—Sigo pensando que debería haber sido llevado directamente al hospital.
—¿Contra sus deseos manifiestos?
—Él no los manifestó. Nosotros lo hicimos.
—¿Está usted sugiriendo —el secretario de Estado hablaba en un tono peligrosamente tranquilo— que nuestro colega Luca miente, o que nosotros hemos conspirado para inventar un documento?
—¡No, por supuesto que no! Pero piénselo por un momento, acabamos de declarar públicamente que estamos rezando por su muerte.
—Creo recordar —dijo el secretario de Estado— que la oración tradicional por el paciente gravemente enfermo ruega que Dios le conceda «un rápido restablecimiento o una muerte feliz». En el caso del Santo Padre, no hay ninguna esperanza de restablecimiento.
—Pero el único modo de determinar eso con certeza es bajo las condiciones clínicas más rigurosas.
—A las que, según su propio testimonio, ha renunciado por adelantado por considerarlas oficiosas e inaceptables. Nosotros somos su única familia, Gottfried, ¿qué querría usted que hiciéramos?
—Creo que deberíamos dejar de lado los deseos del Santo Padre y ponerlo de inmediato bajo la atención clínica más completa.
—Háganlo, cómo no —dijo Luca Rossini, con indiferencia cargada de hastío—. Pero recuerden que sus facultades vitales están disminuidas. Así que 1o primero que harán en el hospital, como medida de precaución, será ponerlo en una máquina para mantenerlo con vida mientras 1o exploran. Después de eso, si el diagnóstico actual es correcto, se encontrarán ustedes ocupándose de un vegetal. ¿Es eso respetar la vida? ¿Es ése un imperativo moral? Si no lo es, entonces doy por sentado que Gottfried se hará cargo de accionar el interruptor y quitarle los tubos.
—Creo que ya es suficiente —dijo el secretario de Estado—. Esto no es un consistorio formal. No tiene estatus canónico, de modo que no les voy a pedir que voten. Creo sinceramente que el Santo Padre debería ver cumplido su deseo. Permanecerá aquí, en su hogar…
.Entonces —Gruber planteó la pregunta crucial— ¿cuánto tiempo le dará, antes de tomar la decisión de deponerlo en tanto que incapaz y declarar que la Sede está vacante?
—Tengo problemas con la palabra deponer —intervino el prefecto de la Congregación de los Obispos—. Me parece que da por supuestos poderes que acaso no tengamos.
Baldassare Pontormo, el cardenal camarlengo, alzó la voz por primera vez.
—Ése es un problema con el que nos enfrentamos no sólo en esta reunión sino también fuera de ella. Dejemos de lado el drama del colapso del Santo Padre y preguntémonos qué haríamos si el carácter y las circunstancias de la enfermedad fuesen diferentes: si se estuviera muriendo de una enfermedad prolongada o sufriendo de demencia. La Iglesia seguiría. Sus estructuras son sólidas, probadas a lo largo de siglos, y el Espíritu Santo habita en ella como lo prometió Nuestro Señor Jesucristo. Por lo demás, admitamos que no estamos bien organizados para enfrentarnos a uno de los principales fenómenos de nuestro tiempo: la longevidad y los problemas del envejecimiento, como la enfermedad de Alzheimer. En el caso de un Pontífice enfermo puede no ser posible, no es posible, obtener su consentimiento explícito a renunciar. Tendríamos que depender de testimonios implícitos y circunstanciales de su voluntad de hacerlo lo mejor para la Iglesia. Así que obramos con la prudencia que emana de nuestras constantes oraciones. Esperamos y nos mantenemos vigilantes, y nos hacemos aconsejar por nuestros consejeros médicos, y por cada uno de nosotros. A pesar de las dudas de algunos de nuestros colegas, no estamos sujetos a las opiniones de fuera. El Vaticano es un Estado soberano. Detentamos nuestra responsabilidad por las almas bajo la autoridad de Dios… Deberíamos tratarnos con caridad.
Nunca antes Luca Rossini le había escuchado un discurso tan largo, y su fuerza y elocuencia lo sorprendieron. También despertó su desconfianza, porque sugería que podría no ser tan simple deponer a un Pontífice envejecido, aun cuando estuviera incapacitado. Y aunque la breve salva de aplausos que él inició le arrancó una sonrisa al secretario de Estado y una renuente aprobación a Gruber, los gruñidos del viejo cancerbero no cesaron.
