En alas de la seducción (59 page)

Read En alas de la seducción Online

Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
3.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

El joven Lemos obedeció a regañadientes mientras alcanzaba una carpeta marrón de la que sobresalían varios papeles. Medina los movió con lentitud, buscando algo con sus mansos ojos claros. Newen captó el momento exacto en que esos ojos se aguzaron.

—Aquí está —exclamó triunfante— la señora... Isabel Fournier de Zavaleta, toda una dama de sociedad, según dicen. Contrató a dos tipos para que te secuestraran, con el propósito de darte una paliza y quién sabe qué más. La mujer estaba viajando hacia Buenos Aires cuando la detuvieron. Menos mal que los matones no ofrecieron demasiada resistencia y cantaron como calandrias, porque de lo contrario esta gente, siempre tan poderosa, hubiera podido armar alguna coartada que dificultara las cosas. Lo que no sabemos, Cayuki, es la razón que puede haber tenido una dama como ésta para tenerte en la mira de sus intenciones. ¿Acaso estuviste trabajando para ella en otra época? —Medina levantó la vista y sus tranquilos ojos resbalaron sobre el pétreo semblante de Newen, fingiendo no ver cómo se descomponía y palidecía debajo de su tez oscura, cómo sus ojos oblicuos se estrechaban y su boca firme se aflojaba, dejando a la vista tal descarnada vulnerabilidad que parecía tratarse de otra persona: un muchacho más joven, perdido en un mundo incomprensible para él.

Newen dejó que el nombre tan temido y jamás mencionado penetrara en su mente, antes de formular un pensamiento coherente.

"Isabel." Así se llamaba, pero no podía ser, no era la misma Isabel que él había dejado tendida sobre los pastos de Entre Ríos. Imposible. Un error. Un error que tal vez podría salvarlo, pero él no iba a permitir que sucediera. Era la oportunidad de decir su verdad, la que calló desde hacía tantos años, haciendo de él un fugitivo, un hombre denigrado que sólo esperaba el golpe final de la suerte. Abrió la boca para desmentir lo que Medina afirmaba, y justo en ese momento la puerta dejó entrar a Mario Necul, su enemigo tácito.

El hombre se sintió cortado al ver a Cayuki hablando con el comisario, pero no quiso demostrarlo y se adelantó, saludando remiso.

—¿Quería verme, señor?

—Ah, Necul, sí, adelante. Acá estaba, contándole a Cayuki sobre los que intentaron secuestrarlo, pero me pareció bien que firmaras un papel donde me aseguraras que lo que dijo aquella señora es cierto. Iba a mostrárselo a Cayuki cuando volviese, pero ya ves, se me adelantó.

Mario Necul miró a Newen de reojo y luego se metió las manos en los bolsillos. Ya había hecho su declaración a la policía, contando cómo el joven estanciero Zavaleta le dijo a Llanka, la muchacha del bosque, que su esposa estaba a punto de viajar a Buenos Aires. Y cómo él mismo, al visitar a Llanka poco después, escuchó contar a la joven que ahora sería ella la querida del hacendado, porque la esposa no volvería nunca después de lo que hizo. Mario Necul no entendía qué podía haber hecho una señora tan encopetada, salvo engañar al marido, pero Llanka se había encargado de contarle, entusiasmada por las perspectivas que se abrían para ella, que Isabel Fournier no era más que una cualquiera, capaz de contratar a dos hombres para que le pegaran una buena paliza al guardaparque. Esos tipos no habían podido hacerlo, ya que Newen se les había escapado por poco la primera vez, entonces quisieron vengarse secuestrando a la señorita ésa, la que se creía una princesa, y lo habían conseguido, sólo que por ineptos la dejaron escapar. La señora Isabel se había visto obligada a huir, para que nadie supiera nada. Llanka no tuvo reparos en confesar que sabía todo eso de primera mano, porque se había revolcado un poco con uno de los hombres, el más grandote.

