La batalla se prolongó largo tiempo. Los patryn se defendían bien, y Xar experimentó un sentimiento de orgullo en el pecho. Aquél era su pueblo. Y, una vez que encontrase la Séptima Puerta, él lo conduciría a la gloria. Sin embargo, no tardó en impacientarse. El tiempo que desperdiciara allí sería tiempo perdido para la búsqueda de la puerta de marras. Colocó la mano en el signo mágico y estaba a punto de llamar a Marit, dispuesto a bajar a buscar personalmente a Haplo, cuando vio que se abría la puerta de la ciudad y salía un puñado de héroes para expulsar a las serpientes dragón.
Y, naturalmente —Xar no tuvo que molestarse siquiera en mirar—, entre ellos estaba Haplo. La última batalla de éste con Sang-drax había terminado en empate; ambos habían infligido y recibido heridas que no curarían más. Haplo no desperdiciaría la ocasión de acabar con su enemigo, pese a que las posibilidades estaban en su contra.
—Claro que no —comentó Xar, observando el duelo con interés y aprobación—. Eres mi hijo.
El Señor del Nexo esperó hasta que la batalla hubo terminado y Sang-drax quedó destruido; entonces, invocó la magia rúnica para elevarse del suelo y transportarse hasta el ensangrentado campo de batalla.
La primera reacción de Marit al ver a Xar fue de inmenso alivio. Allí estaba el padre fuerte que, una vez más, defendería, protegería y socorrería a sus hijos.
—¡Mi Señor, has venido a ayudarnos!
Haplo intentó incorporar el cuerpo hasta quedar sentado, pero estaba muy débil y dolorido. La sangre le empapaba la delantera de la camisa e incluso manchaba el chaleco de cuero que llevaba encima de ella. Notó crujir los bordes astillados de los huesos fracturados; el menor movimiento era una tortura insoportable.
Marit lo ayudó prestándole su fuerza y su apoyo. Cuando levantó la vista, encontró los oscuros ojos de Xar fijos en ella, pero la mujer estaba demasiado aturdida por la batalla y demasiado regocijada por su presencia como para advertir la sombra que Xar extendía sobre ellos.
—Mi Señor... —Haplo habló con un hilo de voz. Xar tuvo que hincar la rodilla junto a él para entender lo que decía—. Aquí podemos defendernos. La mayor amenaza, el mayor peligro, está en la Última Puerta. Las serpientes dragón se proponen cerrarla. Nos... —un acceso de tos le impidió continuar.
—... nos dejarán atrapados para siempre en esta prisión, mi Señor —tomó la palabra Marit con tono urgente—. Su maldad aumentará; de eso se encargarán las serpientes dragón. El Laberinto se convertirá en una cámara de muerte, sin esperanza, pues no habrá modo de escapar.
—Tú eres el único que puede alcanzar la Última Puerta a tiempo —dijo Haplo, pronunciando cada palabra con un esfuerzo visiblemente doloroso—. Eres el único que puede detenerlas.
Tras esto, se derrumbó en brazos de Marit. El rostro de ésta, tan cercano al suyo, dejó de manifiesto la inquietud y la preocupación que le inspiraba. Ninguno de los tres prestó atención a la batalla que se desencadenaba en torno a ellos; la magia de Xar los tenía encerrados en un capullo de seguridad y silencio, los protegía de la muerte y del azar de la guerra.
La mirada de Xar se perdió en la distancia hasta que, sin moverse de donde estaba, alcanzó a ver la Última Puerta (lo cual entraba dentro del reino de las posibilidades y, por tanto, de sus poderes mágicos). Sus facciones se pusieron tensas y serias, arrugó el entrecejo y entrecerró los ojos con rabia. Marit intuyó que estaba viendo la terrible batalla que se libraba allí entre las serpientes y la gente del Nexo, que abandonaba sus pacíficos hogares para defender la única vía de escape que tenían sus hermanos atrapados en el Laberinto.
¿Estaba teniendo lugar ya el combate, o Xar estaba viendo el futuro?
La mirada del Señor del Nexo volvió allí, y sus ojos eran ahora duros, fríos y calculadores.
—La Última Puerta caerá, pero yo la abriré de nuevo. Cuando haya encontrado la Séptima Puerta, me tomaré cumplida venganza.
—¿A qué te refieres, mi Señor? —Marit lo miró sin comprender—. No te preocupes por nosotros, mi Señor. Aquí nos las arreglaremos. Tú debes salvar a nuestro pueblo.
—Eso tengo intención de hacer, esposa —replicó Xar con tono seco.
Marit se encogió.
Haplo escuchó la palabra y notó el escalofrío que recorría aquellos brazos cuyo contacto era tan reconfortante, tan grato. Abrió los ojos y la miró. El rostro de la mujer estaba manchado de sangre; sangre de ambos, de la serpiente... Sus cabellos despeinados dejaban ahora a la vista la marca de su frente, los signos entrelazados de ella y de Xar.
