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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (20 page)

BOOK: Eminencia
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—Amigas mías, tengo que pedirles un favor. Una amiga muy querida y muy cercana acaba de enterarse de que tiene un cáncer incurable. Hace muchos años, esta mujer arriesgó su vida para salvar la mía. Les ruego que recemos por ella esta mañana. Ofrezco esta misa, no para pedir una cura milagrosa, sino para que le sea concedido el coraje que necesita y un rápido alivio de su dolor. Desearía saber por qué, entre todas las personas de este mundo, ha tenido que ser ella la que sufra de este modo. Pero ése es el misterio con el que todos nos enfrentamos, ¿no es cierto? Cuando venía hacia aquí esta mañana, no podía dejar de preguntarme: ¿Por qué ella? ¿Por qué no yo? Me siento como un ciego que tantea buscando su camino en medio de una súbita oscuridad. Luego me recuerdo a mí mismo que Nuestro Señor y Salvador hubo de verse envuelto en esta misma oscuridad un momento antes de morir: «Recen también por mí. Todas ustedes son mis hermanas. Recen por mí». —Su voz se quebró. Se tomó un momento para recuperarse, y luego se dirigió al altar para comenzar la misa. Cuando la misa hubo concluido, se entretuvo un momento para beber un café e intercambiar cortesías con la madre superiora. Luego, mientras se apresuraba a dejar el lugar, una de las mujeres, una robusta veterana de los bordes de la carretera, lo detuvo y le puso en la mano una pobre cadena de plata con un pequeño medallón de la Virgen. Y le dijo:

—¡Tenga! ¡Déle esto a su amiga! A mí me salvó de un montón de problemas en la calle. Tal vez pueda hacer algo por ella. —Luego se marchó, haciendo repiquetear sus zuecos de madera en el suelo empedrado del corredor.

Rossini, otra vez embargado por la emoción, guardó el regalo en el bolsillo del pecho y salió apresuradamente del lugar.

De regreso en su apartamento, se detuvo ante la pantalla para verificar el correo electrónico. Había tres mensajes. Los dos primeros eran de su propia oficina. La entrevista solicitada por Steffi Guillermin de Le Monde estaba señalada para el día siguiente a las diez de la mañana en la Sala Stampa. Monseñor Ángel Novalis se ofrecía a estar presente y grabar la conversación si su eminencia lo deseaba.

Una rápida reflexión convenció a Rossini de que ésta era una medida prudente. El siguiente mensaje era del secretario de Estado: «He reprogramado tu reunión con los cardenales no votantes para las once y media. Esto te da un respiro de media hora después de la reunión con la prensa. Ángel Novalis puede necesitar apoyo, y es posible que la prensa te diga algunas cosas duras sobre el diario del Pontífice. Les disgusta la idea de que pueden haber estado tratando con material robado. De modo que están preparando una argumentación defensiva. Nuestro colega, Aquino, me dio su versión de la conversación contigo. Cuando le dije que hablarías con la prensa me preguntó, bastante más mansamente que de costumbre, si podría concertar otra breve charla contigo: "Más breve y más amistosa", fueron las palabras que usó. Te sugiero que lo llames. Creo que estás en condiciones de resolver el asunto más satisfactoriamente. Que tengas un buen día de campo».

Rossini miró su reloj. Todavía faltaba una hora y veinte minutos para que llegara Isabel, con o sin Luisa. Fue hasta el teléfono y marcó el número de Aquino. Cuando oyó su voz, Rossini fue esmeradamente aséptico.

—Tengo un mensaje del secretario de Estado. Me pide que me ponga en contacto con usted.

—Una amabilidad de su parte. Gracias por llamar tan pronto. He estado preocupado. Sentí que nuestra charla había perdido el rumbo. Por culpa mía, no me cabe duda. Si es posible, quisiera hacer correcciones, reparar el daño, por así decir.

