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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (21 page)

BOOK: En busca del rey
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—Oh, no lo sabrá hasta que me haya ido. —Hizo una pausa—. Estoy muy contento de que me dejes acompañarte. Nunca sabrás cuánto deseaba irme de aquí… —El muchacho se interrumpió, sin nada más que decir, y permaneció de pie, resplandeciendo a la luz de la luna; luego se sentó en la cama—. Tengo un caballo —dijo.

—Eso iba a preguntarte. ¿Es tuyo?

—Bueno, en cierto modo. Mi padre dijo que podía usarlo cuando quisiera… Tiene varios, de modo que pienso que no pasará nada si me lo llevo.

Además, nunca me ha dado nada por trabajar en la posada y he trabajado aquí desde niño. Pero creo que es mejor que nos vayamos muy temprano.

—Si, buena idea: yo le robo un hijo y el hijo le roba un caballo. Es probable que se ponga furioso.

El muchacho rió.

—Me gustaría verle la cara —dijo. Luego añadió—: Tendremos que partir poco antes del alba. Mi padre se despierta a esa hora, pero yo estaré despierto antes que él; siempre me levanto primero. Oh, será tan maravilloso… ver las ciudades y viajar con alguien.

El cielo aún estaba oscuro cuando, tan sigilosamente como pudieron, se marcharon de la posada, internándose en callejas desiertas y atravesando las puertas de la ciudad para salir a la planicie del otro lado del río.

No hablaron hasta que amaneció. En el este el cielo pasó del negro al gris, un gris pálido y sucio. Luego todo el cielo se agrisó y el viento dejó de soplar. Un rojo diáfano ribeteó el horizonte y tiras de este color se esparcieron por el firmamento mientras, detrás de esa luz abigarrada, el cielo se hacía claro y el sol se elevaba, nadando en el color. Renacía la mañana.

—Creo que hace tiempo que no veo la aurora —dijo Blondel, y su voz quebró el silencio, dando por terminada la noche, y por un tiempo oscureció una imagen de plata.

—Yo la miro todas las mañanas —dijo Karl, aflojándose la capa al sol—.

No puedo imaginar lo que es empezar el día sin ver cómo amanece.

—¿Ya te sientes distinto?

El muchacho asintió con una sonrisa, mostrando una dentadura blanca y regular.

—Si, ya. Si estuviera en casa, ahora estaría limpiando los establos. Es tal como lo imaginé, cabalgar así. Sin nada que hacer salvo ver pasar las ciudades y cruzar los ríos.

Blondel rió complacido, como si él fuera el inventor de los viajes, feliz con la felicidad del otro.

—No es sólo eso —dijo juiciosamente—. Después de todo vamos a un lugar y tienes que pensar qué harás cuando llegues.

—Pero yo creía que los trovadores viajaban y nada más, que nunca se quedaban demasiado tiempo en un sitio.

—En cierto modo puede que sea verdad, pero esta vez tengo un lugar a donde ir y un trabajo que hacer. Después…, bueno, eso depende de muchos factores. Además, nunca pienso demasiado en el después.

—Yo tampoco —dijo Karl—. Y empezó a cantar y, para asombro de Blondel, su voz era buena, afinada y bastante profunda. Cantaron juntos y Blondel le enseñó muchas canciones y él enseñó a Blondel algunas de las canciones de su ciudad natal.

Blondel era feliz. Hacia muchos meses que no se sentía seguro y a gusto: estar con alguien que le gustaba, hablar cuando tenía ganas, cantar cuando tenia ganas, o, silo prefería, guardar silencio durante horas sabiéndose gratamente acompañado. Pues Karl era un compañero perfecto; sabia por instinto cuándo callar y cuándo estar alegre, y cuidaba de Blondel, preparando la comida cuando estaban en campo abierto, tratando con los posaderos cuando estaban en un pueblo. Llegaron a París, y Karl se maravilló de sus dimensiones, admiró las grandes iglesias de la isla de la ciudad y los palacios de las riberas del Sena. Pasaron sólo un día en Paris; un día le bastó a Blondel para oir que Juan y Felipe Augusto habían concertado una alianza, que a Ricardo se le daba oficialmente por muerto, que Inglaterra estaba dividida entre Longchamp y Juan.

