Read En busca del rey Online

Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (22 page)

BOOK: En busca del rey
4.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ahora tenía frío. El mar no le ofreció más imágenes, dejó de reflejar el pasado o de murmurar nombres. El agua era un círculo gris en cuyo centro flotaba la nave, observada por las gaviotas. Se ajustó la capa al cuello. Se frotó la cara para darle calor; luego dejó la cubierta y fue en busca de Karl.

4

Guillermo Longchamp, obispo de Ely, legado papal y gran administrador de justicia de Inglaterra, no estaba bien. Se encontraba sentado ante la mesa de su larga y fría habitación, enfundado en una gruesa capa de piel, manchada de sebo y de la grasa de varios banquetes. Era un hombre delgado: tenía el cuello encorvado como si lo aplastara un yugo invisible, y la cara, llena de arrugas y verdosa por la enfermedad, fruncía perpetuamente el ceño. A menudo tosía en el hueco de la mano, y ocasionalmente en la pelambre del abrigo. Los dedos arqueados, sin anillos, aferraban una pluma con la misma naturalidad con que otros aferraban la empuñadura de una espada. La mesa de madera estaba atiborrada de rollos de pergamino; otra mesa, detrás de la silla, sustentaba varios volúmenes gruesos. Aunque era mediodía, el resplandor del sol no se filtraba en el cuarto y la única luz provenía de varias velas al lado de la silla de Longchamp. Dos hombres con túnica oscura, de rostro verdoso, sin duda por mimetismo con su amo, secretarios, se movían bajo la débil luz, llevando papeles y escribiendo en libros.

Longchamp indicó a los secretarios que se sentaran en un banco junto a él; la luz les daba de lleno en la cara mientras que la de Longchamp, a contraluz, permanecía a oscuras.

Salisbury, vestido con ropas eclesiásticas, habló primero y Blondel escuchó. Longchamp frunció el ceño y tosió y acarició los rollos de pergamino.

—Bueno —dijo Salisbury, terminando—, casi no hay duda de que el emperador tiene al rey para obtener un rescate.

—Lo sé, lo sé… —Longchamp gesticuló con irritación, obviamente fastidiado por el intento de interpretación de Salisbury. Luego se volvió a Blondel—: ¿Y a ti qué te dijo el rey?

—En Durenstein no hablamos.

—¿No hablasteis? Creía que habías estado en el castillo.

—Así es, pero no tuvimos oportunidad de hablar. No obstante, entendí.

—¿Cómo lo hiciste?

—Cantando. El entonó una balada que había escrito y le fue fácil expresar sus deseos y sus sentimientos.

—Creo saber cuál es su deseo —refunfuñó Longchamp—. Sin duda desea que lo liberen. ¿Pero cuáles son, en tu opinión, sus sentimientos acerca de todo esto?

—En principio está furioso con los nobles ingleses y piensa que no han hecho nada para rescatarlo. De hecho, en su balada los atacó… dando los nombres.

—Bueno, no podemos hacer más de lo que hemos hecho —dijo Longchamp ceñudo, mirando a Blondel como si fuera él quien había acusado a los nobles—. Hay muchos otros puntos a considerar; la situación es delicada y debemos actuar con cautela. Después de todo, hasta el momento no hemos sabido oficialmente que el rey todavía está con vida; no había nada que pudiéramos hacer hasta saber exactamente dónde estaba y qué deseaban el emperador o Leopoldo…, quienquiera que fuese el que lo tenía. Déjame aclarar, sin embargo, que no hemos permanecido ociosos. —Tocó una pila de pergaminos—. Estos son informes relacionados con el rey. Habladurías, borradores de mensajes al emperador, a Felipe de Francia; oh, no hemos estado inactivos… A pesar de lo que piense el rey, hemos hecho cuanto ha estado a nuestro alcance. Su Majestad siempre ha sido impaciente. Nunca ha sabido apreciar las dificultades y demoras de toda negociación. —Longchamp miró con aire desolado los documentos que estaban sobre la mesa: sin duda cada uno representaba una dificultad y una demora.