Mario Necul, creyendo que hacía un favor a su gente, denunció el hecho, en la esperanza de que el joven estanciero desapareciera de esas tierras y les fueran devueltas a las familias mapuche que antes las habitaban. Al parecer, las cosas no iban a ser así, pero él seguiría con su lucha de todos modos.

Lo que le fastidiaba era que, de alguna manera, percibía que esa declaración suya favorecía a Newen Cayuki, un tipo que siempre le había resultado odioso, aunque no entendía de qué modo lo beneficiaba. Ahora el comisario de Parques le pedía que le confirmase aquella declaración, lo cual le molestaba sobremanera, en especial si debía hacerlo enfrente del mismo Cayuki, que lo estaba mirando como si él fuese una aparición.

—Acá Necul me dice que el señor Zavaleta quiso sobornarlo con un puesto de trabajo. Está visto que hay gente capaz de todo, Cayuki.

Newen clavó sus ojos en Mario Necul, que le sostuvo la mirada unos segundos antes de bajarla, confuso. Sin duda recordaba el enfrentamiento en el
Nguillatún,
cuando le echó en cara al guardaparque su condición de mercenario. Estaba claro para ambos quién había sido mercenario de los dos.

—Lo que no me convence —continuó Medina— es el papel de la esposa. ¿Amaba tanto a su marido que quiso quitarle los problemas de encima? De la manera equivocada, por cierto. ¿O te odiaba desde antes y aprovechó el encono de Zavaleta? Una de las dos cosas ha de ser.

Medina se atusaba el rubio bigote de ese modo exasperante que Newen le conocía y que revelaba que sabía más de lo que admitía. ¿Cuánto podía saber, sin embargo?

Mario Necul comentó a regañadientes:

—No fue soborno. Voy a seguir trabajando en "La Señalada".

—Ah, ¿no? ¿Y por qué dijiste, entonces...?

—Me equivoqué. El patrón nada sabía de los chanchullos de la esposa. Es un hombre limpio y prometió dejar a los
peni
pasar por sus tierras —Necul miró a Newen con desafío—. Eso no quiere decir que deje mi lucha. ¡Voy a defender los derechos de mi gente sobre la tierra, sobre cualquier tierra que nos arrebaten! Un día, los hijos de la
mapu
serán reconocidos, por fin, como los verdaderos dueños del bosque, el lago, la montaña...

—Volviendo al tema —cortó Medina—, si vas a emplearte en la estancia, ¿cómo harás para pelear por las truchas del arroyo?

Necul se encogió de hombros filosóficamente.

—No es lo único ni lo más importante. Está la mina, que contamina más que un alambrado. Además, el patrón Zavaleta llegó a un acuerdo con la gente. Y yo soy más útil si me relaciono con los
winka
también. Hay muchas formas de luchar.

Dijo lo último mirando a Cayuki con fijeza, retándolo a que lo desmintiese.

Pero si Mario Necul esperaba que el guardaparque pronunciase alguna palabra, quedaría frustrado, pues Newen escuchaba el diálogo como si transcurriese en una dimensión diferente de la suya.

Se había convertido en un espectador distante. Percibió, casi en sueños, que Necul partía con aire satisfecho y que Lemos lo miraba con su acostumbrado encono, aunque con algo de curiosidad. Notó que su jefe le palmeaba el hombro, bromeando sobre un aumento de sueldo y su futuro matrimonio, y creyó escuchar también que le prometía gestionar su incorporación definitiva al personal de guardaparques.

Después, la puerta de la oficina se cerró tras él y recibió en plena cara el aliento fresco de la montaña.

* * *

Newen se encontraba de regreso en su cerro, parado en el extremo oeste, desde donde las cumbres cordilleranas se apreciaban en toda su majestuosidad. A su lado, el fiel Dashe permanecía erguido, contemplando el crepúsculo violeta. El animal había reaparecido en el momento exacto en que él volvió, como si su instinto le hubiese advertido su presencia.

Newen no sentía nada. Estaba en éxtasis, como al terminar una ceremonia en la que hubiera bebido el
pulque
hasta saciarse.

