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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (15 page)

BOOK: Eminencia
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—Me figuro que debe de serlo —dijo Rossini con afabilidad—. Por supuesto, lo que estas mujeres sufrieron, lo que sus hijos, hermanos o esposos sufrieron también fue muy angustioso.

—Lo sé.

—Por supuesto, tenía que saberlo: era su trabajo. Aunque, en varias ocasiones, usted negó públicamente que lo supiera.

—Ésa fue una maniobra diplomática necesaria.

—He visto sus informes. —El tono de Rossini seguía siendo afable. Hizo tamborilear sus dedos sobre la carpeta que estaba sobre la mesa—. Pertenecen a un período muy doloroso de mi vida, que todavía hoy me resulta difícil de asimilar. Por esa razón, se me han asignado otras tareas, en otras áreas. Todavía sigo siendo muy vulnerable a los traumas de veinte años atrás. No obstante, en vista de nuestro encuentro de hoy, he examinado varios archivos clave. Observo que sus minutas fueron siempre sensatas y cuidadosamente equilibradas, incluso en los asuntos más controvertidos.

—Gracias. Es el deber de un diplomático: nunca exagerar ni cargar las tintas. Un diplomático debe desentrañar las causas más profundas de los acontecimientos.

—¿Aun cuando hombres y mujeres están siendo torturados con la aguijada eléctrica y ahogados en cubos de mierda en la Escuela de Mecánica de la Armada? ¿Aun cuando estén siendo azotados, y sodomizados con palos de escoba, y castrados, y les venden los ojos para luego arrojarlos desde aviones al océano?

—Protesté constantemente contra esas cosas.

—¿Ante quién? ¿Públicamente?

—Todo cuanto supe está en los informes que elevé a la Secretaría de Estado.

—Pero aun asi seguía jugando al tenis con los hombres que ordenaban atrocidades. Eso sí, usted solicitaba, ¿cómo lo llamó? —Levantó la cubierta de la carpeta y apoyó los dedos en una línea—. Ah, sí. «Un consejo teológico sensato acerca de los límites morales de la tortura que puede ser necesaria para obtener información de los enemigos del Estado y, en muchos casos, también de la Iglesia.» Recibió el consejo y se lo transmitió a los generales mientras jugaba con ellos al tenis: «Se puede apelar a medidas extremas siempre que no excedan los límites humanos, que no tengan consecuencias terminales ni provoquen traumas y que su duración no exceda las cuarenta y ocho horas como máximo.» ¿Quién le escribió esa basura?

—Lo escribió un reputado teólogo moral…

—¡Reputado! ¡Santo Cielo!

—… para aportar una base de reconciliación a los hombres de las fuerzas armadas que se vieron obligados por force majeure a ejecutar tareas brutales.

—¿Y cómo propuso usted reconciliar a las familias de los muertos y los desaparecidos?

—¡No he venido aquí a ser maltratado!

—Esto no es maltrato. Esto es la verdad. ¿Por qué ha venido usted aquí? ¿Qué esperaba de mí? ¿Silencio? ¿Una capa de barniz sobre toda esa sucia historia?

—¿Nunca se le ocurrió —Aquino todavía mantenía el control sobre sí mismo— que podría venir a buscar comprensión y ayuda?

—Si eso es lo que quiere, ¡hable con las mujeres! Suplique su comprensión. Confiese ante ellas y pídales perdón. Ellas lo escucharán, se lo aseguro. Están acostumbradas al silencio. Han esperado día tras día, tocadas con sus pañuelos blancos, como acusadoras silenciosas, frente a la Casa de Gobierno. Sus desaparecidos han enmudecido para siempre.

—Usted sabe que no puedo verme con ellas.

—¿Por qué no?

—Me harían pedazos.

—Eso dependería de cómo usted se presentara ante ellas.

—Eso también. —Una pequeña sonrisa forzada arrugó los labios de Aquino—. ¿Qué es lo que usted tenía en mente? ¿Un cilicio, una soga alrededor de mi cuello?

