El silencio entre ambos se prolongó, hasta que un nuevo visitante apareció en el porche.
El propio Medina.
Cordelia se apresuró a dejar el bulto con comida sobre la encimera y saludar al comisario de Parques que, con sus modales parsimoniosos, se sacó el sombrero color caqui e inclinó la cabeza hacia ella.
—Señorita... Cayuki... ¿Ibas a mandarme decir lo que te ocurrió? —soltó de repente.
Newen midió sus palabras. De ellas dependía la confianza de Medina y también su empleo.
—Apenas pudiese andar. Todavía estoy un poco flojo.
—Cualquiera podría habérmelo dicho.
Newen apretó las mandíbulas. Estaba a punto de replicar cuando, de modo abrupto, Cordelia salió en su defensa.
—Fue culpa mía, comisario. Tenía miedo de dejarlo solo. Estaba muy débil cuando lo trajimos aquí.
—¿Trajimos?
—Eh... Dashe y yo. Entre los dos, lo arrastramos desmayado hasta la casa. Y fue después de varias horas que el señor Cayuki despertó. Estaba tan débil por la sangre perdida que no podía casi hablar. Precisamente mañana pensaba ir yo a decirle lo que había ocurrido. ¿Piensa usted que el asesino estará en el bosque todavía?
Cordelia juntó las manos en actitud preocupada, mientras Medina la contemplaba con atención. Si Newen conocía a su jefe, éste no se tragaba ni una palabra de la disculpa, pues Medina, pese a su aire campechano, escondía una filosa comprensión de las personas y las situaciones. No iba a desairar a Cordelia, sin embargo, también era un caballero.
—Lo siento, Cayuki. Espero que te sientas mejor hoy.
—Algo.
—¿Qué necesita, señorita Cordelia? Lamento no haberme enterado antes para solucionarle cualquier problema. ¿Tiene comida suficiente? ¿Y medicinas?
—
Oui...
Doña Damiana nos visitó.
—Sí, la he visto. Hmmm... no me malentienda. Respeto la sabiduría de Damiana, pero a veces la medicina de la gente de la comunidad no es suficiente si se trata de heridas que pueden infectarse o lesiones internas. ¿No es así, Cayuki?
—Éste no es el caso, comisario. Estaré bien.
—Bueno, entonces sólo me queda sentarme a que me informes lo ocurrido —y dicho esto, Medina se apoltronó en el banco de madera donde Cordelia solía sentarse para dar de comer a Cayuki hasta que éste pudo abastecerse solo. Sacó de su bolsillo una libretita y una lapicera y adoptó el aire tranquilo de quien está dispuesto a escuchar un buen relato. Cordelia se retiró a su rincón en la cocina, pensando cómo agrandar el almuerzo para que pudiesen invitar a Medina.
En breves palabras, Newen relató cómo, mientras seguía la pista de un hombre en la oscuridad sobreviniente del bosque, alguien cayó sobre su espalda. No pudo ver su rostro pero, por su peso, sospechaba que se trataba de un hombre corpulento, aunque advirtió a Medina que iba acompañado ya que, mientras luchaba con su agresor, otro hombre había disparado un arma... su arma, probablemente. Ante esto, Medina frunció el entrecejo. Que un delincuente se apropiase del arma reglamentaria del guardaparque era cosa seria. Estaba por verse si esos hombres que habían atacado a Cayuki estaban relacionados con el anterior cazador, el que Cayuki había dejado maniatado al pie del cerro el otro día. Tampoco podía descuidar la posibilidad de que el guardaparque tuviese otra clase de enemigos. Se aclaró la garganta antes de preguntar.
—Y... ¿cómo andan las cosas con Mario Necul?
Newen sabía que pisaba terreno delicado. Desde que se alojó en Los Notros y consiguió aquel trabajo gracias a la confianza depositada en él por Medina, la figura de Mario Necul había sido su constante incordio. Era lo que podría llamarse un agitador social. Un hombre joven, desocupado como mucha gente mapuche que no encontraba trabajo más que temporario en las haciendas de los blancos, que albergaba gran resentimiento hacia sus patrones y hacia el mundo en general. Continuamente enarbolaba las banderas de su nación indígena para reclamar sus tierras ante los hombres blancos, a quienes consideraba herederos de aquellos que en su momento los habían esquilmado. Newen sabía que en muchas cosas tenía razón. Era cierto que los mapuche estaban viviendo en penosas condiciones porque no encajaban en el mundo del blanco. Era cierto que algunas comunidades tenían tierras que ahora habían quedado incluidas en los límites de nuevas estancias y que los nuevos dueños querían erradicarlos de allí, como si no hiciera años que las habitaban. También era cierto que los propios mapuche, siglos atrás, habían irrumpido en la Patagonia y privado de sus tierras a la gente de la que descendía Newen. Los puelche, una parcialidad de los indios que después los mismos mapuche llamaron "tehuelche" genéricamente, eran cazadores del guanaco y el ñandú, y se desplazaban con libertad desde las sierras de Tandil hasta el Neuquén. Habían tomado del conquistador español el caballo y, con él, se habían convertido en centauros de aquellos parajes inhóspitos donde el viento aullaba y el cóndor reinaba. Hasta que su gente bravía fue sometida por los mapuche que llegaban del otro lado de la cordillera. Ese encuentro, que había acabado poco a poco con la identidad tehuelche, tuvo lugar lejos de los ojos de los conquistadores blancos y por eso pasó inadvertido en los primeros tiempos.
