Von Neumann parecía aún más satisfecho que su alumno. No sólo le había demostrado su valía, sino que estaba de acuerdo con la política que creía que el presidente Roosevelt debía seguir con respecto a la guerra. Desde que se descubrió la fisión del uranio en 1939, había sido uno de los principales propulsores de que Estados Unidos iniciase un programa de investigación nuclear en gran escala. Una bomba atómica, si tal cosa era posible, no sólo sorprendería a los alemanes o a los japoneses, sino que terminaría de una vez por todas con la guerra. Por desgracia, su alerta bélica no parecía hacer demasiada mella en el ánimo del Presidente.
—Creo que no me va a quedar otro remedio que soportar a diario su incómoda presencia en los pasillos de Fuld Hall —sentenció Von Neumann levantándose pesadamente de su asiento—. Pero no se imagine que va a ser el paraíso, Bacon. Voy a ponerlo a trabajar como una mula hasta que termine odiando los cálculos que he de encargarle. Preséntese en mi despacho el próximo lunes.
Von Neumann se encaminó hacia las escaleras; desde arriba, se escuchaba de nuevo la voz colérica de Klara Dan. Antes de desaparecer en el piso superior, Von Neumann volvió a dirigirse a Bacon:
—Si no tiene nada mejor que hacer, puede quedarse a la fiesta. Tal como John von Neumann había previsto, a finales de 1941 Estados Unidos no tuvo más remedio que entrar en la guerra. El presidente Roosevelt había decidido mantenerse neutral hasta el último momento y los japoneses eligieron la mejor estrategia posible: el ataque por sorpresa. A las tres de la mañana del 7 de diciembre, una nube de bombarderos nipones atacó, sin aviso previo, a la flota norteamericana anclada en el puerto de Pearl Harbor. La reacción no pudo ser más violenta. Todos los sectores de la sociedad norteamericana se mostraron indignados por semejante inmoralidad.
H
IPÓTESIS
3
Sobre Einstein y el amor.
Cuando por fin se estableció en Estados Unidos, a fines de 1933, Einstein ya era una especie de sabio mundial cuya presencia conmovía incluso a quienes no alcanzaban a comprender una sola palabra de física. Asumiendo su condición de mito, el creador de la relatividad se solazaba en responder, por medio de acertijos y paradojas, breves como parábolas budistas, a las ingenuas preguntas de sus admiradores. Su larga cabellera revuelta, recientemente encanecida, y sus ojos enmarcados en unas profundas arrugas circulares, le conferían la apariencia de eremita que necesitaban los tiempos modernos. Los periodistas —notablemente los del New York Times— acudían a su casa de la calle Mercer a recibir comentarios sobre todos los temas imaginables; convertido en una mezcla de Sócrates y Confucio, Einstein los atendía con esa complacencia con la que se recibe la tímida ignorancia de los pupilos. Pronto, las anécdotas que circulaban sobre sus conferencias de prensa comenzaron a difundirse de un extremo a otro del país, como si cada una de sus insólitas respuestas fuese un
koan
zen, un cuento sufí o un aforismo talmúdico. Un ejemplo. Cierta vez, un reportero preguntó a Einstein:
—¿Existe una fórmula para obtener éxito en la vida?
—Sí, la hay.
—¿Cuál es? —preguntó el reportero, insistente.
—Si A representa al éxito, diría que la fórmula es A = X + Y + Z, en donde X es el trabajo e Y la suerte —explicó Einstein.
—¿Y qué sería la Z?
Einstein sonrió antes de responder:
—Mantener la boca cerrada.
Estas historias, breves e impecables, no hacían sino acrecentar su prestigio pero, a la vez, acentuaban el rencor de sus enemigos. En aquella época, el mundo podía dividirse entre dos bandos: quienes lo adoraban y aquellos que, como los nazis, hubiesen dado cualquier cosa con tal de verlo muerto.
