En busca del rey (13 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: En busca del rey
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Se paseó por el palacio, recorriendo largos pasillos entre sirvientes y guardias que hablaban y reían y cumplían encargos. Finalmente llegó a una habitación larga, decorada con tapices y bancos laboriosamente trabajados. Había una mesa tallada debajo de los profundos ventanales. No menos de cien cortesanos, hombres y mujeres, charlaban, alejándose, de vez en cuando, por parejas, por una galería adyacente, sin duda intrigando y comentando los asuntos de estado. Esta era la corte austriaca. Las mujeres eran más robustas que las francesas, y no tan altas como las sajonas; casi todas eran rubias y las menos pelirrojas; Blondel sentía especial predilección por las pelirrojas: había muy pocas en la zona de Francia donde había pasado casi toda su vida. Las voces de las mujeres austriacas eran estridentes y reían mucho, chillando como esas aves tropicales multicolores que a veces los exploradores traían de África. Sus tocados solían ser complicados, con incrustaciones de joyas, y los velos eran de seda y de exquisita factura. En la confusión, nadie reparó en él y circuló entre ellos invisible, única audiencia de esa actuación inconsciente. Los hombres jóvenes eran fuertes y delgados, pero casi todos los que pasaban de treinta años eran gordos y de rostro colorado, un poco como el señor de Tiernstein. Hablaban animadamente y parecían auténticamente cordiales, a diferencia de los cortesanos de otros paises. Algunos hablaban alemán; muchos hablaban latín y otros un francés con fuerte acento. De vez en cuando se abría una de las altas puertas del extremo de la estancia opuesta a la galería, y un chambelán anunciaba el nombre de un cortesano a quien se le concedía audiencia con el emperador.

Escuchando las conversaciones, Blondel se enteró de que el emperador permanecería en Viena varias semanas, de que estaba algo enojado con el duque, de que la causa del enojo era un secreto compartido por todos: se sonreían, guiñaban el ojo, y afirmaban que el duque se encontraba en una posición difícil.

Finalmente, cansado de escuchar las conversaciones y más cansado de estar de pie, Blondel se sentó en uno de los bancos. Nunca en la vida se había sentido tan irreal, tan aislado. De pronto anheló estar de nuevo en Francia, volver a los dieciséis años, tener viva a su madre y trabajar todos los días en los campos bajo el cálido sol. Recordó al sacerdote que le había enseñado a leer; recordó al barón del castillo vecino, que le había hecho cantar en su corte cuando sólo tenía diecisiete años y su cabeza rebosaba de palabras y de música, esperando una orientación, y la orientación vino cuando cantó en público y lo escucharon y aplaudieron. A partir de entonces había viajado de corte en corte, por Francia, Inglaterra, una vez por Italia, hasta la cruzada con Ricardo. Ahora, después de muchos años, deseaba regresar, estar en un lugar con una persona. Alguien que fuera aún más que un amigo, alguien que le brindara protección: quizá Ricardo o quizá una mujer como Amelia: alguien amable y más sabio que él. Pero ahora estaba perdido, sin un centro, totalmente solo, y eso lo aterraba. No se sentía así desde que era niño. Por un instante vio el mundo entero: amenazador y, peor aún, impersonal en su crueldad. Él formaba parte del cambio continuo: envejecería y su cuerpo se debilitaría, y sus facciones se harían flojas y grotescas. Perdería la voz, ¿y qué haría entonces? ¿Adónde iría a vivir los últimos años de su vida, los años de fealdad? Si le pasaba algo a Ricardo se encontraría perdido, sin protección; sus otros amigos, diversos nobles, no estaban tan cerca de él, no le brindaban esa sensación de seguridad, no eran una presencia protectora. Ahora tenía frío; tiritó; tenía las manos empapadas de sudor. Y alrededor, riendo y charlando, deambulaban los hombres corpulentos y las mujeres robustas de la corte de Austria, cada uno con un castillo de piedra, muchos familiares y nobles ancestros, muchas tierras y oro. Ellos, en su mayoría, vivirían mucho tiempo; serian honrados y respetados en sus propios castillos y sus riquezas los protegerían de este terror mientras que él era apenas un viajero, un trovador sin castillo donde refugiarse; todo cuanto tenía en el mundo era la amistad de un rey prisionero. Para consolarse pensó en Ricardo, evocó su voz altisonante, la oyó en su memoria, imponiéndose a la cháchara de los cortesanos; su futuro estaba allí, y su objetivo era inequívoco: encontrar al rey y contribuir a liberarlo. Debía tenerlo presente, no olvidarlo jamás. La memoria era muy frágil cuando uno estaba solo entre extraños en una ciudad desconocida y hostil; pero ahora no lo olvidaría. Dibujó un retrato en su mente; la cara sonriente y los ojos azules y penetrantes; lo vio de pie en el estanque negro del bosque, con el agua hasta la cintura. Oyó sus alaridos mientras cargaba contra los sarracenos en Acre. Al rememorar a Ricardo evocaba movimientos, un brazo corto y vigoroso, con músculos prominentes, asestando un golpe con la espada. El presente era sólo un hiato, un espacio que uno atravesaba rápidamente; y aL pensar en el rey olvidó su soledad y recordó lo que debía hacer, reconociendo el centro hacia el que debía dirigirse.