—Ahora bien, ¿qué has oído acerca de las intenciones del emperador? ¿Se rumorea algo? —Miró a Blondel por segunda vez en la entrevista y Blondel desvió la mirada: la fealdad de la cara de aquel hombre era alarmante.

—No mucho. He oído sólo rumores… Tengo la impresión, sin embargo, de que el emperador se propone juzgar al rey.

—Yo también he oído eso —dijo Salisbury, dándose importancia—. En París se decía…

Longchamp lo miró de reojo y Salisbury se interrumpió abruptamente.

—Creo —prosiguió Blondel que van a fijar la suma del rescate en el juicio. Y estoy totalmente seguro de que hasta entonces el rey no sufrirá ningún daño.

Longchamp asintió, tosió.

—Yo también, a menos, por supuesto, que enviemos un ejército a rescatarlo, tal como propusieron algunos de nuestros consejeros, tal como, estoy seguro, el mismo rey habría propuesto. No, debemos continuar las negociaciones. Enviaré una embajada a Alemania al terminar esta semana y tal vez una al rey Felipe, me parece.

—He oído decir —dijo Blondel, interrumpiendo a Longchamp, consciente de su falta de tacto que Felipe y Juan han firmado una especie de acuerdo, que han concertado un pacto.

Longchamp lo miró perplejo. También Salisbury se mostró alarmado.

—Siempre circulan esos rumores —dijo al fin, con aire distante—. Sabemos cómo hacerles frente. El príncipe Juan se encuentra ahora en Inglaterra; no veo cómo podría haber firmado nada con Felipe recientemente. —Longchamp lo miró con blandura, como si lo que acababa de decir no sólo fuera profundamente razonable sino también cierto. Luego, el administrador de justicia se levantó y ellos lo imitaron—. Puedes permanecer aquí el tiempo que quieras —le dijo a Blondel, casi con amabilidad—. Y usted —le dijo a Salisbury— ¿hará el favor de yerme mañana? —Mientras se retiraban, el obispo respondió que sí en un murmullo ininteligible.

Se despidieron en el corredor y Blondel atravesó amplios salones de piedra en dirección al ala del castillo donde vivían él y Karl. Sus aposentos eran relativamente alegres: las paredes estaban revestidas con tapices nuevos y en ese momento la amarilla luz del sol, llena de motas de polvo, penetraba en el cuarto.

Karl, vestido solamente con un trozo de tela anudado a la cintura, estaba remendando la túnica. Sonrió al ver entrar a Blondel.

—Algo que aprendí en casa —dijo—. Siempre pensé que seria un buen sastre. Tuve que aprender esto cuando mi madre falleció. —Mordió el hilo—. ¿Qué tal tu entrevista con… cómo se llama? El administrador de justicia, ¿no?

—¿Longchamp? Más o menos lo que esperaba. —Se quitó la capa. El cuarto estaba agradablemente caldeado. Se tendió en la cama y cerró los ojos: luciérnagas, círculos concéntricos de luz verde resplandecieron detrás de sus párpados; un rayo de sol le calentaba el tobillo.

—¿Va a hacer algo con respecto al rey?

—Oh…, a la larga sí; pero tardará una eternidad. —Echó la cabeza hacia atrás y hacia adelante y los círculos concéntricos se disiparon en tinieblas rojas.

—¿Qué vamos a hacer nosotros, ahora que has visto a… Longchamp?

Siempre era «nosotros», y a Blondel, para su propio asombro, le complacía, le complacía sentirse unido a otra persona aunque fuera de esta manera circunstancial. Lo necesitaban, y era extraño sentirse necesario. Sabía que a veces Ricardo había necesitado de su compañía, pero Ricardo había tenido muchos compañeros y Blondel sabía que nunca lo había necesitado de veras hasta que él resolvió buscar al rey por su propia cuenta: un viaje de regreso al centro de su vida. Sin embargo ahora, sin que nadie se lo pidiera, este muchacho se había apegado a él, revelándole su propia necesidad, y Blondel, dejándose llevar por un impulso emocional, le había correspondido, tocado en la periferia y tal vez en una zona más profunda. Miró de soslayo a Karl, quien ahora sacudía enérgicamente el polvo de la túnica; a la luz del sol se veía el polvo arremolinado.