Cabalgaron por campiñas que reverdecían. Pequeños retoños verdeamarillentos en las ramas de los árboles, y la nieve disolviéndose en agua, convirtiendo en lodo la tierra negra. Cabalgaron hacia el mar, deteniéndose lo menos posible, evitando las ciudades, tomando la ruta más directa.

Hacia el crepúsculo de una tarde, cuando el cielo estaba pálido y la estrella vespertina era la única que brillaba en lo alto, vieron el mar frente a ellos, gris en el atardecer, agitado por un viento salobre que les escocía en los ojos.

3

—Allá está, por ese lado. —El marino señaló a un hombre obeso enfundado en un hábito de monje. El hombre observaba la costa de Francia, que se fundía con las brumas del mar. Blondel indicó a Karl que se quedara donde estaba; se acercó al hombre.

—Me dicen, señor, que eres el obispo de Salisbury.

—Eh… si, si, lo soy. —El obispo lo miró; sus ojos eran claros y acuosos, en contraste con sus facciones, afiladas y enérgicas que contrastaban a su vez con un cuerpo vasto y amorfo.

Blondel se presentó y el obispo pareció sorprendido.

—Creí reconocerte. Te oí cantar en Londres cuando estuviste allí con el rey. También estuviste con él en Palestina, si mal no recuerdo.

—Sí, así es, y también estaba con él cuando lo capturaron.

El obispo lo condujo a un banco cerca de la proa.

—Siéntate. Longchamp me envió a averiguar qué le ha pasado… En Inglaterra se ha rumoreado que el rey está muerto. Pero un caballero que encontré en Paris me informó que seguía con vida.

—¿El caballero te entregó mi mensaje?

Salisbury asintió.

Blondel le refirió la historia de la captura y el encuentro con Ricardo en Durenstein. Preguntó por qué el caballero no había ido a Inglaterra, por qué no había entregado antes el mensaje.

—Me dijo la razón pero temo que la he olvidado; creo que había algún tipo de rencilla familiar que le impedía regresar de inmediato.

—Y yo pensaba que todos en Inglaterra estarían ya enterados de que Ricardo estaba prisionero. —Blondel estaba exasperado.

—En cierta forma —dijo Salisbury sabíamos que lo habían capturado, pero circulaban tantas historias que era imposible saber cuáles eran ciertas. Al principio oímos que había naufragado y perecido en el mar. Luego, algunos del grupo que desembarcó con él… en Zara, ¿no es así?, volvieron a Inglaterra y así supimos que no se había ahogado; luego oímos que Leopoldo lo tenía cautivo, íbamos a enviar una embajada cuando el príncipe Juan anunció que le habían informado que Ricardo había muerto. Desde entonces no hay sino confusión en Inglaterra, y entiendo que Juan ya es rey en ciertas regiones: de hecho, si no nominalmente. Longchamp y la reina están en Londres tratando de impedir que el país se divida. Longchamp me envió a Europa hace un mes para averiguar qué había ocurrido exactamente. No tuvimos que pasar siquiera de Paris, pues nos encontramos con este caballero conocido tuyo, y además, mediante mis espías en la corte de Felipe, nos enteramos de que el emperador le había quitado su prisionero a Leopoldo… ¿Es verdad? ¿Si? Y que hacía tiempo que Juan estaba al tanto de todo.

—¿La reina no ejerce ningún tipo de control sobre Juan? —dijo Blondel, aludiendo como de costumbre a Leonor de Aquitania, no a la mujer de Ricardo.

Salisbury se encogió de hombros y cambió de posición en el banco.

—Nadie ejerce ningún control sobre los que disponen de un ejército. La reina a lo sumo puede impedir que se desate una guerra civil, mantener a Juan lejos de Londres el mayor tiempo posible.

—Entonces ¿piensas que habrá guerra civil?

