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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (67 page)

BOOK: En el Laberinto
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Kari y su partida de cazadores se prestaron voluntarios a Ir con Haplo a combatir contra las serpientes. Armados con el acero, todos procedieron a efectuar las inscripciones mágicas en la hoja según las instrucciones de Haplo.

—La cabeza es la única parte vulnerable de las serpientes, que yo sepa —explicó éste—. Entre los ojos.

No era preciso mencionar lo que todos podían ver: que las serpientes eran poderosas, que las colas como látigos podían golpearlos hasta que su magia protectora cediera, que los cuerpos enormes podían aplastarlos y las fauces abiertas y desdentadas podían devorarlos.

Cuatro serpientes reptaban en torno a la muralla. Una de ellas era Sang-drax.

—Ése es nuestro —dijo Haplo, y cruzó la mirada con Marit, que asintió con aire resuelto y ceñudo. El perro ladró, excitado, y corrió en círculos delante de la puerta.

Los muros seguían resistiendo, pero no lo harían mucho tiempo más. Las grietas ya se extendían desde la base hasta las almenas; el fulgor deslumbrante de las runas empezaba a disminuir y, en algunos puntos, se había apagado. Las huestes de criaturas del Laberinto aprovechaban estos puntos débiles para instalar escalas, y comenzaban a ascender por la muralla. A veces, en sus ataques, las serpientes derribaban a sus propios aliados, pero no se inmutaban. Otra horda acudía enseguida a ocupar el lugar de los muertos.

Haplo y su grupo se colocaron ante la puerta.

—Nuestra bendición va con vosotros —dijo Vasu y, con un gesto de la mano, dio la señal.

Los patryn que guardaban la magia de la puerta colocaron las manos en las runas. Los signos mágicos emitieron un destello y se apagaron. Las puertas empezaron a abrirse. Haplo y los suyos salieron rápidamente, escurriéndose por la rendija. Al advertir una brecha en las defensas, una jauría de lobunos emitió un aullido al unísono y se lanzó hacia allí. Los patryn acabaron con ellos rápidamente. Los pocos lobunos que consiguieron atravesar la línea se encontraron atrapados entre ésta y las puertas de hierro cuando éstas se cerraron con un gran estruendo.

Haplo y quienes lo acompañaban estaban ahora atrapados fuera de su ciudad, sin manera de volver atrás. Por orden estricta de Haplo, las puertas no volverían a abrirse hasta que las serpientes hubieran muerto.

Los símbolos mágicos de las espadas y de los propios cuerpos de los patryn emitían un intenso resplandor. A indicación de Haplo, los equipos se separaron, desplegándose en pequeños grupos para desafiar a las serpientes una a una, evitar que se agruparan y alejarlas de la muralla.

Las serpientes se burlaron de ellos y abandonaron unos instantes su tarea de demolición para eliminar aquellas insignificantes molestias antes de volver a ella. Sólo Sang-drax comprendió el peligro y lanzó un aviso, pero sus congéneres no prestaron atención.

Una de las serpientes, al ver que aquellas criaturas diminutas la atacaban, se lanzó directamente hacia ellas con la intención de cogerlas entre las fauces y devolver los cuerpos al otro lado de la muralla.

Kari, flanqueada por tres de los suyos, se mantuvo firme ante la pesadilla que descendía sobre ella. Empuñando la espada, esperó hasta que la terrible cabeza estuvo justo encima de ella; entonces, con todas sus fuerzas, hundió la afilada hoja con sus signos mágicos llameantes, rojos y azules, en la cabeza del reptil.

La espada se hundió hasta la empuñadura y manó la sangre. La serpiente se irguió, agonizante, y al hacerlo arrancó la espada de las manos de Kari. Cegada por la sangre que llovía sobre ella y mareada por el olor pestilente y ponzoñoso, la patryn cayó al suelo. El gigantesco cuerpo de la serpiente rodó por el suelo con la intención de aplastarla, pero los compañeros de Kari la retiraron a rastras. La criatura agitó la cola soltando latigazos que habrían destrozado a los patryn de haberlos alcanzado, pero sus movimientos se hicieron más y más débiles. La cabeza de la serpiente se estrelló contra el suelo, rozando la muralla, y se quedó inmóvil.

Los patryn lanzaron vítores; sus enemigos, maldiciones. Las otras serpientes, más cautas ahora que una de las suyas había muerto, contemplaron a sus atacantes con respeto, lo cual complicó la tarea de los patryn y la hizo aún más peligrosa.

La cabeza de la serpiente tuerta se cernió sobre Haplo.

—¡Éste será nuestro último encuentro, Sang-drax! —exclamó el patryn.

—Desde luego que sí. Has dejado de serme útil y ya no te necesito vivo.

—¡Será nuestro último encuentro porque ya no te tengo miedo! —replicó Haplo.