Blondel se sentó con los demás trovadores a una de las mesas más pequeñas. Sólo había oído hablar de uno de ellos, un hombre de Orleans, corpulento y engreído, que al no hallar eco muy favorable en las cortes francesas cantaba desde hacía años en Austria y las ciudades provinciales de Europa central. Los otros trovadores eran o bien muy jóvenes y desconocidos, o bien hombres de más de cincuenta años cuya reputación había decaído años atrás, cuando las viejas cortes de su juventud habían cambiado, cuando sus primeros protectores y sus primeras amantes habían muerto o envejecido demasiado para preocuparse por ellos, para molestarse en recordarlos. Blondel siempre era cortés con los trovadores viejos y ellos se lo agradecían.

Afortunadamente, casi todos eran extraños entre sí. Todos conocían, por su fama, al hombre de Orleans, quien se sentaba a la cabecera de la mesa y hablaba en tono muy solemne y algo desdeñoso de Vidal, de Blondel, de Hautefort, de Born, de Raimond de Vaquerias, en suma, de todos los trovadores distinguidos.

—¿Y qué opinas, señor —preguntó Blondel con exagerada cortesía—, de Blondel? ¿Por qué piensas que canta mal?

El hombre de Orleans se aclaró la garganta y se acarició la barba oscura con una mano velluda y rolliza.

—Es un buen técnico —respondió con lentitud—. Lo he oído cantar muchas veces, claro está. Su voz me parece un poco débil, y su registro es limitado. Un trovador menor, sin duda alguna. De no haber sido por Ricardo, el rey inglés, estoy seguro de que nunca habría llegado a ser famoso. Es un cortesano excelente, eso si. Tal vez mejor cortesano que trovador, pero ése es, desde luego, el modo más seguro de alcanzar el éxito: ser amigo de los reyes. De esa manera es innecesario el talento.

—¿Qué clase de hombre es Blondel? —preguntó Blondel, divertido con la situación.

El otro se encogió de hombros.

—Un tipo maduro, diría yo. Más bien corpulento y muy superficial como persona. En verdad no creo que sienta lo que canta y compone. Algunos piensan que posee un gran magnetismo personal, pero yo debo admitir que nunca lo he notado. Algún atractivo ha de tener, por supuesto, si no Ricardo no le habría cobrado tanto afecto. Pero, como todos sabemos, Ricardo es muy susceptible a las lisonjas, y Blondel es muy hábil en ese sentido.

»A mi juicio —prosiguió con aire pensativo el hombre de Orleans—, la mayor satisfacción reside en componer como uno prefiere, sin tratar de complacer a un amo en particular. Ese es el defecto, me temo, de muchos de los trovadores más afamados: se obstinan en complacer a un amo y por eso su obra no perdurará. —Hizo una pausa y los trovadores más jóvenes se inclinaron hacia adelante para escucharlo—. Yo siempre he compuesto y cantado para complacer a la gente y a mí mismo. No he recurrido a los alardes técnicos de Blondel ni a la dicción «tosca» de Vidal, hoy de moda, para llamar la atención; no, yo sigo la tradición popular, que es muy rica; pero siempre a mi manera, claro está. —Los jóvenes asentían como si hubiesen aprendido mucho; los trovadores más viejos estaban demasiado ocupados en comer para escucharlo. Blondel, sin embargo, estaba fascinado y se preguntó si el hombre de Orleans realmente lo habría visto antes; probablemente no, a juzgar por su descripción. Era un presuntuoso que había logrado en las cortes alemanas el éxito que jamás, sin duda, habría obtenido en Francia. Añadiendo algún otro comentario insidioso acerca de sus contemporáneos, el hombre de Orleans se llenó la boca de comida y Blondel, que también estaba comiendo, echó un vistazo al salón, apreciando la magnificencia y la relativa limpieza.

Había muchas mesas largas, labradas, atiborradas de manjares y utensilios de oro y plata. Los criados entraban y salían apresuradamente; los perros husmeaban en busca de sobras y huesos. El salón se dividía en tres partes, y cada una se comunicaba con la otra mediante una alta arcada de piedra y madera. Había puertas en las cuatro paredes de la habitación, y en el segundo piso, una galería abierta daba a los comedores. Gruesas vigas de madera sustentaban el techo, y tapices y estandartes, brillantes y multicolores, algunos oscurecidos por el humo, colgaban en las pareces: trofeos de guerras olvidadas y victorias austríacas. El salón estaba lleno de color, bullicio y olor a carne asada. Había que hablar a gritos a causa de la intensa algarabía. En el extremo opuesto del salón, Blondel pudo ver una pequeña mesa en una tarima, donde sabía que se sentaban el Sacro Emperador Ro98 mano y el duque. Reconoció a Leopoldo. El individuo bajo y rechoncho de pelo claro, barbilla algo huidiza y cara pálida, vestido de escarlata y con varias cadenas de oro alrededor del cuello, era, al menos eso decía el hombre que tenía al lado, el emperador Enrique. Blondel se encontraba demasiado lejos para verle la cara con claridad.

