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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (26 page)

BOOK: En busca del rey
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Había perdido el yelmo y la mano izquierda sangraba a causa del golpe contra el suelo. La vendó con un jirón de la túnica. No se miró el pie, trató de no pensar en él, trató de no hacer caso del dolor. Se pasó la mano sana por la cara y se limpió el sudor y el polvo de los ojos. La línea que formaban los hombres de Juan ahora estaba quebrada en varios sitios. Afortunadamente, él se encontraba en una de las fisuras. Varios muertos yacían cerca de él, y también un herido que gruñía y se contorsionaba. Miró los cadáveres, vio sus heridas y cómo habían muerto. Pero no sintió nada en particular; sabía que lo olvidaría todo cuando terminara la batalla.

Se preguntó donde estaría Karl; no podía verlo por ninguna parte. Luego, al no encontrar a Karl, buscó un caballo sin jinete. Vio varios pero para capturarlos tenía que correr. Se recostó fatigosamente contra la muralla, apoyándose en la pierna buena.

Ricardo apareció de pronto.

4

En el bosque, Ricardo esperaba ansiosamente la salida del sol. Había llegado de Sandwich sólo la noche anterior. Lo habían aclamado en los pueblos por los que había pasado; había reclutado hombres y ahora, con un ejército bastante numeroso pero pobremente organizado, esperaba el alba en el bosque.

Guillermo de Etoug estaba con él, haciéndole compañía mientras él se paseaba por el campamento y hacia crujir el pergamino del mapa de Nottingham. A intervalos regulares, las fogatas brillaban por todo el bosque. Los hombres vagabundeaban de un campamento al otro; a lo lejos, entre los árboles, se veían las luces de Nottingham más allá de los prados. Una docena de jóvenes estaban echados cerca del fuego; unos durmiendo, otros despiertos y conversando: eran mensajeros y cada vez que a él se le ocurría un nuevo detalle para el ataque enviaba a uno de esos jóvenes al capitán correspondiente. Tenía muy claro el plan de batalla. Sabía dónde se hallaba cada uno de sus capitanes; hasta esos hombres de Londres a quienes aún no había visto. Todos habían recibido órdenes. El ataque se haría en dos oleadas. La primera poco después del alba, y la segunda una hora después y desde otra dirección. Veía la estrategia en su mente, la veía con tanta nitidez como de costumbre. Estaba excitado. Esto era lo que más había extrañado en las prisiones alemanas: organizar una batalla, mover las piezas, jugar, y por supuesto vencer. Flexionó el brazo; ¡oh, liberarse de toda esta energía! Dormir hasta la mañana, saltarse las horas del medio, olvidar el tiempo perdido. Los hombres que aún estaban despiertos lo observaban pasearse nerviosamente. Sabía que le temían, y no meramente porque era el rey; bueno, era mejor que le temieran, que lo llamaran Corazón de León. Le gustaba el sonido de ese nombre.

El plan de la batalla le llenaba la mente; todo lo demás quedó excluido. Tantos hombres al norte, tantos al este; tantos hombres en el bosque, tantos en las colinas. Era extraño que no tuviera noticias de Juan; su embajador, el que Ricardo había enviado a Juan desde Sandwich, no había regresado. Pero mañana todos lo sabrían. Mañana verían a Juan. Los arqueros tomarían posiciones en la colina más próxima. La caballería cargaría contra la puerta desde el bosque…

—Alguien quiere verte, señor —dijo Guillermo, tocándole el brazo.

—¿Qué? ¿Quién? —Un hombre había avanzado en el círculo de luz. Un hombre bajo y robusto, de barba oscura; vestía una túnica verde, muy remendada, y empuñaba un arco; se inclinó con incongruente elegancia.

—¿El rey Ricardo?

—Si. ¿Quién eres? ¿De Juan o de los nuestros?

