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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (63 page)

BOOK: En el Laberinto
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—Por desgracia, tengo que despacharlos deprisa —respondió Sang-drax—. Los ejércitos se están agrupando y tengo que estar presente para organizarlos. Y vosotros debéis apresurar la marcha hacia la Última Puerta. Pero no os sintáis decepcionados. Mañana nos daremos un festín de sangre y, una vez que la Última Puerta quede cerrada, así continuaremos durante toda la eternidad.

Marit llevó la mano a la daga. El solitario ojo rojo paseó la mirada a su alrededor y recorrió la zona en que se hallaba la patryn, que se acurrucó en la oscuridad. Aquel ojo la hechizaba, invocaba imágenes de muerte, terribles y torturadas. Tuvo ganas de dar media vuelta y escapar. La mano, sin fuerzas, resbaló de la empuñadura de la daga, que no había llegado a sacar del cinto.

El ojo encendido de Sang-drax se rió y tomó una decisión.

Impotente, Marit vio penetrar en la cueva a las cuatro serpientes dragón. Las otras dos criaturas se apostaron a la entrada.

No bien Sang-drax hubo desaparecido, Marit se recuperó. Tenía que entrar en la gruta, llegar hasta la cámara mágica para alertar a Haplo y liberarlo, si era posible. El recuerdo de Xar pasó fugazmente por su cabeza. «Si mi señor estuviera aquí —se dijo—, si hubiera oído a las serpientes dragón como las he oído yo, tomaría sin duda la misma decisión.»

La patryn levantó el palo afilado que llevaba consigo. Desde aquella distancia, el lanzamiento sería sencillo. Mientras sostenía la tosca jabalina en la mano, recordó la terrible serpiente dragón que había visto en las aguas de Chelestra. ¿Qué sucedería si sólo conseguía herirla? ¿Cambiaría a su forma original? Imaginó a las gigantescas serpientes, heridas, revolviéndose violentamente y sembrando la destrucción entre los patryn.

Y, aunque consiguiera matar a aquellas dos, ¿cómo podría llegar hasta Haplo antes que Sang-drax? Estaba perdiendo el tiempo. Mejor dejar a las serpientes dragón, de momento. La magia la conduciría hasta Haplo como había hecho anteriormente, en Ariano. Trazó los signos mágicos en el aire, se imaginó en compañía de Haplo y...

Nada. La magia no surtió efecto.

—¡Por supuesto! —Exclamó con una áspera maldición—. Haplo está en una prisión. No puede salir. ¡Ni yo entrar!

Vasu. Tenía que encontrarlo. El dirigente tenía la llave y podía conducirla hasta allí.

Y si Vasu se mostraba poco dispuesto...

Marit acarició la daga. Si así sucedía, ella lo obligaría a obedecer. Pero lo primero era averiguar dónde vivía el dirigente... y debía darse prisa.

Salió a la calle en busca de algún patryn todavía despierto que pudiera facilitarle información. No había llegado muy lejos cuando tropezó con un hombre envuelto en una capa, que surgió de las sombras.

Sobresaltada y nerviosa, Marit dio un paso atrás.

—Tengo que encontrar al dirigente Vasu —dijo, observando con recelo al nombre de la capa—. No te acerques. Limítate a decirme dónde vive.

—Aquí tienes a Vasu, Marit —dijo su interlocutor, al tiempo que echaba hacia atrás la capucha. La patryn vio el reflejo de sus tatuajes mágicos en los ojos de Vasu y el brillo de los signos mágicos de éste bajo la tela.

Marit se abrazó a él, reconfortada, y no se detuvo un solo instante a preguntarse cómo era que Vasu había aparecido allí.

—¡Vasu! ¡Tienes que llevarme enseguida junto a Haplo! ¡Ahora mismo!

—Desde luego —asintió el dirigente, y dio un paso hacia la caverna.

—¡No, Vasu! —Marit se apresuró a detenerlo—. Tenemos que usar la magia. Haplo corre un terrible peligro. No me pidas que te lo explique...

—¿Tiene que ver con los intrusos? —preguntó Vasu con frialdad.