Mario Necul resentía la sangre puelche de Newen, ya que más de una vez el guardaparque le había hecho notar ese capítulo de la historia, para bajarle las ínfulas. Newen no creía que el resentimiento de Necul fuese tan profundo como para intentar acabar con su vida y así se lo hizo saber a Medina.
—Necul es tonto, pero no tanto como para cometer ese error.
—Mmm... anduvo hablando pestes de ti durante la asamblea, la vez pasada. Yo en tu lugar no me fiaría, sobre todo si anda bebido.
—¿Bebe?
—La vida no le fue fácil —suspiró Medina, mientras alzaba la mano para recibir el sándwich que le tendía Cordelia—. Gracias, muchacha... Como te decía, su vida familiar es un desastre. La hermana quedó desgraciada por un turista del que nunca más se supo. El padre murió, pobre y deshonrado. Y la madre trabaja como empleada doméstica para mantener a los hijos y al nieto recién nacido. Es mucho rencor el que rumia ese muchacho. Tal vez tenga razón en sus reclamos, pero él los hace parecer venganzas.
Newen meditó unos momentos. La bebida había sido la desgracia de los indios desde sus primeros contactos con los blancos. Las comunidades indígenas tenían sus bebidas alcohólicas, algunas muy fuertes, pero el uso que de ellas se hacía era más bien ceremonial, o estaba ligado a fechas precisas en las que se permitían libertades. En las condiciones actuales, la bebida era un escape de sus vidas sin sentido. Despojados de las tierras ancestrales o, en el mejor de los casos, reducidos a una porción de ellas, sin trabajo y sin poder educarse a la par del blanco porque la distinta cosmovisión creaba un abismo entre ambas culturas, los aborígenes perdían su norte y vivían en la marginación. No era la situación de todos tampoco. Newen era un caso especial, al haber conseguido un trabajo relacionado con la administración del blanco, y ése era otro punto de irritación para Mario Necul. Otros habían aprendido a unir sus fuerzas y habían creado fuentes de trabajo ligadas a sus saberes tradicionales, como el tejido en el telar, la cerámica o la platería. En los sitios turísticos esas actividades eran muy requeridas, aunque tal vez no tan bien remuneradas.
—De todas formas, Cayuki, por el momento no hay que preocuparse. Te mantendrás acá adentro y comisionaré a otro en tu lugar para las rondas.
—¿Quién?
—Tranquilo, que es algo temporal. No puedo abandonar el control de este sector del parque. El puesto sigue siendo tuyo. A menos que... —y echó una mirada intencionada hacia el lugar donde Cordelia se afanaba en preparar un segundo sándwich— tengas pensado irte de aquí en poco tiempo.
—Claro que no.
—Bien. Entonces... —Medina se incorporó y se caló el sombrero— creo que mi visita finalizó. Mantenme informado de tu salud. Señorita Cordelia...
—¿Sí?
—Quiero agradecerle su intervención, por si este hombre no lo ha hecho todavía —miró a Newen, tendido en el piso, como si estuviera más que seguro de que, en efecto, la gratitud no era su fuerte—. Es un trabajador muy valioso para la oficina. Y, tengo que decirlo, Cayuki... una buena persona.
Satisfecho de haber fastidiado a su ayudante, Medina acabó de despedirse de Cordelia, agradeciendo el plato de comida también, y fue empequeñeciéndose al igual que lo había hecho la
machi,
en otra dirección, rumbo a su trabajo en el pueblo.
Cuando por fin estuvieron solos, Newen miró a Cordelia algo turbado.
—Gracias —dijo.
—¿Perdón?
—Dije "gracias". Por haberme disculpado ante el comisario de Parques.
Cordelia hizo un gracioso gesto.
—Oh, eso... no es nada. Tampoco tuve que mentir. Es cierto que usted estaba grave. Dígame, señor Cayuki... qué es eso de cuidarse de un tal... Ne... nen...
—Necul. Mario Necul. No es nada importante. Un vecino de la zona algo revoltoso, eso es todo.
—Pero... ¿pensó usted que él podría haberlo atacado? ¿Tiene motivos ese señor para odiarlo? Me pareció que el señor Medina dijo algo así.
—Hay muchos que pueden odiarme. Y no por eso van a matarme. Usted, por ejemplo.
Newen miró fijo a la muchacha. Llevaba la ropa mapuche anudada en la cadera, de modo que la pollera, acortada, dejaba ver sus pantorrillas torneadas. La blusa azul, abierta en el cuello hasta el nacimiento de los pechos, mostraba una piel sedosa y blanca. Newen observó que no llevaba el collar de plata que Damiana había incluido en el guardarropa, el que había colgado del cuello de Dashe.