—Los dos estábamos inspeccionando viejos campos de batalla —dijo Rossini con calma—. Siempre se corre el riesgo de pisar un campo minado. ¿Qué le gustaría que hiciera?

—Me gustaría aceptar su oferta de mediación con las mujeres. Me gustaría ver si es posible una solución arbitrada. Me encantaría emplear a Ángel Novalis para manejar a la prensa. No obstante…

Hubo un breve silencio. Rossini lo animó a que continuara.

—Le escucho.

—No obstante, sentí, aún lo siento, que la condición que usted planteó, que yo debía ofrecerme a comparecer ante un juez es pedir demasiado, y además es canónicamente imposible.

—También yo pensé en ello —dijo Rossini con afabilidad—. No tenía derecho a plantear esa condición "pero de todos modos" en lo que a mi concierne" todavía tengo una condición.

—¿Cuál es?

—Respuesta abierta, discusión abierta. Hay mucha ira en todo esto. No quiero que la suya, o la mía, se le sume.

—¿Cómo manejaríamos las cuestiones en las que está en juego el secreto?

—No las manejaremos. Si tiene las respuestas, las da libre y abiertamente. Si no las tiene, lo dice. Si hay un impedimento real para la revelación, admite al menos el impedimento. Pero hay algo que debería saber. Además de las pruebas reunidas por las mujeres, hay documentos que han sido guardados en secreto en España. Algunos de ellos han sido copiados y depositados en Suiza. Las mujeres van a ir a inspeccionarlos mientras nosotros estamos en el cónclave.

—¿Está seguro de eso?

—Sí, aunque no conozco los documentos.

—¿Pero su fuente de información…?

—Es impecable.

—Tendré que pensar un poco más acerca de esto. Hay ciertas complicaciones, y una posible participación del clero en las transacciones no es la menos importante. Estoy seguro de que entiende lo que quiero decir.

—No del todo —dijo Rossini—, pero preferiría no poner a Ángel Novalis, que nos estará haciendo un servicio a los dos, en una situación embarazosa.

—Tendré eso en cuenta. Espere mi llamada, que no tardará mucho, y gracias por su cortesía, Rossini.

—Es bueno que podamos entendernos mejor.

—Muy bueno, realmente muy bueno. Gracias.

Cuando cortó la comunicación, Rossini estaba sonriente. Las palabras de Aquino habían sido suficientemente cordiales, pero cuando las dijo sonaban como si estuviera chupando un limón muy ácido. Miró su reloj. Todavía tenía tiempo para llamar a la Secretaría de Estado y comentale a Turi la conversación con Aquino. Su respuesta fue cálida.

—Gracias, Luca. Aprecio lo que has hecho. Cuantas menos fricciones tengamos en esta etapa, mejor. A propósito, ¿dónde obtuviste la información sobre los documentos que estarían en España y Suiza?

—De la señora de Ortega. Irá a Suiza a ayudar a verificar la autenticidad de los que están depositados allí. Es una cuestión de conciencia para ella. Lo que te cuento es confidencial, Turi.

—Por supuesto. Tuviste una velada agradable, supongo.

—Agradable pero triste. Me temo que Isabel no estará por mucho más tiempo entre nosotros. Me dice que está muy enferma, y que el pronóstico no es bueno.

—Lo siento mucho. Por ella y por ti. Diré mi misa por ella.

—Gracias.

—¿Hoy vas a pasar el día en el campo?

—Sí. Su hija vendrá con nosotros. Es una muchacha hermosa, el vivo retrato de su madre.

—¿Volverás al trabajo mañana?

—Tal como te prometí. Turi. Me encuentro con los ancianos del colegio a las once y media, y antes de eso tengo una entrevista con una periodista de Le Monde. Ángel Novalis estará allí para echarme una mano.

—Una palabra de advertencia, Luca. Tú, con nombre y apellido, estás mencionado en el diario del Pontífice. Esa parte se publicará pronto. Puede que te pregunte sobre el particular.

