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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (16 page)

BOOK: En busca del rey
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Esa noche durmió bien, y a la mañana siguiente, cuando aún no había clareado del todo, pidió su caballo al palafrenero y, a imitación de sus anfitriones, se marchó sin decir una palabra.

Cruzó el río y se internó en otro bosque; aquí los árboles eran nudosos y retorcidos como si los hubiera atacado un viento terrible.

Al cabo de un día y una noche se había acostumbrado nuevamente a viajar solo. Todas las noches un viento feroz azotaba el bosque, un viento negro que oscurecía las estrellas como un pesado manto extendido entre los árboles y el cielo. Blondel pasó varias noches así en este bosque, y cada noche ese viento amargo soplaba y apagaba las estrellas.

Ningún lobo aullaba y no se oían ruidos; se preguntó si estaba en un bosque encantado, como el del dragón.

A veces creía en la magia. Los hechizos y los conjuros le inspiraban escepticismo; sólo se utilizaban, por supuesto, para amedrentar a los ignorantes. Pero los encantamientos más grandes —la metamorfosis de ciudades enteras, la destrucción de bosques, la maldición de montañas le resultaban fáciles de aceptar, y le habían hablado de brujas que podían desatar rayos y tormentas. Todo esto era posible. Además, en cuanto a los gigantes y los dragones, había visto personalmente a dichas criaturas. Su gigante no era tan alto, en realidad, al menos no tanto como solía decirse que eran los gigantes, pero sin duda era muy peculiar. El dragón era lo más inusitado: Blondel nunca había visto otro animal semejante, pero así y todo no se parecía a esos monstruos legendarios con aliento de fuego de los que había oído hablar. Los hombres-lobo constituían, en cierto sentido, su mayor decepción. Toda la vida había oído historias de aldea acerca de hombres que las noches de luna llena se transformaban en lobos y durante una noche cazaban con la manada; a la mañana siguiente volvían a convertirse en hombres, con las ropas manchadas de sangre, y no recordaban sus actos. Tal vez en alguna parte existían realmente esas criaturas, aunque ahora parecía improbable: eran meras bandas de salteadores ocultas en los bosques de Europa, hasta cierto punto unidas por los símbolos del lobo y por sus actividades delictivas.

Aunque en verdad la metamorfosis no parecía imposible. Había oído demasiadas historias de casos reales para ser excesivamente escéptico. Cuando era niño había cerca de Artois un hechicero, un hombre maligno que además de preparar todas las pociones ordinarias podía convertir a la gente en piedra. Blondel siempre lo había temido demasiado para atreverse a visitarlo.

Habían pasado varios días desde Wenschloss, ya una imagen borrosa en su memoria, cuando el extraño bosque terminó abruptamente y se encontró frente a una planicie parda y desolada. A lo lejos, unos cerros grisáceos limitaban la planicie, en cuyo centro, como una florescencia insólita pero natural enclavada en esa tierra lúgubre, había una aldea grande, con tejados puntiagudos, del color del polvo, con calles que desde lejos parecían negras. Detrás de la aldea se alzaba un castillo de piedra opaca, desgastada por la intemperie. Parecía muy antiguo y, a excepción de las modernas murallas, buena parte podía ser de construcción romana; aunque no podía explicarse con qué propósito Roma habría edificado una fortaleza en este páramo. Se preguntó de que vivirían los aldeanos, pues el suelo no parecía apto para el cultivo.

Como ya caía la tarde decidió pasar la noche allí, quizá en el castillo.

El frío sol del atardecer le daba en los ojos mientras cabalgaba por las calles; el cielo cobró un tinte violáceo y crepuscular, y a su espalda Blondel pudo oír el viento que se levantaba en el bosque. Se detuvo en la plaza de la aldea y en la fuente abrevó a su caballo. En la plaza había varias personas, que lo observaron con una sorprendente falta de curiosidad. Notó que eran gentes pálidas, de aspecto poco saludable. Pero quién podía ser saludable en semejante lugar. Entonces advirtió algo extraño; la iglesia, a un lado de la plaza, estaba en ruinas. Una puerta había sido arrancada y la otra colgaba de un gozne. Parte del techo había cedido y Blondel pudo ver cascotes amontonados en la nave. Era como si un rayo o un viento formidable hubiera aplastado sólo la iglesia, dejando intacto el resto del pueblo.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Blondel, dirigiéndose a un viejo, la persona que estaba más cerca. El viejo era sordo y Blondel repitió la pregunta; el viejo obviamente le oyó esta vez pero desvió la mirada.

