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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (19 page)

BOOK: En busca del rey
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—Sucedió hace unos meses en Viena. Dicen que lo capturó el mismo duque Leopoldo, que Corazón de León se había disfrazado de cocinero pero que Leopoldo lo reconoció y lo derrotó en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Luego el emperador exigió que Leopoldo le entregara a Ricardo y dicen que hubo roces entre ellos, como podrás imaginar; pero Leopoldo se vio obligado a obedecer. Me han dicho que se celebrará un juicio ante la Dieta, pero eso lleva tiempo, y supongo que hay muchos problemas internacionales que considerar. Personalmente, creo que es muy difícil y peligroso para un país juzgar al rey de otra nación, aunque obviamente la justicia esté de nuestro lado. —Hizo una pausa, meditando acerca de la justicia, luego se volvió a fray Antonio—. ¿Tienes alguna idea del parecer de Roma al respecto?

Fray Antonio meneó la cabeza.

—No, creo que no oí que nadie lo mencionara en Roma. Pienso que tal vez alguno de los documentos que te he entregado para el abad diga algo acerca de Ricardo; pero no estoy seguro de ello. Personalmente, entiendo que ha sido una necesidad por parte del emperador, teniendo en cuenta que Ricardo, por muy graves que sean sus pecados, cuenta con el favor del papa.

—Estoy seguro de que dejará de contar con él no bien el santo padre se entere de los pormenores de su conducta en Palestina. Hay limites, hermano, hasta para la paciencia cristiana. Bueno, es tarde, o mejor dicho temprano, y necesitáis dormir. ¿Mañana cantarás en el castillo, trovador?

—Si me lo piden…

—Estoy seguro de que sí. Creo que Ricardo hace cuanto se le antoja. El señor de Durenstein le tiene terror, y pese a que Su Señoría odia a los cantores hay docenas de ellos en el castillo y por lo que he oído, también se dedican al juego y el cielo sabe a cuántas cosas más. Si fuera mi prisionero, sin duda sería más severo con él, pero claro, supongo que tendrán que ser cautelosos.

Un criado con una antorcha los condujo a través de los claustros. Precedidos por una llama que resquebrajaba las sombras, un ojo de fuego, atravesaron el patio principal y entraron en la sala de huéspedes.

Esa noche Blondel no durmió. En cambio, observó cómo el cielo negro se ponía gris y luego blanco y después vio elevarse el sol, vivido y nuevo; observó el resplandor de la luz en la nieve y creyó oír un revuelo de pájaros que volvían del sur, pero quizá era sólo su imaginación porque el cielo estaba desierto. Buena parte de su vida se le antojaba irreal.

Era de día y el sol brillaba en el frío, sobre la blanca capa de nieve. Era de día y una bandada de pájaros agoreros, desplazándose por un instante entre la dura tierra y el sol amarillo, surcó el cielo para hundirse en el sol.

III

EL REGRESO

(Primavera de 1193)

1

l castillo era grande: un conglomerado de múltiples torres almenadas, de altos edificios pardos y millas de gruesas murallas. En el último momento sintió miedo. ¿Y si lo reconocían? ¿Y si el rey se había ido? Era posible que lo hubiesen trasladado otra vez. Casi prefería no saber la respuesta; era mejor permanecer eternamente frente a ese castillo, esa construcción de ladrillo, piedra y madera, convencido de que allí se alojaba el rey y feliz con esta convicción. Permaneció quieto un rato memorizando cada detalle de ese castillo oscuro, castigado por las inclemencias del tiempo, mientras el sol le quemaba la cara; era un día cálido y la nieve se derretía sobre la tierra; la primavera por fin se insinuaba en el aire: la lenta y desagradable muerte del invierno había comenzado.

—Los trovadores son siempre bienvenidos en estos días —observó el guardia de la puerta.

—Esta noche podrás cantar para un huésped muy distinguido —dijo un hombre regordete en el patio, con una expresión socarrona.

El patio estaba lleno de hombres armados, un número excesivo siendo tiempos de paz; sin duda los necesitaban para custodiar a Ricardo. Era probable que el emperador —muy justificadamente se sintiera intranquilo con semejante prisionero; y sus desvelos eran comprensibles, pensó Blondel al caminar entre los soldados, observándolos mientras bruñían las piezas de sus armaduras, peleaban y reían juntos. El patio brillaba con los colores de las túnicas: rojas, verdes y azules, y el sol se reflejaba con cegadora intensidad en las armaduras metálicas. Se oía un rumor continuo de conversaciones, semejante al de las olas, ocasionalmente interrumpido por los bufidos y relinchos de los caballos.

Caminó entre los soldados sin que ninguno reparara en él. Había tantos extraños que nadie iba a fijarse en uno más.

