En busca de Klingsor (14 page)

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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

BOOK: En busca de Klingsor
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Cuando llegó a la casa de Bacon —eran las once de la mañana y él seguramente estaría en el Instituto, Elizabeth cargaba con dificultad numerosos paquetes, apilados uno sobre otro, que apenas le permitían moverse. De lejos, su andar lento y trastabillante la hacía similar a los autómatas que aparecían en las películas. Había comprado queso y vino, frutas, globos y un excéntrico tren en miniatura. Aunque nunca antes había visitado el apartamento de Bacon —prefería que fuese él quien acudiese a su casa o se citaban en cafeterías y restaurantes—, se había asegurado desde el principio de que él le diese una llave. Ahora se disponía a utilizar aquel artilugio para darle una sorpresa y convencerlo de que había llegado el momento de la reconciliación.

El salón estaba prácticamente lleno. No obstante, Bacon estaba convencido de que muy pocos de los oyentes —Veblen y Von Neumann, que se encontraban en las primeras filas— eran capaces de comprender el verdadero significado de las palabras que, con asombrosa calma, iban desgranando los labios de Kurt Gödel. El profesor se movía en torno a la pizarra con la agilidad de un hipopótamo, anotando las fórmulas corno un cavernícola que dibuja un búfalo en el interior de una caverna. Temeroso, Gödel hacía lo posible para no fijarse en los ojos de su público, perdiéndose en el infinito que se colaba en el muro trasero del recinto. La cuestión que se afanaba en resolver Gödel ese día frente a su auditorio la llamada «hipótesis del continuo», esbozado por el matemático Georg Cantor en su teoría de conjuntos.

—La hipótesis del continuo de Cantor —comenzó a explicar, como si no hubiese nadie más en la sala excepto él— se reduce, simplemente, a esta cuestión: ¿cuántos puntos hay en una línea recta en el espacio euclidiano? Una pregunta equivalente es: ¿cuántos conjuntos diferentes de enteros existen? —Gödel guardó silencio un momento, como si necesitase que el problema se sedimentase en su mente antes de comenzar a despedazarlo como si fuese una gran roca de mármol—. Evidentemente, esta pregunta sólo aparece luego de extender la idea de «número» a los conjuntos infinitos…

De pronto, Gödel se detuvo en seco, incapaz de comprender los motivos que llevarían a alguien a interrumpirlo. Una pesada puerta de madera se abrió y se cerró violentamente, produciendo un estrépito que rompió la calma inmemorial que Gödel había logrado transmitir al público. Veblen y otros profesores se levantaron de su asiento, mientras todas las miradas se concentraban en la mujer que, sin contemplaciones, había irrumpido en el auditorio.

—¿Dónde estás? —gritó la joven, sin importarle que tantos desconocidos escuchasen sus reclamos—. ¡Me has mentido! ¿Ni siquiera vas a reconocerlo?

Sentado en la última fila, Bacon distinguió la turbia silueta de Elizabeth. No sabía si debía levantarse y tranquilizarla o si, por el contrario, debía esconderse de su rabia. En tanto, ella se mantenía indiferente a la incomodidad que había sembrado en la sala. Gödel estaba horrorizado, toda la belleza de Elizabeth se había disuelto en un rictus gélido con el que hurgaba, entre los asistentes, el semblante traicionero y culpable de su prometido.

—Por Dios, señorita, no sé quién será usted ni qué busca, pero estamos en un acto académico —se apresuró a recitar Veblen—. Debo exigirle que abandone el aula y permita que el profesor continúe con su exposición…

Elizabeth ni siquiera escuchó sus palabras. En vez de eso, descubrió al fin los ojos aterrorizados de su víctima.

—¡No te escondas! —volvió a exclamar—. ¿Creías que nunca me daría cuenta? ¿Qué ibas a poder seguir con esa puta negra? ¿Me creías tan estúpida?

—Elizabeth, por favor —le suplicó Bacon quien, ante la irritación de los demás asistentes, no tuvo más remedio que encarar a su novia—. Arreglemos esto después…

—¡Nada de después! ¡No pienso callarme hasta que me explique todo! —y empezó a avanzar hacia él, envuelta en unas lágrimas tan ardientes como el coraje que también se iba apoderando de Bacon.

—Señor Bacon —le dijo Veblen con vehemencia, señalándole con un dedo la salida—, explíquele a la señorita que está en medio de una conferencia de la mayor importancia…
¿Me comprende?

Para entonces, Elizabeth ya había llegado hasta donde se encontraba su prometido. Cuando éste la tomó del brazo y trató de impulsarla hacia el exterior, ella le correspondió con una sonora bofetada en la mejilla. Todos los asistentes, con la probable excepción de Gödel, lanzaron un prolongado
¡oh!
al escuchar la palmada que se oyó como si un matamoscas se estrellase contra el cristal de una ventana. Incapaz de soportar por más tiempo aquella humillación, Bacon le devolvió, sin pensarlo, un golpe de menor intensidad pero que, por una trampa de la acústica, se oyó aún más fuerte que el anterior.