—¿A quién pertenece ese castillo? —preguntó Blondel en voz alta, con irritación.

—A la condesa Valeria —dijo el viejo, y fijó en Blondel unos ojos amarillos—. Y a ella le gustarás, mi señor, mi buen señor. —Y el viejo se echó a reír pero calló de inmediato, como si alguien le hubiese tapado la boca con la mano.

Blondel montó y cabalgó hacia el castillo. Una condesa. Bueno, siempre se llevaba mejor con las mujeres que con los hombres. Esta condesa no tenía por qué ser una excepción. Se presentó al centinela de la puerta, un hombre pálido y enjuto que pareció sorprendido de verlo pero que lo dejó entrar sin hacer preguntas. Un sirviente le indicó una habitación y le dijo que la condesa lo recibiría a la hora de cenar.

Había algo resueltamente extraño, concluyó Blondel, en este castillo; ante todo, apenas se oían ruidos. En los castillos habitualmente se oían gritos y sonidos metálicos, el bullicio de los niños y los perros. Pero en este castillo imperaba el silencio. Los sirvientes atravesaban sigilosamente los corredores, y no se veían niños por ninguna parte. Con el transcurso de las lentas horas de la tarde, crecieron su temor y su inquietud.

El castillo no era muy grande, pero con tan poca gente y esa poca gente tan silenciosa parecía inmenso. Los corredores parecían túneles en una montaña de granito. El salón era frío y espacioso como la nave de una catedral. Las antorchas sólo alumbraban un extremo de la habitación, el extremo más alejado del hogar, y allí, sobre una tarima, sentada en una silla detrás de una mesa se encontraba el único otro comensal.

La condesa Valeria parecía alta; además era delgada, demasiado delgada. La cara era tan blanca como la leche recién ordeñada y los ojos se hundían en órbitas aureoladas de ojeras. No era joven, pero tampoco parecía vieja. Tenía arrugas alrededor de la boca, pero la cara tenía facciones jóvenes. La boca era de color rojo oscuro, ancha y de labios abultados, muy diferente del resto de la cara, delicada y enjuta. El pelo, terso y cobrizo, relucía opacamente a la luz. En la cabeza lucía una diadema de plata con una sola incrustación de un ojo de gato. Vestía a la antigua, una túnica blanca con bordados de oro. Cuando él se inclinó lo saludó con un gesto.

—Eres bienvenido a mi castillo —dijo, y su voz era baja, muy profunda para una mujer.

—Agradezco tu amabilidad, condesa. —Se presentó.

Ella le indicó que se sentara enfrente. Sin duda era extraño cenar con una sola persona en el salón de un castillo. Los sirvientes les trajeron comida y vino.

Tres juglares estaban sentados en la oscuridad, fuera del círculo de luz, y tocaban lo que a Blondel le sonó como una música oriental, vibrante y aguda, una música dolorosa y gemebunda.

—¿Y continúa la cruzada? —preguntó la condesa.

—Bueno, no. No por el momento. Ricardo firmó una tregua de tres años con Saladino. Casi todos los cruzados están de vuelta, creo.

—¿Ricardo? ¿Ricardo qué?

—El rey Ricardo… de Inglaterra —dijo Blondel; ella bromeaba, desde luego.

—Creía que el rey de los ingleses era Enrique.

—No, Enrique falleció.

—Ya veo. ¿Sabes?, por aquí no suelen pasar muchos viajeros; rara vez recibimos noticias. Pasaron años antes de que nos enterásemos de la muerte del duque Guillermo. Era amigo de mi hermano; en realidad, mi hermano lo acompañaba cuando desembarcó en Inglaterra.

