Eminencia (12 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Eminencia
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¡Habían entendido, por supuesto! En Roma todo el mundo entendía todo, incluso antes de que se dijera, de modo que nadie se tomaba el trabajo de escuchar nada. Pero Steffi Guillermin había vivido lo suficiente en la ciudad como para entender la palabra arrangiarsi, el arte de arreglárselas solo. De modo que reunió su propio grupito de conspiradores para decidir cómo distribuirían a los comensales en la mesa y redactar las preguntas en inglés con Frank Colson.

A las cinco de la tarde llamó Ángel Novalis. Le habían dado permiso para hablar en el almuerzo. Sin embargo, había ciertas condiciones. Steffi Guillermin se puso en guardia de inmediato.

—¿Qué condiciones, monseñor?

—Primero, cuando se publique deberán aclarar que estoy hablando a título personal y no como representante del Vaticano.

—Eso sería como distorsionar la verdad, ¿no es cierto?

—Es la expresión de un hecho canónico. La Sede de Pedro está vacante. Todos los deseos del último Pontífice siguen vigentes hasta que sea elegido un nuevo papa. yo no puedo comentar aquellas

políticas ni hacer profecías sobre las nuevas. No obstante, puedo expresar mis opiniones personales, siempre que se las anuncie como tales.

—¿Usted sabe que lo que nosotros enviamos puede ser cambiado, o que algunas partes pueden ser eliminadas en nuestras respectivas redacciones?

—Por supuesto. Digamos que estoy…

—Cubriéndose las espaldas —dijo Steffi Guillermin—. Eso lo entendemos. ¿Cuál es la siguiente condición?

—No expresaré opiniones sobre personas concretas cuyos nombres estén mencionados en el diario. El ries go de cometer difamación no sólo los alcanza a ustedes sino también a mí.

—¿Pero no se negará a contestar preguntas generales sobre «ciertas personas»?

—Me reservo siempre el derecho de negarme a hacer comentarios.

—Eso no nos incomoda. ¿Algo más?

—El tema de mi alocución será «Pasado y futuro de una Iglesia perdurable» .

—No suena como un monólogo cómico para un almuerzo —dijo Steffi Guillermin—, pero estoy segura de que hará usted un buen trabajo. Tal vez le resulte difícil de creer, pero estará entre amigos.

—¡Nunca he dudado de eso! Hasta mañana entonces.

Steffi Guillermin colgó y dio un gritito de alegría. Este hombre era brillante, a veces demasiado brillante para su propio bien; pero tenía la autoestima suficiente como para garantizar una actuación de primera. Sería una clásica escena de tribunal, con un acusado muy seguro de sí mismo y un fiscal muy cortés. Lo que estaría en discusión serían veinticinco años de gobierno centrista de la Iglesia y una visión —si es que existía— del nuevo milenio, interpretados a partir del diario íntimo de un hombre muerto.

Cuando Luca Rossini regresó a su casa, a las siete de la tarde, había un mensaje de Isabel.

Luisa y yo salimos de Nueva York esta tarde a las seis y media. Llegamos a Roma mañana a las 8.50 de la mañana y seremos recibidas por un agregado de la embajada argentina. Raúl nos ha reservado una suite en el Grand Hotel. Insiste en que nos presentemos «con un estilo apropiado». Después de un largo vuelo nocturno, las dos necesitaremos un descanso y un tratamiento de belleza antes de encontrarnos con nuestra muy especial eminencia. Te esperaremos a las ocho de la noche para cenar en la suite. Por favor, deja un mensaje en el hotel para confirmar que vendrás aunque Atila esté a las puertas de Roma.

Con todo mi amor,

Isabel

A pesar de todas las fantasías que había alimentado, la noticia lo dejó sin aliento. Después de un cuarto de siglo de separación y sentido exilio, estarían juntos en la misma habitación. Se encontrarían cara a cara, cuerpo a cuerpo, y todos los ayeres perdidos quedarían en el olvido.