Marit se quedó boquiabierta.

—He estado al corriente de su presencia desde que llegaron —se limitó a explicar Vasu—. Los hemos tenido bajo vigilancia. Me complace saber —añadió con más solemnidad, fijando sus castaños ojos en ella— que no estás aliada con ellos.

—¡Pues claro que no! Son unos seres horribles, maléficos. —Marit se estremeció.

—¿Y Haplo y los otros?

—¡No, dirigente, no! Haplo me avisó... Previno a Xar...

La mujer enmudeció.

—¿Y qué hay de Xar? —inquirió Vasu con suavidad.

«Guiado por el mal...»

Marit movió la cabeza.

—¡Por favor, Vasu, no hay tiempo! ¡Las serpientes dragón ya están en la caverna! ¡Van a matar a Haplo...!

—Antes tendrán que encontrarlo —respondió el dirigente de la ciudad—. Quizá descubran que es una tarea más difícil de lo que imaginaban. Pero tienes razón. Debemos darnos prisa.

A una señal de su mano, las calles que Marit creía apaciblemente dormidas se llenaron de pronto de patryn. No era extraño que no hubiese reparado en ellos. Todos llevaban capas para ocultar las runas de advertencia que resplandecían tenuemente en sus cuerpos. A otra señal de Vasu, los patryn abandonaron sus escondites y empezaron a avanzar con sigilo hacia la caverna.

Vasu tomó del brazo a Marit y trazó una serie de runas con mano rápida. Los signos mágicos los rodearon, rojos y azules, y se hizo la oscuridad.

Haplo yacía en un jergón en el suelo, con la mirada en las sombras. Igual que las paredes de la cueva, de pequeñas dimensiones y forma más o menos cuadrada, el techo estaba cubierto de signos mágicos que brillaban débilmente, rojos y azules. Éstos y cuatro pequeños candiles encendidos, situados en las esquinas de la cámara, constituían toda la iluminación.

—Tranquilo, muchacho —dijo al perro.

El animal estaba inquieto e incómodo. Se había dedicado a dar vueltas a la pequeña estancia hasta que el propio Haplo había empezado a ponerse nervioso. De nuevo, le ordenó que se tumbara. El perro obedeció, dejándose caer junto a él. Pero, aunque se quedó quieto, mantuvo la cabeza alta y las orejas tiesas, reaccionando a sonidos que sólo él podía captar. De vez en cuando, de lo más hondo de su garganta escapaba un gruñido.

Haplo tranquilizó al can lo mejor que pudo, con unas palmaditas en la cabeza y diciéndole que todo andaba bien.

Al patryn le habría gustado que alguien le diera unas palmaditas en la suya y le dijera lo mismo. Ninguno de sus dos compañeros era de gran consuelo.

Alfred estaba extasiado con la cámara, con los signos mágicos de las paredes, con el hechizo que reducía todas las posibilidades a la única posibilidad de que no hubiese ninguna posibilidad. Hacía preguntas, parloteaba acerca de lo brillante que era todo... Llegó el punto en que Haplo deseó que hubiera sólo una posibilidad más: la de que existiera una ventana por la que arrojar al sartán.

Finalmente, por suerte, el sartán cayó dormido y ahora yacía en el camastro entre suaves ronquidos.

Hugh
la Mano
no había dicho palabra. Permanecía sentado muy erguido, lo más lejos posible de la pared resplandeciente. Su mano zurda se abría y se cerraba. En ocasiones, sin darse cuenta de lo que hacía, se llevaba la mano a la boca como si sostuviera la pipa. Luego, al recordar lo sucedido, fruncía el entrecejo y bajaba la mano sobre el muslo, donde reanudaba su abrir y cerrar.

—Puedes usar la pipa —le indicó Haplo—. Seguirá siendo una auténtica pipa a menos que algo te amenace.

Hugh movió la cabeza y lanzó una mirada colérica.

—¡Jamás! Ahora sé qué es. Si me la llevara a los labios, notaría el sabor de la sangre en la boquilla. ¡Maldito el día en que la vi!