—Pero… —Blondel se interrumpió; la mujer, obviamente, estaba fuera de sus cabales. Eso explicaba todo. El castillo silencioso y tal vez, incluso, la hosquedad de los aldeanos y la iglesia en ruinas. Sí, estaba loca; habían transcurrido casi ciento cincuenta años desde que Guillermo invadiera Inglaterra. Le sonrió; trataría de caerle en gracia.

—Ésos fueron grandes días —dijo, y luego preguntó cortésmente—: ¿Dónde está ahora tu hermano?

—Muerto —suspiró la condesa, mirándose las manos blancas y alargadas, con uñas puntiagudas como las garras de un dragón de alabastro—. Toda mi familia ha muerto, excepto mi padre y yo; él vive en otra región de Austria, un paraje apartado como éste. A mi familia nunca le ha interesado la vida cortesana. Nos gusta la soledad —y rió suavemente, un susurro de hojas secas—. Pero háblame de las cortes. Siempre siento curiosidad por saber qué ocurre, y un día, pronto quizá, me iré de este castillo y volveré a viajar. Hace muchos años que no salgo de aquí. Creo que la última vez Federico era emperador. Pero estoy convencida de que en el mundo no se han producido grandes cambios: todo lo más, unas pocas guerras, nuevos reyes y esas ridículas cruzadas. No las apruebo, ¿sabes? Me parecen completamente inútiles. —Esta afirmación fue inesperadamente enfática; por primera vez levantaba la voz—. Pero bebe más vino —dijo, retomando su tono ordinario, inexpresivo. Blondel se sirvió vino de una jarra de plata, un vino rojo como el granate.

—¿Te gusta esta música? —preguntó ella.

—Sí…, es una música extraña, casi imposible de seguir con el canto, me parece.

—No, no sirve para cantar. Esa música viene de Asia; mis juglares también son de Asia. Pero me gusta ese sonido, ¿a ti no? Se parece al viento. —Y mientras ella hablaba, Blondel oyó el viento que empezaba a soplar en torno al castillo. Algunas ráfagas barrían el salón y las antorchas vacilaban y humeaban.

—Si, se parece al viento. —La miró y vio que sonreía y lo observaba. Ojalá pudiera verle los ojos, discernir realmente el color y la expresión, pero estaban ocultos en profundas sombras—. Tu bosque —dijo me ha parecido bastante raro.

—¿De veras? ¿En qué sentido?

—Era… demasiado tranquilo; todos los árboles estaban retorcidos, deformados…

—Pero a mí me gusta la tranquilidad. ¿A ti no?

—No ese tipo de tranquilidad. ¿El bosque está encantado?

—¿Qué significa encantado? Si te refieres a algún conjuro mágico, si. Pero hay muchas clases de encantamiento, y algunos son imperceptibles. La magia crea y la magia, sin duda, destruye o transforma. Algunos conjuros mágicos sólo pueden obrarse de noche, de acuerdo con el demonio; otros se realizan al mediodía. Algunos encantamientos sólo duran una luna llena mientras que otros persisten hasta que las piedras se reducen a polvo y los bosques mueren. —Miró a Blondel y Blondel no supo qué decir. No entendía nada de todo esto. Se preguntó si ella no estaría obrando ahora un encantamiento, pues su modo de hablar hacía pensar en un conjuro. Por debajo de su voz gemía la música asiática.

—¿Crees en los hechizos? —preguntó.

—En algunos, por supuesto. En otros no. Es sencillo, sin duda, encantar a alguien, hacer que nos obedezca, inducirlo al sueño. Mucha gente lo puede lograr: con palabras, con los ojos o con un destello de luz en una superficie de plata. Me han dicho que es posible hacer oro, pero eso nunca me ha interesado. Si uno tiene poder, ¿para qué hacer oro? Además, la magia de las pociones es simple; cualquier vieja campesina entendida en hierbas puede hacer pociones para los amantes o los asesinos. Existen muchos hechizos, muchas formas de la magia, pero sólo un gran hechizo, al fin y al cabo.