—¿Piensas que la Guillermin hará la pregunta mañana?

—¿Quién sabe? Si la hace, tendrás que apañártelas lo mejor que puedas.

—No estoy demasiado preocupado, Turi. No quiero ningún escándalo para la Iglesia, igual que tú, pero, en lo que a mí concierne, estoy desnudo. No pueden quitarme nada que vaya a echar mucho de menos.

—Me alegra oír eso. El tiempo está hermoso. Disfruta del día, amigo.

Pero cuando cortó la comunicación, el secretario de Estado se quedó pensativo. Todos los días, en alguna parte del mundo, había crisis con las que tenía que lidiar. Hombres y mujeres se convertían en mártires mientras él hacía tratos con sus ejecutores para proteger al resto de los fieles. Era un hombre de apetitos disciplinados y juicios fríos, pero mantenía una profunda amistad con Luca Rossini. Sabía muy bien que lo que lo había mantenido sano y estable no era la antigua fe. Era el culto privado e intenso de una Madonna del Perpetuo Socorro encarnada en Isabel de Ortega. Prefería no especular sobre lo que podría pasarle a Rossini si le privaran de ella y quedara reducido al papel de adorador en un altar vacío, en un páramo de creencias abandonadas.

El ascensor todavía no funcionaba. Habían prometido que estaría reparado para el mediodía, aunque tanto podía ser de hoy como de algún vago mañana. Así que Rossini decidió ahorrarle a Isabel la larga y trabajosa escalera. Esperó en la calle, junto a su coche, un Mercedes que tenía ya doce años y que había comprado a precio muy bajo a un colega americano que había sido trasladado de regreso a Estados Unidos. Había sido cuidado con mucho esmero y ahora parecía sólido y reluciente en el empedrado, junto a la entrada, mientras Rossini esperaba apoyado en él como cualquier conductor romano, en guardia contra los jóvenes conductores que podrían rayarlo con una moneda o arrancar el símbolo del radiador. Lo cierto es que disfrutaba estos momentos de absoluto anonimato en los que se sentía absuelto de su pasado y distante de su situación actual, y en los que nadie le pedía cuentas de ninguna de las dos cosas.

Isabel se había retrasado, y ya eran las diez y media. La cita había sido clara. Se encontrarían a las diez. Las horas de Roma eran flexibles, pero él estaba irritado porque con la sombra de la pérdida inminente cerniéndose sobre ellos como una nube de tormenta, estaba celoso de las pocas horas que podrían pasar juntos. Llamó al hotel por el teléfono móvil. En la habitación de la señora no contestaban. Según el portero, acababa de salir en un taxi con su hija. ¿El señor querría dejar un mensaje? No, gracias.

Pasaron otros diez minutos hasta que el taxi se detuvo con un chirrido de frenos y depositó a las dos mujeres en la calzada. Las dos se deshicieron en excusas, hablando al mismo tiempo: Luisa había regresado tarde y se había quedado dormida; Raúl había llamado desde Nueva York, lo que significaba una larga conversación tanto con Isabel como con Luisa; luego Miguel la había llamado para concertar otra cita para esta noche, que Luisa no sabía si le interesaba, y, finalmente, cuando estaban a punto de subir al taxi, volvieron a llamar a Isabel, que mantuvo una larga conversacion con la mujer con quien habría de viajar a Suiza.

—… Y con eso, querido Luca, termina nuestro rosario de excusas. ¡Lo sentimos! ¡Ahora, por favor, danos tu absolución y sácanos de una vez de aquí!

—Besa a la mujer, por amor de Dios —ordenó Luisa—. Está más tensa que una cuerda de violín. Eso no es bueno para ella… ¡ni para mí! .

Rossini obedeció. Besó a Isabel y le puso la mano en el hombro, como consolándola, mientras la ayudaba a subir al coche.

—Ahora puedes besarme a mí, Luca.

—¡Luisa, por favor!

—¿Por qué no, mama? No está de servicio, ¿o sí?

