En el Laberinto (65 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: En el Laberinto
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Vasu fue el primero en entrar. Lo siguió Alfred, que tropezó en el peldaño de la entrada pero consiguió sostenerse antes de caer de bruces en el suelo. La vivienda estaba limpia y bien cuidada y, como todas las casas patryn, casi vacía de muebles.

—¿No estás casa... quiero decir, no vives con nadie? —Alfred se sentó en el suelo torpemente, doblando con dificultad sus largas piernas bajo el cuerpo.

Vasu cogió pan de una cesta suspendida del techo. De éste colgaban también unas ristras de embutidos que evocaron a Alfred una divertida anécdota del perro de Haplo.

—No, por ahora vivo solo —respondió Vasu, añadiendo a la frugal comida una fruta de una clase desconocida—. No hace mucho tiempo que soy dirigente. He heredado el puesto de mi padre, que ha muerto recientemente.

—Mis condolencias por la pérdida —murmuró Alfred con cortesía.

—La suya fue una vida bien vivida —dijo Vasu—. Nosotros celebramos tales existencias, no las lloramos. —Dejó la comida en el suelo, entre los dos invitados, y se sentó con ellos—. Nuestra familia ha ostentado el cargo durante generaciones. Por supuesto, cualquier hombre o mujer tiene derecho a disputarlo pero, de momento, nadie lo ha hecho. Mi padre se esforzó en gobernar bien, con justicia. Yo me propongo emular su ejemplo lo mejor que pueda.

—Parece que lo estás logrando.

—Así lo espero. —La mirada preocupada de Vasu se perdió en la oscuridad del exterior por el ventanuco de la estancia—. Mi pueblo no ha afrontado nunca un desafío semejante, una amenaza tan terrible.

—¿Qué hay de la Última Puerta? —preguntó Alfred tímidamente, consciente de que tales asuntos no eran en realidad de su incumbencia, de que sabía muy poco de ellos—. ¿No debería enviarse a alguien para avisar a..., a alguien?

Vasu emitió un leve suspiro.

—La Última Puerta está lejos, muy lejos de aquí. El enviado no llegaría vivo... o a tiempo.

Alfred contempló la comida, pero tenía muy poco apetito.

—Pero basta de charla deprimente. —Vasu volvió a concentrarse en su plato con una sonrisa animosa—. Necesitamos la energía que nos da la comida. Y quién sabe cuándo podremos tomar otra colación como ésta. ¿Quieres que me ocupe de la bendición, o prefieres hacerla tú?

—¡No, no! Tú, por favor —se apresuró a decir Alfred, sonrojándose. No tenía idea de qué entendería el patryn por una bendición adecuada.

Vasu extendió las manos y empezó a hablar. Alfred se unió a sus palabras inconscientemente, repitiéndolas sin pensar lo que hacía... hasta que se dio cuenta de que el dirigente estaba pronunciando la bendición en idioma sartán.

A Alfred se le cortó la respiración con un extraño ruido, medio sofocado en la garganta, que llamó la atención del dirigente. Vasu se detuvo a media bendición y levantó la vista.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, preocupado.

Alfred contempló los tatuajes resplandecientes de la piel de Vasu con ojos desorbitados y expresión confusa.

—Tú no eres... ¿No serás?... No puedes ser... un sartán.

—Sólo en parte —respondió Vasu, impertérrito. Levantó los brazos y contempló los signos mágicos con orgullo—. Nuestra familia se ha adaptado con el paso de los siglos. Al principio, llevábamos los tatuajes sólo como disfraz. No para engañar a los patryn, entiéndeme; lo único que pretendíamos era encajar entre ellos. Desde entonces, a través de los matrimonios mixtos, hemos podido utilizar la magia, aunque no en el mismo grado que un patryn puro. Sin embargo, lo que nos falta en magia patryn, lo compensamos utilizando la magia sartán.

—¡Matrimonios mixtos! Pero... ¿y el odio? —Alfred recordó el Río de la Rabia—. Sin duda, os perseguirían...

—No —dijo Vasu con calma—. Los patryn sabían por qué habíamos sido enviados aquí.

—¡El Vórtice!

—Exacto. Aparecimos del seno de la montaña, donde habíamos sido enviados a causa de nuestras creencias heréticas. Mis antepasados se oponían a la Separación y a la construcción de esta prisión. Eran un peligro, una amenaza para el orden establecido. Como tú mismo, supongo; al menos, es lo que debo imaginar, aunque eres el primer sartán que llega al Vórtice desde hace siglos. Esperaba que las cosas hubieran cambiado.

—Aquí seguís todavía, ¿no es cierto? —comentó Alfred con suavidad, dando vueltas a su plato con dedos temblorosos.

Vasu lo contempló unos instantes en silencio.

—Supongo que las explicaciones serían demasiado largas y prolijas —dijo finalmente.