—Yo no lo odio, señor Cayuki. Aunque es difícil, la verdad. Se pone usted tan...
Newen alzó una ceja, animándola a proseguir, y Cordelia, al verlo en esa posición, impedido y tan arrogante sin embargo, se echó a reír como una niña, cubriéndose la boca con ambas manos. El dulce sonido de su risa fue un bálsamo para el humor del guardaparque. A pesar suyo, esbozó una sonrisa torcida, la segunda que Cordelia le conocía. Ella lo premió con otro de sus sándwiches caseros, y Newen lo tomó con resignación.
—¿No trajo Damiana comida de su casa hoy? —aventuró.
—Sí, pero la reservo para mañana, cuando empiece a ir a su casa a aprender. No voy a tener tiempo de cocinar y es bueno ser prudente.
Las erres de Cordelia ya eran un sonido indispensable para Newen. Le parecía mentira no haberlas escuchado nunca antes, tan acostumbrado estaba a su extraña pronunciación. Y a su presencia. Molesta la mayoría de las veces, perturbadora, pero también consoladora. Ahora recordaba la presión de sus manos frescas sobre la piel durante su primera convalecencia, y hasta hubiera jurado que, en algún momento de su sopor, ella lo había besado.
Pasaron siete días en completa armonía. Newen no se quejó más de la comida, en parte porque las idas de Cordelia a la casa de Doña Damiana significaron más paquetitos de papel encerado con exquisiteces que la anciana sabía preparar como nadie, y en parte también porque ambos se sentían a gusto en la nueva rutina.
Cordelia aprendía de prisa más cosas de las que había llegado a conocer en toda su vida. En casa de la
machi
aprendió a manejar la rueca, a pisar hierbas en el mortero, seleccionando los brotes más tiernos de cada especie, a clasificarlas, secarlas en los secaderos que Damiana había construido en la parte de atrás de la casa y, sobre todo, a usarlas según la necesidad.
—Secar a la sombra es lo mejor —le había dicho Damiana—. Hay quien no lo sabe y tiende las hierbas al sol. Pierden aroma y sustancia. ¿Ves, Ayinray? Huele ésta.
Cordelia se encontraba a sus anchas en ese mundo de hierbas, perfumes y pastichos. Encontró que en esa tierra había otras plantas que reemplazaban a las que su tía Jose y ella usaban en el herbolario, lo que le enseñó una de las lecciones de sabiduría de la
machi:
que la naturaleza provee de todo a todos, no importa dónde se esté.
—Tienes los pies muy chiquitos, Ayinray. Pisa fuerte aquí, en el pedal del telar.
Y Cordelia obedecía, transpirando en el esfuerzo de combinar tantos movimientos diversos mientras tejía. De todas las actividades nuevas, era la que menos le gustaba, pero no quería desilusionar a Damiana, que tan orgullosa se mostraba de sus tejidos. La
machi
le había dicho que, desde siempre, las mujeres fueron las encargadas de tejer.
—Ahora muchas tejen lo que los
winka
quieren. Ellos son los que deciden los dibujos o el color. Por eso, se pierden colores, figuras, combinaciones que fueron típicas de nuestros pueblos. Yo sigo haciendo lo que siempre hice. No le sigo la corriente a la gente. ¿Ves?
—¿Y por qué quieren cambiarles los tejidos, Doña Damiana? ¡Si son preciosos!
—La moneda, niña, es la reina... —y Damiana hizo un gesto muy significativo con el índice y el pulgar—. Acá vienen las gentes y me dicen: "queremos esto", "queremos aquello". Y yo les digo: "yo hago así". "Si les gusta, bien... Y si no..." Luego hay una oficina que han puesto para organizar a las tejedoras, y ellos nos dicen lo que la gente que viene busca. A mí me piden que teja en blanco y negro. Fajas, ponchos... Y yo sé teñir la lana del color del maíz, del rojo de la frutilla, y ellos no lo saben, porque no lo ven.
Así, Cordelia iba penetrando en la realidad de un pueblo que luchaba por mantener sus costumbres, aun sabiéndolas destinadas a desvanecerse en el torrente del mercado industrial.
Lo que más la entusiasmaba era la medicina mágica. No todo podía ser transmitido. La
machi
tenía encuentros con los espíritus que eran sólo de ella, de su poder especial, pero Cordelia podía aprender a preparar cocciones o cataplasmas de hierbas, brebajes para distintos propósitos, aunque todavía no había puesto en práctica ninguno de ellos.
Además, a medida que la anciana intimaba con ella, se volvía más locuaz y solía contarle cosas del señor Cayuki que a Cordelia la tenían muy intrigada.
Una tarde, mientras ambas realizaban la urdimbre, Doña Damiana volvió a llamarla con el extraño nombre de Ayinray. Cordelia no pudo aguantar más la curiosidad y quiso saber su significado.
—Es la flor preferida. Ayinray, la que nace para cada uno.
—¿Y por qué yo soy Ayinray, Doña Damiana?
—Eres Ayinray para Cayuki. ¿No lo sabías?