—Sirvo al rey, señor. —Otra reverencia, esta vez no tan ceremoniosa—. Soy maese Hood, señor, forajido, ladrón y, con tu venia, amo de este bosque.

—¡Caramba, así que eso eres! —Ricardo se echó a reír, divertido y algo impresionado: ¿el hombre hablaba en serio? ¿Podía atreverse a bromear de ese modo?

—Tengo —dijo con serenidad maese Hood varios cientos de hombres armados que no sólo conocen el bosque como a sus propias caras, sino Nottingham también: quizá mejor, pues las caras se las ven con menos frecuencia. Casi todos son arqueros, aunque algunos saben empuñar un montante. ¿Podemos serte útiles?

—Sin duda alguna. ¿Pero a qué precio, maese Hood, a qué precio?

—El que se sirva fijar Su Majestad.

—Eres diplomático, ¿no es así? —Ricardo lanzó una fuerte carcajada—. Tendrás que ser más preciso. ¿Cuáles son tus condiciones?

—Ciertos cambios en la administración de Nottingham, cambios inevitables, sospecho, y la derogación de varias sentencias de muerte.

—Estás en lo cierto, maese Hood, habrá un cambio en la administración de Nottingham: te aseguro que se hará. En cuanto a las sentencias, las estudiaré.

—No puedo pedir más —dijo maese Hood, haciendo otra reverencia.

Una luz grisácea se filtraba entre las ramas de los árboles, los pájaros cantaban y nuevas hojas se abrían. La mañana en el bosque era fresca, sin viento. Rumor de voces, de caballos inquietos, ruido de armaduras: Ricardo no había conciliado el sueño. Él y maese Hood habían estado hablando hasta el amanecer.

Como de costumbre, todo llevó más tiempo de lo previsto. Juró y vociferó, pero sabia que los retrasos eran inevitables; el sol ya estaba encima del bosque, amarillo y brillante, antes de que estuvieran listos para atacar. Los mensajeros entraban y salían precipitadamente del claro: órdenes a los capitanes, mensajes de los capitanes. Él se encargaba de todo. Aún podía ver el plan en su cabeza.

Cuando finalmente estuvieron preparados, montaron a caballo; cada uno sabia qué hacer. Varios de sus capitanes lo acompañaban, listos para cabalgar a su lado. Un joven sajón iba junto a él, llevando el estandarte real. Guillermo se le acercó, montado en un caballo castaño.

—Dicen que Blondel está en la colina, con el grupo de Londres.

—Oh, bien; lo he extrañado. —Y era cierto. Blondel había sido un amigo valioso; pero ahora, a modelar la batalla. El momento llegó—. ¡Tocad el cuerno! —luego dio órdenes de cargar, utilizando un lenguaje propio que los guerreros siempre comprendían.

Salió galopando del bosque, el portaestandarte a su lado y Guillermo detrás. El sol resultaba cegador después de la verde oscuridad del bosque. Miró las colinas y vio a los hombres que iban a la carga, llevando a cabo el plan.

Una hilera de hombres salió del bosque al galope, siguiéndolo hacia Nottingham. Los arqueros de maese Hood, todos vestidos de verde, aparecieron en la colina convenida.

Ahora iban a luchar.

Atento al sonido de su propia voz, percibía su impaciencia al gritar a sus hombres, al dirigirlos hacia las zonas débiles de las filas enemigas. Se irguió sobre los estribos, juzgando la fuerza del adversario, la distribución de los hombres frente a la muralla y de los arqueros sobre la muralla. Las flechas silbaban a su alrededor pero él sabia que no podían tocarlo; él no podía morir en batalla. Ahora, seguro del campo, atacó, gritando en la confusión, seguido por el portaestandarte.

Dejó de pensar. El brazo que subía y caía, el familiar ruido del choque del metal contra el metal; el olor de los caballos, el sudor y el polvo, y la sangre brillante de los moribundos y los muertos. Pocos de los hombres de Juan se atrevían a luchar con él. Abría un sendero dondequiera que atacaba. Le temían.

