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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (19 page)

BOOK: Eminencia
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—Pero no para ti.

—No. Yo estaba totalmente confundida. Durante todos los festejos, lo que estaba viviendo era una mentira. Estaba engañando a Raúl. Me estaba burlando de su alegría, que era verdadera. Si alguna vez la verdad llegaba a saberse, habría significado una vergüenza devastadora para él. Por otra parte, la hija que había parido era tu hija. Eso me hacía feliz, pero era una felicidad amarga porque no podía compartirla contigo. Durante un tiempo estuve sumida en una profunda depresión, pero me recuperé y comencé a hacer el recuento de mis bendiciones.

—¿Y Raúl nunca te hizo ninguna pregunta acerca del tiempo en que estuve contigo?

—Jamás. Ninguna. Dudo de que pudiera percibir a un cura de campo como rival. Además, todos los papeles estaban en orden, también mi historia clínica. Así que ¿qué recelo podía tener? .

—Entonces te hago otra vez la misma pregunta. —De pronto, Luca Rossini era otro hombre, imperioso y duro como el acero—¿Por qué tenías que plantearme la cuestión ahora, después de todos estos años?

Ella no opuso resistencia a su ira: se inclinó hacia delante en el sillón para enfrentarlo.

—¡Porque quería que lo supieras! Quería compartir a nuestra hija contigo, hacerte ver lo que habíamos hecho juntos en aquella cama, en Córdoba. No esperaba que la reconocieras. No lo espero ahora, pero lo que sí quería era que lo supieras. Tenía la esperanza de que hallarías algo de felicidad en el secreto, tal vez el último que podamos compartir.

—Eso puedo entenderlo. —El tono de Rossini era neutral—. Eso vale para ti y para mí. ¿Qué planeaste para Luisa?

—Tuve la esperanza, Dios lo sabe, de que tú podrías ser un regalo para ella también. Cuando esta noche os he visto juntos he pensado que podríais haceros bien mutuamente.

—Eso es una suposición, una apuesta. ¡No tienes derecho a hacerla con la vida de tu hija!

—También es tu hija, Luca. ¿O es que no crees lo que te he contado? .

—Claro que creo que Luisa es mi hija, pero lo es por obra de la naturaleza. Por crianza, es tuya y de Raúl. Hay un equilibrio precario en esto. Si inclinas la balanza para el lado que no corresponde, ¿quién sabe el daño que puedes hacer? . Esto es algo sobre lo que tengo que pensar. Lo hablaremos de nuevo mañana.

—¿Todavía quieres llevarme a tu ermita?

—Por supuesto.

Se puso de pie y alargó los brazos para ayudarla a levantarse. La atrajo hacia sí y la estrechó en un abrazo. Le recorrió suavemente el cabello con los labios.

—Te amo. Nada puede cambiar eso. Te amaré desde ahora hasta el día del juicio final. Pero también estoy triste, porque estás sufriendo y no puedo hacer nada para aliviar tu sufrimiento, excepto rezar, y últimamente mis oraciones no son de lo mejor. Además, está Luisa. Estoy triste por ella también, aunque de una manera diferente. Ha habido una chispa entre nosotros, ¿no es cierto?

—La ha habido.

—Entonces subamos un poco la apuesta.

—¿Qué quieres decir? —Se apartó para poder mirarlo a la cara.

Él sonreía otra vez.

—Pensaba en mañana. En esta época de mi vida no son muchas las cosas de las que puedo disfrutar, pero mi pequeña casa de campo es una de ellas. Estaba ansioso por compartirla contigo. Ahora …

Se interrumpió; parecía no saber cómo seguir.

—¿Ahora qué, Luca?

—Ahora, para gran sorpresa suya, Luca Rossini, cardenal presbítero, es un hombre de familia. Estoy sugiriéndote que invitemos a nuestra hija a nuestro picnic.

—¿Quieres decir que se lo piensas contar? —Había un matiz de alarma en la voz de Isabel.

—No tengo idea de lo que haré, salvo que me propongo llevármela a la cocina para que me ayude a preparar el almuerzo, mientras tú tomas el sol en el jardín. Charlaremos, y veremos adónde nos lleva la charla. ¿Qué te parece?

—¿Qué puedo decir? Sería bueno pensar que la gracia que habita tu jardín nos tocará a todos.

—¡Bien! Ahora será mejor que llame a Piers Hallett y cancele el programa. Para él será una gran desilusión.

—¿Has pensado qué haremos si Luisa no quiere venir?

—Así sea. Dejemos que haga lo que quiera. Habrá otros momentos y otros tiempos.

—No cuentes con eso, mi amor —dijo Isabel sombríamente—. ¡Recuerda que estoy representando el último acto de esta ópera!

Esa noche se despidieron envueltos en las sombras de sus dolores compartidos. La pasión de aquel encuentro tan largamente esperado se había consumido como un fuego de artificio en el leve resplandor de la emoción. Ahora iban abrazados por un paisaje oscuro, bajo un cielo sin luna, despojados de todo. Lo único que les quedaba era el consuelo físico más elemental: el contacto de las manos, el efímero calor de sus cuerpos y la caravana de los sueños del ayer. Fue Isabel quien encontró las pocas palabras que necesitaban.

