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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (14 page)

BOOK: En busca del rey
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—Raimond de Perpignan —anunció el chambelán, y Blondel se puso de pie y caminó hasta situarse delante de la tarima. Hizo una profunda reverencia frente al emperador, quien en vez de mirarlo se dedicó a estudiar una hilera de escudos sarracenos que colgaban en la pared cercana. Se inclinó ante las damas y ellas hicieron un gesto afirmativo con la cabeza; su aliada sonrió tímidamente.

Se volvió a la audiencia, tocó algunas notas con la viola y luego anunció con voz vibrante los dos primeros versos de la balada. El murmullo de voces se acalló y todos lo observaron. Por primera vez el emperador lo miró, consciente de su autoridad. Ahora les enseñaría. Empezó en voz baja.

Miró de soslayo a la familia imperial y comprobó que todos los ojos estaban fijos en él y que su aliada abría levemente la boca.

Miró al duque y vio que fruncía ligeramente el ceño, arañando la mesa con los dedos.

Luego cantó la conversación entre él y su canción.

Al principio, la audiencia no se dio cuenta de lo que hacia, pero no bien lo comprendieron, todos sonrieron y empezaron a aplaudirlo. El chambelán impuso orden y Blondel cantó triunfalmente el
envoi
.

Hubo un gran aplauso cuando terminó. Blondel volvió a inclinarse ante el emperador, quien lo saludó en latín en un tono casi audible. Su aliada le arrojó una cinta de seda clara que él cogió y besó a la salud de la audiencia. Luego regresó a su asiento, y los hurras aún vibraban en sus oídos.

Era el turno de Leopoldo. Éste miró con desagrado a Blondel al dirigirse a la tarima, sonrió a Enrique y su familia y se inclinó cuando ellos asintieron, pese a que los ojos imperiales seguían fijos en Blondel, quien estaba sentado junto al hombre de Orleans y examinaba modestamente la viola que sostenía en el regazo.

Blondel se preguntó si tal vez alguien sospechaba de él, ya que los amaneramientos de los trovadores famosos eran muy conocidos; por suerte, de todos modos, no había cantado una típica balada de Blondel.

Leopoldo cantaba bien. La voz era débil y de escaso registro pero pura, y la balada que cantó, aunque ordinaria y sentimental, era de construcción elegante, en la mejor tradición moderna. Blondel estaba seguro de que la habían compuesto de antemano; se preguntó quién sería el autor.

Leopoldo recibió muchos aplausos al concluir. Los cortesanos rivalizaban unos con otros para lanzar hurras. La familia imperial también aplaudió pero con cierta desgana, pensó Blondel, quien después de muchos años podía interpretar con exactitud la reacción de una audiencia.

Entonces el emperador y sus damas conferenciaron seriamente. Miraron varias veces a Blondel y él pensó que tal vez aún ganara el certamen y la bolsa de oro depositada en un taburete frente a la tarima. Finalmente, después de lo que pareció una discusión, el emperador dijo el nombre del vencedor y el chambelán anunció con una gran sonrisa:

—¡El ganador del certamen es nuestro gracioso duque Leopoldo!

Más aplausos de los cortesanos. Leopoldo se levantó y saludó. Estaba sereno, volvía a sonreír, y sus labios carnosos eran tan rojos y delicados como los de una niña. Luego, cuando renació la calma, dijo:

—Como recompensa a su excelente canción, daré el oro al trovador Raimond de Perpignan. —Se acercó a Blondel y le entregó el premio.

Estallaron nuevos aplausos y Blondel vio que todo el mundo estaba complacido: nunca hubiera pensado que el duque fuera tan sagaz, pues ahora todos ponderaban su generosidad. El emperador cogió una de sus muchas cadenas de oro y la arrojó a Blondel, quien la tomó haciendo una reverencia. Luego aparecieron malabaristas y los trovadores se retiraron al otro extremo del salón.