En 1931, durante un viaje a Pasadena, donde Einstein había impartido una conferencia en CALTECH, el educador Abraham Flexner le hizo a Einstein la primera propuesta para que se integrase al Instituto de Estudios Avanzados, que entonces iba a ser inaugurado en Princeton. Luego, en 1932, volvió a hacerle la misma propuesta cuando lo encontró en Oxford.
—Profesor Einstein —le dijo mientras paseaba a su lado en los jardines de Christ Church—, no es mi intención atreverme a ofrecerle un puesto en nuestro Instituto pero, si usted lo medita y lo considera conveniente, nosotros estaríamos dispuestos a aceptar todas las condiciones que nos plantease.
Al iniciarse la década de los treinta, las elecciones al Reichstag comenzaron a darle cada vez más votos al partido de Hitler. En las de 1932, más de doscientos diputados nazis fueron admitidos en el parlamento, que quedó bajo el control del sinuoso Hermann Göring. En ese momento, el físico y su segunda esposa, Elsa, se dieron cuenta de que tarde o temprano tendrían que abandonar Alemania. Una tercera llamada de Flexner, en esta ocasión a la casa de Einstein en Caputh, en las afueras, convenció al matrimonio de cruzar el Atlántico. Aprovechando un nuevo ciclo de conferencias en Estados Unidos, Einstein le prometió a Flexner realizar una visita al Instituto que le permitiese tomar una decisión al respecto. Al abandonar su casa, Einstein miró el rostro avejentado de su mujer y, con el tono admonitorio que acostumbraba a usar en los momentos trágicos, le dijo:
Dreh’ dich um. Du siechst’s nie wieder
: «Date la vuelta. No volverás a verla». En enero de 1933, estando ya en Pasadena, Hitler fue nombrado canciller del Reich por el viejo presidente Hindenburg. En una entrevista, Einstein confirmó la predicción que le había hecho a su mujer: «No regresaré a casa».
Aunque cuidándose de no visitar Alemania, Albert y Elsa volvieron a Europa, donde éste aún tenía diversos compromisos académicos que cumplir. Mientras tanto, en uno de sus encendidos discursos en el Reichstag, Göring se refirió a la traición del «científico judío» y repudió no sólo la vida, sino la obra de Einstein. Después de este comentario, unidades de asalto nazis se introdujeron en la casa del físico en Caputh, en busca de las armas que, según ellos, tenían depositadas ahí los comunistas.
Por fin, después de una corta estancia en la costa de Bélgica, y de que Flexner se comprometiese a aceptar sus condiciones —un sueldo de quince mil dólares anuales y un puesto para uno de sus ayudantesinstein aceptó el nombramiento en Princeton. El 17 de octubre de 1933, descendió del vapor
Westmoreland
en Quarantine Island, Nueva York, y de ahí tomó una lancha que lo llevó, de incógnito, a la costa de Nueva Jersey y posteriormente, sin detenerse, a la Peackock Inn, de Princeton.
El nuevo Instituto parecía haber sido expresamente diseñado para él. En palabras de Flexner, se trataba de un sitio que le permitiría trabajar «sin verse arrastrado por el remolino de lo inmediato». A diferencia de lo que ocurría en otras universidades del mundo, la física en el Instituto de Estudios Avanzados sólo era teórica y no se impartían clases. En Princeton, Einstein tenía una sola obligación: pensar. Un nuevo
koan
definía su vida en Norteamérica. El mismo —u otro— reportero le preguntó al gurú:
—Profesor, usted ha desarrollado teorías que han cambiado nuestra forma de ver el mundo. Ha sido un enorme avance para la ciencia. Entonces, dígame, ¿dónde tiene su laboratorio?
—Aquí —respondió Einstein, señalando la estilográfica que sobresalía del bolsillo de su chaqueta.
