie intentó sonreír.
—He aprendido mucho de ti —le dijo en voz baja—. Sobre todo, he aprendido que a veces basta con tenerse a uno mismo para ser feliz…
—¡Ya te lo he dicho! ¡Nada de sentimentalismos…! —la interrumpió Jule con brusquedad—. Por eso he querido quedarme a solas contigo.
—Pero…
—Solo quería hacerte una pregunta: ¿fuiste tú?
La sonrisa de Annelie se desvaneció. Asombrada, abrió los ojos como platos.
—¿Si fui yo qué?
Aunque le costaba respirar, Jule emitió un sonido que parecía una risita.
—Quiero saber si fuiste tú quien pegó a Greta aquella vez.
Annelie se miró tímidamente las manos, antes de soltar un desconcertado: «¿Cómo se te ocurre tal cosa?».
Una vez más resonó aquella risita.
—¡Conque fuiste tú! —afirmó Jule—. ¿Sabes una cosa…? He reflexionado todo el tiempo sobre eso…
—¡Jule!
—Sí, ya sé que no lo planeaste… Tú solo querías hablar con ella, ¿no? Pero entonces esa bruja te plantó cara y te dijo que Cornelius siempre le pertenecería a ella y no a Elisa; te dijo que Elisa podía irse al diablo y que, mientras ella viviera, Elisa jamás encontraría la felicidad. Y fue entonces cuando salió a relucir tu temperamento. Probablemente pensaste que se lo debías a Elisa…
Sus palabras quedaron interrumpidas por un violento ataque de tos. Con esfuerzo, Jule luchó por respirar.
Annelie le sostuvo la cabeza, dispuesta a ayudarla.
—¡No debes alterarte! —le dijo con severidad.
Jule tosió una vez más y luego su cabeza se hundió en la almohada.
Tenía la frente cubierta de sudor.
—No estoy alterada —dijo brevemente—. Solo quería confirmar lo que ya sospechaba.
—Pero yo no he admitido nada —dijo Annelie.
—Ni falta que hace. —El silencio las envolvió por un instante, un instante en el que solo se oyó la respiración de Jule—. No pensé que fueras tan fuerte —dijo con dificultad—. En realidad, nunca te creí capaz de muchas cosas. Pero te has comportado decentemente.
Annelie meneó la cabeza.
—¡Estás delirando a causa de la fiebre!
—¡No tengo fiebre, solo tengo el corazón muy débil! Pues sí, aunque pareces de esas mujeres que se dejan vencer por la vida en vez de tomar las riendas de su propio destino, ahora veo que podrías ser hija mía.
La mujer apretó por última vez la mano de Annelie y, a continuación, la soltó.
A Annelie se le cubrieron los ojos de lágrimas y volvió la cara para que Jule no pudiera verla. Jamás Jule había dado a entender tan claramente que la apreciara tanto.
—¿Y tus verdaderas hijas? —le preguntó Annelie—. ¿Has pensado en ellas a menudo? ¿Alguna vez has lamentado haberlas abandonado?
Jule volvió la cabeza hacia un lado. Un mechón delgado y gris le cayó en la cara.
—No es que no las quisiera, pero no sabía qué hacer con ellas. Y mucho menos con mi marido. Aquella vez, cuando me marché, lo hice por mí, no contra ellos. El resultado, a fin de cuentas, es el mismo, pero confío, en lo más hondo, en que hayan conseguido ser felices. O más bien confío en que ellos también puedan decir lo mismo que yo: que han vivido sus vidas, las suyas propias.
Sus palabras empezaron a llegar cada vez más lentamente y al final su voz se apagó. Cerró los ojos y, cuando Annelie le apartó el mechón gris de la cara, Jule ni siquiera pareció notarlo.
Annelie no sabía cuánto tiempo había estado sentada al borde de la cama de Jule. El tiempo perdía toda importancia; el murmullo de afuera ya no llegaba hasta sus oídos. Ni siquiera se dio cuenta de que el atardecer ya tejía sus hilos y se tragaba la última luz del día. Estaba plenamente dedicada a espiar los estertores de Jule, que se volvieron cada vez más pausados, cada vez más silenciosos, hasta que al final se acallaron definitivamente.
En el plazo de pocos días tuvo lugar otro entierro, pero este fue muy distinto al de Greta. El humo todavía pendía sobre ellos, con su olor penetrante, y, en ese tiempo, el viento del lago no había sido capaz de llevárselo del todo, pero la gente no se detuvo ante la nueva tumba en silencio, ni aliviada por dentro, sino que mostró auténtico luto y se pronunciaron infinidad de discursos. Precisamente eran los más jóvenes los que siempre habían sentido algo de temor ante la manera hosca de ser de Jule. Pero eso no había menoscabado el profundo respeto que sentían por ella, respeto ante una mujer que era de los primeros pobladores de la colonia, que había sido capaz de curar varias enfermedades y heridas, y que al final, había conseguido fundar una escuela en medio de la nada.