—En realidad, no —repuso Alfred con un suspiro—. Los sartán nos encerramos en nuestra propia prisión. Una prisión tan segura como la que hicimos para vosotros. Los muros de la nuestra eran el orgullo; el miedo, nuestros barrotes. La fuga era imposible, pues para ello deberíamos haber derribado los muros y abierto las rejas. No nos atrevimos a hacerlo. Nuestra cárcel no sólo nos mantenía encerrados, sino que mantenía fuera a cualquier otro, ¿comprendes? Nosotros nos protegimos dentro y cerramos los ojos al resto y nos dedicamos a dormir. Y así, dormidos, hemos pasado todos estos años. Y, al despertar, todo había cambiado excepto nosotros. Ahora, el único sitio que reconocemos es nuestra prisión.

—Pero éste no es tu caso —indicó Vasu.

Alfred se sonrojó. Con una débil sonrisa, protestó:

—No es mérito mío. Conocí a un hombre con un perro...

Vasu asintió.

—Cuando nuestra gente llegó aquí, lo más fácil habría sido rendirse y morir. Fueron los patryn quienes nos mantuvieron vivos. Nos acogieron, nos aceptaron, nos protegieron hasta que adquirimos fuerzas suficientes para defendernos solos.

Alfred empezaba a comprender lo sucedido.

—Y la idea de construir una ciudad debe de haber sido una propuesta sartán.

—Sí, creo que lo fue, pero de eso hace mucho tiempo y se ha perdido el recuerdo. Resultaría lógico para los sartán, que procedían de ciudades y gustaban de vivir en grupos numerosos. Los sartán comprendían las ventajas de agruparse, establecerse en un lugar y colaborar para hacerlo fuerte.

»Ya en el mundo antiguo, los patryn eran nómadas de tendencias solitarias. Entre ellos, la unidad familiar era muy importante. Y sigue siéndolo. Pero en el Laberinto, muchas familias quedaban rotas y los patryn tuvieron que adaptarse por razones de supervivencia. La solución que adoptaron fue ampliar la unidad familiar en tribu. Así, los patryn aprendieron de los sartán la importancia de agruparse para la defensa mutua, y los sartán aprendieron de los patryn la importancia de la familia.

—Lo peor de ambos pueblos nos condujo a este final —comentó Alfred con emoción—. Lo peor lo perpetuó. Aquí, habéis tomado lo mejor y lo habéis empleado para construir la estabilidad, para encontrar la paz en medio del caos y del terror.

—Esperemos que no haya llegado el final... —apuntó Vasu en tono sombrío. Alfred suspiró y movió la cabeza. Vasu lo observó con detenimiento—. Los intrusos te llamaron el Mago de la Serpiente...

Esta vez, Alfred sonrió y agitó las manos.

—Lo sé. Ya me han llamado así otras veces. No tengo idea de qué significa.

—Yo sí —declaró Vasu inesperadamente.

Alfred levantó la vista, perplejo.

—Cuéntame qué sucedió para que te ganaras ese apodo —dijo el dirigente.

—Ahí está lo bueno: no lo sé. Y no creas que me niego a responder, que no quiero colaborar. Daría cualquier cosa... Intentaré explicarme.

»Para resumir, cuando desperté de mi sueño me descubrí solo. Todos mis compañeros habían muerto y estaba en el mundo del aire, Ariano, un mundo poblado por mensch.

Hizo una pausa y observó a Vasu para ver si lo seguía. Así era, al parecer, aunque el patryn no decía nada. Su atento silencio animó a Alfred a continuar.

—Estaba aterrorizado. Todo este poder mágico —Alfred se miró las manos— y estaba solo. Tuve miedo. Si alguien descubría lo que era capaz de hacer, quizá..., quizás intentaría aprovecharse de mí. Imaginé las coacciones, las súplicas, los apremios, las amenazas... No obstante, yo deseaba vivir entre los mensch y ser de utilidad para ellos. Pero no fui de gran ayuda. —Alfred suspiró otra vez—. El caso es que adopté una costumbre sumamente nefasta. Cada vez que me amenaza un peligro, me... me desmayo.

Vasu lo observó, asombrado.

—La alternativa era utilizar la magia, ¿comprendes? —continuó Alfred, sonrojado—. Pero eso no es lo peor. Al parecer, he obrado algún hechizo notable..., un acto de magia muy destacado, según dicen, y no recuerdo haberlo hecho. En ese momento debía de estar completamente consciente, pero, una vez producido el hecho, no me queda el más vago recuerdo de ello. Bueno, supongo que sí, pero muy adentro. —Alfred se llevó la mano al corazón—. Porque me siento incómodo cada vez que se comenta el asunto. ¡Pero te juro que no tengo el menor recuerdo consciente!

—¿Qué clase de magia? —se interesó el dirigente. Alfred tragó saliva y se humedeció los labios resecos.

—La nigromancia —respondió en voz baja, angustiada y casi inaudible—. El humano, Hugh
la Mano,
estaba muerto y yo lo devolví a la vida.

Vasu llenó los pulmones y expulsó el aire muy despacio.

—¿Y qué más?

