Authors: Ken Follett
Kit se preguntó si alguien más se habría dado cuenta.
La máquina quitanieves era un camión de la marca Mercedes con una cuchilla acoplada a la parte delantera del chasis. En un costado tenía la inscripción «Alquiler de maquinaria Inverburn» y llamativos lanzadestellos de color naranja en el techo, pero a los ojos de Toni era como un carro alado enviado por los mismísimos dioses.
La cuchilla tenía una inclinación que le permitía apartar la nieve hacia el borde de la carretera. El quitanieves despejó rápidamente el camino que iba de la garita hasta la entrada principal del Kremlin, elevando automáticamente la hoja para salvar los badenes que jalonaban el trayecto. Para cuando el vehículo se detuvo frente a la entrada principal, Toni se había puesto la chaqueta y estaba lista para partir. Habían pasado cuatro horas desde que los ladrones se habían marchado pero, si se habían quedado atrapados en la nieve, todavía podían cogerlos.
Tras la máquina quitanieves avanzaban tres coches de la policía y una ambulancia. Los ocupantes de esta última fueron los primeros en entrar al edificio. Poco después sacaron a Susan en una camilla, por más que ella dijera que podía caminar. Don se negó a marcharse.
—Si un escocés se fuera al hospital cada vez que le patean la cabeza, los médicos no darían abasto —bromeó.
Frank llevaba puesto un traje oscuro, camisa blanca y corbata. Hasta había tenido tiempo de afeitarse, seguramente en el coche. En cuanto vio su expresión sombría, Toni supo muy a su pesar que se moría por una buena pelea. Le guardaba rencor por haber hecho que sus superiores lo obligaran a hacer lo que ella quería. Se dijo a sí misma que debía armarse de paciencia y hacer todo lo posible por evitar un enfrentamiento.
—¡Hola, Frank! —exclamó la madre de Toni mientras acariciaba al cachorro—. Esto sí que es una sorpresa. ¿Habéis hecho las paces?
—No precisamente —masculló él.
—Lástima.
Le seguían dos agentes de policía que portaban sendos maletines voluminosos. Toni supuso que se trataba del equipo de investigación científica, que se disponía a analizar la escena del crimen. Frank miró a Toni y asintió a modo de saludo,luego estrechó la mano de Carl Osborne y se detuvo a hablar con Steve.
—¿Es usted el jefe de seguridad?
—Sí, señor. Steve Tremlett. Usted es Frank Hackett, ¿verdad? Creo que hemos coincidido en alguna ocasión.
—Tengo entendido que los intrusos atacaron a cuatro guardias de seguridad.
—Sí, señor. A mí y a otros tres.
—¿Los atacaron a todos en el mismo lugar?
¿Qué se proponía Frank?, pensó Toni con impaciencia. ¿Por qué perdía el tiempo con preguntas triviales cuando lo importante era salir pitando?
—A Susan la atacaron en el pasillo —contestó Steve—. A mí me pusieron la zancadilla más o menos en el mismo lugar. A Don y a Stu los redujeron a punta de pistola y los ataron en la sala de control.
—Enséñeme esos lugares, por favor.
Toni no salía de su estupor.
—Tenemos que ir tras ellos, Frank. ¿Por qué no dejas que tu equipo se encargue de eso?
—No me digas cómo tengo que hacer mi trabajo —respondió él. Ella se lo había puesto en bandeja, y Frank parecía encantado de poder humillarla. Toni se mordió la lengua. No era el momento de revivir sus peleas conyugales. Frank se volvió hacia Steve—. Indíquenos el camino, sí es tan amable.
Toni reprimió una maldición y fue tras ellos. Carl Osborne siguió sus pasos.
Los agentes precintaron el tramo del pasillo donde Steve había caído y Susan había sido atacada. Luego se dirigieron a la sala de control, donde Stu estaba al frente de los monitores Frank precintó la puerta.
—Nos maniataron a los cuatro y nos llevaron al NBS4 —indicó Steve—. No al laboratorio propiamente dicho, sino a la antesala.
—Que es donde yo los encontré —añadió Toni—. Pero eso fue hace cuatro horas, y los ladrones se alejan más a cada minuto que pasa.
—Iremos a echar un vistazo a ese lugar.
—No, no lo haréis —replicó Toni—. Es una zona de acceso restringido. Lo podréis ver por el monitor número diecinueve.
—Si no es el laboratorio en sí, doy por sentado que no hay peligro.
Tenía razón, pero Toni no pensaba consentir que siguiera perdiendo el tiempo.
—Nadie puede cruzar esa puerta a menos que posea formación específica sobre peligro biológico. Son las normas.
—Me importan un pito tus normas. Aquí el que manda soy yo.
Toni se dio cuenta de que, sin querer, había hecho justo lo que pretendía evitar: enfrentarse con Frank. Intentó sortear el problema.
—Te acompañaré hasta la puerta.
Se dirigieron a la entrada. Al ver el lector de bandas magnéticas, Frank se volvió hacia Steve:
—Déme su pase. Es una orden.
