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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (10 page)

BOOK: En busca del rey
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—Será una gran ocasión para Tiernstein —dijo. Miró la túnica raída de Blondel—. Además, te conseguiré algo de ropa.

Un murmullo entusiasta acogió a Blondel cuando entró en el salón vestido con una túnica azul y amarilla, la cadena de plata alrededor del cuello (aunque con el medallón oculto). Había rehusado ser presentado al señor de Tiernstein y su esposa antes de cantar. Hacia tiempo que había aprendido el valor de las entradas dramáticas. Durante la cena permaneció en una de las pequeñas habitaciones que había junto al salón.

Otto entraba y salía, diciéndole cuántas personas había en el salón (doscientas, en su mayoría huéspedes invitados para acompañar al duque que ahora, como era costumbre en los huéspedes, habían decidido quedarse unos días más). Otto le trajo comida y le ofreció vino, pero él nunca bebía antes de cantar. La cara de Otto brillaba de excitación. Al fin, a una orden del señor de Tiernstein, Blondel entró lentamente en el salón y caminó entre las filas de mesas, dirigiéndose a la tarima donde estaban sentados, a una mesa más pequeña, el señor y su esposa y varios de los huéspedes más importantes.

El señor de Tiernstein era enormemente gordo. Tenía una doble papada, como dos medialunas de carne suspendidas bajo la propia barbilla. La cara era blancopurpúrea, y los ojos saltones como los de una rana; hasta la voz se parecía al croar de una rana, ronca y resonante. Dio la bienvenida a Blondel acariciándose las cadenas de oro que le rodeaban el cuello.

—Bienvenido a nuestro castillo, Raimond de Toulouse —croó en francés, con acento muy marcado—. Nos gustaría que cantaras.

Blondel hizo una profunda reverencia y se dirigió, como era la costumbre, a la dama del castillo, cuya delgadez sólo era comparable a la obesidad del señor. Sus pechos eran planos, mucho más pequeños que los del marido. Tenía la cara cetrina y una trabajada diadema de oro le ceñía el velo de la cabeza. Lucía un vestido verde veteado de oro, un color que daba a su rostro el aspecto de un queso rancio. La boca era ancha, la mandíbula prominente, y los ojos inusitadamente penetrantes y observadores.

Blondel pronunció un pequeño discurso, mirándola siempre a ella, y casi se echó a reír cuando la dama bajó discretamente los ojos para esquivar su mirada.

Blondel cantó, y cuando terminó lo aplaudieron con vehemencia. Para el final improvisó una balada dedicada a la beldad de Tiernstein, quien al escuchar la canción se puso casi de color naranja de placer, mientras sus manos palpaban involuntariamente su persona como para asegurarse con el tacto de la belleza descrita por el trovador. El señor de Tiernstein, satisfecho, entregó a Blondel una bolsa y le dijo que podía permanecer en el castillo cuanto quisiera.

Blondel se disponía a acostarse cuando apareció Otto.

—Nunca había oído cantar así —dijo con entusiasmo—, ni siquiera en Viena.

Blondel sonrió cortésmente mientras Otto proseguía describiéndole el efecto que había producido en todo el mundo, diciéndole que todas las mujeres del castillo estaban enamoradas de él. Como todos los trovadores y casi todos los hombres, a Blondel le agradaban las lisonjas, y aceptó la admiración de Otto de buen grado, con placer.

Hablaron durante una hora y los bostezos de Blondel pasaron desapercibidos; ya estaba a punto de pedirle a Otto que se fuera y lo dejara dormir, cuando la cortina de la puerta se corrió a un lado y una mujer, una criada a juzgar por la indumentaria, dijo misteriosamente, sin dar explicaciones:

—Acompáñame.

Blondel miró con aire inquisitivo a Otto, quien suspiró lánguidamente, asintió y dijo:

—Te veré por la mañana.