Entonces un barón, un hombre a quien conocía y detestaba, un hombre necio y vano, uno de los capitanes de Juan, se interpuso en su camino, lo obligó a detenerse.

—¡Lucha, Ricardo! —gritó el hombre. Luchó, exaltado, asestando golpe tras golpe, partiendo y mellando el escudo de su contrincante. ¡No hay que parar! Un golpe definitivo con la espada y el yelmo del barón se partió y el acero de Ricardo hendió ese cerebro inútil.

—¡Lucha, Ricardo! —se burló el rey, mientras el barón, muerto, caía del caballo y desaparecía bajo la batalla.

Avances, golpes de espada y gritos, observar las filas del enemigo, observar los muros, observar las colinas a sus espaldas: pronto, ahora, pronto. Toda la humillación de dos años de cárcel, de dos de inactividad, fue olvidada, purgada, perdida en el estrépito, en el polvo sanguinolento de Nottingham.

Rostros, uno tras otro, mirándolo desde los yelmos con forma de bellota, observándolo: rostros enrojecidos, brillantes, todos observándolo, un círculo de rostros amedrentados. Un rostro oval, rechoncho y blando, con una barba corta: dos estocadas y el rostro oval naufragó en un mar de caballos. Un rostro que no volvería a ver nunca. Una flecha le rebotó en el yelmo. Furioso, atacó a un rostro moreno, asustado, y lo hizo sangrar para vengarse del arquero que se había atrevido a tratar de matarlo, de matarlo a él.

Arremetió y entonces, en un instante (¿sólo un instante?: la batalla atemporal, la violencia incesante, el movimiento, la propia voz brotándole del pecho), o pronto al menos, en ese lugar de violencia estática, se encontró frente a la muralla y allí, recostado, estaba Blondel.

Condujo el caballo cerca de la muralla, donde un tímpano lo resguardaba de cualquier proyectil que le arrojaran los defensores. Los hombres de Juan se retiraban a través de la puerta. Le gritó a Guillermo para que los atacara, para que entrara por la puerta de ser posible. Guillermo comprendió, se lanzó al ataque.

—¿Estás herido?

Blondel asintió, señalándose el tobillo. Ricardo notó que se le había quebrado la voz, que sentía la garganta áspera.

—¿Es grave?

Blondel meneó la cabeza. Tenía polvo en la cara, y un lamparón de sangre en el hombro de la armadura.

—Hemos esperado mucho tiempo —dijo con voz apenas audible.

Ricardo se sintió repentinamente cálido y gentil, olvidándose un instante de la batalla.

—No olvidaré —dijo, mirando a Blondel, quien desvió los ojos. ¿Por qué nadie lo miraba directamente, por qué miraban hacia otro lado? Hasta Blondel eludía sus ojos—. Te conseguiré un caballo. —Le gritó al portaestandarte, quien se alejó al trote del refugio de la muralla, esquivó un piedra que le arrojaron, se adueñó de un caballo sin jinete y regresó al cabo de unos minutos. Blondel montó—. Casi hemos terminado —dijo Ricardo; luego, después de ese poco de tranquilidad, volvió a la batalla.

Al principio Karl estaba aturdido. El ruido le hería los tímpanos; el destello del sol multiplicado por las armaduras lo deslumbraba y lo hacia parpadear. Estaba perdido sin Blondel, no sabia adonde ir. Cabalgó con incertidumbre a la zaga del capitán y su compañía. Al principio bajaron al trote por la pendiente rocosa; luego, llegaron a la planicie, galoparon.

Esto era más parecido a lo que esperaba. Era excitante sentir cómo embestía el caballo. Los combatientes se agolparon a su alrededor y se encontró perdido. ¿Cuáles eran los adversarios? Muchos solucionaban el problema gritando «¡Por Ricardo!», y si alguno respondía «¡Por Juan!» se enfrentaban. Probó de ese modo y encontró muchos enemigos.

