Rossini se preguntaba —y no era la primera vez— por qué tantos prelados, hombres buenos y liberales en su juventud, se convertían en tiranos cuando eran promovidos a cargos encumbrados. Era como si súbitamente se sintieran llamados a alterar la totalidad del orden de cosas de la humanidad para reemplazarlo por un artefacto teológico, en lugar de recurrir a una renovada inyección de caridad. Cuando llegó a la mitad del puente, se detuvo, se inclinó sobre la balaustrada de piedra y se quedó mirando fijamente las turbias aguas del Tíber.
Recordó otra confesión que había hecho muchos años antes, en su primera entrevista con el difunto Pontífice. El anciano lo había sometido a un duro acoso, poniéndolo en apuros, de pronto de un lado, de pronto del otro, como un perro pastor que trata de hacer regresar al redil a un cordero extraviado.
—¿Qué sientes por el hombre que te azotó?
—Era un salvaje, un sádico. Me alegra que esté muerto.
—¿Lo has perdonado?
—Esa gracia todavía no me ha sido concedida, Santidad. Aborrezco todo lo que él representa en mi país: las atrocidades que están siendo planeadas y cometidas día tras día por hombres importantes, y por otros que no lo son. Odio, sí, odio el silencio y la connivencia de aquellos que se llaman a sí mismos sacerdotes y obispos. Me pregunto qué piensa Su Santidad de todo esto, porque no oímos lo que dice.
—Estás perdiendo el control, muchacho.
—Perdí mi juventud cuando me ataron a esa rueda.
—¿Y tu inocencia, hijo? ¿Cuándo la perdiste?
—Del mismo modo que muchos de mis hermanos sacerdotes. La perdí en el silencio de nuestros obispos y en el silencio de Roma. Hubo tortura y asesinatos, Santidad, y todo se hizo en silencio. No entendíamos eso. Yo todavía no lo entiendo. Ésa es otra de las cosas que me resulta difícil perdonar. Fue una mujer la que mató a mi torturador. Se necesitaron semanas de negociación para que el emisario de Su Santidad interviniese.
—Mientras tanto, tú te habías involucrado en una relación adúltera con esa misma mujer, la señora de Ortega.
—Una mujer a quien recuerdo con amor y gratitud.
—¿No ves nada pecaminoso en eso?
—Mis pecados son míos, Santidad. yo era un hombre destrozado. Isabel me recompuso, fragmento por fragmento. Arriesgó su vida para hacerlo.
—¿Está fuera de tu vida ahora?
—No. Nunca lo estará. La recuerdo todos los días, en mi misa.
—¿Sigues siendo creyente entonces? Sigues siendo sacerdote.
—Ejerzo mi sacerdocio en público. Rezo pidiendo un poco de luz en medio de la oscuridad. Lucho todo el día, y todos los días, con mis dudas sobre esta Iglesia nuestra.
—Eres un joven muy difícil.
—He sobrevivido a tiempos difíciles, Santidad. Otros no tuvieron tanta suerte.
—Otra gente me teme. Tú te sientas ahí como un joven Lucifer y me desafías.
—No lo desafío, Santidad; pero no le tengo miedo. Me resulta más fácil entenderle a usted que a muchos de los que hablan con su autoridad. Sé que está tratando de ser amable conmigo, pero…
—¡No me lo estás poniendo fácil, hijo!
—¡Por favor, Santidad! Trate de entender. Usted está sentado aquí, como monarca indiscutido de su propio reino, apoyado por la lealtad de los fieles de todo el mundo. Yo acabo de llegar de un campo de batalla en el que sus ministros y su pueblo, hombres y mujeres, sucumben en una tierra ensangrentada. Sólo pueden apostar a la supervivencia. La política del gobierno tremendamente represiva, maldito sea el vencido. Las palabras del Evangelio que más se escuchan son: Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Fue una mujer quién me respondió en nombre de Dios, Santidad. La he abandonado y ella todavía corre peligro. Estoy avergonzado por el silencio de aquellos que se presentan como los defensores de la fe pero no son capaces de alzar la voz para proteger al rebaño… Le pido perdón, Santidad. La ira todavía me domina. He dicho demasiado. Pido su venia para retirarme.
—¡Aún no, Luca! Soportémonos un rato más. Quiero hablarte de tu futuro…
La conversación que había empezado ese día se prolongó durante años, a medida que el Pontífice lo iba preparando para los más altos cargos y lo atraía lentamente a su círculo íntimo. La relación entre ellos era una paradoja que el cotilleo vaticano adornaba con otras contradicciones. Mientras Su Santidad, como su tocayo Pablo, se entregaba a espectaculares viajes por el mundo, Rossini fue puesto bajo la tutela de la Secretaría de Estado y se le impuso la obligación de cursar estudios suplementarios en el Biblicum, la Universidad Gregoriana y la Propaganda Fide. Fue una terapia dura, que no le dio tiempo para rumiar, y mucho menos para que pensara en orientar su vida hacia la libre elección de una nueva vocación.