Haplo volvió a acostarse en el jergón. Varado en el tiempo, estaba atrapado en aquella cámara pero sus pensamientos seguían siendo libres de vagar más allá. De todos modos, aquello tampoco lo llevaba a ninguna parte. Sus pensamientos seguían recorriendo el mismo círculo, sin llegar a ninguna parte, volviendo siempre al punto de partida.

Marit lo había traicionado. Iba a entregarlo a Xar. Haplo debería haberlo esperado; al fin y al cabo, había sido enviada a matarlo. Pero, entonces, ¿por qué no había intentado hacerlo cuando había tenido la oportunidad? Estaban en paz. Marit le había salvado la vida. La ley estaba satisfecha, si alguna vez había importado eso. Quizás había sido sólo una excusa. ¿A qué venía el cambio? Y, ahora, Xar venía a buscarlo. Xar lo quería. ¿Para qué? ¿Importaba, acaso? Marit lo había traicionado...

Haplo levantó la vista y encontró ante él a Marit.

—¡Haplo! —Exclamó la patryn con alivio—. ¡Estás sano y salvo!

Haplo se había puesto en pie y la miraba. Y, de pronto, la tenía en sus brazos y él estaba en los suyos, sin que ninguno de los dos tuviera una idea medianamente clara de cómo había sucedido. El perro, para no ser menos, se apretujó entre ellos.

La estrechó con fuerza. Las incógnitas no importaban. Nada importaba. Ni la traición, ni el peligro que la había llevado allí, fuera cual fuese. En aquel momento, Haplo lo habría bendecido. Hasta habría podido desear aquel momento congelado en el tiempo, sin posibilidad de terminar.

Los signos mágicos de las paredes emitieron un gran destello y se apagaron. Vasu se hallaba en el centro de la estancia, roto el hechizo.

—Sang-drax —anunció Marit; no necesitaba añadir nada más—. Está aquí. Viene a matarte.

—¿Qué? ¿Qué? —Alfred se había incorporado en su camastro y pestañeaba con el aire adormilado de un búho viejo—. ¿Qué sucede?

Hugh
la Mano
ya estaba en pie, alerta, preparado para intervenir.

—¡Sang-drax! —De pronto, Haplo se sintió terriblemente fatigado. La herida de su corazón empezó a palpitar, dolorosamente. Ése es el que conocía la existencia de ese puñal maldito, ¿verdad?

—Sí —respondió Marit, clavándole los dedos en los brazos—. ¡Ah!, una cosa más, Haplo. He oído una conversación de Sang-drax con las otras tres serpientes dragón. ¡Se disponen a atacar la ciudad y...!

—¿Atacar Abri? —repitió Alfred, perplejo—. ¿Quién es Sang-drax?

—Una de las serpientes dragón de Chelestra —explicó Haplo, sombrío.

Alfred, con la tez muy pálida, retrocedió con paso vacilante hasta topar con la pared.

—¿Cómo..., cómo han podido llegar hasta aquí esos monstruos?

—Cruzando la Puerta de la Muerte... gracias a Samah. Ahora se encuentran en todos los mundos, dedicadas a difundir el caos y la maldad. Y, según parece, ya están aquí, también.

—¿Y se disponen a atacar Abri? —Vasu no podía creerlo. Se encogió de hombros y murmuró—: Muchos lo han intentado...

—Sang-drax habló de ejércitos —apuntó Marit con premura—. Ejércitos de snogs, de caodines, de lobunos... de todos nuestros enemigos, organizados y agrupados. Miles de ellos, tal vez. Atacarán al amanecer. Pero antes, Sang-drax se dispone a matarte, Haplo. A ti y a alguien que llamaron «el Mago de la Serpiente», el cual, por lo visto, mató al rey de las serpientes dragón.

Haplo se volvió a Alfred.

—¿Por qué me miras? —protestó éste. Se había puesto tan pálido que casi parecía traslúcido—. ¡Yo no fui!

—Claro que no —dijo Haplo—. Fue Coren.