—No tengo pase —contestó Steve—. Los guardias de seguridad no pueden entrar ahí dentro.
Frank se volvió hacia Toni.
—Tú sí tendrás un pase, ¿no?
—Yo he recibido formación específica sobre peligro biológico.
—Dámela.
Toni se la entregó. Frank pasó la tarjeta por el escáner y empujó la puerta, pero esta no se abrió.
—¿Qué es esto? —preguntó, señalando la pequeña pantalla empotrada en la pared.
—Un lector de huellas dactilares. La tarjeta no funciona sin la huella del titular. Es un sistema que hemos instalado para impedir que cualquier insensato entre en el laboratorio con una tarjeta robada.
—Pero eso no detuvo a los ladrones, ¿verdad que no? —Habiéndose apuntado un tanto, Frank dio media vuelta.
Toni lo siguió. En el vestíbulo principal había dos hombres enfundados en aparatosos chaquetones amarillos y botas de goma, fumando. En un primer momento, los tomó por los conductores de la máquina quitanieves, pero cuando Frank empezó a darles instrucciones se dio cuenta de que eran agentes de policía.
—Identificad a cada vehículo con el que os crucéis —ordenó—. Informadnos por radio del número de la matrícula y nosotros averiguaremos si es robado o alquilado. Decidnos también si hay o no ocupantes en el vehículo. Ya sabéis lo que estamos buscando: tres hombres y una mujer. Pase lo que pase, no abordéis a los ocupantes. Esa gente va armada y vosotros no, así que recordad: esto es una misión de reconocimiento. Hay una unidad de respuesta armada viniendo hacia aquí. Si localizamos a los sospechosos, los enviaremos a ellos. ¿Entendido? Los dos hombres asintieron.
—Salid hacia el norte y coged el primer desvío. Creo se fueron hacia el este.
Toni sabía que eso no era cierto. Lo último que le apetecía era volver a enfrentarse con Frank, pero no podía consentir que el equipo de reconocimiento partiera en la dirección equivocada. Frank se pondría hecho una furia, pero tenía que volver a contrariarlo.
—Los ladrones no se fueron hacia el este.
Frank hizo caso omiso de sus palabras.
—Ese desvío os llevará a la carretera principal que va hasta Glasgow.
—Los sospechosos no partieron en esa dirección —insistió Toni.
Los dos agentes de policía asistían al rifirrafe con curiosidad, mirando a Frank y a Toni alternativamente como si contemplaran un partido de tenis.
Frank se ruborizó.
—Nadie ha pedido tu opinión,Toni.
—No se fueron en esa dirección —insistió ella—. Siguieron hacia el norte.
—Supongo que has llegado a esa conclusión por intuición femenina.
Uno de los agentes soltó una carcajada.
«¿Por qué serás tan bocazas?», pensó Toni.
—El vehículo utilizado para la fuga está en el aparcamiento del hotel Dew Drop, a ocho kilómetros de aquí en dirección norte.
Frank se sonrojó más todavía, abochornado porque ella sabía algo que él ignoraba.
—¿Y cómo has obtenido esa información?
—Investigando. —«Yo era mejor policía que tú, y lo sigo siendo», pensó—. He hecho algunas llamadas. Suele dar mejor resultado que la intuición a secas.
«Tú te lo has buscado, imbécil.»
A uno de los agentes se le volvió a escapar la risa, pero enmudeció en cuanto Frank le dirigió una mirada homicida.
—Cabe la posibilidad de que los ladrones estén allí, pero lo más probable es que hayan cambiado de vehículo y hayan seguido adelante —añadió Toni.
Frank reprimió un acceso de ira.
—Id hacia el hotel —ordenó a los dos agentes—. Os daré más instrucciones cuando estéis en camino. Andando.
Los dos agentes salieron apresuradamente. «Por fin», pensó Toni.
Frank llamó a un agente vestido de paisano que estaba en uno de los coches y le ordenó que siguiera a la máquina quitanieves hasta el hotel. Una vez allí, debía inspeccionar la furgoneta y averiguar si alguien había visto algo.
Toni se concentró en su siguiente prioridad. No quería perder detalle de la investigación policial, pero no tenía coche. Y su madre seguía allí.
Vio a Carl Osborne hablando con Frank en voz baja. El periodista señaló su Jaguar, todavía atrapado en la cuesta del camino de acceso. Frank asintió y dio una serie de instrucciones a un agente uniformado, que salió afuera y habló con el conductor de la máquina quitanieves. Iban a liberar el coche de Carl, dedujo Toni.
Se dirigió al reportero.
—Vas a seguir a la máquina quitanieves, ¿verdad?
El interpelado la miró con aire de suficiencia.
—Soy libre de ir donde me plazca.
—No te olvides de llevarte al perro.
—Pensaba dejártelo a ti.
—Yo me voy contigo.
—Eso ni lo sueñes.
—Necesito llegar a casa de Stanley. Está en esta carretera, cinco kilómetros más allá del Dew Drop. Puedes dejarnos allí a mi madre y a mí.
