Un teléfono comenzó a sonar sordamente. El secretario de Estado alzó la mano para hacer callar a Rossini. Hurgó en el bolsillo de la sotana hasta que sacó el aparato.
—Habla Pascarelli.
Durante unos breves instantes escuchó en silencio, luego le dio las gracias a su interlocutor y cortó la comunicación. Se volvió hacia Rossini.
—Su Santidad acaba de morir.
—Dios lo tenga en su gloria —dijo Luca Rossini, el descreído.
—Amén —dijo el secretario de Estado—. Ahora la Sede está vacante y tenemos mucho trabajo por delante.
Claudio Stagni tenía un último servicio que prestarle a su señor. Debía preparar las ropas con las que sería ataviado el cuerpo del Pontífice para el velatorio y el sepelio. Una vez hecho esto, se presentó ante el camarlengo.
—He terminado, eminencia. ¿Me necesita para algo más?
—Gracias, Claudio. No lo necesito para nada más.
—¿Habrá un trabajo para mí aquí, después de la elección?
—Estoy seguro de que habrá algo, pero no será en el mismo puesto. Un nuevo Pontífice querrá decidir por sí mismo cómo organiza su casa. Usted está en edad de ser jubilado, ¿verdad?
—Lo estoy. También tengo varios meses de vacaciones acumulados.
—Le sugiero que se tome alguno ahora.
—Gracias, eminencia. Necesito pensar qué haré con mi vida.
—Por supuesto. Le estamos agradecidos por su prolongado y fiel servicio, Claudio.
—Me sentí honrado, y siempre complacido, de servir a Su Santidad. Era un gran hombre.
—Un gran hombre —dijo el camarlengo con expresión ausente—. ¿Algo más, Claudio?
—Sólo una cosa más, eminencia. Espero que no parezca irrespetuoso que no asista al funeral. No creo que pudiera soportar a las multitudes y las largas ceremonias. Mi vida con Su Santidad transcurría en la mayor privacidad.
—Usted es algo así como un solterón, según creo.
—Así es. Su Santidad solía decir que él y yo no éramos más que un par de solterones viviendo en una casa demasiado grande para los dos.
—Es una manera de decirlo. —El camarlengo empleó un tono seco—. Que tenga buenas vacaciones.
—Gracias, eminencia.
Su eminencia ya estaba inclinado sobre su agenda. Fígaro se marchó haciendo una reverencia y bajó reposadamente a la oficina de pagos para cobrar lo que se le debía y rellenar la solicitud para su jubilación. Una vez que hubo abandonado Ciudad del Vaticano, tomó un taxi que lo llevó a su apartamento en el Trastevere, donde recogió su equipaje, un bolso de viaje y un raído maletín. Desde Trastevere fue conducido al aeropuerto de Fiumicino para embarcarse en el vuelo de las seis en punto a Zurich.
Cuando llegó a Zurich tomó una suite en el hotel Savoy. La tarifa le cortó la respiración, pero luego recordó lo que le había traído hasta allí y recuperó la alegría. Guardó el maletín bajo llave en la caja de seguridad de la habitación, llamó al recepcionista para avisarle de que podrían encontrarlo en el restaurante, y luego bajó a dar cuenta de una cena que hasta un cardenal autoindulgente habría envidiado. Estaba frente a su café y a un brandy de excelente calidad cuando el camarero le trajo el teléfono. Una voz de mujer preguntó en italiano:
—¿Claudio Stagni?
—Sí.
—Soy Barbara Busoni, de Nueva York. Estamos en el vestíbulo. ¿Podemos subir?
—El conserje le enviará a alguien para que los acompañe a mi habitación.
—Somos tres.
—¿Tantos?
—Un perito calígrafo, un abogado y yo.
—¡Bien! Me gusta el trabajo escrupuloso. yo también soy un hombre muy escrupuloso. Nos veremos dentro de unos minutos.