—¿Usted tiene alguna otra idea, tal vez?

—Tenía la esperanza de que usted les hablaría por mí, y conmigo, puesto que usted también fue una víctima.

Rossini profirió una blasfemia entre dientes.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué clase de hombre es usted?

—Soy un superviviente —dijo Aquino sin alterarse—. Necesito su ayuda para sobrevivir a esta… ¡esta infamia!

—¿Qué infamia?

—Estas acusaciones de conspiración y colaboración.

— La mejor forma de sobrevivir es responder a las acusaciones! —A pesar de sí mismo Rossini se vio arrastrado a la discusión—. Mire, en Chicago, nuestro colega Bernardin fue acusado por un ex

seminarista de abuso sexual. Él no se escondió detrás de la Iglesia ni de su alto cargo: desafió a su acusador a ir a los tribunales. La acusación fue retirada. Bernardin se reunió con el hombre y lo trató con compasión y caridad. Por desgracia, Bernardin no sobrevivió, pero murió con honor y el pueblo bendice su memoria.

—¡Todo el mundo bendice a un buen pastor! ¡Nadie bendice a los diplomáticos! Usted ya ha visto lo que ha hecho la prensa italiana. ¡Figúrese lo que serían capaces de hacer con una audiencia judicial! ¡Es imposible!

—¿Por qué imposible?

—Me niego a comparecer como un criminal. Ayudé a muchas de las familias de las víctimas. Ahora estas mujeres me persiguen con imputaciones no probadas.

—Entonces llévelas a juicio. Deje que las pruebas sean expuestas y examinadas. Si son falsas, usted será reivindicado. Si son ciertas, que Dios tenga piedad de su alma.

—El suyo es un juego cruel, Rossini. He acudido a usted para pedirle ayuda, como colega y como cristiano. Recuerde que tiene una deuda conmigo. Yolo saqué de Argentina.

—Lo sé. Miles de personas no tuvieron tanta suerte. Pero lo mío no es un juego. Estoy tratando de evaluar su situación y decidir cómo y bajo qué condiciones puedo ayudarlo.

—¿Condiciones?

—Por supuesto. Usted es un diplomático. Condiciones, términos, negociaciones son su especialidad.

—Muy bien, empecemos a negociar entonces. ¿Qué hará para ayudarme?

—Primero me pondré en contacto con la delegación de las mujeres. Me comprometeré a llevarlo ante ellas para que mantengan una reunión en un lugar privado. Les pediré que le proporcionen, en mi presencia, un resumen de las pruebas que tienen. Si puedo, las persuadiré de que escuchen su descargo y de que acepten, al menos, discutir una solución arbitrada.

—¿Y si el arbitraje resulta insatisfactorio para una de las partes?

—Usted ofrecerá el cese de su inmunidad y manifestará su voluntad de comparecer ante los tribunales. Si lo hace, trabajaré con Ángel Novalis para asegurar la mejor interpretación posible de su situación por parte de la prensa mundial.

—Pide demasiado, Rossini. Ofrece demasiado poco.

—Más no puedo hacer.

Aquino le dispensó una mirada fría y hostil. Luego se puso de pie.

—Hizo más por Raúl Ortega. Lo recomendó como embajador ante la Santa Sede, así puede traerle a su amante a Roma.

Como Rossini no le contestó, agregó un pequeño post scriptum cargado de desprecio.

—Parece haber olvidado algo. Necesito un permiso del Pontífice antes de presentarme ante un tribunal, por el motivo que fuere. Por lo tanto, nada puedo hacer hasta que el nuevo Papa sea electo. En cambio, usted tiene la libertad de intervenir informalmente en mi defensa. Así que, si quiere revisar su oferta de ayuda, llámeme. No queda mucho tiempo antes del cónclave. Después de eso, como dicen los americanos, empieza otra partida.

En ese momento, Rossini cayó en la cuenta. Dejó escapar un largo resoplido de sorpresa y sacudió la cabeza en un gesto de absoluta incredulidad.