—Estoy de acuerdo con Baldassare, pero sólo bajo
caveat
. La Iglesia puede funciinar sin su Papa, lo sabemos. Lo ha hecho en el pasado y puede volver a hacerlo, pero no por demasiado tiempo, no en esta época turbulenta. En cuanto a la opinión pública, no estamos sujetos a ella pero tenemos el deber de formarla allí donde podamos y de hacerla concordar con las enseñanzas de Nuestro Señor. Querría proponer que a partir de ahora todos los comunicados sobre la salud y el tratamiento médico del Pontífice sean sometidos a una comisión especial de la curia.
El secretario de Estado se irguió en su silla. Sus nudillos, blancos, resaltaban sobre la negra sotana. Había un deje de ira en su voz.
—¡No! No lo consentiré. Estamos lidiando con hechos, y no con opiniones de teología moral. Mi autoridad está claramente definida en la Constitución Apostólica de 1988. No estoy dispuesto, no puedo, ni a delegarla ni a abrogarla.
—Como su eminencia disponga. —Gruber hizo una formal reverencia y se sentó.
—La reunión ha terminado —dijo el secretario de Estado—. Gracias a todos por venir.
El secretario de Estado le hizo señas a Luca Rossini para que se acercara. Tenía que hacerle una petición y encargarle un asunto.
—Esta noche has dicho palabras acertadas, Luca. Ahora, si me permites la sugerencia, deberías dar un paso atrás y mantenerte en silencio: no más discusiones, no más comentarios. ¿Entiendes por qué?
—Perfectamente. Hay temas y opiniones que nos retrotraerían a Constancio, en 1415: papistas y conciliares en guerra unos contra otros. Es un embrollo muy antiguo; pero parte de él todavía está a nuestras puertas.
El secretario de Estado hizo una mueca sardónica. Tras hurgar en el bolsillo superior de la sotana, extrajo un sobre lacrado y se lo extendió a Rossini.
—Me gustaría que leyeras esto cuando pudieras y que me enviaras un informe con tu opinión.
—¿Qué es?
—El embajador argentino ante la Santa Sede está a punto de retirarse. Como sabes, se mueven muchas influencias en torno a ese cargo. El gobierno no querría postergar el nombramiento. Éste es el informe sobre su candidato. Quieren asegurarse lo más pronto posible de que estamos satisfechos con él.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?
—Argentina es tu patria. Tú tienes conocimientos muy especiales sobre su pueblo y su historia. A nivel personal, me interesa mucho tu comentario.
—¡Por favor! ¡No me involucres en esto! Argentina, por supuesto, es mi patria; y yo tengo conocimientos muy especiales, pero mis juicios al respecto no son nada imparciales, tú lo sabes. Puedes conseguir veinte opiniones mejores que la mía en tu propia oficina. Te ruego que me dispenses.
—Y yo, Luca, te ruego que aceptes lo que, después de todo, es una tarea muy simple. Esto no corre prisa. No haremos nada hasta que nuestra situación con Su Santidad no esté resuelta. Deja el sobre en tu escritorio y espera hasta que estés de humor para abrirlo. Vámonos a dormir. Hoy ha sido un día atroz para todos nosotros.
Depositó el sobre en las manos de Rossini, le juntó las palmas para que no pudiera soltarlo, y luego de un seco buenas noches se marchó del lugar.
Rossini lo siguió con la mirada, cataléptico; luego él también se apresuró a abandonar la sala de conferencias. Su día estaba terminando como había empezado: con una huida despavorida a través de un páramo poblado por los plañideros fantasmas del ayer.
Era más de medianoche cuando Luca Rossini llegó a su apartamento en la via del Governo Vecchio, una calle estrecha a lo largo de la cual se alineaban añejos palacios construidos en el siglo XV, pero convertidos hacía ya mucho tiempo en apartamentos del siglo XX. Alguna vez había sido llamada Camino Papal, porque conducía directamente desde la basílica Laterana a San Pedro, cruzando el Tíber. Ahora los pisos bajos estaban ocupados por talleres y pequeños comercios, y los apartamentos se hallaban habitados por una población de mediana edad perteneciente a la burguesía romana, que maldecía la contaminación de la ciudad pero no tenía suficientes recursos para mudarse de allí.
El apartamento de Rossini ocupaba el cuarto piso, al que se podía llegar trepando por una escalera de piedra o bien subiendo en un antiguo ascensor. Una pareja española que le había sido recomendada por un embajador saliente, ella ama de llaves y cocinera, él ayuda de cámara y factótum, se ocupaba de las tareas domésticas. Tenían sus propias habitaciones. Eran gente sobria, silenciosa, instruida en los modales castellanos del servicio diplomático, y protectores de un amo taciturno cuyas idas y venidas eran tan misteriosas como su pasado. Sabían que era una eminencia en el Vaticano. Sabían que hablaba el español de Argentina, adonde su padre y su madre habían emigrado desde Nápoles después de la Segunda Guerra Mundial. Sabían que recibía a gente exótica de ambos sexos: chinos, indios, etíopes, ucranianos, indonesios, africanos.