Las revelaciones de Mario Necul, aseveradas por el comisario de Parques, habían caído como piedras en su pecho, debilitándolo cada vez más.

Se había encaminado al cerro a través del bosque, siguiendo de memoria la huella que conducía hasta su cabaña, más solitaria que nunca sin Cordelia. Sobre todo porque ahora sabía que tenía derecho a reclamarla.

Era inocente.

Isabel Fournier no había muerto por su culpa. Y no era una indefensa señorita, sino una mujer vengativa y cruel, dispuesta a todo con tal de salirse con la suya.

Y él estaba limpio.

Ahora comprendía el significado del sueño del
Tayta Ullpu,
la súplica de Damiana y el dedo señalador de Orkeke: el sur, allí estaba la respuesta, tan cerca y, sin embargo, su espíritu enfermo de culpa no había sabido presentirlo. Había pasado todos esos años muerto en vida, sin creerse merecedor de nada bueno, cuando la presencia de Cordelia lo sacó de su ensimismamiento. A ella sí la quería, y la lucha que se libraba en su interior lo había dejado tan expuesto, que por primera vez lo alcanzó un sueño revelador.

La noche se adueñó de las cimas y la cabaña se sumió en la penumbra violácea a la que estaba tan acostumbrado. Todo era distinto, sin embargo. La cabaña se llenaría de la risa de Cordelia y hasta tendría cortinitas, de eso estaba seguro. Y él lo permitiría, porque aquello estaría permitido entonces. Tendría derecho, como cualquier hombre, a su pedazo de felicidad.

Apoyó su palma rugosa sobre el lomo de Dashe, que lo miró con sus ojos amarillos. La bestia también parecía aguardar el momento.

—Yo también la extraño —murmuró Newen con voz quebrada.

Y el puelche-guénaken, el hombre respetado y temido, hincó su rodilla en el suelo hasta tocar con la frente la tierra pedregosa y dejó salir, entre lágrimas, una plegaria que los dioses oirían gustosos, porque la decía en la lengua madre, la de la tierra, la de los abuelos de los abuelos de sus abuelos, la lengua tehuelche que resonó en la Patagonia en tiempos ancestrales.

Epílogo

—¿Tenemos que hacerlo? —susurró Cordelia al oído de Newen, algo dudosa.

—Por supuesto, es lo que corresponde.

Se encontraban en una planicie cercana a las "bardas" donde había tenido lugar el secuestro de Cordelia, más de un año atrás. Pero el panorama era muy diferente.

Una tropilla de caballos criollos giraba en círculos adentro de un corral improvisado con tientos y troncos. Su pelaje era diverso, aunque se destacaban unos ejemplares doradillos que centelleaban a la luz del sol. Junto al cerco, un grupo de hombres jóvenes aguardaba, montados en sus respectivas cabalgaduras, el cuerpo y la cara enteramente pintados con yeso y también con rayas azules paralelas. Todos llevaban un cuero sobre la piel, también pintado pero con rojo, y estaban armados con lanzas y boleadoras.

El grupo era bullicioso y, a pesar del aspecto feroz que les confería el atuendo, se veían sus blancos dientes en amplias sonrisas y se escuchaban gritos de alegría y chanzas subidas de tono. Más allá, otro grupo, más reducido, aguardaba en actitud discreta: Emilio, muy compuesto en su vestimenta de guardaparque, con el mismo sombrero aludo que Medina, hablaba con el comisario de Parques afablemente, mientras una jovencita tímida lo escuchaba embelesada, al tiempo que echaba miradas furtivas hacia lo que ocurría en torno al redil. La dulce Julieta, adorable en su vestido de algodón estampado de color crema con rositas, acunaba a una criatura regordeta que pugnaba por sacar sus bracitos fuera del
port'enfant
de lana cruda.