—Sé lo que estás pensando, Luca, amor mío. Deberíamos echar el cerrojo a la puerta, dejar fuera al resto del mundo y dormir juntos hasta mañana. Pero no podemos, y aunque pudiéramos, al salir el sol nos despertaríamos y nos sentiríamos ridículos. Tú todavía eres un hombre apuesto. Yo no soy hermosa cuando me desnudo.

—Para mí, has sido lo más hermoso del mundo. Siempre lo serás.

—Ahora vete a casa, Luca, por favor.

—Tienes mi dirección, mi número de teléfono…

—Todo. Te veremos a las diez. ¡Hasta mañana, mi amor!

Tardó más de una hora en atravesar a pie una ciudad que se hundía lentamente en el sueño, en la que la turbulencia de la circulación y los ruidos de la noche todavía se prolongaban, en la que la niebla que cubría el Tíber todavía exhalaba su fetidez y se enroscaba como una víbora venenosa a través de los hormigueros que cubrían las antiguas colinas.

A pesar del férreo dominio de sí mismo que mantenía, todavía estaba abrumado. Isabel era la roca sobre la cual su virilidad devastada se había reconstruido. Ahora la roca se estaba desmoronando como un castillo de arena arrastrado por una marea invasora. No podía hacer otra cosa que observar indefenso cómo vacilaban los cimientos de su frágil vida interior.

Luisa representaba otra clase de dolor: una hija a quien no podía reconocer, cuya infancia nunca había compartido, y cuyo futuro él podía hacer peligrar. La angustia lo invadió otra vez: angustia por las ilusiones que él mismo había alimentado y que ahora yacían dispersas a sus pies como pétalos de rosas ya marchitas.

Caminó aprisa pero sin prestar atención, con la cabeza gacha, vagamente orientado en dirección a su casa, pero sin preocuparse en absoluto por cuándo llegaría. Los amantes que se abrazaban en las entradas de las casas lo ignoraron. Un borracho tropezó con él. Un motorista que llevaba a una muchacha en el asiento trasero pasó junto a él y vociferó una elocuente maldición romana. Una Virgen pálida, aprisionada en un pequeño altar de vidrio e iluminada por una lámpara de aceite que ardía con luz parpadeante, lo miró con sus vacíos ojos de yeso.

La imagen de la Virgen despertó en él los recuerdos de infancia de una casa napolitana en los barrios bajos de Buenos Aires, en la que una Virgen Dolorosa dominaba desde lo alto el lecho matrimonial. Allí también, pegada en la pared sobre su propia cama, había una estampita de primera comunión en la que estaba representada la mítica Virgen y Mártir Filomena, el nombre de bautismo de su madre.

Con el paso de los años se había ido volviendo cada vez más escéptico respecto de la mitografía de la Iglesia y, al mismo tiempo, cada vez más consciente de su poderío y de la profunda necesidad humana de misterios y milagros que la sustentaban. Lo irónico era que, mientras rechazaba un conjunto de mitos, había adoptado otro: el mito de la amante ideal, entronizada en el altar de los recuerdos, dotada de virtudes heroicas e inmune a los riesgos de la mortalidad. Ésta era una criatura con la que podía soñar sin culpa, y a la que podía desear sin remordimientos, porque no estaba a su alcance, del mismo modo que la Virgen de la esquina que lo miraba desde detrás del vidrio polvoriento.

Por supuesto, había recibido advertencias miles de veces. Sus primeros maestros en la vida espiritual lo habían puesto en guardia contra el apego a las cosas perecederas y a las personas perecederas. Habían tratado en vano de cauterizar sus emociones, y la cauterización había durado hasta que un salvaje con una fusta le había azotado la piel de la espalda y la había dejado expuesta en carne viva.

La de esta noche había sido otra clase de exposición: el dolor de la amada, ahora en peligro de muerte, a la que él no podía ofrecerle cura o alivio espiritual, ni siquiera compañía, más que por unas pocas y fugaces horas. Aun en el caso de que renunciara a la Iglesia y emprendiera el largo camino a ninguna parte que le permitiría mantener su precaria identidad, ¿qué podía ofrecerle a Isabel? Ella era más fuerte que él. El amor que ella daba y el que tomaba no tenían un precio marcado. Como la loba, ella había aceptado vivir y morir en su propio reducto, en su propia piel.

—¿Dónde dejaba eso a Luca Rossini? Enamorado, no podía, no se permitiría pedir más de lo que le había sido dado. Comprendía el elemento obsesivo de su propia naturaleza. Su sentido del ridículo, su negativa a comprometer la dignidad personal por la que, según su modo de ver, había pagado con sangre, lo había mantenido a salvo de la locura, si no de las preguntas acerca de lo que habría podido pasar.