Sin duda había sido una mujer curiosa, con una vida muy distinta a la de los demás, que hablaba y se comportaba de forma diferente a lo que se esperaba; pero Jule era mucha Jule: no solo un bastión de la comunidad, sino un pilar muy importante, y ahora su ausencia dejaba un vacío que no se iba a poder llenar rápidamente.
En la comida que se organizó a continuación, Christine Steiner dijo unas palabras elogiosas sobre la mujer con la que se había pasado la vida peleando y discutiendo, y cuya muerte la había hecho parecer mucho más vieja de la noche a la mañana: su voz temblaba de manera evidente y, en varias ocasiones, tuvo que interrumpirse porque los sollozos se tragaban sus palabras. Con todo, cuando Annelie quiso indicarle que ya había hablado suficiente, ella le respondió de un modo tan hosco que la hizo parecerse a la mismísima Jule y exigió continuar con su discurso hasta el final.
Cuando Poldi examinó a su madre, se sintió conmovido. Por mucho que ahora estuviera sufriendo la muerte de Jule, mañana —y de eso estaba seguro su hijo—, su madre enderezaría la espalda, alzaría el mentón y continuaría haciendo lo que siempre había hecho. Después del accidente de su padre, después de la muerte de su hijo Lukas o después de que su otro hijo, Fritz, se hubiera marchado del pueblo. Sí, y también asumiría con valentía que él, su hijo más joven, hubiera hecho algo deshonesto. En los últimos años, había ido perdiendo las fuerzas y quizá también algo de la alegría de vivir, pero jamás le había faltado voluntad para preservar su propia dignidad e ir por la vida con la misma confianza en sí misma que Jule.
Poldi suspiró, sin saber si él también podría arreglárselas y soportar aquellas miradas recelosas, burlonas o despectivas que los demás le lanzaban. También Barbara las notaba.
Ella no había deseado ausentarse del entierro de Jule, pero cuando llegó la hora de la comida fúnebre desapareció sin que nadie se diera cuenta. Y aunque a Poldi el estómago le gruñía, de repente perdió el apetito. Corrió tras Barbara y no le importó que todos lo vieran.
«¡Qué más da! —pensó—. Nuestra reputación ya está arruinada.»
Barbara caminó en dirección al bosque sin darse la vuelta ni una sola vez; era un camino que había recorrido con frecuencia: hasta hacía poco, para ir a encontrarse a escondidas con él, pero ahora lo hacía para estar sola.
Por un instante, Poldi vaciló, dudoso sobre si debía molestarla y seguirla, pero cuando se aproximó al límite de las tierras de cultivo, echó a correr tras ella.
—¡Barbara!
Ella siguió caminando con prisa, como si no lo hubiera oído. Poldi la alcanzó.
—¡Barbara! Tenemos que hablar.
Al final, ella se detuvo.
—¿Sobre qué?
Barbara lo miró y la expresión de su cara lo asustó. Sus ojos marrones ya no brillaban, estaban como muertos. En sus mejillas, en lugar de los hoyuelos que tanto lo habían fascinado siempre, había unas profundas arrugas. Sus movimientos eran ágiles, como siempre, y aún tenía una buena mata de pelo sin canas. Y aunque no parecía vieja —por lo menos no tan vieja como Jule o como su madre—, estaba como rota.
—Tenemos que hablar sobre qué vamos a hacer en el futuro —le dijo Poldi, y su voz sonó temerosa.
—Creo que es mejor que hables con Resa.
—Cuando le dije que iba a levantar de nuevo nuestra casa, me respondió que de todos modos ella no iba a pisarla nunca más.
—¿Y entonces dónde va a vivir?
—Christl le ha ofrecido alojamiento —dijo Poldi, y arrugó la frente.
«¡Precisamente tenía que ser Christl!»
Barbara asintió mostrando su aprobación.
—Eso está bien. La vida continuará para ella… de algún modo.
Barbara se dio la vuelta. A Poldi le llegó el penetrante olor de las araucarias. Mientras él viviera, ese olor sería para él el olor de Barbara, el olor de su amor, el olor de su placer. Tal vez no había habido entre ellos suficiente amor, sino solo placer.
—¿Y qué va a ser de nosotros? —preguntó Poldi.
No sabía a ciencia cierta qué esperaba, si una reconciliación con Barbara, con Resa, o si tan solo esperaba sacar las fuerzas necesarias para vivir con el hecho de no tener ninguna de esas dos cosas.
—He vivido todos estos años a costa de mi hija.
—Bueno, no podíamos hacer otra cosa…
—¡Por supuesto que podíamos hacer otra cosa! —le salió de la boca—. ¡Pero no quisimos hacer otra cosa! —ella hizo una pausa y luego continuó, con voz más moderada—. Tal vez nos hubiera destruido luchar contra ello, por lo menos al principio. Pero más tarde… Después tuvimos oportunidad de ponerle fin. Tras la muerte de Tadeus, sobre todo… —Perdida en sus pensamientos, Barbara se contuvo—. ¡Pero ahora, Poldi, ahora todo ha acabado!