—¡Esto es inadmisible, señor Bacon! —estalló Veblen, aunque Von Neumann, a su lado, no pudo contener una débil carcajada—. ¿Es que debo pedirle una vez más que se vaya de aquí y nos permita continuar?

Elizabeth, aturdida por el golpe, ya no se percataba de cuanto ocurría a su alrededor. El desastre que había provocado se perdía en una confusión parecida a la somnolencia. Lo único que deseaba era abrazar a Bacon y dormir largamente junto a él. Al frente de la sala, el profesor Gödel contemplaba el espectáculo con asombro.

—La tenías en tu casa —sollozaba Elizabeth mientras Bacon la conducía hacia afuera entre las miradas de sus compañeros—. Tenias a esa puta negra en tu casa…

Lo último que alcanzó a distinguir Bacon, antes de abandonar la sala, fue la turbia mirada de Veblen que le decía, sin palabras, que acababa de arruinar su brillante carrera y su no menos brillante porvenir en el Instituto. Sosteniendo el cuerpo casi exangüe de su prometida —de quien
había sido
su prometida, pensó con sarcasmo, Bacon apenas calibraba las consecuencias de aquella escena: de pronto, los tres asidero de su vida —Elizabeth, el Instituto e incluso Vivien— habían chocado entre sí como trenes desbocados. ¿Qué pensaría Von Neumann de ese resultado imprevisible del juego del amor? Bacon llevó a Elizabeth a una de las aulas vecinas y la sentó en una silla; permaneció así, sin tocarla ni abrazarla, hasta que, al cabo de unos minutos, ella se recuperó, lo insultó nuevamente y salió sola, todavía tambaleándose, de las instalaciones del Instituto.

Mientras tanto, en medio de la sala de conferencias, el profesor Gödel anunció que no podría continuar con la clase y comenzó a llorar, irrefrenablemente, hasta que Von Neumann se acercó a él para consolarlo.

H
IPÓTESIS
5

Sobre cómo Bacon partió rumbo a Alemania.

Cuando Bacon regresó al Instituto, unos días más tarde, se presentó directamente en la oficina del director, Frank Aydelotte —el sucesor de Flexner—, quien había insistido en localizarlo por todos los medios posibles. Bacon no sabía qué destino iba a depararle aquella cita, pero en cualquier caso sería negativo, en un rango que se extendía entre una fuerte reprimenda y la expulsión definitiva. Para colmo, tenía otra de las fuertes migrañas que, como un cuchillo clavado en medio de la frente, le dividía el cráneo en dos mitades: una sana e insensible, y otra en cuyo interior se estremecía con la frenética y angustiosa actividad de un émbolo a toda marcha. Los ataques se iniciaban siempre que estaba nervioso o había sufrido una fuerte impresión, con un relampagueo semejante al que se observa cuando caen estrellas fugaces; en cuanto avistaba estas luces, seguidas por vértigos y náuseas —funestos mensajeros—, podía estar seguro de que el dolor se presentaría puntualmente. Era inútil resistirse: los remedios caseros —tazas de café que sólo conseguían destrozar los nervios, bolsas de hielo en la nuca que lo hacían imaginarse como una merluza expuesta en una pescadería, o inútiles masajes en los lóbulos de las orejas o en el meñique— ni siquiera lograban un alivio momentáneo. Entonces el dolor se volvía cierto e inevitable. Tan inevitable, al menos, como las temibles increpaciones que Aydelotte estaba a punto de dirigirle.

Eran las diez de la mañana y su cuerpo lo vencía. Los rayos de luz atravesaban sus pupilas contraídas como astillas y los lejanos ruidos de la ciudad se magnificaban en sus oídos atrofiados. Los muros bermejos del Fuld Hall parecían haber sido edificados con un material gelatinoso. Tomó aire, trató de peinarse un poco y al fin se anunció la obesa secretaria del director. Éste lo recibió de inmediato; sin levantarse de su escritorio, se limitó a señalarle una silla como si fuese el lugar de su próxima tortura. Detrás de Aydelotte, un hombre alto y fornido como un jugador de fútbol, vestido de gris, lo miraba expectante.

—Siéntese —le repitió Aydelotte.

Bacon obedeció. No quería que su malestar fuese evidente, pero tampoco deseaba mostrarse demasiado inhibido. Su papel de niño castigado era ya demasiado incómodo para agravarlo con una explicación sobre sus padecimientos.

—Relájese, Bacon —le dijo el director, ampuloso—, esto no es un tribunal ni un paredón de fusilamiento.

—Quiero pedirle perdón —interrumpió Bacon con vehemencia_ No era mi intención que un problema personal… ¿Al menos podría ver al profesor Gödel para disculparme personalmente con él?

Aydelotte le dirigió una mirada de reprobación.

—No tan rápido, Bacon. Lamentablemente, no será tan sencillo… El profesor Gödel tuvo otra de sus… de sus recaídas nerviosas. Es un hombre extremadamente sensible.

—¿Está muy mal?