Luego un súbito pánico se apoderó de él. También esto era una fantasía. Habría un testigo del encuentro, una mujer joven de veintitantos años, hija de Isabel y Raúl, nieta de aquel viejo y aguerrido aventurero, Carlos Menéndez, que había desafiado a la Junta Militar y a la Iglesia para que lo sacaran sano y salvo del país. La cruda advertencia de Menéndez todavía resonaba en su memoria: «Lleva mucho tiempo recuperarse de la experiencia de la tortura… Es demasiado pronto para saber cómo saldrás de todo esto. Espero que algún día tú seas todo un hombre».

¿Cómo lo juzgaría ahora el viejo Carlos, allí donde se hospedara? Había muerto diez años atrás, cuando su helicóptero se precipitó a tierra en un remoto valle andino. También se preguntaba cómo reaccionaría la joven cuando lo conociera. Y más que todo se preguntaba cómo lo vería Isabel, quien con sus cuidados lo había elevado desde aquella obscena degradación hasta devolverle la imagen de un hombre.

Entró en el dormitorio, caminó hasta el escritorio y permaneció un buen rato frente al espejo, mirándose. Vio a un sujeto enjuto, de cincuenta años, con la piel aceitunada de un hombre del Mediterráneo, el pelo gris acerado y una expresión adusta en la boca, que podía trocarse en una rara sonrisa cuando sus ojos oscuros se iluminaban. Era alto para ser un hombre del sur, y muchas veces se había preguntado qué corsario o invasor escandinavo le habría dado su altura y su paso largo y airoso.

De pronto se echó a reír ante la imagen del espejo: le hacía gracia el ridículo recuento de sus atractivos que estaba haciendo, como si estuviera valorando a un animal. Ésta era la raíz de sus temores: que

Isabel, la única mujer que él había amado, lo encontrara ridículo.

Sin proponérselo, la idea le suscitó una nueva serie de interrogantes. ¿Cómo se saludarían? ¿Con un apretón de manos o con un beso? ¿Y qué tipo de beso sería el apropiado en presencia de su hija?

Isabel no le había insinuado nada al respecto en ninguna de sus cartas, y sin embargo también ella debía de haber soñado con el momento en que se encontrarían. Cada vez que mencionaba a su hija, lo hacía con orgullo y cariño, y una genuina satisfacción por el hecho de que la relación entre la muchacha y su padre era buena. «Ella lo adora porque él no le niega nada. Para él, es su mascota, le encanta exhibirla, y escoge con mucho cuidado a quiénes, entre sus amigos, varones o mujeres, la presenta. Ella, por su parte, tiene un espíritu generoso y alegre y hemos llegado a ser buenas compañeras.»

Y otra pregunta más estúpida que las otras: ¿Cómo debería vestirse para aquella cena de tres comensales? Tenía tres opciones: una sotana escarlata ribeteada con un cinto del mismo color, sumamente formal y que sin duda provocaría revuelo en el vestíbulo del Grand Hotel, un traje común de clérigo, con un cuello romano y el corbatín púrpura para denotar su rango, o el traje de calle con cuello y corbata que usaba cuando viajaba a lugares donde era conveniente exhibir cierta neutralidad religiosa. Rechazó esa opción al

instante. Tomaría demasiado tiempo explicarla. De todos modos, se prometió que cuando llevara a Isabel a su retiro de las colinas se vestiría con sus ropas de trabajo y pensó que, si Dios quería, ella aceptaría ir sola.

Una sombra de resentimiento se inmiscuyó en sus cavilaciones. ¿Por qué Isabel había organizado su primer encuentro de esa manera? ¿Había decidido trazar, de alguna manera, una línea en la arena? ¿Temía que un repentino impulso de pasión se apoderara de él, o de ella? Se enojó consigo mismo por el solo hecho de haberlo pensado. Ella no le debía nada. Él era el que estaba en deuda. Ella tenía perfecto derecho a fijar las condiciones de pago. Además, sus cartas eran el verdadero testimonio de lo que sentía por él y, tenía que admitirlo, eran mucho más abiertas que las que él le enviaba a ella. De modo que rechazó el inoportuno pensamiento e intercambió una sonrisa burlona con la imagen del espejo.