Lentamente al principio, y luego con más rapidez, comenzaron los cambios. Rossini se convirtió entonces en el viajero y el Pontífice dedicó algo más de tiempo a la instrucción y la disciplina dentro de la Iglesia. Les dispensó más confianza y apoyo a los teólogos rigoristas y a los disciplinarios de la línea dura de la curia. Al mismo tiempo recurrió a Rossini para pedirle sus interpretaciones personales acerca de un mundo que, con el paso de los años, se le iba tornando cada vez menos accesible, cada vez menos hospitalario.
Como era de suponer, esto suscitó críticas y celos, que Rossini ignoró cuidadosamente. No tenía talento para la sociabilidad, y no le gustaban los conciliábulos y las conspiraciones. Había tenido más que suficiente de aquello en su propio país. Si se sentía solo, nunca lo admitió. Siempre fue independiente viviendo peligrosamente entre el Todopoderoso y el sucesor de Pedro y de todos los tronos, dominios y potestades de la Iglesia del siglo XX.
Los discursos y escritos del Pontífice eran redactados por los teólogos más conservadores, y había un esfuerzo concertado por extender la autoridad de su magisterio y sofocar el debate sobre sus conclusiones. Había poca compasión en el tono jurídico que los distinguía. En lugar de unir a la Iglesia de los peregrinos, provocaban un efecto de extrañamiento. Las expresiones de disentimiento de los miembros del clero eran duramente reprimidas. El disenso de los laicos era ignorado, de modo que éstos, sabiendo que la autoridad no los tenía en cuenta, dejaban de acudir a su dominio.
Rossini, por su parte, no se quedaba callado con su patrón. Resistía como una roca las oleadas de ira que lo invadían, y, como mucho, la dejaba en suspenso cuando una orden directa le obligaba a obedecer. Su argumento era siempre el mismo:
—Sé que usted quiere ser el Buen Pastor, y cuando toma contacto con su pueblo, ellos lo aman; pero cuando escribe, es como un juez pronunciando un veredicto. Casi se puede oír el golpe seco del sello sobre el pergamino: « ¡Hela ahí! Ésa es la verdad, pura e incorrupta. ¡Que se la traguen, o se atraganten con ella!». La vida no funciona así, Santidad. La gente no está hecha de ese modo. Lo mejor que pueden hacer está muy lejos de la perfección, y necesitan ser tratados con paciencia y dulzura, aun para llegar adonde llegan…
—¿Me estás diciendo que debería diluir la verdad?
—Le estoy pidiendo a Su Santidad que tenga en cuenta cómo transmitió sus enseñanzas Nuestro Señor: mediante historias y parábolas que echaban raíces y crecían lentamente en las mentes y los corazones de la gente. Él sólo maldijo a los hipócritas y a los que se creían moralmente superiores.
—¿Ahora pretendes enseñarle al Papa?
—Soy un hijo de la casa, Santidad. Reivindico el derecho de ser oído en ella, y ésa es otra advertencia que no dejo de repetir. Las hijas de la casa también han sido ignoradas durante demasiado tiempo. Ellas sostienen las vigas de nuestro mundo y sin embargo tienen pocas voces y ningún voto en la asamblea de los fieles. Sin su presencia, somos pobres.
—Eso es terreno trillado, Luca. No volveré a discutirlo contigo.
—Es terreno que no le pertenece, Santidad, aunque en este momento usted reclame su control.
—Y tú no cedes terreno en absoluto, ¿verdad, Luca?
—El pequeño territorio en que hago pie fue comprado con sangre. No estoy dispuesto a rendirlo, ni siquiera ante usted.
Muchas veces, después de aquellos intercambios, se había figurado que lo exiliarían a alguna región remota en la periferia de la cristiandad. Muchos de sus colegas querían que se fuera. Sus misiones lo mantenían suficientemente alejado de Roma lo bastante a menudo como para que la curia pudiese tolerar su existencia. Sin embargo, cada vez que regresaba, el Pontífice lo recibía como a un hijo pródigo y pasaba mucho tiempo con él, tiempo que los otros consideraban, con cierta razón, que les era debido a ellos. Pocos días antes de su colapso final, había hecho una confesión conmovedora.
—Has sido un buen hijo para mí, Luca, aunque a menudo has hecho que me enfadara. Soy un viejo terco. Se supone que desde mi sitial en la colina vaticana veo el mundo entero, y todos los planes que Dios tiene para él, con la sencillez y la claridad de uno de esos libros de imágenes para niños. Sin embargo tú, mi díscolo Luca, me has mostrado cosas con las que nunca había soñado. Me has mostrado el rostro de Dios, aun en los templos de los extranjeros.
—No estoy seguro de entender qué me quiere decir, Santidad.