Alfred se estremeció y bajó la vista, abrumado. Sus pies parecían hacer cosas raras por propia voluntad, deslizándose adelante y atrás y efectuando un pequeño zapateo con las puntas y los tacones de su calzado sobre el suelo de piedra.

—¿Cómo has descubierto todo esto? —preguntó Vasu.

—He reconocido a Sang-drax —explicó Marit, incómoda—. Ya lo conocía de..., de otra ocasión. Me ha pedido que lo condujera hasta Haplo. Según me dijo, Xar le envió para que se encargara de llevar a Haplo a su presencia, pero no quedé muy convencida y, cuando nos separamos, lo seguí. Espié su conversación con las otras serpientes dragón sin que ellas se dieran cuenta de mi presencia...

—Claro que se dieron cuenta —la interrumpió Haplo—. Sang-drax no necesitaba en absoluto de ti para llegar hasta mí. Esas criaturas querían que conocieras sus planes. Desean nuestro miedo...

—¡Ya lo tienen...! —musitó Alfred con aire lastimero.

—Ahora vienen hacia aquí —insistió Marit con desesperación—. Vienen a matarte. Tenemos que marcharnos...

—Sí —intervino Vasu—. Ya habrá tiempo para preguntas más tarde. —Evidentemente, tenía muchas incógnitas por aclarar—. Os llevaré a...

—No, me parece que no los llevarás a ninguna parte —dijo una voz siseante que surgía de las sombras.

Sang-drax, todavía en la forma de un patryn, y tres de sus compañeras aparecieron en la cámara a través de las paredes.

—Esto va a ser tan sencillo como exterminar ratas en un tonel. Es una lástima que no tenga tiempo para hacer más divertido el asunto. Me gustaría tanto haceros sufrir... ¡Sobre todo a ti, Mago de la Serpiente! —Su solitario ojo, como una tea encendida, se concentró en Alfred con un destello malévolo.

—Creo que te equivocas de persona —repuso Alfred débilmente.

—A mí me parece que no. Tu disfraz es tan fácil de descubrir como el mío. —Sang-drax se volvió en redondo para mirar de frente a Vasu—. Puedes probar cuanto quieras, dirigente. Verás que la magia no te sirve de mucho.

Vasu contempló con perplejidad el signo mágico que había trazado en el aire. Las runas empezaban a disgregarse y su magia agonizaba; sus llamas menguaron hasta convertirse en inocuas volutas de humo.

—¡Oh, vaya! —exclamó Alfred, y se desplomó en el suelo casi con elegancia.

Las serpientes dragón avanzaron. El perro gruñó y enseñó los dientes, agazapado delante de Haplo y de Marit. Ésta sostenía en las manos su jabalina. Haplo empuñaba la daga de la mujer. Pero de poco iban a servirles las armas.

Armas..., armas...

Las serpientes dragón estaban cada vez más cerca. Sang-drax había escogido a Haplo. La criatura avanzaba con la mano extendida, dispuesta a alcanzar la runa del corazón del patryn.

—Voy a terminar de una vez lo que empecé —siseó.

Haplo retrocedió, llevando consigo a Marit y al amenazante perro, hasta topar con Hugh.

—¡El puñal sartán! —Susurró Haplo—. ¡Úsalo!

La Mano
empuñó la Hoja Maldita y, de un salto, se interpuso entre Haplo y Sang-drax. La serpiente dragón soltó una carcajada y se dispuso a ocuparse del humano antes de terminar con los patryn.

De pronto, Sang-drax se encontró ante un titán que blandía una gruesa rama de árbol a modo de garrote.

Con un rugido, el gigante atacó salvajemente a la serpiente dragón. Sang-drax esquivó el golpe y retrocedió. Sus compañeros se enfrentaron al titán arrojando lanzas y hechizos mágicos, pero su magia no detuvo un ápice a la Hoja Maldita.

—¡Retirada! —ordenó Sang-drax. Después, dirigió una torcida sonrisa a Haplo—: Un tipo listo, pero ¿qué vas a hacer ahora? ¡Vamos, amigos míos! Que acabe con ellos su propia arma.

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