Pidió la cuenta, la firmó haciendo un floreo, apuró la última gota de brandy, y luego caminó airosamente hasta el ascensor para enfrentarse a los inquisidores, de quienes esperaba que de la noche a la mañana se convirtieran en generosos pagadores.
La mujer era más joven y más atractiva de lo que había imaginado: su piel era color miel, sus ojos, oscuros, tenía acento florentino y el pelo rojizo cortado al estilo paje. Fue ella quien, con la mayor formalidad, hizo las presentaciones.
—Señor Stagni, soy Barbara Busoni. Hemos hablado varias veces. Trabajo en el área de desarrollo de proyectos de la agencia. Si llegamos a un acuerdo, seré su editora. El caballero es Maury Rosenheim, el abogado que trabaja en la agencia, y él es Sergei Malenkov, un reconocido perito calígrafo. Caballeros, el señor Claudio Stagni, quien fue el ayuda de cámara de Su Santidad.
—¿Fue o es?
—Fue, señor Rosenheim. Su Santidad ha muerto esta mañana.
—No lo sabía. He estado volando ocho horas, la mayor parte de ellas durmiendo. Supongo que ya ha dejado su trabajo.
—No del todo. Estoy de vacaciones. El cardenal camarlengo, lo que en Inglaterra llaman
chamberlain
, me sugirió que aprovechara parte de mis vacaciones acumuladas antes de decidir si solicitar o no otro empleo en el Vaticano.
El abogado frunció el entrecejo, intrigado.
—Éste no es el modo en que se me presentaron las cosas, Barbara. Sé que estoy cansado, pero…
—¿Por qué no te callas y escuchas, Maury? Todavía estamos muy lejos de los documentos. Según entiendo, el señor Stagni nos está ofreciendo unas memorias personales, íntimas, de sus años como ayuda de cámara del Pontífice, junto con los derechos exclusivos de publicación de ciertos papeles privados del Pontífice de los que es legítimo poseedor. En principio, el señor Stagni ha acordado con nosotros que dictará sus memorias bajo mi supervisión, y que yo las editaré a medida que trabajemos, de manera que podamos tenerlas listas para su distribución antes de que comience el cónclave. El precio que estipulamos por los derechos de publicación en los medios de todo el mundo fue de un millón y medio de dólares estadounidenses, que se le pagarían la mitad al comenzar el trabajo y la otra mitad al concluirlo. ¿Lo ha entendido usted así, señor Stagni?
—Lo entendí y lo acepté como punto de partida de la negociación. De entonces a ahora, las circunstancias han cambiado.
—¿En qué sentido, señor Stagni?
—Tengo en mis manos mucho más material, un material íntimo y exclusivo de puño y letra del Pontífice. Es de tal índole que creo que debería publicarse antes que mis memorias: de esa manera ambos proyectos se valorizarían muchísimo.
—¿Quiere decir, señor Stagni, que nos está subiendo el precio acordado?
—Por una parte, sí. Pero por otra les estoy ofreciendo un producto muchísimo más valioso.
—¿Podemos ver algo, por favor? —Ahora Barbara Busoni estaba irritada—. Debe admitir que esto es una verdadera sorpresa.
—Fígaro solía ser una fuente inagotable de sorpresas, ¿no?
—¿Fígaro?
—Es el apodo que me pusieron en Roma. Yo era el ayuda de cámara del Papa, su barbero, su diseñador de vestuario, de todo, pero era también una de las pocas personas que podía arrancarle una auténtica carcajada. Veamos, déjeme mostrarle de qué estamos hablando.
Abrió su gastado maletín y extrajo un misal encuadernado en cuero. Lo abrió en una página y se lo pasó a Malenkov, el perito calígrafo.
—Supongo, señor, que usted ha estudiado algunas muestras de la letra del difunto Pontífice. De otro modo, no estaría aquí.
—Es verdad.