Aquella noche había significado al menos para él, una cosa. Había separado a Isabel de la cuestión de sus relaciones con la Iglesia como creyente bautizado. La pregunta, ahora, era simple y radical. ¿Era todavía un creyente? Si lo era, debía renovar su asentimiento y servir en aquella misión para la que había sido llamado. Si no, debía retirarse con dignidad y evitar el escándalo. No podía verse a sí mismo como el sórdido renegado que vocifera su protesta en el atrio del templo, y tampoco podía suplicar la caridad de los fieles o su lástima, por el estado al que se había visto reducido.

Cuando por fin logró combatir sus confusiones hasta llegar a un orden elemental, ya estaba otra vez en casa. Un cartel fijado en el ascensor anunciaba FUORI SERVICIO, lo que significaba que tendría que subir trabajosamente por la larga escalera de piedra para llegar a su apartamento. Luego, puesto que la costumbre y el ritual eran la última y frágil defensa que le quedaba contra el temor y el dolor, abrió su breviario y leyó las completas del día.

«Oye, oh, Señor, mi plegaria, y deja que mi súplica llegue hasta ti… Mi vida se ha desvanecido como el humo, estoy solo como un pelícano en el páramo…»

Capítulo 7

Rossini tenía la costumbre de decir misa por la mañana temprano en la capilla de un pequeño convento situado a unas pocas manzanas de su apartamento. El convento era propiedad de una comunidad de mujeres que se llamaban a sí mismas Hermanas de la Redención. Se dedicaban a tareas de caridad, una de las cuales tenía como sede el propio convento: un hogar transitorio para mujeres que habían pasado algún tiempo en prisión o estaban en libertad condicional.

La comunidad era pequeña y sus fondos, escasos, de modo que, conforme a la tradición italiana, todos los días dos monjas salían a la calle a cumplir tareas de mendigas profesionales, pidiendo limosnas a los comerciantes y vecinos. Era una tarea ingrata. Las monjas de la comunidad estaban envejeciendo y eran pocas las mujeres jóvenes que se ofrecían para ayudar, pero las hermanas se las arreglaban para conservar una ironía romana que se adecuaba muy bien a la modalidad a menudo anárquica de sus protegidas.

Rossini las había conocido en uno de sus malos días, cuando, vestido de paisano, se preparaba para irse a su ermita. Les hizo un donativo y luego se puso a conversar con ellas. Él, que había nacido en una familia de inmigrantes napolitanos y se había criado en un barrio pobre, sentía un respeto inveterado por los mendigos y un odio profundo por los indiferentes que despreciaban la mendicidad y sólo la aceptaban como una obligación social.

En el curso del diálogo con las hermanas, les reveló su identidad y les ofreció una subvención permanente en dinero en efectivo y la celebración ocasional de misas para la comunidad. Después hubo de lamentar más de una vez haber tenido este impulso, pues con el tiempo fue convirtiéndose en confesor, consejero y amigo de última instancia para la comunidad y sus protegidas. Y tenía la lucidez mental suficiente para reconocer que el sistema no era sino una forma anticuada de la caridad eclesiástica que no podía sustituir de ninguna manera una necesaria, pero imposible, reforma del sistema social italiano. Asi pues, las mujeres del convento se convirtieron para él en una pequeña circunscripción privada en la que podía funcionar del mismo modo como lo había hecho en su parroquia de las montañas en Argentina. Las monjas confiaban en él. Las otras mujeres, al principio, se mostraron desconfiadas, y él comprendió que difícilmente podría ser de otra manera. Ellas conocían la rudeza de la vida alrededor de las fogatas en el Annulare, a las que los camioneros se acercaban para un revolcón rápido sobre una manta grasienta. Habían sufrido la violencia de los chulos y el acoso de la policía y los carceleros. No obstante, con el tiempo, las mayores de entre ellas hicieron correr la voz de que se podía confiar en este hombre que no las sermoneaba, que comprendía las palabras y los hechos desde el mismo lado de la calle que ellas y cómo podían ser las cosas con la policía.

Sabían que sus regalos les hacían la vida más fácil a todas. Además, tampoco había nada furtivo en él. Su modo de hablar era delicado, pero conocía la diferencia entre merda y macaroni, y sabían que, si alguna de ellas quería jugar con él, él les hablaría sin medias tintas.

Con mucha discreción se encargó de que se supiera que también él había estado en líos con la policía en su país y que comprendía la reticencia de ellas. No era obligatorio asistir a sus misas, pero primero unas pocas y luego algunas más comenzaron a acudir, de modo que cuando sabían que venía, lo habitual era que la capilla se llenara.

Esta mañana no tenía ganas de salir de su casa, pero no podía decepcionarlas. Las monjas eran una raza especial, una tribu en extinción, pero aun así llena de coraje. Las mujeres a las que servían eran, como él, extranjeras, exiliadas, proscritas, las avanze di galera, los restos de un sistema carcelario al que algunas, casi inevitablemente, terminarían por volver. Fue a ellas a quienes se dirigió para hacerles una petición conmovedora:

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