Nobles suntuosamente ataviados ocupaban las mesas más cercanas a la tarima, y caballeros, monjes y soldados las más cercanas a la de Blondel, las más ruidosas de todas. Todos bebían copiosamente y actuaban como niños. Un caballero yació un plato en la cabeza de otro, y todos rieron mientras el otro caballero le arrojaba una jarra de vino en represalia, salpicando la mesa de púrpura. Muy distinto, pensó Blondel críticamente, de las cortes de Francia.

Tras lo que parecieron muchas horas de comer en abundancia, un chambelán se puso de pie frente a la tarima y, con un bastón de ceremonias, propinó un sonoro golpe a una de las mesas. El bullicio se convirtió en murmullo. El chambelán anunció que, entre otros entretenimientos, habría un certamen de trovadores. El emperador y las damas de la familia imperial, varias mujeres jóvenes y rollizas en las que Blondel ya había reparado, serían los jueces. El duque Leopoldo, prosiguió el chambelán, participaría en el certamen. Todos festejaron el anuncio y el duque asintió y sonrió. Blondel sintió odio hacia él.

Los trovadores, once sin contar el duque, se adelantaron. Mientras los presentaban, Blondel examinó al emperador con curiosidad. Era joven, sólo tenía veintisiete años, pero la enfermedad lo había envejecido; tenía sombras oscuras debajo de los ojos y un párpado le temblaba nerviosamente. A Blondel le costaba creer que éste fuera, en teoría, el descendiente de los césares. Enrique era un hombre pequeño, a diferencia de su padre, el hombre de barba roja que había peregrinado descalzo para ver al papa. La cara era pálida como el sebo, enfermiza, de rasgos menudos. Tenía los ojos entornados y casi parecía dormir; era un semblante sin expresión. Murmuró a los trovadores unas pocas palabras que nadie oyó; después, apoyó la cabeza en un par de manos asombrosamente grandes, fuertes, con los dedos sucios y llenos de anillos. Blondel se apresuró a observar a las damas de la familia imperial: una era más bien bonita, pelirroja y joven. La miró a la cara y ella, que ya había reparado en él, le devolvió la mirada, se ruborizó y desvió los ojos. Ahora cantaría para ella. Sonrió y se dio cuenta de que ella había visto la sonrisa, pues se apresuró a coger un hueso del plato y a roerlo delicadamente con expresión preocupada. Al menos contaba con un aliado, una decisión favorable. Luego se les anunció el orden en que actuarían: el hombre de Orleans primero; Blondel penúltimo y el duque Leopoldo en último lugar. El duque vencería, por supuesto, pero quizá él lograra ganar al menos un regalo.

Luego, la familia imperial empezó a deliberar, hablando entre ellos en susurros; hasta el emperador pareció interesarse y escuchaba a las mujeres, asintiendo de cuando en cuando. Al fin llegaron a un acuerdo: se habían escogido los dos versos iniciales. El emperador los comunicó al chambelán, quien los anunció a los trovadores y al público.

—Los versos iniciales escogidos para las improvisaciones serán: «Mi corazón me puso en marcha, cuando debí haberme detenido». Empezará el trovador de Orleans.

Blondel deseó que los versos hubieran sido mejores; se preguntó si los habría elegido su dama particular. La miró de soslayo, pero ella seguía ocupada con el hueso. El Sacro Emperador Romano volvió a apoyar la cabeza en las manos, entrecerrando los ojos como si contemplara el imperio y su decadencia. Todos los demás esperaban ansiosamente que el hombre de Orleans comenzara. Los otros trovadores afinaban nerviosamente las violas, hablando solos, mascullando frases y rimas, canturreando y aclarándose la garganta. Leopoldo permanecía sentado entre ellos, sonriendo confiadamente. Blondel estaba seguro de que le habían dicho los versos por adelantado y de que su balada ya estaba compuesta. En fin, era mejor no pensar en eso. Sin embargo, tenía que improvisar algo fuera de lo común. Decidió utilizar un truco rara vez practicado en Francia y tal vez nunca en Austria. Cantaría un dueto con la canción que cantaba: sería como un diálogo entre él y su propia canción, cada uno dirigiéndose al otro. El tono sería respetuoso pero con una pizca de ironía. Los otros, estaba seguro, serian serios y sentimentales; no le cabía ninguna duda de lo que harían todos salvo Leopoldo.

El hombre de Orleans empezó. Su voz era potente, profunda y no muy pura. El no lo ignoraba y trataba de enmascarar los defectos gesticulando con amplitud y aumentando el volumen. Cantó una grave balada de amor que, pensó Blondel, sin duda había cantado ya muchas veces, cambiando sólo una frase aquí y allá para adecuaría a los dos versos iniciales. Luego, uno por uno, cantaron los demás. Algunos de los jóvenes tenían buena voz y algunos de los viejos eran desenvueltos y sagaces pera componer; pero Blondel sabía que era el único trovador auténtico entre todos ellos, y que, por sus méritos, debería ganar el premio.

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