A pesar de todo, estaba inquieto y preocupado. No quería enfrentarse a la noche en soledad. Dijo a sus sirvientes que cenaría fuera. Luego marcó el número de un tal monseñor Piers Paul Hallett, quien trabajaba como paleógrafo en la biblioteca del Vaticano. Había entre ellos una extraña amistad que había florecido a partir de un encuentro casual en la biblioteca, muy poco después de la llegada de Rossini a Roma. Apenas habían sido presentados, Hallett le había hecho una lánguida pregunta: «Dime, muchacho, ¿por casualidad sabes algo sobre el calendario de los incas?».

Hallett tenía una lengua ingeniosa, el don de la erudición indolente y un desprecio muy inglés por los excesos del gobierno del clero. ¿Estaba disponible para cenar? Siempre que el eminente pagara. ¿Le gustaría la Antica Pesa? Por supuesto. El lugar era muy discreto, y resultaría todavía más cómodo si ambos iban vestidos de civil.

—Sin ánimo de ofender a mi eminente anfitrión, estos días Roma está siendo asolada por una verdadera plaga de prelados. ¡Todo ese rojo y esa púrpura! ¡Es como un brote de sarampión!

El nombre, Antica Pesa, significaba «La vieja casa del pesaje», el lugar donde se controlaban y gravaban las cargas de las carretas antes de que se las subiera hasta la cima del Janículo. Estaba situada en una antigua casa de vecindad cuyas puertas delanteras daban al empedrado pavimento de la vía Garibaldi mientras que en la parte de atrás desembocaba en un pequeño jardín cerrado, un lugar agradable para una cena de verano.

Aquella noche el aire era frío, de modo que Rossini y su invitado se instalaron cerca del resplandor de un fuego de madera de olivo encendido en una chimenea lo bastante grande como para asar en ella un toro. Decidieron pedir lo mismo: spaghetti alla poverella y vitello arrosto con una botella de vino tinto y otra de agua mineral. Luego, sabiendo que el servicio tardaría, comenzaron la charla tranquila de dos viejos amigos. Hallett, como siempre, hizo las primeras preguntas.

—Dime, eminente amigo, ¿cuál es la verdad sobre ese diario? ¿Es auténtico? ¿Fue robado? ¿Por qué no hubo ninguna protesta pública del Vaticano sobre la publicación?

Rossini se encogió de hombros y recitó de un tirón las respuestas:

—Es auténtico, sí. La procedencia parece simple. El Santo Padre se lo dio a Stagni como legado personal. Hay una carta manuscrita que lo prueba.

—¡El hombre debe de haber estado chocheando!

—Está muerto y enterrado, amigo mío. Dejémosle descansar en paz.

—¿Qué sabes de ese ayuda de cámara?

—No mucho. Ya estaba instalado allí cuando llegué a Roma. Nos hemos saludado pero, como todos los demás, no le he prestado demasiada atención. Tú has estado aquí más tiempo que yo, ¿qué sabes?

—Trabajo en la biblioteca, que está muy lejos de los aposentos papales, pero todas las mañanas tomo el café en el Nymphaeum, al otro lado del jardín. Es un lugar animado, al menos para el Vaticano. Stagni solía ir a menudo.

—¿Cómo era?

—Un chismoso agradable. La gente lo quería. Lo llamaban Fígaro, pero eso ya lo sabes, por supuesto.

—Lo sé.