—Tú mismo me hiciste reparar en ello: en la sagrada isla de Delos, donde los visitantes acudían desde todos los rincones del Mediterráneo para tomar parte en los juegos délicos, se construían altares en los que cada pueblo podía adorar a sus propios dioses en paz. Pensé en eso a menudo cuando medité en el texto de san Pablo acerca del Dios desconocido. Cuanto más viejo me hago, Luca, más lamento todo el encarnizado esfuerzo y todo el tiempo que he dedicado a crear una Iglesia conformada. Reprimí las voces liberales y las que disentían. Encumbré en el poder a hombres ciegos y designé a sordos para que mediaran ante las peticiones de la gente. Al final, tal como me lo advertiste a menudo, he fracasado. La gente se cansó de ser amonestada, aplastada por absolutistas en un universo todavía inacabado. De modo que optaron simplemente por abandonar la discusión y se alejaron de la familia. Se refugiaron en el Dios que todavía habita en ellos y que, ellos lo saben, todavía habita instintivamente en los templos de los extranjeros. ¡Ya no los veré volver, Luca! Tendré mucho que explicar cuando me llegue el momento del juicio.
—Todos los días rezamos para que nuestros pecados nos sean perdonados, Santidad. Tenemos que creer que nuestro fin será un regreso al hogar, no una sesión con los torturadores.
—¿Realmente crees eso, Luca?
—Si así no fuera, Santidad, creo que no podría soportar el caos de este mundo sangriento ni la presencia del monstruo que le dio el ser.
—Hasta este momento, nunca había entendido por qué estabas tan enfadado conmigo. Perdóname, hijo mío, y reza por mí.
Rossini todavía recordaba el frío silencio que sobrevino y la sombría tristeza de la última confidencia que habían compartido.
Echó una última mirada a las aguas grises que se arremolinaban en los cimientos del puente, y luego reanudó la caminata rumbo a su casa. Ahora comprendía más claramente el significado del diario robado. Era el libro íntimo de un hombre viejo, triste y solitario, a quien se le estaba acabando el tiempo, cuya familia, profundamente dividida, estaba dispersa por todo el planeta, y cuyo obispado pronto le sería asignado a otro.
A una manzana de su apartamento Rossini se permitió una pequeña indulgencia romana: una visita a la barbería para un corte de pelo, un afeitado y una manicura. Era un pequeño placer sensual y una gran concesión a su propia vanidad masculina. Después de todos estos años, no podía, no debía presentarse ante Isabel acicalado a medias. Además, había otras razones. Todavía era temprano y estaba nervioso como un gato sobre un tejado de cinc caliente. El cotilleo de Darío, el barbero, sería una grata diversión. Llegaba siempre a modo de un torrente ruidoso y continuo. Cubría la zona ribereña y los callejones, y la alta sociedad y la baja sociedad de la ciudad desde la colina del Quirinal hasta la colina vaticana, y la última tanda de asesinatos en la Via Salaria. Cuando la sesión hubo terminado, Rossini estaba del todo sedado y su cabeza, atestada de banalidades romanas, a punto de estallar. Ya en su casa, se bañó y se vistió con ropas informales; luego un taxi lo llevó al Grand Hotel.
Apenas acababa de entrar al vestíbulo, una mujer joven cuya apariencia le resultaba vagamente familiar le salió al encuentro.
—Disculpe, eminencia, ¿es usted el cardenal Rossini?
—Lo soy.
—Soy Steffi Guillermin, corresponsal de Le Monde en Roma. Acabo de entrevistar a uno de sus colegas, el cardenal Molyneux, de Montreal. A usted lo he reconocido por las fotos que tengo en mi archivo.
—Me halaga, señorita. En este momento la ciudad está llena de gente como yo.
—Bueno, como todos los periodistas, soy una oportunista. Me gustaría concertar una entrevista con usted.
—En otro momento, tal vez.
—¿Cómo me pongo en contacto con usted?
—Llame a la Secretaría de Estado. Ellos la pondrán en contacto conmigo.
—Necesitaría una hora de su tiempo, si es posible.
—En mi oficina le dirán de cuánto tiempo dispongo.
—Gracias, eminencia.
—Ahora, con su permiso, señorita.
Lo observó mientras se desplazaba briosamente hacia el mostrador del conserje. Vio cómo el conserje levantaba el aparato y hablaba brevemente por teléfono, y luego le indicaba a Rossini el ascensor. Cuando la puerta se cerró tras él, Steffi Guillermin se acercó velozmente al mostrador y deslizó un billete de cincuenta mil liras por debajo del registro de huéspedes. Desde que estaba en Roma, había encontrado un montón de buenas historias allí. Había logrado que los nativos fueran amistosos. Le dijeron que la persona
eminente estaba cenando en la suite número treinta y ocho del tercer piso con una dama argentina, la señora Isabel Ortega.
Antes de tocar el timbre de la suite, tuvo un momento de pánico. Hubo una larga pausa antes de que Isabel abriera la puerta y lo hiciera pasar a la sala. Un momento después, ella estaba en sus brazos y el tiempo se detuvo mientras se abrazaban, se besaban, se reconocían y lloraban en silencio, embargados por un sentimiento de mudo asombro. El tiempo recomenzó cuando él la apartó, estirando los brazos sin soltarla, y dijo simplemente:
—Había olvidado lo hermosa que eres.