—Déjamelo a mí, esposa —ordenó Xar.
Marit dijo que no con la cabeza y se agachó sobre Haplo con gesto protector. Xar extendió un brazo y posó la mano en su hombro. Con un grito, la mujer cayó al suelo, completamente inerte y con su magia rúnica desorganizada.
Xar se volvió a Haplo.
—No te resistas a mí, hijo mío. Déjate ir. Libérate del dolor y de la desesperación, de la agonía de esta vida.
El Señor del Nexo deslizó los brazos debajo del magullado cuerpo de Haplo, éste hizo un débil intento de desasirse, y el perro se apresuró a intervenir, lanzando frenéticos ladridos a Xar.
—Sé que no puedo hacer daño al animal —dijo éste con la misma frialdad—. Pero puede pagarlo ella.
Marit se retorció, impotente, y sacudió la cabeza. El signo de su frente resplandeció como una brasa encendida.
—¡Perro, basta! —susurró Haplo entre unos labios cenicientos.
El perro emitió un gañido de incomprensión pero, enseñado a obedecer, se retiró. Xar levantó en brazos a Haplo con la misma ternura y facilidad que si atendiera a un chiquillo herido.
—Levántate, esposa —dijo a Marit—. Cuando me haya ido, tendrás que defenderte.
La magia que la tenía paralizada la dejó en libertad. Débil, Marit se levantó y se acercó un paso a Xar y, sobre todo, a Haplo.
—¿Adonde lo llevas, mi Señor? —Preguntó, y la esperanza libró una última batalla en su corazón—. ¿Al Nexo? ¿A la Última Puerta?
—No, esposa. —La voz de Xar era fría—. Regreso a Abarrach. —Con visible satisfacción, contempló a Haplo y añadió—: Regreso a la nigromancia.
—¿Cómo puedes permitir que suceda esta desgracia a tu pueblo? —exclamó ella, colérica.
Xar respondió con una llamarada en los ojos: —Los patryn han sufrido toda su vida. ¿Qué importa un par de días más? Cuando vuelva triunfante, cuando la Séptima Puerta quede abierta, todos los sufrimientos habrán terminado.
«¡Será demasiado tarde!» Marit tenía las palabras en la punta de la lengua, pero miró a los ojos a Xar y no se atrevió a pronunciarlas. Tomó una mano de Haplo y la apretó contra su runa del corazón.
—Te quiero— le susurró.
Él abrió los ojos. Sin voz, sólo con el movimiento de los labios manchados con su propia sangre, le transmitió un mensaje:
—¡Busca a Alfred! Alfred puede... detenerlas...
—Sí, busca al sartán —intervino Xar con una risotada—. Estoy seguro de que estará más que contento de defender la prisión que su propia raza construyó.
El Señor del Nexo pronunció las runas, y se formó en el aire un signo mágico. La runa llameante alcanzó a Marit y le cruzó la frente como un látigo.
El dolor la atravesó como si la hubiera herido de una cuchillada. La sangre le resbaló sobre los ojos impidiéndole la visión. Jadeante, mareada del dolor y de la conmoción, cayó de rodillas.
—¡Xar! ¡Mi Señor! —exclamó a voz en grito mientras se limpiaba la sangre de los ojos.
Xar no hizo caso. Con Haplo en sus brazos, el Señor del Nexo atravesó tranquilamente el campo de batalla. Un escudo de magia los envolvía y los protegía.
Trotando tras ellos, solitario e inadvertido, iba el perro.
Marit se incorporó como impulsada por un resorte con la idea desesperada de detenerlos, de atacar a Xar por la espalda y rescatar a Haplo pero, en aquel preciso instante, un torbellino de siglas empezó a girar en torno a ellos —en torno a los tres, incluido el perro— y todos desaparecieron.
ABRÍ EL LABERINTO
La batalla llegó a su término con la caída de la tarde. Las serpientes dragón estaban vencidas y destruidas; ya no amenazaban con abrir brechas en la muralla. El maravilloso dragón verde, un ser como no se había visto otro igual en el Laberinto, se unió a los patryn para derrotar a las serpientes. La muralla aguantó y su magia fue reforzada rápidamente. La puerta resistió. Hugh
la Mano
fue el último en cruzarla antes de cerrarse definitivamente. Hugh traía en brazos a Kari, a la que había encontrado herida bajo un puñado de cadáveres de caodines. La llevó al interior de la ciudad y allí la dejó en manos de los suyos.
—¿Dónde están Haplo y Marit? —preguntó Hugh.
Vasu, que dirigía la restauración de la magia de la puerta, se volvió a mirarlo con súbita consternación.
—Creía que estaban contigo.
—¿No han entrado?
—No. Y yo no me he movido de aquí.