—Digamos que no es uno de sus mejores momentos. Supongo que se le pasará. Por lo pronto, ha decidido quedarse en casa esta semana. —Aydelotte tosió a propósito, para indicar que esa parte de la conversación había terminado—. Le decía, Bacon, que el incidente fue realmente lamentable. ¿Se imagina la impresión que han de haberse llevado los asistentes? El profesor Veblen ha presentado una airada protesta en su contra, Bacon. ¿Me ha comprendido?

—Estoy muy avergonzado. Haría lo que fuera para enmendar lo ocurrido…


Lo que fuera
—repitió Aydelotte con tono marcial—. Es una lástima, Bacon. He revisado cuidadosamente su historial y la verdad es que
resultaba
impresionante. Tanto en la Universidad como aquí, ha desarrollado su trabajo con brillantez y discreción, dos virtudes que aprecio especialmente en los hombres de ciencia… —a Bacon le parecía que, al hablar, Aydelotte movía excesivamente los labios, como si se hubiesen convertido en dos anguilas peleando entre sí—. Además, el profesor Von Neumann se ha encargado de defenderlo. Dice que usted es uno de nuestros trabajadores más dotados…

Bacon se sintió halagado por los comentarios de su maestro. Siempre había pensado que el matemático húngaro se limitaba a soportarlo, como le había advertido en un principio, y no pensaba que en realidad sintiese aprecio por él.

—Incluso, me ha dicho que está seguro de que más tarde, cuando haya alcanzado la madurez que sólo concede el tiempo, usted realizará importantes avances en el terreno de la física —a Bacon esta opinión le pareció ya francamente excesiva—. Como puede ver, su situación es difícil pero no desesperada. Hay tantos puntos a su favor, que un pequeño detalle, como el del otro día, es como una aguja perdida en el pajar de sus méritos…

Bacon no comprendía si aquella solemnidad era producto de su imaginación o si Aydelotte empleaba ese tono para desembarazarse de él sin remordimientos.

—No se asuste, Bacon, no le digo todo esto para luego despedirlo sin más —se adelantó Aydelotte; había dejado de mirarlo y se concentraba en enroscar y desenroscar la tapa de su estilográfica—. Sin embargo, esto tampoco debe impedirnos ser sinceros, muchacho: usted no pertenece al mundo del Instituto. Su conducta del otro día sólo confirma esta verdad indudable —Bacon sintió un estremecimiento, como si el director le hubiese pinchado el ojo que tanto le dolía—. A nosotros nos complace contar con su presencia; no obstante, creo (y corríjame si me equivoco) que usted mismo se siente desperdiciado. Curiosamente, nosotros sentimos que lo desperdiciamos a usted. Su talento no se adapta al trabajo rutinario —Aydelotte se volvió un momento a mirar el rostro de aprobación del hombre de gris que, imperturbable, seguía a sus espaldas—. Con ello no quiero decirle que usted debe convertirse en físico experimental, sino que su carácter es, ¿cómo expresarlo?, demasiado
inquieto
… Creemos que si las cosas siguen como hasta ahora, usted terminara abandonándonos sin haber realizado las grandes cosas que todos esperábamos. Usted necesita más actividad, muchacho.
Más vida
.

—No sé qué responder —tartamudeó Bacon—. Le juro que si me permite…

—Ya le he explicado que lo sucedido durante la conferencia del profesor Gödel fue un hecho lamentable, pero no determinante —Aydelotte comenzaba a mostrar cierta irritación—. Déjeme presentarle al señor Bird —al fin el hombre esbozó un asomo de sonrisa—. El señor Bird trabaja para el gobierno. Hace unas semanas me fue solicitado que recomendase a alguien con las características necesarias para cumplir una misión especial. Necesitaban a un joven que además fuese un físico competente. En cuanto escuché la propuesta, la comenté con el profesor Von Neumann y a él no se le ocurrió pensar en otro candidato mejor que usted.

La estocada de Aydelotte le escaldó los oídos. Tras esa ambigua presentación, Bacon pudo mirar sin empacho la recia constitución de aquel hombre. Más que corpulento, llegaba a ser ligeramente gordo, como si hubiese sido un atleta que lleva varios años de retiro. Bacon pensó que se trataría de un militar o, en el mejor de los casos, de un
marine
.

—Quiero que sepa, querido Bacon —Aydelotte parecía incómodo con aquella cortesía tan impropia de él—, que nos complacería mucho que usted aceptase colaborar con el señor Bird, pero desde luego no se trata de una orden. Sólo le pido que escuche sus propuestas y decida, sin presiones, lo más conveniente. Creo que ésta podría ser una salida digna para
todos

Al terminar su alocución, Aydelotte se levantó y ahora sí, con un entusiasmo forzado, le estrechó la mano a Bacon. El señor Bird tosió levemente, indicando el fin de aquella parte de la entrevista, y se encaminó hacia la salida.

—Demos un paseo —le dijo a Bacon con una voz que no admitía contradicciones.

Bacon lo siguió, un poco repuesto. Las palabras de Aydelotte habían sido como una descarga eléctrica que le había hecho olvidarse de su malestar.

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