Después de informar a Stanley de lo sucedido podía pedirle un coche prestado, dejar a su madre en Steepfall y seguir a la máquina quitanieves.
—¿Y encima pretendes que me lleve a tu madre? —preguntó Carl, sin salir de su asombro.
—Sí.
—Olvídalo.
Toni asintió.
—Avísame si cambias de idea.
Osborne frunció el ceño, desconfiado. Toni no solía aceptar un no por respuesta con tanta facilidad, pero decidió no indagar y se puso la chaqueta.
Steve Tremlett abrió la boca para decir algo, pero Toni le indicó por señas que guardara silencio.
Carl se encaminó a la puerta.
—No te olvides del perro —le recordó Toni.
El periodista recogió al animal y salió del edificio.
Asomada a la ventana, Toni vio cómo el grupo se alejaba. La máquina quitanieves despejó la nieve acumulada delante del Jaguar de Carl y luego remontó la cuesta y se dirigió a la garita, seguida de cerca por uno de los coches patrulla. Carl se sentó al volante de su coche, pero segundos más tarde se apeo y volvió al vestíbulo principal.
—¿Dónde están las llaves? —preguntó, furioso.
Toni le sonrió con infinita dulzura.
—¿Has cambiado de idea?
Steve hizo sonar el manojo de llaves en su bolsillo.
Carl torció el gesto.
—Súbete al coche de una vez —rezongó.
Miranda se sentía incómoda en presencia del extraño trío compuesto por Nigel, Elton y Daisy. ¿Serían realmente quienes decían ser? Había algo en ellos que la hacía desear algo llevar encima más que un camisón.
Había pasado mala noche. Acostada en el incómodo sillón cama del antiguo estudio de Kit, había sucumbido a una agitada duermevela y había revivido en sueños su estúpida y bochornosa aventura con Hugo. Al despertar, sentía rencor hacia Ned por haber sido incapaz de defenderla una vez más. Debería estar enfadado con Kit por irse de la lengua, pero se había limitado a decir que los secretos acaban saliendo a la luz antes o después. Habían tenido una discusión muy similar a la de aquella mañana en el coche. Miranda había albergado la esperanza de que aquellas vacaciones sirvieran para que su familia aceptara a Ned, pero empezaba a sospechar que había llegado el momento de romper con él. Sencillamente era demasiado débil.
Al oír voces en el piso de abajo había experimentado alivio, pues eso quería decir que ya podía levantarse, pero ahora estaba preocupada. ¿No tenía Nigel familia, ni tan siquiera una novia con la que pasar la Navidad? ¿Y Elton? Estaba bastante segura de que aquellos dos no eran pareja. Nigel había mirado su camisón con los ojos golosos de un hombre al que le gustaría ver qué había debajo.
En cuanto a Daisy, habría desentonado en cualquier grupo Tenía la edad adecuada para ser la novia de Elton, pero parecían despreciarse mutuamente. ¿Qué hacía con Nigel y su chófer?
Nigel no era amigo de la familia de Daisy, concluyó Miranda. No había la menor señal de familiaridad entre ambos. Más bien parecían dos personas que se veían obligadas a trabajar juntas aunque no simpatizaran demasiado la una con la otra. Pero si eran compañeros de trabajo, ¿por qué mentir al respecto? Su padre también parecía tenso. Miranda se preguntó si, al igual que ella, sospechaba algo.
Entretanto, la cocina se fue llenado de efluvios deliciosos: beicon frito, café recién hecho y pan tostado. Cocinar era una de las cosas que mejor se le daban a Kit, pensó Miranda. Su comida siempre tenía un aspecto exquisito, y sabía cómo hacer que un simple plato de espagueti pareciera un festín digno de un rey. Las apariencias eran importantes para su hermano. Quizá no supiera conservar un puesto de trabajo durante mucho tiempo ni evitar que su cuenta corriente estuviera en números rojos, pero por muy mal que fuera de dinero siempre vestía de punta en blanco y conducía un coche vistoso. En opinión de Stanley, alternaba los logros frívolos con graves debilidades. La única ocasión en que se había sentido orgulloso de Kit había sido cuando este había participado en los Juegos Olímpicos de invierno.
Kit sirvió a cada uno de los presentes un plato con beicon crujiente, rodajas de tomate fresco, huevos revueltos espolvoreados con hierbas aromáticas y triángulos de pan tostado con mantequilla. El ambiente en la cocina se distendió. Quizá, pensó Miranda, eso era precisamente lo que pretendía su hermano. En realidad no tenía apetito, pero hundió el tenedor en los huevos revueltos y se lo llevó a la boca. Kit los había sazonado con un poco de queso parmesano, y estaban deliciosos. Fue él quien rompió el silencio:
—¿Y tú a qué te dedicas, Daisy? —preguntó, dedicándole su mejor sonrisa. Miranda sabía que solo trataba de ser amable. A Kit le gustaban las chicas guapas, y Daisy era cualquier cosa menos guapa.