La criada lo condujo a través del salón; el brillo de los rescoldos teñía de rojo la oscuridad, poblándola de sombras. Los criados que dormían en el suelo eran el público inconsciente de ese teatro espectral.

Al final de una galería, llegaron frente a una puerta de madera. La mujer la abrió. Por un momento Blondel parpadeó deslumbrado. Luego vio un gran aposento, muchas velas, dos ventanas profundas, el suelo alfombrado con pieles, una cama tallada y, en el centro de la habitación, la dama de Tiernstein vestida con una túnica blanca ajustada y sencilla que, lamentablemente, marcaba en exceso sus formas poco agraciadas.

—Entra, Raimond —dijo en excelente francés—. Después de semejante velada, me ha parecido un error no recibirte. Sé cómo sois vosotros, los jóvenes…, especialmente los trovadores —y lanzó una risita.

Él se inclinó, sin saber qué decir.

—Me abrumas, señora mía.

—Ven a sentarte a mi lado. —Lo condujo a un banco donde sólo podían sentarse dos personas, y no muy cómodamente a menos que fueran amantes.

—Ahora háblame de tus viajes, Raimond —dijo ella, mientras una de sus manos largas e inquietas le rozaba nerviosamente la manga, el hombro.

—Hay tanto que contar —dijo él turbado, y luego, para desconcertaría, añadió—: Y tan poco.

—¡Oh, cómo he odiado a esa dama cruel sobre quien has cantado esta noche! —exclamó la compasiva dama de Tiernstein—. No debía de tener corazón. ¡Qué diferente habría sido si yo hubiera estado en su lugar! —Volvió a reír, lanzando un sonido agudo y aflautado como el chillido de un ratón.

Esto iba a ser muy desagradable, pensó Blondel. O bien tendría que pasar por esta seducción, o bien se vería obligado a marcharse de Tiernstein esa misma noche, y la idea de pernoctar nuevamente en el bosque no era agradable, aunque tampoco, mirando a la dama, lo era la otra alternativa. Entonces recordó por qué había venido a Tiernstein, que todavía no tenía información acerca de Ricardo: tal vez aún podía obrarse el milagro que lo salvara.

—Tan pocas mujeres tienen corazón, mi señora —dijo con suavidad, sin mirarla a la cara.

—Pero no todas somos tan frías, querido Raimond. Algunas lo daríamos todo por el hombre que nos ama… —hizo una pausa—, hasta nuestra virtud.

—Son tan pocas, mi señora, las que demuestran tanta caridad, tanta bondad —dijo Blondel, preguntándose desesperadamente cómo desviar la conversación hacia Ricardo, hacia cualquier otro tema. Sentía la presión de una rodilla huesuda contra la suya; lentamente, con gran cautela, apartó su rodilla.

—Yo… lamento, señora mía —dijo, tratando de que la transición fuera lo más delicada posible—, no haber podido cantar para el duque y para Ricardo.

—Oh… sí, les habría complacido escucharte. Llámame Hedwig, Raimond.

—¿Qué clase de hombre es Ricardo?

—Bien… —Este nuevo tema de conversación no le interesaba—. Impetuoso, muy romántico… Me sentí terriblemente incómoda, pues me cortejaba en presencia de mi esposo. ¡Imagínate! Me sentí honrada, por supuesto, pero nunca habría podido corresponder a su amor, aunque fuera un rey. —Sonrió con aire virtuoso; tenía una mala dentadura.

—Regresó a Viena con el duque, ¿no?

—Si, fueron juntos a Viena. Supongo que será huésped del duque por algún tiempo. —Ya sabía lo que necesitaba y ya podía marcharse. Hablaron un poco más: ella comentando los méritos relativos de los diversos corazones femeninos, y él evocando con tristeza su inquebrantable fidelidad a una dama de Provenza. Luego, Blondel se levantó para irse.