—No sé —dijo—. Tal vez nos quedemos un tiempo en Inglaterra. Debería ver a más gente, creo. ¿Te gustaría formar parte de la guardia?

Karl dejó de sacudir la túnica.

—¿Tengo que hacerlo? Es decir, me gustaría alistarme alguna vez, pero no permanecerás mucho tiempo en Londres, probablemente, ¿y qué haré si vuelves a irte a Francia? ¿No puedo ir contigo? No te causo demasiados problemas.

Hablaba con tanta gravedad, tenía un aspecto tan preocupado, que Blondel se echó a reír.

—Podemos permanecer juntos hasta que vuelva Ricardo. Entonces te unirás a su guardia. Quizá un día te arme caballero.

Blondel pensó en el futuro. Tal vez se casara y se instalara en la corte. Pero seria mejor, tal vez, viajar con Ricardo, y Ricardo sin duda regresaría a Palestina o, más probablemente, iría a pelear en la guerra con Francia. Él podía hacer lo que se le antojara; con las joyas de Valeria era un hombre de fortuna. Decidió que permanecerían un tiempo en Inglaterra; se quedarían hasta que supiera cómo actuar con respecto a Ricardo. Luego se unirían a él en cuanto estuviera libre, irían a su encuentro en el continente y regresarían con él a Inglaterra.

Se levantó. Por un momento se sintió mareado, como solía ocurrirle cuando se levantaba de golpe. Karl estaba ocupado ciñéndose la túnica, ajustándosela al cuerpo; el sol creaba la ilusión de un fuego amarillo reflejado en su pelo.

—¿Te vas?

—No, vuelvo en seguida; de repente me he acordado de alguien a quien podía ver.

En el corredor se cruzó con uno de los verdosos secretarios de Longchamp, quien, interrogado, le informó que la reina madre, Leonor de Aquitania, residía por el momento en Canterbury.

Los campos resplandecían y también los bosques se teñían con los colores de la primavera; el verdor moteaba las esqueléticas ramas pardas de los árboles y los pájaros regresaban, siguiendo, tradicionalmente, la luz del sol.

Cabalgaron hacia Canterbury y, como el día era espléndido, brillaba el sol y el verde, un verde vibrante, se extendía por doquier; cantaron y las gentes del campo que los oían interrumpían sus faenas para escucharlos. Peregrinos, mercaderes con caravanas, y nobles avanzaban por el angosto camino de Canterbury.

Al caer la tarde cesó el viento, ese áspero viento de primavera, y sintieron la tibieza del sol. Y así, atravesando un verde bosque, se apartaron de la carretera y se internaron en la espesura sombría. Se detuvieron en un pequeño claro donde un arroyo se convertía en un estanque antes de retomar su estrecho cauce. Desmontaron y dejaron pastar a los caballos. Blondel se sentó en el borde del arroyo y metió los pies descalzos en el agua. Era un agua tan límpida que, de no ser por la corriente, podía creerse que uno miraba un lecho de roca, de guijarros de colores donde pequeños peces centelleaban como libélulas.

Se miró las piernas, acortadas por el agua: eran pálidas y el vello rubio se ennegrecía al mojarse; tensó los músculos de las pantorrillas. Luego miró de soslayo a Karl, quien se había quitado la ropa y se frotaba con fuerza. Se lavaba con más frecuencia que ningún conocido de Blondel: a veces llegaba a hacerlo dos veces por semana; un hábito, explicaba Karl, que había adquirido por vivir junto a un río y en un clima agradable. El sol centelleaba en las gotas de agua que le perlaban el cuerpo. Cantaba mientras chapoteaba alegremente en el arroyo, estirando los músculos de la espalda; y entretanto, los rodeaba el verdor amarillento de la primavera, la tierra negra y blanda preparándose. —¿No está fría? —Blondel odiaba el agua fría; sus pies se habían acostumbrado ahora a la corriente, pero tiritaba cuando pensaba en la temperatura. El mar cerca de Artois era tibio las pocas veces que había nadado allí en los veranos de su infancia.