—Una buena actuación —dijo pesadamente el hombre de Orleans—. Nunca había oído antes ese truco pero, en fin, creo que has cantado bien. Debes de haber frecuentado mucho las cortes francesas.

—Sólo en Provenza —dijo; respondería con cautela—. Y una vez en Paris.

—Sigues el estilo de moda —dijo el otro, tratando de caerle simpático—. Por supuesto que las modas, como sabrás, cambian muy rápido. Siempre he pensado que los que siguen las modas contemporáneas deben aceptar el hecho de que ellos también pasarán de moda un día.

—Tienes toda la razón —dijo Blondel con humildad.

—Por mi parte, nunca me he dejado influir por esas nuevas escuelas de las que siempre se oye hablar. La halada es esencialmente una forma pura y clásica, y no creo que haya que variarla por el capricho de un cantante deseoso de producir un efecto fuera de lo común; en mi opinión, ése es un modo de admitir que no puede trabajar en las formas convencionales, eso es lo que yo pienso.

—Es muy cierto.

El otro lo miró con suspicacia, no preparado para tanta humildad.

—Estoy seguro de que serias muy popular en las cortes francesas. Les gusta tu tipo de inventiva. Tengo entendido que Ricardo es también un devoto de lo extraño. Yo detestaría sentir que una forma bella como la balada tradicional pudiera volverse tan inapropiada que tuviera que alterarla, transformarla en otra cosa.

—Uno lo hace sólo para lograr un efecto.

—De acuerdo, sin duda. Pero ¿merece ese efecto momentáneo que atentemos contra la propia integridad, contra la integridad de nuestro arte?

—No veo que haga tanto daño —dijo Blondel, adoptando una actitud deliberadamente cínica para convencer al otro de que no era sino un hábil farsante; lo consiguió.

—Bueno, claro, lo que yo veo es que hay muchos que ceden a la tentación de ser deshonestos; suele suceder. —El hombre de Orleans no volvió a dirigirle la palabra.

Los trovadores más jóvenes, sin embargo, se reunieron llenos de admiración alrededor de Blondel y le formularon preguntas técnicas; todos estaban sorprendidos de que no fuera un trovador más famoso. Al fin, cuando concluyó el espectáculo, los cortesanos y caballeros deambularon por el salón, aún bebiendo, hablando e intrigando. El duque y la familia imperial habían desaparecido.

Blondel se paseó yendo de un grupo al otro, aceptando las felicitaciones, escuchando. Se unía a grupos ocasionales y esperaba oír algo de Ricardo, pero ninguno lo mencionó y él no se atrevió a preguntar. Sabía que era más que probable que alguien lo hubiese oído cantar en Palestina; podían reconocerlo y en ese caso, indudablemente, lo denunciarían al duque. Tendría que marcharse esa noche; pero ahora debía quedarse, permaneciendo atento y pasando inadvertido.

De pronto recordó lo que Otto le había dicho acerca de su amigo en la corte, Stefan de Dreisen. Preguntó a varias personas si lo conocían y, finalmente, un caballero ebrio señaló con un dedo como una salchicha a un hombre moreno y delgado que estaba parado a cierta distancia.

—¿Stefan de Dreisen?

—¿Si? —El joven moreno se volvió y miró a Blondel; era guapo y tenía un aire entre hosco y aniñado.

—Me dijeron que te saludara si venia a Viena. Tu amigo Otto, en Tiernstein, me encomendó que te viera.

El joven sonrío.

—Ah, viste a Otto; sí, es mi mejor amigo. ¿Cómo estaba cuando lo dejaste?

—Me pareció que bien; inquieto, tal vez.

—Pobre Otto. No sé cómo aguanta Tiernstein. Conociste a lady Hedwig, sin duda.

Blondel hizo una mueca y Stefan se rió.

—Yo escapé a ese destino alejándome de su alcoba a tanta velocidad que aun en caso de que ella gritara yo estaría tan lejos que ella quedaría en ridículo alegando que yo la había atacado. Y tú ¿qué hiciste?