Se acostumbró al ritmo del ataque y la defensa. Sabia que era fuerte, más fuerte que casi todos esos caballeros que habían participado en tantas batallas, que habían estudiado y aprendido el oficio de combatir. Su fuerza compensaba la falta de experiencia.

Había matado a varios hombres antes de darse cuenta de lo que ocurría, de lo que acababa de hacer. Astilló el brazo de un contrincante, y cuando el hombre huyó de su lado, dejándolo provisionalmente en posesión de un espacio abierto en la batalla, se dio cuenta de lo que hacia y sintió perplejidad y algo de orgullo. Había deseado todo esto: la violencia y los movimientos confusos, pero en verdad difería de cuanto había pensado. Nunca había imaginado nada semejante: la sucesión de jinetes obstruyéndole el camino, tratando de matarlo, y él tratando de matarlos a ellos. Además, la ausencia de un plan visible lo perturbaba y confundía. Sabia que debían tomar la muralla pero no tenía idea de cómo hacerlo, no tenía idea de cómo actuar salvo seguir avanzando y evitar que lo mataran. De modo que cabalgó hacia la muralla. Volvieron a detenerlo y volvió a luchar.

Era mejor no pensar; en realidad, era imposible pensar, considerar nada. Era impulsado hacia adelante por la fuerza del ejército que iba detrás de él, y resistido por el ejército de enfrente. Era el centro de un mundo de hombres y caballos y el sol ardía sobre todos ellos; el calor de su propio cuerpo exhalaba una ráfaga caliente por el cuello del camisote. Podía sentir el sudor que le chorreaba por la cara, cegándolo por la sal, mojándole los labios resecos.

La batalla se desplazó a un costado. La fuerza que lo había impulsado en línea recta ahora lo empujó en diagonal, arrojándolo a un flanco de la batalla con un grupo de hombres, no más de veinte, al borde del prado más alejado de la muralla. Libre por un segundo, observó a los hombres que avanzaban hacia la muralla y la diezmada fila de defensores. Caballos sin jinetes andaban al azar por el prado, apartados de la lucha. Pudo ver un estandarte enarbolado frente a la muralla y a su lado un hombre alto de barba pardorrojiza, que gritaba: así que ése era Ricardo. Entornó los ojos para protegerlos del sol y verlo con más claridad, pero en eso rey y estandarte desaparecieron, perdiéndose en la masa reluciente y turbulenta.

Se enjugó el sudor de la cara con el dorso de la mano. Las manos le temblaban, notó; le temblaba todo el cuerpo: tensión, no miedo. ¿Ahora hacia dónde? De nuevo hacia la muralla: ésa era, sin duda, la dirección apropiada. Pero primero debía atravesar el grupo de hombres más cercano: una aglomeración de jinetes que luchaban, donde los hombres de Juan excedían en número a los de Ricardo.

Espoleó el caballo.

Cejas oscuras y juntas, y una boca delgada: lucharon.

Era más fuerte pero por primera vez advirtió su falta de experiencia. Peleaba lanzando tajos y mandobles, pero el escudo del caballero frenaba cada golpe. Se enfureció y juró. Odiaba esa boca delgada. Odiaba por primera vez en la vida.

Su brazo se movía incansable, los músculos se tensaban y distendían regularmente y él conducía al caballo de un lado a otro, y cuando se defendía incluso guiaba al animal con las rodillas; pero no había modo de pasar del escudo, no podía hacer pedazos ese escudo y destruir a ese hombre.

Sabia, mientras repetía sus ataques, que el otro estaba esperando que se cansara, que bajara la guardia; bueno, no se cansaría. Un golpe. Un ruido metálico y chispas bajo el sol. De nuevo.

Luego, como en una pesadilla, vio a otros dos caballeros que lo atacaban. Tiró de las riendas, se volvió y trató de escapar, pero lo detuvieron y le cerraron el paso.

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