Como un recurso para poder meditar científicamente sobre asuntos que de otro modo, serían imposibles de abordar, Einstein puso en práctica —o al menos volvió frecuente— una forma de trabajo a la que llamó
Gedankenexperiment
o «experimento mental». Aunque este nombre sonaba contradictorio, en realidad se trataba de una técnica empleada desde la Grecia clásica. Toda la ciencia moderna, y en especial la física, se basaba en la comprobación experimental de las hipótesis: una teoría se considera aceptable si y sólo si la realidad no la desvirtúa, si sus predicciones se cumplen con rigor y sin excepciones. Sin embargo, desde fines del siglo pasado, a muy pocos físicos puros les agradaba introducirse en laboratorios a luchar con aparatos cada vez más sofisticados que se limitaban a constatar lo que ellos ya
sabían
. La división entre los
teóricos
y los
prácticos
comenzó a ser más abrupta aún que la existente entre los matemáticos y los ingenieros; ambos bandos se odiaban y sólo se relacionaban entre sí cuando las circunstancias los obligaban a trabajar juntos. Aunque dependiesen mutuamente, hacían lo posible por evitarse e, incluso, hallaban excusas para no acudir a sus respectivos congresos.
Entre los más importantes —y polémicos— experimentos mentales llevados a cabo por Einstein, se encontraba la
Paradoja EPR
(llamada así por la combinación de la inicial de su apellido con las de Podolsky y Rosen, dos científicos de Princeton que colaboraban con él), publicada en 1935. Basada únicamente en un experimento mental, ya que no existían los instrumentos que pudiesen comprobar sus supuestos, la
Paradoja EPR
había intentado refutar, una vez más, la física cuántica que tantos dolores de cabeza le causaba a Einstein (y que él mismo había contribuido a crear). La mecánica cuántica, tal como era defendida por el físico danés Niels Bohr en la llamada «interpretación de Copenhague», establecía, entre muchas otras cosas, que el azar no era un elemento accidental sino connatural a las leyes físicas. Einstein, desde luego, no podía aceptar algo así. «Dios no juega a los dados», le había escrito a Max Born, Y la
Paradoja EPR
era una forma de mostrar las contradicciones de semejante idea. Bohr y sus seguidores se limitaron a insinuar que Einstein había perdido la razón.
Bacon pertenecía, como Einstein, al grupo de físicos teóricos. Desde su temprana pasión por las matemáticas puras, había hecho lo posible por mantenerse alejado de las cuestiones concretas, concentrándose en fórmulas y ecuaciones que cada vez parecían más abstractas y a las que, en muchos casos, apenas era posible asociar una explicación real. En vez de lidiar con aceleradores de partículas y con los métodos de la espectroscopia, Bacon prefería encerrarse en el apacible territorio de la imaginación; de este modo no corría el peligro de mancharse las manos, de absorber residuos radioactivos o de someterse al influjo de los rayos X.
Para poner en marcha sus investigaciones, lo único que hacía falta era concentración y astucia. Esta forma de hacer física remitía a Bacon al ajedrez.
A pesar de sus grandes centros de enseñanza, Princeton era una ciudad insípida. Demasiado pequeña, demasiado norteamericana, demasiado candorosa e hipócrita. En contra de su tradición universitaria, o quizás justamente por ella, había cierta sobriedad artificial en todas las relaciones que se mantenían ahí, cierta grisura, cierta moralidad incómoda (incluso la Universidad tenía fama de racista y antisemita). Para colmo, la guerra en Europa impedía que la alegría se manifestase con la naturalidad habitual.