Avanzó entre la multitud de hombres, en dirección a la torre principal. Luego, con cara de estar cumpliendo un encargo urgente, entró, se internó en un corredor, atravesó el salón, cruzó galerías y pasillos atestados de criados parlanchines, y finalmente se extravió; no se atrevió a preguntar a nadie cómo salir. Siempre con cara de hombre preocupado, recorrió los pasillos de piedra, mirando los cuartos de soslayo, topándose sólo con algún que otro sirviente y algún guardia. Al cabo eligió una puerta y la abrió. El sol le deslumbró y salió al exterior.

Estaba en un jardín, un largo jardín amurallado; varios árboles desnudos crecían junto a la pared, y macizos de plantas heladas, sin flores, esperaban la estación propicia. El jardín estaba desierto. A un lado había un alto muro y en el otro una torre cuadrangular, parte del edificio principal del castillo. Las ventanas eran ranuras angostas; este castillo, custodio de las fronteras de Europa, estaba diseñado para proteger a occidente de oriente; gruesas murallas que resistían, al parecer, un asedio constante. Se paseó por el jardín, rozó los ásperos muros con los dedos, acarició las ramas pardas y quebradizas de los arbustos helados. Luego se sentó perezosamente en un banco de piedra, usando el manto como cojín, pues la piedra estaba fría; tocó la viola y canturreó para si mismo. Canturreaba una vieja melodía de Provenza cuando una dama apareció en el jardín. Era madura, algo corpulenta, de semblante pálido, con la mansa expresión de un conejo. Vestía un manto grueso y forrado de piel. Dejó de canturrear en cuanto la vio; se incorporó e hizo una reverencia.

—¿Quién eres? —preguntó ella, sorprendida.

—Un trovador, un extraño en tu castillo. —Se presentó.

—Yo soy la señora de Durenstein —dijo ella, y él se apresuró a farfullar unas disculpas pero ella lo contuvo.

—Este es el jardín privado de las damas del castillo. Está totalmente prohibido entrar —dijo con picardía—. Pero no podías saberlo. Dime, ¿qué haces aquí?

—Estaba componiendo una balada, señora.

—¿Oh, de veras? Entonces jamás, jamás debí molestarte. Detestaría pensar que interrumpí una balada. Sé lo que es componer una canción; es necesaria una paz absoluta para que los sentimientos y las palabras fluyan y las cosas no sufran interrupciones. Mi hijo escribe algunas canciones. Me encantaría que alguna vez lo conocieras. Su padre y yo pensamos que tiene mucho talento, pero me temo que es algo tímido. Y, supongo, una decepción para su padre; no tiene la menor destreza para las armas, pero las personas sensibles nunca la tienen, al menos eso he comprobado. Estoy segura de que hubiera debido ingresar en la Iglesia o algo por el estilo, pero nos parecía una vida demasiado solitaria para él. Ahora se encuentra en Viena, en la corte. Hemos sabido que lo recibieron con honores, lo cual es muy importante, creo, para alguien que un día deberá ejercer el mando. Pasa parte de su tiempo en Viena y el resto con el emperador. Así que, como ves, rara vez está aquí. Nos han contado que el emperador le tiene gran simpatía y que le gusta que cante para él. ¡Qué honor para un joven! Estoy segura de que eso sí le gustó a su padre. El emperador tiene muy pocos favoritos. Pero nuestro hijo es sensible y rápido de entendimiento. A veces, parece más una chica que un varón y, dicho sea de paso, solía venir aquí a componer sus baladas; siempre dejábamos el jardín todo para él cuando estaba aquí. Por eso, como te decía, sé lo que se siente. ¿De dónde has dicho que venías?

Blondel se lo contó. Era una mujer muy afable, tonta pero gentil; se alegró de haberse hecho tan pronto con una amiga en la corte. Le refirió la historia de costumbre. Ella escuchó cortésmente, pero sus ojos vagaban ausentes por el jardín, sin duda en busca de indicios del cambio, de las primeras manifestaciones de la primavera.

—Qué bien, entonces, que hayas podido visitarnos. Nos gustan los trovadores (a mí siempre me han gustado), pero ésta es la primera vez que tenemos tantos en el castillo.

—¿Por qué tantos ahora?

Ella suspiró.

—Esta noche lo sabrás. Tenemos un huésped muy distinguido, un personaje muy célebre en realidad, viviendo con nosotros. —Volvió a suspirar—. El rey Ricardo se aloja en el castillo. —¡No será Corazón de León!

Ella asintió consternada.