—Lo que probablemente no sepas es que durante mucho tiempo anduvo diciendo que cuando se retirara iba a escribir un libro. Obviamente algún editor italiano se había puesto en contacto con él, pero sus ambiciones iban más allá. Parecía un buitre arrebatando migajas de información sobre agentes, editores y medios de comunicación de distintos países. Yo le di un viejo ejemplar del Anuario de Escritores y Artistas y le sugerí que consiguiera una publicación similar referida a América. Me dio las gracias muy efusivamente.

—Una vez que tuvo los contactos —reflexionó Rossini—, debió de sentirse estimulado a desarrollar las ideas.

—¡Exactamente! Pero hay otro detalle. En este caso es algo en lo que estoy involucrado.

—¿Tú? Por Dios, cómo…

—¡Paciencia, mi querida eminencia! ¡Paciencia! En mi especialidad, de vez en cuando surge la cuestión de la falsificación. Es un negocio antiguo: la gente que se dedica a falsificar artefactos y documentos existe desde hace siglos. En la Iglesia también hemos tenido nuestros casos. Lo cierto es que una mañana, a la hora del café, apareció el tema. Stagni, que estaba allí, sostuvo que conocía a un viejo que había estado preso en Lipari por falsificación de documentos de identidad, cheques, e incluso, aunque no lo creas, por hacer falsos títulos de nobleza. De éstos parece que hubo un comercio importante apenas terminó la guerra…

—¿Recuerdas cómo se llamaba el hombre?

—Pues sí. De hecho, Stagni me dio sus señas y le hice una consulta sobre la autenticidad de un documento. Se llamaba Aldo Carrese. Murió…

—¿Cuándo murió?

—Hace unos meses.

—¿Stagni lo estaba utilizando?

—Sólo es una corazonada, pero creo que debe de haberlo hecho.

—¿Por qué Stagni te daría el nombre?

—Difícilmente habría podido negarse. Te dije que era un chismoso. Había hablado tanto que no le quedó otro remedio.

—No creo que nos sirva de mucho ahora. El hombre está muerto. El diario ya está en prensa. Stagni está en su casa, libre y rico.

—¡Qué vergüenza!

—De todos modos, algo podemos rescatar. Ángel Novalis va a hablar en el Club de la Prensa Extranjera. Lo llamaré por la mañana. Te confieso que no me preocupa demasiado. Todo este asunto es una maravilla que no durará más de nueve días.
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—¿Eso ha querido ser un juego de palabras?

—Lo es. Acabamos de comenzar los nueve días de homenajes: recordando, esperando. La prensa entrará en un frenesí alimentado por el diario, hasta que nos encerremos en el cónclave. Después de eso, el tema se diluirá, será una nota a pie de página en la historia.

—¡Eso es poner el dedo en la llaga! —De pronto, Hallett se puso taciturno y volvió a sumirse en el silencio.

Rossini lo aguijoneó.

—Tú tienes algo en mente, Piers. Somos amigos. Dímelo.

—Estaba pensando —comenzó Hallett lentamente— que yo me he estado ocupando toda mi vida de notas al pie.

—Pensé que tu trabajo te hacía feliz.

—Asi fue, hasta no hace mucho.

—¿Pasó algo que hizo cambiar las cosas?

—No pasó nada en concreto. Simplemente estoy atravesando una mala racha: aburrimiento, indiferencia, vanidad de vanidades, todo verdor perecerá, ese tipo de cosas.

—Es probable que necesites unas vacaciones, o un cambio de trabajo.

—Lo último, seguramente. Es el trabajo en sí lo que me está afectando. Solía gustarme, pero ya no encuentro placer alguno en él.

—Adelante. Te escucho.

—Es bastante simple. Soy paleógrafo. Me ocupo de escritos e inscripciones antiguas. Es uno de los campos de estudio más áridos, y uno de los más solitarios, además. Todo tiene como punto de referencia el pasado. Las señales apuntan siempre a callejones sin salida, a templos derruidos y dioses olvidados. Mi propio yo se ha convertido en un hábitat bastante polvoriento. Por eso me he alegrado tanto de que llamaras y me invitaras a cenar esta noche.

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