Para escabullirse de estos inconvenientes, hacía tiempo que Bacon se había convencido de que el único campo en el cual la teoría —convertida en mera fantasía privada— no sólo era infructuosa, sino perversa, era en el relacionado con el sexo. Lo trágico era que prácticamente todos los habitantes de la ciudad, el rector y los diáconos, las esposas de los profesores y el alcalde, los policías y los médicos, y muchos de los estudiantes, no habían llegado a comprender esta premisa fundamental. Ellos se conformaban con llevar a cabo experimentos mentales relacionados con este asunto en los lugares menos pensados: en la iglesia y en sus conferencias, en las reuniones familiares y a la hora de llevar a sus hijos a los jardines de niños, mientras almorzaban o al pasear a sus caniches al atardecer. A imitación de su Instituto de Estudios Avanzados, la opalina sociedad de Princeton se limitaba a imaginar los placeres que no se atrevía a consumar. Por esta razón Bacon detestaba a sus vecinos. Le parecían mendaces, necios, pusilánimes… En esta materia, él no podía conformarse con la abstracción y la fantasía: ningún cerebro —ni siquiera el de Einstein—, bastaba para descubrir la diversidad del mundo ofrecida por las mujeres. El pensamiento era capaz de articular leyes y teorías, de fraguar hipótesis y corolarios, pero no de rescatar, en un instante, la infinita variedad de olores, sensaciones y estremecimientos que lleva consigo la lujuria. Hay que decirlo abiertamente: acaso debido a su imposibilidad para relacionarse con las mujeres de su nivel social, desde hacía un par de años Bacon se había aficionado a invertir su dinero en la profesión más antigua del mundo.
Pero de pronto, en un lapso de hastío, conoció a Vivien. Tenía un cuerpo perfecto: sus senos parecían, en la distancia, dos bolas de billar: al acariciarlos uno podía darse cuenta de que su perfección coincidía con la de la mano. Siempre que Bacon intuía que ella iba a presentarse en su casa —a pesar de su insistencia, ella siempre se había negado a anunciar su visita—, se preocupaba por poner las sábanas más blancas que encontraba en el armario. Nada le gustaba más que el contraste entre la negra piel de Vivien y la palidez de la tela. Al recostarse a su lado, adoraba profanar esa íntima armonía establecida en aquella silenciosa unión de los contrarios.
Con Vivien apenas hablaba. No era que no le interesase su vida o sus palabras —tampoco le importaban las de otras mujeres y de cualquier modo charlaba largamente con ellas—; simplemente le gustaba creer que en esa mujer de caderas anchas como cunas existía algo definitivamente misterioso y atroz. En sus ojos, enmarcados en un contorno que brillaba como la luna en un eclipse,
debía
ocultarse un secreto sobre su pasado o, incluso, un accidente o un delito a los cuales debía su naturaleza esquiva. Quizás no fuese así —nunca había querido preguntarle—, pero le encantaba albergar la ilusión de convivir con un carácter difícil: atesoraba la zozobra que sentía en su presencia. Con el cabello de Vivien, rizado como si fuese un buda con miles de caracoles pardos sobre el cráneo, podía sumergirse en un mundo que no conocía.
A pesar de la pasión que sentía por ella —era lo más cercano al amor que había conocido Bacon se cuidaba mucho de que nadie lo viese con Vivien por las calles de Princeton. Siempre la citaba en su casa, adonde ella acudía ritualmente como si se entregase a un sacrificio que le permitiese aplacar a unos dioses semanales. La sensación infantil de pecar, de romper una ley prohibida, lo mantenía en un estado de emoción que pocas veces antes había tenido. Ésta era su
Teoría sobre Vivien
, la cual se dedicaba a comprobar, entre las sábanas de su cama, con la obstinación que sólo adquieren los físicos experimentales. Ella, por su parte, se dejaba manipular con una placidez similar a la indolencia: había trabajado como dependienta en un quiosco y era probable que su capacidad de asombro se hubiese desvanecido al contacto con tantas noticias alarmantes. Lenta y sudorosa, Vivien hacía el amor como si bailase un blues en vez de una violenta y sensual danza africana. Su temperatura le hacía pensar a Bacon en las cobayas o en las larvas acomodaticias y llenas que se mecen en sus hojas carcomidas, indiferentes a las fauces de sus predadores.