El obispo asintió con tristeza.

—Si, creo que habrá guerra. Cuánto tiempo tardará, eso nadie lo sabe. Hasta que vuelva Ricardo, espero. No tuviste ocasión de hablar con él en Durenstein, ¿verdad?

—No, pero pudimos entendernos: cantamos.

—De acuerdo. Me pregunto qué nos aconsejaría ahora.

—Creo que sacarlo de Alemania lo antes posible. El cree, estoy seguro de que lo cree, que los ingleses saben que está prisionero y que por culpa de Juan no hacen nada para liberarlo.

—Bueno, ahora haremos mucho. Longchamp enviará una embajada al emperador para ver cuánto piden…

—¿Pero qué dirá Juan? ¿Y su pacto con Felipe?

—¿Has oído eso, también? —Las cejas del obispo se arquearon como las alas de una gaviota en vuelo. Blondel asintió—. Ésa es la parte más difícil del asunto —dijo Salisbury, hurgándose la nariz con aire pensativo—. No sé con certeza cuál es el trato, o siquiera si hay uno. Evidentemente, ha habido alguna especie de entendimiento y supongo que eso significará otra guerra con Francia, tarde o temprano. Probablemente, este mes nos enteraremos de lo que han pactado Felipe y Juan. En Paris tenemos un servicio de información muy infiltrado, muy infiltrado. —El obispo sonrió con complacencia.

—¿Crees que hay posibilidad de enviar un ejército en busca de Ricardo?

—En absoluto. Aunque pudiéramos reclutarlo, tendría que atravesar Francia y luego Alemania, dos países hostiles. Y si reclutáramos un ejército, el emperador bien podría amenazarnos con matar a Ricardo… No, temo que este problema hay que dejarlo en manos de los diplomáticos y los políticos.

—Lo cual llevará tiempo —dijo Blondel con irritación.

—Estamos tan ansiosos como tú por recobrar al rey —dijo Salisbury, fijando en Blondel los ojos pálidos—, muy ansiosos, en verdad, pero tenemos que actuar con cautela. Hay que evitar los errores.

—Sabéis que el rey está furioso —dijo Blondel.

—Lo tenemos en cuenta —dijo Salisbury, gesticulando en su defensa—, pero la elaboración de un plan lleva tiempo, y la acción más todavía.

—¿Tienes alguna idea de lo que hará Longchamp?

—Bueno…, en realidad no. Como te he dicho, supongo que se apresurará a enviar una embajada para averiguar las condiciones.

—¿Nada más?

—¿Qué más puede hacer?

—Podría ir a ver al papa y pedirle ayuda; podría encarcelar a Juan…

—No, no, no —dijo Salisbury, totalmente desconcertado—. ¿Qué estas sugiriendo? Lo que menos deseamos ahora es la guerra civil. Juan tiene bastante poder entre los barones, bastante poder. Aún no nos atrevemos a tocarlo. No, sólo el propio Ricardo puede enfrentarse con él; nosotros no podemos tocar al hermano del rey. Lo mejor que podemos hacer es ganar tiempo y conservar lo que tenemos.

De modo que ése era el criterio. Blondel no se sorprendió. A menudo había escuchado a Ricardo lamentándose de la falta de imaginación de sus consejeros, de su incapacidad para actuar. Afortunadamente, Ricardo había podido modelar su propia política y había escogido a Longchamp como funcionario judicial ante todo por su docilidad. Ahora dispondría del ocio suficiente para lamentar su elección; Longchamp actuaría con lentitud, si es que actuaba.

Salisbury se levantó, procurando conservar el equilibrio pese al vaivén del barco. Se arrebujó en sus vestiduras. Blondel notó que estaba muy pálido y le temblaban las manos.

—Temo —dijo— que debo acostarme un rato; el mar… —Se marchó apresuradamente y Blondel río.

Ahora estaba solo en la cubierta de proa. El séquito del obispo no estaba a la vista, y tampoco su amigo Karl. Miró el mar, lo miró esperanzadamente, como si se tratara de uno de esos espejos mágicos que muestran el futuro; pero no le mostró nada, y sólo le insinuó fragmentos del pasado.