Y puesto que ésta es una entrevista amistosa y no un tribunal, yo lo acepto como perito. Ahora, ¿tendría la bondad de estudiar la dedicatoria escrita en este misal? Se la traduciré, por si usted no lee italiano:
A mi leal servidor Claudio Stagni,
mi Fígaro, quien en horas muy oscuras
me ofrendó el regalo de la risa.
En su cincuenta cumpleaños.
Y a continuación su firma.
—¿Tiene algún problema para identificar la letra, o la firma?
—Ninguno, en absoluto.
—Ahora mire esto. Como puede ver es una carta del Pontífice, escrita en una de sus hojas de notas. Le leeré también este texto.
Mi querido Fígaro:
Hace cinco siglos y medio, uno de mis predecesores, el papa Pío II, Enea Silvio Piccolomini, dictó sus memorias a su secretario, quien luego las destruyó por temor al escándalo. Yo no te dicté estas páginas, pero tú estuviste presente en las horas postreras de muchas noches mientras yo las escribía. En los viejos tiempos, yo podría haberle legado una fortuna a un criado leal como tú. Pronto moriré como debe morir un Papa, sin posesiones.
Estos tomos son mi legado para ti. Reza por mí de vez en cuando.
—Supongo que reconocerá usted la firma —prosiguió Fígaro—. Y vuelvo a preguntarle: ¿es auténtica la letra?
Esta vez el perito se tomó un poco más de tiempo para examinar la letra. Con una lupa, se detuvo con minuciosidad en los detalles de la caligrafía. Finalmente se dirigió a los reunidos.
—No hay la menor duda. Es auténtica.
—Muy bien, ¿adónde nos lleva eso? —preguntó Maury Rosenheim.
—Nos lleva a esto. —Fígaro se puso un par de guantes blancos, sacó los tres tomos envueltos en papel tisú, desplegó el papel sobre la mesa y con actitud reverente depositó los tomos frente a ellos. Luego pronunció el discurso culminante de la noche—. Confío, damas y caballeros, en que no se sentirán decepcionados. Señorita Busoni, puede leer los textos y dictaminar sobre su valor editorial. Su perito calígrafo ya ha autentificado la letra. Y usted, señor Rosenheim, ha visto la prueba de su inequívoca procedencia. Ahora una pregunta muy sencilla: ¿Quieren comenzar la negociación?
—¿Por dónde sugiere que comencemos? —Maury Rosenheim fue la primera en hablar, como era su costumbre.
—Comencemos por cinco millones de dólares estadounidenses —dijo Fígaro con calma—. Eso les asegura el derecho a utilizar el material con todos los medios. Luego podemos hablar de porcentajes y derechos de prioridad.
Maury Rosenheim no podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Derechos de prioridad? ¿Cómo diablos sabe usted que hay derechos de prioridad?
—Aprendo rápido. —Fígaro les dispensó su sonrisa más jovial—. Si quieren estudiar el manuscrito, si quieren deliberar, pueden hacerlo en el dormitorio; si quieren llamar a Nueva York, por favor, usen el teléfono o el fax. Un detalle solamente, amigos. No jueguen a regatear. Esta oferta es válida hasta las once de la noche, hora de Zurich, que coincide con el cierre de la bolsa en Nueva York. Y recuerden: dinero en efectivo contra entrega de los documentos en Zurich, mañana.
La puerta del dormitorio se cerró tras los tres invitados, y Fígaro exhaló un largo y silencioso suspiro de alivio. Había invertido dos mil dólares en el mejor falsificador profesional: un viejo impostor que había estado purgando una condena de diez años en Lipari y había vivido con una hija casada y el marido de ella a dos calles de su apartamento. Fígaro había redactado el texto, y le había proporcionado las necesarias muestras de la letra del Pontífice. El viejo falsificador había garantizado que su trabajo engañaría a cualquier perito del mundo. Y se tomó el trabajo de aclararle que no había sido un trabajo mal hecho lo que lo había llevado a la cárcel, sino una mujer celosa que lo había encontrado en la cama con la hermana y lo había denunciado a la policía. Desgraciadamente no podía garantizarse a si mismo contra la muerte. Había muerto de un ataque al corazón dos semanas después de entregar su obra.