—No podré dominarme por mucho más tiempo —dijo tensamente, fingiendo reprimir su pasión—. Pero sabes que no puedo quedarme; no confío en mí mismo. —Ahora que se iba podía actuar un poco, tan aliviado se sentía—. Siento un gran respeto por el rango de mi señora, por su virtud, y debo respetar la hospitalidad de mi señor. Además —se tocó el pecho, llevado por el fervor, por la evidencia de su representación—, he jurado no amar a ninguna mujer hasta que mi dama de Provenza se digne recibirme. —Se interrumpió, sin atreverse a mirarla, esperando.

Cuando al fin alzó los ojos vio que ella estaba de pie frente a él, con una extraña expresión en su cara cetrina.

—Si sales de esta habitación —dijo resueltamente—, iré a ver inmediatamente a mi esposo y le diré que irrumpiste aquí y me atacaste.

Blondel, atónito y perplejo, se quedó quieto un minuto. Luego, casi divertido, sonrió y dijo: —Claro que me quedaré, mi señora.

Ella rió como un ratoncito y preguntó, con recato y dulzura:

—¿Hablamos de amor, trovador?

—Por supuesto… Hedwig —dijo animosamente Blondel; y más de una vez, en el curso de esa noche atroz, Blondel se preguntó si jamás algún súbdito se había sacrificado tanto por su rey como él por Ricardo.

3

Al día siguiente se presentó al señor de Tiernstein y le dijo que, lamentablemente, debía continuar su viaje de regreso a Francia, tan gratamente interrumpido. El gran señor comprendió y asintió con gravedad, perdiendo la barbilla en las carnes purpúreas de las medialunas.

—Vuelve a visitarnos, trovador —dijo.

Blondel se volvió a la dama de Tiernstein.

—Siempre recordaré tu cortesía, amabilidad y belleza —dijo ceremoniosamente.

Hedwig le tendió la mano con una sonrisa satisfecha. Esta mañana se la veía serena y distendida: las largas manos por una vez estaban quietas.

—Nos has brindado un gran placer, Raimond de Toulouse —dijo formalmente, esbozando una sonrisa con su ancha boca.

Luego Otto lo condujo tristemente hasta la puerta.

—Estuviste con la vieja Hedwig, ¿no? —Blondel asintió, sorprendido de oírle hablar con tanta amargura de la dama del castillo. Otto pateó el suelo con irritación, escarbando el polvo con la bota—. Debí saber que te pescaría —dijo—. Si yo te hubiese advertido podrías haber pasado la noche con los soldados. No se habría atrevido a mandar por ti delante de todos ellos. Y no porque en una u otra ocasión no se haya acostado con toda la guardia.

—¿También contigo?

Otto meneó la cabeza.

—No, soy el sobrino de Tiernstein, su favorito podrías decir, de modo que nunca se ha atrevido a nada conmigo. ¿Sabes?, una de las razones por las que Ricardo me cayó en gracia cuando estuvo aquí fue su actitud hacia ella. La primera noche, después de cenar, algunos estábamos en la estancia del duque y ella coqueteaba, con más discreción que de costumbre, con r 79 el rey, cuando de pronto él declaró que las únicas mujeres que le gustaban eran las campesinas jóvenes y bonitas, y mientras hablaba no dejaba de mirarla y yo pensé que Hedwig iba a salir corriendo de la habitación. —Otto rió y cogió a Blondel del brazo—. Lamento que no puedas quedarte aquí por más tiempo. Quería hablar contigo de tantas cosas… —dijo con fervor. Blondel sonrió y lo miró. Le dolía la espalda, y se preguntaba si Hedwig habría notado las cicatrices; esta mañana estaban hinchadas. Ella no había dicho nada al respecto. Debía realmente pensar en otra cosa, en lo que Otto le decía.

—Tengo un amigo, Stefan de Dreisen; tiene más o menos mi edad y es uno de los caballeros del duque; espero que lo encuentres en Viena. Está en la corte y sin duda simpatizarás con él. Podría presentarte al duque si quieres cantar en la corte. —Ahora estaban frente al portón. Un sol amarillo brillaba en el diáfano cielo azul; al sol no se sentía el frío. Blondel aspiró profundamente; casi anhelaba emprender el viaje de regreso a Viena.