Blondel se lo contó y Stefan rió y le preguntó, cuando hubo terminado:

—Ahora dime: ¿Otto vendrá a Viena o no? He sabido que vendrán el señor de Tiernstein y su esposa, pero de él no sé ni una palabra.

Blondel dijo que no lo sabia, que hacia ya tiempo que había estado en Tiernstein. Entonces, Stefan lo cogió del brazo y encontraron un banco bajo la galería, donde se sentaron a charlar sin hacer caso de los grupos de borrachos que había a su alrededor. Bebieron y hablaron de ejércitos y trovadores, de las intrigas de los reyes, de gigantes y dragones, de los sarracenos y el infierno. A Blondel le gustó Stefan. Tenía encanto y era muy ingenioso. No sentía respeto por sus superiores; una buena señal, como Blondel sabia por experiencia. Le refirió anécdotas irreverentes acerca de Leopoldo, acerca de su ambición de ser por lo menos rey, de sus actuales fricciones con el emperador.

—Es por causa de Ricardo, ¿no? —preguntó Blondel. Stefan asintió.

—Supongo que tú también lo sabes, como todos en Viena. Sólo que no creo que los ingleses lo sepan aún; al menos no dónde se encuentra o qué van a hacer con él. Circula el rumor de que Felipe va a enviarnos un embajador especial y Dios sabe qué problemas vamos a tener ahora con el papa.

—Pero ¿a qué se debe el desacuerdo entre Leopoldo y el emperador?

—A Ricardo, por supuesto. El emperador lo quiere para él y supongo que se lo quedará sin importarle la opinión de Leopoldo. Entonces se agravará la situación. Están tratando de ponerse de acuerdo con respecto al rescate, al reparto de lo que obtengan. Leopoldo tiene muchas deudas, casi todas heredadas y tiene que saldarías antes de emprender la construcción de un reino. Enrique, por otra parte, es codicioso por naturaleza… Alguna vez me gustaría escucharlos: Leopoldo sonriendo y sonriendo, y Enrique poniéndose cada vez más pálido. En fin, el emperador se llevará a Ricardo, pero Leopoldo se lo pondrá difícil.

—¿Dónde está ahora?

—Oh, supongo que están en la habitación del emperador, hablando.

—No, me refería a Ricardo… ¿Dónde está?

—En Lintz, en el castillo. Dicen que ha sido un auténtico terror. Los tiene a todos asustados. Celebra reuniones con sus guardianes y se pelea con ellos, les gana el dinero a los dados y come en grandes cantidades. Dicen que tiene accesos de cólera y amenaza al señor del castillo, lo insulta y trata de derribar los muros a empellones. A juzgar por lo que cuentan, debe de ser un hombre maravilloso. En mi opinión, Leopoldo fue un necio al capturarlo, teniendo en cuenta que está en tan buenas relaciones con el papa. Si no andamos con cuidado, hasta puede desencadenarse una guerra. Depende mucho de lo que diga la embajada de Felipe, por supuesto.

—Entonces no lo tienen encerrado en una mazmorra.

—¡A Corazón de León! ¡El orgullo de la cristiandad! Ni siquiera Leopoldo seria tan estúpido. No, es sólo un huésped obligado. Por cierto, he sabido que ha estado escribiendo baladas.

—No me sorprende —dijo Blondel—. En Francia cantamos algunas de sus baladas, y son muy buenas.

—Siempre que las escriba él mismo. Dicen que es Blondel, ese trovador amigo suyo, quien las compone.

Blondel quedó atónito por un instante.

—También yo lo he oído —dijo luego.

—Vivo en la ciudad —dijo Stefan—. Podrías pasar la noche conmigo. Seria mucho más cómodo que el palacio, menos bullicioso.

—También a mí me gustaría —dijo Blondel, ansioso de marcharse de ese lugar antes de que lo reconocieran.

Se abrieron paso en el salón atestado. El calor era sofocante, a causa del hogar, las antorchas y la multitud; era difícil respirar. Evitaron pisar a los borrachos que dormían en el suelo. Esas cosas nunca sucedían en las grandes cortes, pensó Blondel con fastidio.