—Ordena que abran la puerta otra vez —dijo Hugh—. Todavía deben de estar ahí fuera.
—¡Abrid! —Indicó Vasu a los centinelas—. Iré contigo.
Hugh observó al gordinflón y se dispuso a protestar, pero entonces recordó que él no podía matar.
La puerta se abrió, y los dos hombres se dieron de bruces con una banda de enemigos. Sin embargo, muertos sus líderes, el gusto por la batalla parecía haber abandonado a los demás. Muchos se batían en retirada hacia el río y contribuían a crear confusión entre las filas.
—¡Allí! —Hugh señaló con la mano.
Herida y aturdida, Marit deambulaba sin rumbo al pie de la muralla. Una manada de lobunos, atraídos por el aroma de la sangre, seguía su rastro.
Vasu empezó a cantar con una profunda voz de barítono.
Hugh decidió que el tipo se había vuelto loco. ¡Aquél no era momento para un aria! Pero, de pronto, un enorme arbusto de espinas largas y afiladas brotó del suelo y rodeó a los lobunos. Las espinas se engancharon en su espesa pelambre y les impidieron avanzar. Unas ramas flexibles envolvieron sus patas. Los lobunos aullaban y lanzaban alaridos pero, cuantos más esfuerzos hacían por escapar más enredados quedaban.
Marit ni siquiera se percató de lo que sucedía. Vasu continuó su canto y las espinas se hicieron más tupidas y numerosas. Arriba, sobre la muralla, los patryn esperaban a que Marit estuviera a salvo para acabar con las bestias atrapadas en las zarzas.
Hugh
la Mano
corrió hasta ella y la cogió.
—¿Dónde está Haplo? —le preguntó.
Ella lo miró con los párpados casi pegados por efecto de la sangre coagulada. Marit no podía verlo bien; eso, o no lo reconocía.
—Alfred —le dijo en patryn—. Tengo que encontrar a Alfred.
—¿Dónde está Haplo? —repitió Hugh en el idioma humano, con un tono de frustración.
—Alfred. —Marit repitió el nombre una y otra vez.
Hugh comprendió que no sacaría nada de ella en su estado de confusión. La tomó en brazos y corrió de nuevo hacia Vasu. El dirigente los acogió bajo la protección de su magia hasta que hubieron alcanzado la puerta sanos y salvos.
Cuando cayó la noche, el fuego del faro aún ardía con todo su fulgor. La magia de la muralla parpadeaba y bajaba de intensidad, pero las runas seguían emitiendo luz. Los últimos enemigos desaparecieron en la espesura dejando tras de sí a los muertos.
Los viejos que habían pasado el día grabando runas portadoras de muerte en las armas dedicaron la noche a devolver la vida a los heridos y moribundos.
La herida de la cabeza de Marit no amenazaba su vida, pero los curanderos no conseguían sanarla por completo. El arma que le había desgarrado la frente, fuera cual fuese, debía de estar impregnada en veneno, explicaron los expertos a Hugh tras mostrarle la marca inflamada y en carne viva sobre las cejas.
Pero, al menos, Marit estaba consciente; demasiado consciente, en opinión de los médicos, que tenían dificultades para mantenerla en la cama. Ella no hacía más que pedir que la dejaran hablar con Vasu y finalmente, viendo que no podían hacer otra cosa para tranquilizarla, habían mandado a buscarlo.
El dirigente se presentó. La ciudad de Abri se mantenía en pie, pero muchos habían entregado la vida por ella. Entre los muertos estaba Kari. Y también alguien a quien Vasu temía mencionar, sobre todo a la mujer que lo observaba acercarse a su lecho de dolor.
—Alfred —dijo Marit al instante—. ¿Dónde está? Ninguno de estos estúpidos lo sabe o quiere decírmelo. ¡Tengo que dar con él! ¡Él puede llegar a la Última Puerta a tiempo de enfrentarse a las serpientes dragón! ¡Alfred puede salvar a nuestro pueblo!
Los patryn no podían mentirse entre ellos y Vasu era lo bastante patryn como para saber que ella se daría cuenta del engaño, por piadoso que éste fuera.
—Alfred es un mago de la serpiente. Se transformó en dragón y...
—¡Todo eso ya lo sé! —Le interrumpió Marit con impaciencia—. Seguro que ya ha vuelto a cambiar, a estas alturas. ¡Llévame a él!
—Es que... no ha vuelto —murmuró Vasu.
La vida desapareció de los ojos de Marit.
—¿A qué te refieres?
—A que ha caído del cielo, tal vez herido de muerte. Estaba luchando con una legión de dragones del Laberinto...
—¡Tal vez! —Marit se agarró a la palabra, se aferró a ella—. ¡No lo habéis visto morir! ¡No sabéis si está muerto o no!
—Marit, vimos cómo caía...
Ella se levantó del lecho apartando las manos de los curanderos que intentaban impedirlo.