Rossini se inclinó hacia el asiento trasero, le dio un rápido beso en la mejilla, luego se acomodó en el asiento del conductor y puso al coche en marcha.

—Mi casa está enclavada en un pliegue de las colinas Sabinas, a unos pocos kilómetros al sur de Tívoli. Si queréis, podemos ir por el camino de Tívoli: podríais ver la Villa de Adriano y la Villa d'Este, y luego iríamos a mi casa a almorzar. De todos modos, os advierto que es un recorrido popular, de modo que habrá muchos grupos en autobuses.

—Si no te importa, Luca, me gustaría pasar un día tranquilo contigo.

—Yo estoy totalmente a favor de un día tranquilo. —Luisa se apresuró a apoyar a su madre—. Anoche me acosté muy tarde. Miguel fue muy atento, pero hizo todo lo que indica el protocolo: cena, club, y luego todo el espectáculo de Roma de noche, con bombos y platillos.

—Hecho, entonces. Nada de mrismo. Tomaremos la carretera secundaria. Nos detendremos en el pueblo y compraremos lo necesario para cocinar, y tú, Luisa, me ayudarás en eso mientras tu madre se toma un descanso. ¿De acuerdo?

~De acuerdo.

—Te ayudaremos las dos —dijo Isabel con firmeza—. ¡Todavía no soy una inválida! ¿Qué hiciste anoche después de que te marchaste?

—Supongo que podrías llamarlo mi propia versión de Roma de noche. Me fui a casa caminando. Perdí el rumbo más de una vez, porque tenía demasiadas cosas en que pensar. Recuerdo que levante la vista y contemplé, a través de una ventana iluminada, un techo con un maravilloso fresco. Casi me atropellan mientras lo miraba. Cuando llegué a casa, leí mi breviario y me fui a la cama… Hoy tenía que levantarme temprano para decir misa para una comunidad de hermanas y hacer algunas llamadas telefonicas. ¡Y bien, aquí estoy! ¡Libre por hoy, y con una agenda cargada para mañana!

En sus ropas de campo y detrás del volante de su coche, Rossini era otro hombre: la viva imagen atávica del golfillo de las calles napolitanas. Conducía con destreza y brío. Respondía con entusiasmo a los bocinazos y los insultos de los otros conductores. Como guía turístico era de lo más sobrio, y como comentarista de las tácticas de los conductores romanos, propensos a creerse pilotos de carreras, era elocuente, entretenido y empleaba el lunfardo con cierto exagerado histrionismo. Las dos mujeres pasaban de la risa a la exclamación, y finalmmte manifestaron su profundo agradecimiento cuando abandonaron la via Tiburtina y se abrieron camino a través de una serie de vías laterales en dirección a la ermita de Rossini. Se detuvieron en un pequeño pueblo para aprovisionarse y, al verlo conversar con el hombre que atendía el negocio, Isabel se sintió invadida por una ráfaga de recuerdos en los que aparecía otro Rossini, el pastor rebosante de juventud que había conocido en otro pueblo, enclavado en las estribaciones de la precordillera andina.

Finalmente Rossini abrió el pesado portón y entr6 el coche en su reino. Las ayudó a bajar del vehículo y les pidió que lo esperaran mientras iba a cerrar el portón. Cuando regresó junto a ellas, Isabel sonrió, le apoyó una mano en el brazo y dijo:

—Recuerdo una de tus cartas, m la que me decías que querías tener un «huerto abigarrado». Ahora entiendo lo que querías decir.

—Bienvenidas ambas. Mi casa es vuestra casa.

Dentro, el lugar estaba frío, pero en la chimenea ya habían sido dispuestos algunas astillas y leños. Rossini les acercó un fósforo, y luego encendió el equipo de música. Mientras las llamas cobraban altura y la sinfonía Haffner se adueñaba de la sala, las llevó a recorrer su pequeño retiro.

BOOK: Eminencia
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