Fígaro estaba decidido a sacar provecho de la situación. En el preciso momento en que los fondos estuvieran depositados en su banco, saldría rumbo a Brasil por una ruta muy indirecta.
Durante los dos días que siguieron a su muerte y embalsamamiento, el cuerpo del Pontífice fue velado en la capilla del Santísimo Sacramento, en la basílica de San Pedro. Los cirios encendidos se consumían a su alrededor. Oficiales de la guardia suiza estaban apostados vigilando, mientras miles de creyentes y no creyentes, romanos y extranjeros, pasaban en lenta procesión ante su ataúd abierto.
Su cuerpo estaba ataviado con toda la pompa pontificia, con un velo sobre el rostro, un rosario entre las manos, su breviario abierto sobre el pecho con el marcador de seda en el oficio del día. Dentro del ataúd había copias de las medallas que había hecho acuñar durante su reinado, y un pequeño monedero de cuero con muestras de sus monedas. Éstas, así era el razonamiento, ayudarían a identificarlo si después de los cataclismos de otro milenio fuera exhumado y vuelto a enterrar. Los romanos, un pueblo escéptico con una larga historia, tenían otra explicación: «El Papa también es humano. Tiene que pagarle al barquero como todos nosotros».
Al tercer día lo enterraron en la cripta. Los medios de comunicación de todo el mundo se refirieron a las exequias y el entierro con la circunspección que correspondía. Los primeros editoriales fueron alumbrados en una prosa grandilocuente y panegírica. Las primeras fotografías destacaban la grandeza arquitectónica, el esplendor ritual, el alcance mundial y la diversidad que caracterizaban a la Iglesia: Una, Santa, Católica y Apostólica. Los servicios informativos de la televisión emitían imágenes reverentes, retóricas y autoindulgentes de los iconos familiares y no familiares.
Luego comenzaron los novendiales, los nueve días de misas, oraciones y sermones públicos a cargo de prelados de la más alta jerarquía en las principales iglesias de la ciudad. Los sermones no eran piadosas celebraciones de un alma querida que ha partido. Se proponían ser expresiones públicas de las necesidades de los fieles, y mensajes enviados al colegio electoral para recordarle su deber de encontrar un buen pastor para los romanos y para la Iglesia en general.
Al mismo tiempo, los medios de comunicación de todo el mundo adoptaron un tono diferente. Abandonaron la prosa florida, y los piadosos lugares comunes se convirtieron en punzantes consideraciones políticas. La elección de un nuevo Pontífice era un acto crítico cuyas consecuencias, para bien o para mal, se extenderían más allá de las fronteras de las naciones y de las barreras de razas, credos y costumbres. El mundo estaba en crisis, la Iglesia estaba desorganizada. Los medios reflejaban todas sus confusiones. Sin embargo, fue el New York Times el que encendió la mecha:
«… El difunto Pontífice era un hombre perseverante y valiente que consideró que su tarea pastoral era moldear la arcilla humana a imagen de Cristo. Sin embargo, a menudo daba la impresión de estar creando una comunidad tan uniforme y pasiva como los guerreros enterrados de China. Alejó a las mujeres de la Iglesia. Llamó a silencio o intimidó a sus pensadores más audaces. Fue siempre centralista e intervencionista. La noción de gobierno colegiado le era ajena, como la idea de que las mujeres pudieran ejercer el sacerdocio. Cuando designó los obispados vacantes o confirió el capelo cardenalicio a hombres que compartían con él estos puntos de vista, no estaba haciendo algo imprevisto. Su expectativa era, sin duda, que el Colegio Cardenalicio habría de elegir un Papa que continuaría sus propias políticas.