—Bueno…, adiós —dijo Otto, estrechando entre sus manos la de Blondel—. Tal vez volvamos a vernos.

Blondel advirtió que Otto estaba verdaderamente emocionado.

—Ojalá que si, Otto —y se asombró de la ternura que le despertaba el joven soldado, infeliz en esos bosques austriacos, alejado de los países cálidos que él conocía desde siempre y por los que el otro suspiraba.

Se estrecharon las manos y Blondel se volvió y descendió la colina. Sólo una vez más miró hacia atrás, y vio que Otto seguía de pie ante las puertas del castillo, observándolo.

Un día seguía al otro y él atravesaba campos y bosques, caminaba entre montañas y subía y bajaba colinas. No sentía urgencia al caminar; el ritmo de su cuerpo en movimiento limitaba su percepción al instante, y rara vez tenía presente que se dirigía hacia un acontecimiento de características imprevisibles, pese a que no olvidaba esa circunstancia, la cual permanecía siempre en la zona inconsciente de su memoria. Pero al caminar si comprendía que los sucesos del momento eran importantes y lo que podía ocurrir no, pues aún no tenía existencia: percibía el futuro como algo extraño y amorfo. La única certeza que tenía era que en el futuro había de morir, y la verdadera dimensión de esa realidad, la muerte, su forma y significación, no podían ser anticipadas ni concebidas por un instante. Y así cruzaba esa comarca en invierno, dirigiéndose a una ciudad y evocando su pasado en fragmentos irrelevantes; un pasado que sólo existía como memoria en la realidad única del presente: un vago mundo de actos realizados en una zona donde los castillos, paisajes y aun rostros a menudo eran oscuros y confusos; donde una habitación podía estar completa salvo, por ejemplo, por el techo, o la cara de un amigo de la infancia completa salvo por la nariz y los ojos; muchas cosas se olvidaban, muchas no se olvidaban jamás. Pero Blondel recordaba lo que podía de cuanto había sucedido. Y afincado en el presente, pero dejándolo fundir con el mundo impreciso de lo que rememoraba, evitaba pensar en la muerte, en el futuro: el momento en que el corazón palpitaría sin fuerzas y el último aliento quedaría ahogado en la garganta; sólo entonces el pasado, el presente y el futuro se aunarían por un instante, un momento del tiempo, y luego: nada más allá del tiempo. Pero ahora estaba vivo y pensaba en su vida en Francia, en Inglaterra, en Palestina. ¡Había viajado tanto y tan rápido!; en los caballos más veloces y en naves ligeras. Pero ahora caminaba solo, tratando de encontrar a un amigo prisionero en un castillo que aún desconocía, un amigo que tal vez estuviera muerto, con los ojos azules bajo tierra húmeda.

El tiempo dejó de perturbarlo al sentirse apresado en el ritmo de su cuerpo en movimiento: se alegraba de no tener a nadie con quien hablar, ningún conflicto con el mundo: estaba fuera del tiempo, en movimiento. Comía; dormía; hacía fogatas. A veces cantaba solo y a veces hablaba solo, reviviendo ciertas escenas, volviéndolas a representar para sí mismo, y así, sin dificultades, alteraba los perfiles del pasado, infundía formas agradables a recuerdos amorfos, y al cabo comprendió que el pasado no era sino lo que él quisiera hacer de sus evocaciones: un reino personal donde él era el amo indiscutible. Dejó que su memoria vagara a su antojo: Blois y esa mujer; Chipre y esa mujer; Acre y una pelea… Los días con Ricardo. Tenía tanto que evocar si lo deseaba… Caminaba, cantando para si mismo: una criatura momentáneamente divorciada del tiempo, apartada del mundo: existía ahora y eso era suficiente; avanzaba, como una estrella solitaria que cae de las tinieblas a las tinieblas.

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