—¡Ah! Pues deberías tenerlo —dijo Sang-drax, volviendo su cabeza de serpiente para intentar ver a Marit y a Hugh, que acechaban por su lado ciego—. En este momento, varias de mis hermanas se dirigen a la Última Puerta con órdenes de cerrarla definitivamente. ¡Quedaréis atrapados aquí para toda la eternidad!

—¡Los patryn del Nexo lucharán para impedirlo!

—Pero no conseguirán vencer. Y tú tampoco podrás conmigo. ¿Cuántas veces me has derribado sin conseguir otra cosa que ver cómo me levanto de nuevo?

Sang-drax lanzó un ataque con la cabeza, pero su movimiento no fue más que una finta. Al tiempo que la hacía, agitó la cola y golpeó con ella a Haplo por la espalda. La magia protegió el cuerpo del patryn; de lo contrario, el impacto le habría partido el espinazo. La cola, de todos modos, lo derribó y lo dejó en el suelo, aturdido. La espada se le escapó de la mano.

El perro se plantó ante su amo caído en actitud protectora, con los dientes al descubierto y el pelo del cuello erizado.

Pero la serpiente no prestó más atención a Haplo. El patryn estaba fuera de combate y ya no era una amenaza. El ojo rojo localizó a Marit. Sang-drax abrió las fauces y se abatió sobre su presa. Marit se quedó inmóvil, como si estuviera paralizada de terror, y no hizo el menor movimiento para defenderse. Las mandíbulas ya se cerraban cuando un fuerte impacto golpeó a la serpiente por el lado ciego.

Hugh
la Mano
se había lanzado él mismo contra la cabeza de la serpiente, con todas sus fuerzas. Con un puñal patryn cubierto de runas en la mano, intentó hundirlo en las escamas grises, pero el arma se rompió.
La Mano
continuó tenazmente agarrado al monstruo, asido a la órbita del ojo vaciado. Había tenido la esperanza de que la Hoja Maldita volvería a la vida y atacaría a su enemigo para defenderlo, pero tal vez las serpientes tenían ahora el control del puñal como parecían haber hecho en el pasado. Hugh no podía hacer otra cosa que seguir allí colgado e intentar, al menos, estorbar el ataque de la serpiente y dar a Marit y Haplo la oportunidad de matarla.

Sang-drax agitó la cabeza a un lado y otro, tratando de quitarse de encima al molesto mensch. Pero Hugh
la Mano
era fuerte y continuó asido con terca determinación. Un relámpago amarillo recorrió la piel gris de la serpiente con un chisporroteo. El asesino lanzó un alarido. Una descarga eléctrica sacudió su cuerpo y lo obligó a soltarse, retorciéndose de dolor.

Cayó al suelo, pero había ganado el tiempo preciso. Marit había podido acercarse lo suficiente para hundir la espada en la cabeza de Sang-drax. La hoja de acero penetró en la mandíbula y ascendió por su nariz; la herida era dolorosa, pero no mortal.

Marit intentó liberar la espada pero Sang-drax alzó la cabeza bruscamente, con lo que arrancó el arma de su mano bañada en sangre.

Haplo estaba en pie con la espada en la mano, pero todavía se tambaleaba, dolorido y confuso. Marit corrió a coger la espada que él sostenía débilmente. La mano de Haplo se cerró sobre la suya.

—¡Detrás de mí! —le susurró él en tono urgente.

Marit comprendió el plan. Se apretó tras Haplo teniendo buen cuidado de apartarse del brazo armado de éste, que ahora colgaba fláccidamente al costado. El perro se movió delante de él, saltando, lanzando mordiscos al aire y provocando a la serpiente con agudos gañidos y ladridos.

Debatiéndose entre terribles dolores, Sang-drax vio a su enemigo débil y herido y se abalanzó sobre la presa. Cuando distinguió la radiante espada levantada hacia él, cuando vio centellear la magia con un fulgor que cegaba su único ojo bueno, era demasiado tarde. No podía detener su impulso hacia abajo, pero al menos destruiría al hombre que se disponía a destruirlo.

Marit se incorporó. La cabeza de la serpiente no la había alcanzado por muy poco. Se disponía a participar en el ataque pero, en el último momento, Haplo la había apartado hacia atrás de un empujón. La serpiente se había desplomado sobre Haplo, empalándose ella misma en la espada. Agarrado a ésta con ambas manos, Haplo había hundido la hoja en Sang-drax y había desaparecido junto con el perro, sin un grito, bajo la cabeza de la criatura, que se debatía en sus últimos estertores.

En torno a Marit se desarrollaban otros combates. Una de las serpientes había matado a los patryn que la atacaban e iba en ayuda de su compañera. Kari también había corrido a ayudar a los suyos, que luchaban por salvar sus vidas. Marit apenas les prestó atención.

Distinguió a Haplo, cubierto de sangre (suya y de la serpiente). Yacía en el suelo, inmóvil.