—Según dicen, me..., me transformé en una serpiente. En un dragón, para ser exacto. Haplo corría peligro. Estábamos en Chelestra y también había unos chiquillos... Las serpientes dragón iban a matarlos —dijo con un estremecimiento—. Haplo dice que no fue así. No lo sé. —Movió la cabeza y repitió—: Sencillamente, no lo sé.

—¿Qué sucedió?

—Un magnífico dragón verde y dorado apareció de la nada y se enfrentó a las serpientes. El dragón destruyó al rey de las serpientes.

Haplo y los chiquillos quedaron salvados. Y lo único que recuerdo es que desperté en la playa.

—Un auténtico mago de la serpiente —asintió Vasu en un murmullo.

—¿Qué es un mago de la serpiente, dirigente? ¿Tiene algo que ver con esas serpientes dragón? De ser así, ¿cómo es posible? Esas criaturas eran desconocidas entre los sartán en la época de la Separación... al menos, hasta donde sé.

—Parece extraño que tú, un sartán de pura cepa, no lo sepas —fue la respuesta de Vasu, mientras observaba a Alfred con cierta desconfianza—. Y que yo, un mestizo, sí.

—No es tan extraño —replicó Alfred con una expresión de desolación—. Vosotros habéis mantenido brillantemente encendido el fuego del recuerdo y de la tradición. En nuestra obsesión por intentar rehacer lo que destruimos, dejamos que nuestro fuego se apagara. Y, por último, yo era muy joven cuando me quedé dormido... y muy viejo cuando desperté.

Vasu reflexionó sobre ello en silencio; después, se relajó y sonrió.

—Lo del Mago de la Serpiente no tiene nada que ver con esos que llamas serpientes dragón, aunque tengo la impresión de que llevan existiendo más tiempo del que tú calculas. «Mago de la Serpiente» sólo es un título que denota capacidad, facultades. Nada más.

»En la época de la Separación había una jerarquía de magos entre los sartán, simbolizada por nombres de animales: lince, coyote, ciervo... Era un asunto muy complejo e intrincado. —Los bellos ojos de Vasu estaban fijos en Alfred—. Serpiente era un grado muy cercano a la cúspide. Un Mago de la Serpiente es extraordinariamente poderoso.

—Entiendo. —Alfred dio muestras de incomodidad—. Supongo que tal grado requiere una preparación, años de estudio...

—Por supuesto. Semejante poder implica responsabilidades.

—Es lo único en lo que nunca he sido muy bueno.

—Habrías podido ser de inmensa ayuda para mi gente, Alfred.

—Si no me desmayo —apuntó Alfred con amargura—. Aunque, a decir verdad, tal vez te convendría que así sucediese. Os haría correr más riesgos de los que merezco. El Laberinto parece capaz de volver mi magia en contra mía...

—Porque no la controlas. Ni te controlas tú mismo. Toma el dominio de tus actos, Alfred. Sé el héroe de tu propia vida. No dejes que otro interprete ese papel.

—¡Ser el héroe de mi propia vida! —repitió el sartan en un susurro. Casi se echó a reír. Resultaba tan ridículo...

Los dos hombres permanecieron sentados en sociable silencio. Fuera, la negrura empezó a dar paso a la apagada luminosidad gris del día. El amanecer y la batalla se avecinaban.

—Eres dos personas, Alfred —dijo Vasu al cabo de un rato—. Una por dentro y otra por fuera. Existe un abismo entre ambas y tienes que tender un puente para salvarlo de un modo u otro. Las dos tenéis que entrar en contacto.

Alfred Montbank, de mediana edad, medio calvo, torpe y cobarde.

Coren, dador de vida, criatura de poder, de fuerza, de valor. El escogido.

Las dos personas no podrían juntarse jamás. Habían permanecido separadas demasiado tiempo. Alfred tomó asiento, desalentado.

—Creo que sólo conseguiría precipitarme de ese puente —murmuró, apenado.

Sonó un cuerno, una llamada de aviso, y Vasu se puso en pie.

—¿Vendrás conmigo?

Alfred intentó ofrecer un porte valiente. Cuadró los hombros, se incorporó del asiento... y tropezó con la esquina de la alfombra.

—Uno de los dos lo hará —respondió, y se puso en marcha con un suspiro.

CAPÍTULO 46

ABRÍ EL LABERINTO

Bajo la luz cenicienta del amanecer, a los patryn les dio la impresión de que se había aliado contra ellos hasta el último de sus enemigos del Laberinto.

Hasta el momento en que se habían asomado desde la muralla y habían contemplado con asombro lo que tenían delante, algunos habían dudado de los avisos, incrédulos ante la llamada de alarma. Muchos habían considerado exagerados los temores del dirigente. De vez en cuando había habido algún intruso en la ciudad, pero nunca habían causado mucho daño. Alguna manada de lobunos podía llevar a cabo un ataque. A veces era quizás una legión de aquellos caodines tan difíciles de matar.
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¿Cómo podían juntarse fuerzas tan numerosas como anunciaba el dirigente, sin que los vigías se percataran de ello? El bosque y las tierras que lo rodeaban no habían resultado más peligrosas de lo normal.

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