—Sí, su presencia nos ha honrado mucho. Pero es una situación bastante difícil; para nosotros, quiero decir. Verás, todo debe hacerse exactamente como él quiere, y él quiere demasiadas cosas. Por lo menos una docena de trovadores constantemente aquí, y además, eso de jugar y emborracharse con los soldados… oh, es muy difícil tenerlo con nosotros. Por supuesto, no es que me esté quejando —se apresuró a añadir, temiendo haber dicho demasiado.

—¿Cuánto tiempo permanecerá aquí, entonces?

—Ah, no está en nuestras manos decidirlo. Resulta difícil decirlo y él es un hombre tan encantador, realmente…, creo yo. —Habló mucho acerca de los encantos de Ricardo y luego, tiritando un poco, pues el día había refrescado, dijo—: Pero debo dejarte absolutamente solo mientras compones; espero que esta noche seas capaz de cantarnos una halada totalmente nueva.

—Así lo espero yo también, señora; te la dedicaré a ti si no te opones.

—Será un placer —dijo ella, sonriéndole con aire todavía un poco ausente y, mirando de nuevo las ramas desnudas de los árboles se retiró.

Blondel, repentinamente feliz, empezó a cantar, y su voz alta y clara vibró en el aire quieto. Entonó varias estrofas de una de sus propias baladas. Luego se interrumpió, y cuando aspiraba profundamente disponiéndose a concluir, una voz lejana y magnificada por el eco, una voz familiar, le respondió cantando el
envoi
.

Las palabras murieron entre ecos. Blondel se quedó quieto. Miró hacia la torre pero no vio nada salvo las ventanas angostas, profundas ranuras en la piedra áspera. Sin embargo, era cierto: había vuelto a oír la voz de Ricardo y eso era suficiente. El viaje, por un tiempo, había terminado. Había cantado y le habían respondido. Dueño de una certidumbre por primera vez en meses, aliviado y feliz, salió del jardín y vagó como un sonámbulo por los corredores de Durenstein.

Se sentó a un extremo de la mesa ocupada por los soldados, malabaristas y demás trovadores; no conocía a ninguno de éstos. Eran esa clase de trovadores que uno solía encontrar en esta parte de Europa: la delicia, sin duda, de las cortes secundarias. Le costaba apartar los ojos de la mesa principal, pues allí, flanqueado por el señor y la señora de Durenstein, estaba Ricardo. El rey estaba más pálido de lo que él recordaba y tenía la barba más espesa. Bajo la túnica escarlata, el perfil de su cuerpo parecía más delgado. Casi todos los presentes lo observaban con reverencia y algo de temor.

—¡Y empujó al guardia, que vestía armadura completa, por la escalera de la torre! ¡Qué ruido espantoso! Especialmente por él, que no paraba de reírse… —En la mesa de Blondel, un soldado refería esta historia mientras los demás escuchaban asintiendo, como si ya hubieran oído anécdotas semejantes. Miraban con curiosidad al rey que ocupaba calladamente la cabecera de la mesa; el león alimentándose.

La señora de Durenstein saludó con un gesto afable a Blondel, quien inclinó la cabeza hasta el plato. El señor de Durenstein era un hombre rubicundo de más de sesenta años, probablemente muy temperamental también, si bien ahora se dominaba a causa de la imponente presencia de Ricardo.

Sólo una vez durante la cena Ricardo miró a Blondel; lo miró a los ojos, imperturbable, y luego volvió la cabeza. Blondel sintió que la sangre le golpeaba en los oídos.

Los ojos azules eran los mismos y el mundo era el mismo otra vez. El tiempo no existía y todo permanecía fijo, constante e inmutable.

—¿Qué planea el emperador hacer con él? —preguntó un trovador a otro. El otro, un hombre con cierta información y obviamente con todavía más opiniones, le dijo:

—Dicen que habrá un juicio, pero yo lo pongo en duda. Supongo que retendrá al rey para obtener un rescate y sacarle a los ingleses cuanto pueda. Al menos, eso dicen. Pero yo tengo otra teoría. No puedo decirte de dónde la he sacado pero mi fuente es muy fidedigna, un hombre de estado; según él, el emperador ya está en contacto con Felipe de Francia y Juan de Inglaterra, y los dos le han ofrecido muchos marcos para que disponga de Ricardo y deje reinar a Juan…

—¿Qué ha decidido el emperador? —preguntó Blondel, interrumpiendo al otro, disimulando apenas su ansiedad; por supuesto que no tenía ningún respeto por la opinión del hombre, pero todo podía ser verdad y esta historia era lógica e incluso ya se le había ocurrido a él.

El trovador informado lo miró de soslayo, con irritación y dijo:

—Yo no lo sé, desde luego. No creo que nadie lo sepa todavía. Obviamente el emperador no ha llegado a ninguna decisión, puesto que Ricardo sigue aquí. El emperador nunca se apresura: es una sabia tradición en su familia.

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