—Tiene razón, por supuesto. Fui un tonto al no darme cuenta. Usted no busca una reivindicación. Usted sólo quiere un aplazamiento, una tregua.

—Exactamente. ¡Y usted es el hombre más indicado en Roma para negociarla!

—Supongamos, no es más que una suposición, que usted fuera elegido Pontífice. ¿Qué pasaría entonces?

—Entonces, como le decía, empezaría otra partida. El Pontífice es la cabeza de un Estado soberano. También es el líder de mil millones de creyentes. No puede ser llevado ante ninguna corte de este mundo. Plenitudo potestatis. La plenitud del poder. Es un concepto antiguo, pero ha estado reverdeciendo durante este reinado. En el colegio electoral cuenta con un gran apoyo. Piénselo, Rossini. Pero no se demore. El tiempo se acaba.

Giró bruscamente y abandonó la sala, cerrando suavemente la puerta tras de sí.

Diez minutos después, un Rossini decididamente enfadado elevaba su informe al secretario de Estado.

—¡Fue un error, Turi! Nunca debí haber aceptado esa reunión. ¡No tengo estómago para tratar con ese hombre!

—No importa. —El secretario de Estado se encogió de hombros con indiferencia—. Él pidió la reunión. Nosotros la concertamos. ¡Tú fuiste! ¡Basta!

—¿Crees que con su trayectoria podría ser elegido?

—Es una pregunta que no procede, Luca, pero te la contestaré. Su trayectoria estará limpia hasta que se lo condene por algún delito. Tiene una pequeña facción de seguidores con poder en la curia. Sí, podría ser elegido, aunque sea tan sólo como candidato provisional. Hay precedentes históricos. No obstante, no me pidas que haga una apuesta.

—Otra pregunta, Turi. ¿Cómo supo Aquino que yo te había dado una recomendación en el asunto del nombramiento de Raúl Ortega?

—No sé. Yo no se lo dije. En realidad no la he comentado con nadie. No se la he mostrado a nadie. Todavía está en mi archivo personal, bajo llave. De todos modos, sabiendo que los argentinos habían hecho la recomendación, pudo deducir fácilmente que yo te consultaría.

—Es decir, mantiene estrechos vínculos en Argentina.

—En Argentina, en Washington, en todos los lugares en que ha desempeñado funciones. En un diplomático, eso es un mérito.

—Había una amenaza en su comentario sobre Isabel.

—Y tú tendrás la prudencia de recordarla, Luca, ahora que la señora de Ortega va a estar en la ciudad. Te diría que Aquino está enterado de su llegada.

—¿Cómo diablos podría saber eso?

—Del mismo modo, por la embajada. Ha estado en contacto permanente con ellos por el asunto de las Madres de la Plaza de Mayo. Incluso me sugirió que podría haber una conexión entre este grupo y la súbita llegada de la señora de Ortega. ¿Hay una conexión?

—No lo sé. Desde luego, se lo preguntaré a Isabel. Esta noche vamos a cenar juntos, con su hija.

—Confío en que pases una velada agradable.

—Gracias.

—Te deseo lo mejor, Luca. Lo sabes.

—Lo sé.

—Serénate antes del encuentro. Deshazte de tu ira. Disfruta de la reunión.

—Gracias, Turi.

—Tengo otra tarea para ti. Me gustaría que mañana asistieras a una reunión con media docena de los más antiguos miembros del Colegio Cardenalicio que por su edad no podrán votar. Quieren comunicar sus opiniones; a ti y a otros miembros que sí votarán.

—Me gustaría que me excusaras, Turi. Había reservado el día para asuntos personales.

—¿Más importantes que el servicio al que te debes aquí, en este momento? —preguntó cortante el secretario de Estado.