—Tendré que salir por la mañana temprano —dijo Blondel, sorteando dos hombres que reñían y acababan de desenvainar las espadas.

—¿Tan pronto?

5

Salió de Viena a primera hora de la mañana. Una costra dura se había formado sobre la nieve durante la noche. Despuntaba el día, deslumbrando con la luz de invierno reflejada en la nieve: resplandores rojos, amarillos y violetas destellaban en la blancura. El cielo era de un azul profundo, y al sol no se sentía el frío. Se aflojé la capa, la brisa fresca lo acaricié. Detrás de esa frescura, el sol quemaba. La gente caminaba por las calles; todos parecían alegres, reflejando, como suele ocurrir, el estado del tiempo. Los carros traqueteaban, y grupos de jinetes armados cabalgaban en las calles alfombradas de nieve rumbo a las fronteras de Austria, hacia rebeliones y batallas desconocidas.

Ahora volvía a cabalgar, en una montura adquirida con el premio del emperador; estaba satisfecho con el éxito obtenido la noche anterior y también con el dinero, pues el oro le duraría por lo menos hasta encontrar a Ricardo. Canturreando feliz, se interné en la carretera de Lintz.

Un campo ondulante, resplandeciente y blanco, circundaba la ciudad y bordeaba el ancho río: campos como pedazos de blancura y bosquecillos de árboles como dedos de viejo arañando la luz, negros y retorcidos. Estaba solo en la carretera y cabalgaba con placer, respirando gozosamente, concentrado en sus movimientos, disfrutando el día transparente, la súbita claridad. No había nubes en el cielo: todo era azul, diáfano, con una luminosidad que encandilaba y hacía lagrimear, con el color de los zafiros y de los ojos de un rey. Ningún viento perturbaba el aire mientras él cabalgaba a través de la blancura.

Pasaron los días.

El tiempo se desplazaba hacia un misterio desconocido y los días, los paréntesis de luz y de tinieblas, transcurrían mientras él se desplazaba, como el tiempo, hacia un misterio que no podía designar, un lugar más allá de la ilusión, más vasto que el instante, ensanchado por la muerte. No tenía idea del futuro; vagamente comprendía que debía ir hacia Ricardo pero no pensaba en el después, y hasta Ricardo, a veces, le parecía casi inexistente. Se movía y eso era todo. Atravesaba aldeas y veía el trabajo de los labriegos. Los oía hablar entre sí y sabia que cada uno tenía una historia conocida por los demás, mientras que, entre ellos, sólo él era diferente, sin una historia o una realidad en esos pueblos: nunca despertaba afecto, sólo curiosidad, un hombre de tez clara, joven aún, que pagaba un techo bajo el cual dormir y la comida.

Él era el extraño.

Los niños eran los más recelosos y los más interesados; solían formar corro cerca de él, señalándolo y observándolo con temor. Durante mucho tiempo les había sonreído, pero ahora comprendía que así los asustaba, de modo que finalmente aprendió a mirar a la gente sin expresión alguna, como si no reconociera la existencia de los demás, como si también ellos fueran espectros. Y en realidad, él se diferenciaba de ellos por el solo hecho de estar en movimiento: rara vez abandonaban sus aldeas, pues temían a los gigantes y dragones, los hombres-lobo y los vampiros, y ante todo a los otros hombres. Pero los que carecen de futuro y de historia pueden deambular de un lado al otro sin temor, pues están protegidos por el presente; no reconocen los limites impuestos por el tiempo; jamás atraviesan una frontera: se desplazan por el mundo en un presente ininterrumpido y sólo unos pocos, como Blondel, advierten, si bien con vaguedad, que deben encontrar a un rey; aunque la búsqueda en si misma es ya una razón para olvidar la propia historia, una causa suficiente para destruir la presencia del futuro, que en el mejor de los casos es un sueño y una abstracción.

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