Él no la contradijo.
—Pareces mortalmente infeliz.
—Lo soy. Pero no te preocupes. En algún momento podré cantar otra vez. En algún momento podré reír. Aunque no contigo. Nunca podré hacerlo contigo de nuevo.
Poldi bajó la cabeza y, para su asombro, no solo sentía una gran aflicción, sino también alivio. Todo lo que ella le decía le causaba dolor, pero sabía que tenía razón y agradecía que ella lo dijera. Él, por sí solo, jamás habría podido tomar esa decisión.
—¿Qué vas a hacer? ¿Dónde piensas vivir? —preguntó él al cabo de un rato.
—Asumiré la escuela de Jule. Es su legado y lo preservaré con la ayuda de Annelie. Al principio no será fácil, me mirarán como a una apestada. Pero también a Jule la miraron a veces con desprecio y ella siguió su camino con determinación. Espero ser al menos la mitad de fuerte que ella.
Entonces Barbara se giró por completo y se adentró en el bosque. Esta vez Poldi no la siguió, estuvo mirándola, lleno de tristeza, hasta que la mujer desapareció entre la oscura maleza.
Durante un tiempo, Elisa estuvo parada ante la casa que había pertenecido a Greta y a Cornelius, ahora totalmente en ruinas. El techo se había quemado por completo y se había venido abajo, pero las paredes solo se habían ennegrecido. Por último, se obligó a escarbar entre los escombros, a pesar del hedor penetrante, para ver si encontraba algo que todavía se pudiera usar, algún utensilio o una herramienta. Para revolver las cenizas utilizaba un gran palo de madera, que, al poco tiempo, estaba ya negro de hollín.
«Emilia —se dijo jurándose resistir—, lo hago por Emilia.»
La chica se había pasado el día anterior desesperada. No solo la afectaba la muerte de su madre, sino haber comprendido de un modo tardío que ya no poseía nada, solo lo que llevaba puesto. Elisa le había dado alguna ropa, pero eso no bastaba. Había dicho que se metería entre los escombros de la casa para rescatar algunas cosas, pero parecía tan abatida que Elisa había decidido, finalmente, hacerlo en su lugar.
Después de mucho rato, pudo encontrar, debajo de un montón de escombros carbonizados, un único plato intacto. Lo recogió del suelo y lo contempló. Aquella casa, en sus pensamientos, siempre había sido la de Greta; pero ahora, cavilando, se daba cuenta de que también Cornelius había vivido allí muchos años de su vida y que no solo Emilia había perdido todos sus recuerdos, sino también él.
De repente vio que no podía seguir. Con el plato apretado contra su cuerpo, caminó entre las ruinas aún candentes y, un trecho más allá, se dejó caer al suelo sobre la hierba. Hasta ahora había conseguido evitar pensar en Cornelius, pero ahora sus deseos de verlo la superaron. Cuando miró a su alrededor, no solo sufrió porque él no estaba allí, sino también porque no quedaban huellas suyas ni nada que lo recordara.
Él, probablemente, no derramaría lágrimas por la pérdida de aquel hogar que había compartido con Greta; la colonia del lago Llanquihue había sido siempre más cosa de Elisa que suya, pero aunque él no lamentara aquella pérdida, ella sí que la lloraba. Y no se trataba solo de la casa, sino del hecho de que no tuvieran nada en común, de que no hubieran construido nada juntos. Claro, los unía Manuel y el amor que se profesaban, pero no el amor por aquella tierra.
Él nunca había compartido ese amor, y jamás lo haría. Cuando Elisa pensaba en las horas felices que habían pasado juntos, no se veía con él en el lago Llanquihue, sino en el barco, en un lugar impreciso en medio del enorme océano, lleno de peligros y de retos y, al mismo tiempo, lleno de esperanzas y expectativas. Un lugar donde nada estaba sellado, sino que todo permanecía abierto. Sí, ella había salido de viaje con Cornelius, pero había llegado allí completamente sola y esta patria, que a ella tanto le había servido de apoyo, ahora que él no estaba, parecía vacía.
Las lágrimas rodaron por su cara y trazaron unas marcas a través de la capa de hollín. Cuando oyó unos pasos, se las enjugó rápidamente, con lo cual la cara se le tiñó aún más de negro. Annelie la había seguido hasta allí.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó, y miró con escepticismo el plato—. Vaya —dijo examinando las ruinas—. Aquí no se podrá construir una casa nueva hasta que el hedor se vaya. Manuel y Emilia deberían vivir aquí, además…
En realidad, Elisa estaba decidida a no dejar entrever su dolor, pero ahora creyó que iba a asfixiarse si no hablaba con alguien sobre lo que la abrumaba.