—¡Está magnífica! Y limpia, además; nunca he visto aguas tan limpias. En casa el río suele estar más frío que aquí, y lleno de barro. Nunca pude averiguar de dónde venía tanto barro. Pero esto… —Suspiró mientras se enjugaba el pecho lampiño.

Cantó un pájaro. Blondel se tumbó y escuchó los trinos de los pájaros y el gorgoteo del agua. Se sentía perezoso, eufórico. Canturreó para si mismo, se preguntó si se podría componer una melodía inspirándose en el canto del pájaro.

Abrió los ojos con un sobresalto; se había golpeado la cabeza contra una roca; se había dormido. Se incorporó, rígido, las articulaciones doloridas. El sol caía hacia el oeste, un opaco fulgor anaranjado inundaba el cielo. Observó que los caballos estaban sujetos a un árbol donde esperaban pacientemente, sacudiéndose los arreos de cuando en cuando. Karl se había ido. Sus ropas estaban en la orilla donde las había dejado, pero él no estaba a la vista.

Blondel se levantó rápidamente. No había huellas humanas en el suelo, pero le llamó la atención ver los rastros de un caballo sin herraduras.

Blondel llamó al muchacho a voz en cuello. Al principio sólo oyó el silencio y el susurro de un viento que empezaba a silbar en las copas de los árboles. Luego, a lo lejos, un grito le respondió. Aguardó con impaciencia, sacudiéndose las ramas y piedrecillas de las ropas, peinándose la melena con los dedos. De pronto oyó un repiqueteo de cascos de caballo en las cercanías. Se volvió, y por un instante vio la figura sonrosada y desnuda de Karl a lomos de una criatura cegadoramente blanca, y luego, antes de que pudiera identificar a la bestia, antes de que sus ojos se acostumbraran a la blancura, Karl desmontó y la criatura se perdió entre los árboles.

Karl tenía las mejillas encendidas, y le brillaban los ojos.

—¿Lo has visto? —preguntó, jadeante—. ¿Me has visto a caballo del unicornio?

—¿Eso era? ¿Cómo has podido montarlo? Creía que nadie podía montar un unicornio.

—Eso creía yo también, pero se ha dejado montar. Te habías dormido y yo estaba tumbado a tu lado en la roca, secándome al sol, cuando he oído un ruido a mi espalda y he alzado los ojos y lo he visto. De modo que me he acercado y lo he tratado como a cualquier caballo. Yo me encargaba de cuidar los caballos de mi padre, ¿sabes? Bueno, de repente lo he montado y se ha quedado tranquilo; la piel parecía de seda. Después se puso a galopar muy rápido y me he agarrado a él y hemos cabalgado…, hemos cabalgado por todo el bosque, y todo era tan diferente…

—¿Diferente?

—Sí…, yo…, bueno, no sé cómo explicarlo, pero todo era diferente. Parecía verano. Los árboles estaban cubiertos de hojas… al menos eso me ha parecido, y cientos de pájaros cantaban y era como… bueno, me ha parecido ver toda clase de gente… Y estoy seguro de que la he visto. Unas muchachas cantaban formando un círculo y entonces he visto…, pero es tan difícil de explicar… Cuanto más lo pienso menos me acuerdo. Qué raro, ¿no? Todo era tan nítido, además… Pero ¿has visto el unicornio?

Blondel asintió, perturbado.

—Lo he visto.

BOOK: En busca del rey
4.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Girl In the Cave by Anthony Eaton
Clidepp Requital by Thomas DePrima
Charity by Deneane Clark
The Revelation Space Collection by Alastair Reynolds
Bondage Celebration by Tori Carson
Sweet Memories by Starks, Nicola
Stronghold by Paul Finch