El color: gris, con estrías de blanco, y si uno estudiaba el mar detenidamente, un azul vivido y oscuro debajo del gris, debajo de las crestas de espuma blanca, la espuma que flotaba en el mar como la red de un pescador. La nave hendía el gris, entreabriendo por un instante la tersa y ondulante superficie de las aguas.

El aire: gris, y un cielo no del todo blanco, empalidecido por una bruma tenue, pero salobre y áspero cuando el viento soplaba en ráfagas desde el norte. Las gaviotas, grises como el aire, como el cielo y la superficie del agua, volaban y chillaban, giraban en el viento como presagios consciente s, se lanzaban a la superficie, cabalgaban en las olas y volvían a volar.

La costa francesa ya había desaparecido de la vista, y frente a él, detrás de la bruma y oculta por la distancia, se extendía la costa de Inglaterra, esa isla verde que Ricardo gobernaba pero rara vez visitaba. A ningún Plantagenet le había gustado mucho vivir entre los ingleses. Ricardo había pasado sólo unos meses en Inglaterra, pese a que había nacido allí, en un pueblo llamado Oxford. El mismo Blondel sólo había visitado Inglaterra una vez, en el momento de la coronación de Ricardo. Poco después habían partido hacia la cruzada.

Tenía la cara fría y húmeda de espuma pero él miraba el espejo, no podía renunciar a las imágenes del pasado enmarcadas por el mar.

El gris de los ojos de Amelia apareció en el mar. ¿Qué habría sido de ella? La noche frente al fuego, la noche cálida y serena en que no se oía otro sonido más que el latido rápido y acompasado de sus corazones. ¿Qué habría ocurrido si él le hubiera insistido para que lo acompañara? Para que abandonara aquellos parajes boscosos y fuera con él a las ciudades. Lo sabía. Se habría cansado de ella. Con el tiempo habría dejado de interesarle y ella jamás habría comprendido los modales cortesanos; habría envejecido, la cara severa, adusta, y sus ojos lo mirarían sin comprensión ni simpatía, y ambos vivirían juntos y en silencio, envejeciendo, aguardando a que el otro muriera, aguardando esa liberación sin demasiadas esperanzas. Todo esto, se dijo, habría ocurrido, pero si pudiera tenerla ahora… Se produjo el blanco estallido de una ola y la blancura borró los ojos grises.

Ricardo, en Chinon, recibiendo la noticia de la maldición de su padre, la maldición de un moribundo, con una sonrisa. Pensó en el extraño hombre a quien había buscado por toda Europa y se preguntó qué sentiría Ricardo por él, por todos; Ricardo, que nunca reparaba en los demás. Al parecer nadie podía afectarlo y, sin embargo, Blondel recordaba momentos en que Ricardo lo había mirado como si realmente sintiera su presencia, había sonreído o gesticulado o dicho determinada palabra como si le respondiera. Sí, en ciertos momentos Ricardo lo había visto, y tanto por esos momentos como por los del futuro, no podía deplorar su búsqueda del rey y todos los días transcurridos.

Ricardo, Ricardo, Ricardo.

El mar repetía el nombre, lo repetían las olas, infatigablemente. El nombre brincaba de una ola a otra, de Francia a Inglaterra, y de nuevo a Francia.

Pensó en los hombres muertos, perdidos en el mar. Pudo ver buques que naufragaban, imaginó el naufragio de este barco: el agua fría a su alrededor, engullendo su cuerpo, quitándole el aire del pecho, deteniendo el corazón. El cuerpo hinchado flotaría en la superficie y luego, al cabo de un tiempo (¿cuánto tiempo?), se hundiría en el fondo del mar, yacería con restos de barcos cubiertos de limo, yacería con otros cadáveres: romanos y vikingos y normandos, yacería para siempre en actitud de reposo entre las víctimas olvidadas.

BOOK: En busca del rey
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