Corrió hasta él e intentó levantar la pesada cabeza de la serpiente para rescatarlo. Hugh
la Mano,
que empezaba a incorporarse a duras penas, sacudiendo la cabeza con gesto de aturdimiento, lanzó un grito de advertencia.

Marit se volvió. Un lobuno se aprestaba a saltar sobre ella. Lo hizo y la derribó al suelo; las garras de la fiera se clavaron en su carne y los colmillos buscaron su garganta.

Y, de pronto, el lobuno desapareció de encima de ella. Marit abrió los ojos y tuvo la desquiciada impresión de que el atacante salía volando hacia atrás. Entonces se dio cuenta de que la fiera estaba siendo transportada hacia arriba en las zarpas de la criatura más hermosa y maravillosa que la patryn había visto en su vida.

Un dragón de escamas verdes y alas doradas, con una cresta bruñida que resplandecía como un sol, sobrevoló el cielo gris lleno de humo, descendió, agarró al lobuno y arrojó a la bestia a la muerte contra las rocas cortantes de un acantilado. Después, el dragón regresó en vuelo rasante, atrapó a la serpiente muerta y la arrastró lejos de Haplo.

Las otras serpientes, alarmadas del nuevo enemigo, abandonaron a los patryn y se dispusieron a enfrentarse al dragón.

Marit levantó en brazos a Haplo. Estaba vivo; los tatuajes de su piel emitían un leve resplandor azulado. Pero la sangre empapaba su piel en la runa del corazón. Su respiración era trabajosa e irregular. El perro —increíblemente en pie e ileso después de quedar sepultado bajo la serpiente— trotó junto a su amo y le dio un inquieto lametón en la mejilla.

Haplo abrió los ojos y vio a Marit. Luego observó el brillante cuerpo verde y las destellantes alas doradas del maravilloso dragón.

—Bien, bien —musitó con una sonrisa—. Alfred.

—¡Alfred! —Marit lanzó una exclamación y alzó la cabeza.

Pero una sombra le impidió ver. Una figura se cernía sobre ella. Al principio, no supo qué o quién; no podía ver nada más que una silueta negra contra el resplandor que despedía el dragón. A Haplo se le cortó la respiración y luchó vanamente por incorporarse.

Y entonces se oyó una voz, y Marit la reconoció.

—De modo que ése es tu amigo Alfred —dijo Xar, el Señor del Nexo, levantando la mirada—. Un sartán muy poderoso, ciertamente.

La mirada de Xar volvió a centrarse en Marit y en Haplo.

—Es una suerte que esté ocupado en otra cosa —añadió Xar.

CAPÍTULO 47

EL LABERINTO

Xar había encontrado la ciudad de Abri gracias al fuego del faro. Encendida en lo alto de la montaña, por encima de las nieblas y del humo, por encima del resplandor de la magia que protegía la ciudad, la baliza brillaba intensamente y Xar se había encaminado directamente hacia ella.

Había conducido su nave hasta las ruinas del Vórtice; viajar en una nave con runas sartán tenía sus ventajas, aunque el viaje había resultado incómodo para el patryn. No le había dado tiempo a reconstruir los signos mágicos del exterior de la nave antes de abandonar Pryan y había evitado modificar los del interior, consciente de que quizá necesitaría toda su fuerza para afrontar lo que se le presentara en el Laberinto.

Aunque no se dejaba impresionar con facilidad, Xar se había asombrado ante el número de fuerzas enemigas que atacaba la ciudad. Había llegado al inicio de la batalla y había presenciado ésta desde un lugar seguro, en lo alto de las montañas, cerca del faro. Xar se había calentado a su lumbre mientras contemplaba el ataque de los ejércitos del caos contra su pueblo.

No lo sorprendió ver a las serpientes dragón. El Señor del Nexo había aceptado por fin que Sang-drax lo traicionaba.

La Séptima Puerta. Todo guardaba relación con la Séptima Puerta.

—Sabéis que, si la encuentro, os dominaré —dijo a las serpientes dragón, cuyos cuerpos grises, cubiertos de baba, lanzaban el asalto contra las murallas de la ciudad—. El día que Kleitus me habló de la Séptima Puerta... ese día empezasteis a temerme. En ese momento os convertisteis en mi enemigo.

A Xar no le importaba que Haplo le hubiera advertido de la traición de las serpientes dragón desde el primer momento. En aquel instante, lo único que le importaba al Señor del Nexo era la Séptima Puerta. Ésta se agigantaba en su cabeza, borrando de ella todo lo demás.

Lo que debía hacer era localizar a Haplo entre los miles de patryn que resistían al enemigo, lo cual no le resultaría demasiado difícil. Conociendo a los hombres y a las mujeres como los conocía, estaba bastante seguro de que allí donde encontrara a Marit —y eso sería sencillo, dado el vínculo que había entre los dos— estaría Haplo. Su única preocupación era que pudiera intervenir aquel entrometido sartán, Alfred.

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