—¿Y cuál es…?

—El de la vida.

—¿La vida eterna? Eso nadie puede lograrlo.

Ella meneó la cabeza, sonriente.

—Algunos, unos pocos, podemos hacerlo; unos pocos que ya han sobrevivido a su época, que viven en secreto, de noche. Debemos vivir de noche porque el sol nos hiere los ojos y nos aja la piel: la luna es más fría. Toma prestada la luz, y en eso se nos parece.

Sí, estaba totalmente loca. Sin embargo, asintió.

—He oído hablar de esa gente —dijo.

—Todo el mundo ha oído hablar de ella. —Apoyó las manos en la mesa; las uñas brillaron a la luz de las antorchas—. Todo el mundo nos conoce. Los niños nos temen cuando anochece y los perros aúllan cuando pasamos. El viento es nuestro aliado y hasta los amantes se estremecen cuando pasamos por la calle bajo sus ventanas. Comprendemos el tiempo, ¿ves? El transcurso de las horas nada significa para nosotros: los días y los meses son todos iguales y cada año nos parece un latido del corazón…

—Entonces ¿no podéis morir?

—Por medios ordinarios, jamás; no por enfermedad, al menos, ni por envejecimiento. El rayo podría matarnos, un incendio en el bosque,la explosión de una montaña o el desbordamiento de un río: sólo nos afectan esos elementos que están al margen de lo humano.

—Debes de sentirte sola —dijo Blondel, observando los dedos de largas Uñas.

—¿Sola? ¿Los cerros se sienten solos? ¿El bosque se siente solo? ¿La luna se siente sola? Somos como las estrellas, singulares y distantes, destinados a durar para siempre. ¿De qué pueden servirnos los humanos?

—No sé —dijo Blondel—. No sé quiénes sois… ni cuáles son vuestras necesidades. Ella rió.

—Yo no tengo necesidades. Permaneceré aquí hasta que las piedras de este castillo sean arena; sólo entonces, tal vez, dispondré mi muerte.

—¿Te gustaría morir?

—A veces me gustaría dormir, me gustaría volver a las tinieblas sin consciencia, sin memoria, sin sueños, sólo rodeada por la tierra blanda, la tierra fresca y oscura. Sí, a veces me gustaría. Los días pueden resultar tediosos, aburridos pese a que el tiempo nada signifique, a que el transcurso del día nada signifique, ningún cambio, sólo otro período de luz al que sucederá otro período de tinieblas, otra luna y las estrellas familiares. Pero los siglos sí transcurren para la gente que se encuentra libre del hechizo, y es divertido observar a nuestros reyes peleando en nuevas guerras y luego verlos convertirse en meros recuerdos fragmentarios y hechos distorsionados, mientras los hijos reinan sólo para seguir a los padres. Y, al margen de todo, yo permanezco inalterable mientras los cambios se suceden en el mundo.

—¿Prefieres estar al margen del mundo?

El ojo de gato centelleó; la oscuridad crecía en la sala. Algo estaba ocurriendo. La música asiática gemía lánguidamente, como parte de ese viento de pesadilla.

—Todos estamos aislados —dijo la condesa, y su voz también sonó distante—. Cada uno está solo; yo simplemente soporto durante siglos lo que los mortales soportan durante años; de día me encierro en mi habitación de la torre. Las ventanas impiden el paso de la luz; sólo arde una antorcha; me encierro en mi habitación y recuerdo los años, los siglos que he vivido. Tengo tanto que recordar… Luego, por la noche, voy a la aldea y busco. O, a veces, voy al bosque para obrar conjuros. ¡Oh, las noches son hermosas en el bosque! Las ramas se retuercen y el viento chilla como un gran pájaro entre los árboles. La luna no puede brillar en el bosque, y tampoco las estrellas: forma parte del encantamiento, como has advertido. Sí, con frecuencia recorro el bosque por la noche.

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