Había otras personas en el sitio, todas con aire de esperar un acontecimiento. Doña Damiana, ataviada de pies a cabeza con un traje ceremonial mapuche, sus gruesos cabellos grises tocados con una vincha y un tamborcito redondo y chato entre las manos. Walter Foyer, informal como siempre, portando un enorme pectoral de plata donde había trabajado él mismo la imagen de la luna y el sol, entrelazados. El mismo Lemos había acudido, aunque con expresión adusta y quizá algo melancólica, y lanzaba miradas desesperanzadas a Cordelia, que estaba radiante en su vestido de novia tehuelche: la blusa blanca de algodón y puntillas era una concesión a su delicada piel blanca, al igual que la falda larga de telar con guardas blancas y negras, pero el conjunto estaba cubierto por un verdadero
quillango,
el manto de cuero de guanaco con que se abrigaban los antiguos puelche, los indios patagónicos. El poncho, que se abría dejando ver la esbelta silueta femenina, estaba prendido a la altura del cuello con un alfiler de plata, el mismo material de los enormes pendientes que lucían las orejas de la muchacha. Su cabellera había sido peinada de modo que la vincha india pudiera sujetarla, y Julieta había colocado un detalle poco ortodoxo: flores de laurel blanco, formando ramilletes que hacían de la bincha una diadema propia de una ninfa del bosque. Junto al imponente guerrero que la escoltaba, Cordelia era la imagen misma de la feminidad. Newen volvía a vestir las ropas que sus antepasados habían ostentado en aquellas pampas desérticas durante toda su vida nómade, mientras cazaban guanacos y ñandúes con las míticas boleadoras de cuero de vizcacha.

—Shhh... —susurró Julieta al oído de la bebita que sostenía—. Mira a tu papá, qué buen mozo está.

Emilio se volvió hacia su novia, sonriendo al ver su lucha por contener el ímpetu de su sobrina mestiza. Mayga era una preciosa beba de rasgos exóticos: piel blanca, ojos oblicuos de largas pestañas, todavía no muy definidos en su color, y una cabellera negra como las plumas del cóndor que se enseñoreaba en los Andes.

—Dámela —le dijo mientras tomaba a la pequeña con torpeza.

—Cuidado, Emilio... la cabecita debe estar sostenida, así ¿ves?

Emilio balanceó a Mayga para distraerla y luego la apoyó contra su pecho, disfrutando de ese contacto tibio que olía a leche y a rosas. Su hermana había amamantado a la pequeña momentos antes de que comenzara la ceremonia de casamiento, pero el nerviosismo de la jornada se había contagiado a la criatura, que no lograba conciliar el sueño y emitía toda clase de sonidos mientras lanzaba puñetazos con sus manitos apretadas.

Un silbido hondo y triste rasgó el aire de la mañana. Inmediatamente, se escuchó un retumbar quedo y rítmico y Damiana y su
kultrun
avanzaron, siguiéndolo el lamento de la
trutruka.
Había parejas de hombres que iniciaron una danza circular. Movían los torsos hacia un lado y a otro, mientras que con las piernas ejecutaban los pasos largos del ñandú. Newen miró a los ojos a su esposa y novia y murmuró emocionado:

—Es el
lonkomeo,
una danza tehuelche que mi gente heredó a la cultura sureña.

Cordelia asintió. Sabía que, para su esposo, cualquier rasgo de su antigua estirpe era un tesoro que lo salvaba del anonimato y el olvido. Había aprendido a amar todo aquello: los silencios apacibles, los ritos sagrados de la tierra y hasta las supersticiones, porque creaban un tejido de amor y confianza entre toda aquella gente y deseaba que su hijita creciera sintiéndose segura en él. Newen había aceptado también que la niña estudiase con los blancos cuando fuese mayor, porque la desgracia de los nativos era también su falta de oportunidades, y no quería eso para su hija. Bastante carga llevaría con ser mestiza y caminar en la cornisa entre dos mundos. A él y a su madre les tocaba la misión de enriquecerla para que se le abrieran las puertas del futuro.

Other books

The Testing by Jonathan Moeller
Return of the Mummy by R. L. Stine
Gladiator by Kate Lynd
The Princess Problem by Diane Darcy