—Creo que lo son, sí. —De pronto era un hombre diferente, abierto y apasionado—. ¡Escúchame, Turi, trata de entender! Lo que nuestros colegas mayores quieren es lo que Pablo VI les negó: una voz en el cónclave, o al menos una audiencia ante la que hacer valer su experiencia de toda una vida. Entiendo eso. Creo que están en su derecho. Pero mi situación es completamente distinta. Estoy en crisis, estoy en una oscuridad desesperante. Mi encuentro con Aquino no ha hecho más que profundizarla. No estoy para nada

seguro de que deba participar en el cónclave. Estoy tentado de renunciar antes de que empiece.

—¿Por qué, Luca? ¿Por qué?

—Porque no estoy seguro de seguir siendo un creyente. De pronto, la fe me ha abandonado. El Dios en el que alguna vez creí es un extraño para mí. La Iglesia en la que he pasado mi vida, y en la que desempeño, como tú, un cargo encumbrado y honorable, es una ciudad poblada de extraños. Aunque no me estoy explicando muy bien, espero que entiendas por qué necesito un pequeño lapso de silencio. Soy lo que era al principio: un hombre vacío, un hombre hueco, con la cabeza inundada por una clara luz polar y un bloque de hielo donde debería estar su corazón.

—¡Excelentes condiciones ambas para un conclavista! —El secretario de Estado se echó atrás en la silla y jugueteó con un cortapapeles—. Una cabeza despejada y un corazón frío. No te rebajaré demostrándote lástima. Si decides renunciar, lo lamentaré, pero te ruego que postergues tu decisión hasta después del cónclave. El juicio de un descreído, pronunciado sin miedo y sin favoritismos, podría ayudarnos a todos.

—¿Cómo se avendría eso con tu propia conciencia, Turi?

—Perfectamente bien. Tomo lo que me has dicho como una confidencia confesional. No acepto de ninguna manera tu estado de ánimo actual como definitivo. La noche oscura del alma es un fenómeno familiar en la vida espiritual: más aún, para algunos es una estación necesaria en el camino a la santidad… No habiendo un rechazo formal de la fe, sigo aceptándote como un hermano en Cristo y un colega en el gobierno de la Iglesia. ¿Responde eso a tu pregunta?

—En parte, al menos. Gracias.

—Entonces permíteme sugerir que suspendas tu juicio sobre nuestro colega Aquino. Él, como tú, tiene problemas de conciencia. No deberíamos abrigar la pretensión de decidir sobre ellos.

Ante el reproche, Rossini inclinó la cabeza en señal de respeto. Luego sonrió.

—Tienes razón, Turi. Lo siento. Ahora, por favor, ¿puedo tener el día libre mañana?

—Por supuesto. Tenemos el número de tu móvil. Trataremos de dejarte en paz. Y Luca…

—¿Sí?

—Sé cauteloso. Aquino y sus amigos son un grupo poderoso. Alguna gente poco amable los llama la Mafia Emiliana.

—¿Qué pueden hacerle a un hombre que no tiene nada que perder?

—Pueden despojarte de tu poder para hacer algún bien en la Iglesia que, a pesar de tus problemas personales, es más grande de lo que piensas… Disfruta de tu velada.

Capítulo 6

Esa tarde se retiró de su oficina temprano. Todavía dominado por aquel oscuro sentimiento de ira, necesitaba el aire libre, y sentir en torno a sí la presión de la gente común y sin responsabilidades. Decidió ir a su casa caminando: cruzó el puente de Sant' Angelo y las viejas calles que se extienden más allá del Lungotevere Tor de Roma, las mismas en las que los banqueros de otros tiempos habían ejercido su oficio.

A medida que caminaba, la nube que envolvía su espíritu comenzó a disiparse y se sintió invadido por una creciente sensación de liberación. Ahora la verdad había salido a la luz. Su confesión al secretario de Estado había sido un acto necesario de purificación. El secretario, como buen diplomático, lo había advertido, y le había pedido que postergara cualquier decisión definitiva. Incluso había pergeñado una pieza casuística muy conveniente para salvar las apariencias por Rossini, y para quedar en paz con su propia conciencia. Había una cierta caridad en ello, que Rossini apreciaba tanto más en la medida en que brillaba por su ausencia en hombres como Aquino.

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