En cuestiones domésticas, Rossini no era un hombre muy exigente. Les hablaba sin alzar la voz y siempre con respeto. Su única exigencia era que observaran lo que él llamaba «la intimidad de la casa». No debían comentar fuera lo que veían u oían mientras hacían su trabajo. No debían cotillear acerca de sus invitados. Roma estaba plagada de grupos terroristas procedentes de distintos países, que eran una amenaza permanente. De su discreción podía depender la vida de muchos, incluida la de él. ¿Entendían eso? Lo entendían. Gozaban de su confianza, y él, por su parte, les ofrecía una vida confortable dentro de los recursos que le procuraba su cargo.
Cuando llegó a su casa tremendamente cansado ya dormían, pero junto al sillón del salón encontró servida una cena ligera: un termo de café, una licorera con brandy, y bocadillos en una bandeja de plata. Antes de comer fue al dormitorio y se puso un pijama y una bata. Todavía tenía en el bolsillo la carta que le había dado el secretario de Estado. No se tomó el trabajo de leerla pero la llevó consigo al salón y la guardó bajo llave en un cajón de su escritorio. Ya sabía lo que decía, y aquello era la causa del desasosiego que lo había asaltado desde el alba. Encendió el ordenador, abrió la casilla del correo electrónico y fue directo a la carta que esa mañana había recibido de Isabel. Luego se sirvió café y brandy, y se sentó a releer una vez más el texto.
Las cartas de Isabel no eran frecuentes y llegaban a intervalos irregulares, por lo general desde Nueva York: su esposo ocupaba un cargo jerárquico en la ONU, y ella era directora de estudios del Instituto Hispano—Americano. Por muy infrecuentes que fueran, en ellas siempre estaban presentes el fuego y la pasión, y siempre concluían con una sorpresa y una sonrisa.
Mi queridísimo Luca:
A pesar de los años, te echo de menos. En un sentido, mi vida es tranquila, ordenada, gratificante, como parece ser la tuya. Sin embargo, enterrado en las profundidades, hay un río de lava hirviente que fluye y
busca sin descanso, en la gruesa corteza de la existencia cotidiana, una grieta o fisura que le permita irrumpir otra vez en mi vida e inundarla.
Hoy ha hecho su aparición una de esas grietas. Mi esposo, Raúl, me dijo que ha sido propuesto para el cargo de embajador ante la Santa Sede. Es un puesto que preanuncia el retiro, como tú sabes, una recompensa por prestar sus servicios con discreción en épocas turbulentas, antes y después de nuestra desastrosa guerra con los ingleses en las Malvinas.
Para Raúl representa mucho más, algo asi como una absolución pública definitiva por cosas hechas y no hechas en su vida de vacilante arribista. Yo no estoy dispuesta a hacer nada que pueda privarlo de esta pequeña y estéril victoria. Ha sido un buen padre para Luisa, y a mí nunca me coartó la libertad que yo necesitaba para sobrevivir a la aridez de nuestro matrimonio.
Por lo tanto, casi no pude oponerme aunque traté de aconsejarle que no lo hiciera cuando insistió en incluir en su dossier un relato de lo que hizo para sacarte del país cuando los militares te pusieron en la lista de los que querían que «desaparecieran» debido a todo lo que podías atestiguar contra ellos. Tú y yo sabemos cómo ocurrieron las cosas en realidad, pero cada uno de nosotros, a su modo, accedió a revisar la historia, al menos lo suficiente como para que nuestras vidas nos resultaran tolerables.
Lo que Raúl espera, creo, es que yo intervenga de alguna manera para apoyarlo. La verdad que yo le conté es apenas una verdad a medias: le dije que has estado fuera de mi vida desde que te marchaste de la casa de mi padre y que bajo ninguna circunstancia podía pedirte favores o recomendaciones.
Sin embargo, eso es exactamente lo que estoy haciendo ahora, mi queridísimo Luca. Lo hago por mí, no por él. Si Raúl es destinado a Roma, Luisa y yo iremos con él. Quiero, necesito desesperadamente verte otra vez, y tú, en tus cartas, confiesas sentir la misma necesidad.
El amor es como la pena. Uno tiene que dedicarle todas sus energías. Nosotros nunca tuvimos la oportunidad. Me gusta la idea de que podamos tenerla antes de que los fuegos ocultos se extingan y nos llegue la edad de hielo de la indiferencia. Así que, si puedes, escribe o di la palabra que nos lleve a Roma, oficialmente y sin escándalo.
No puedo menos que sonreír al pensar en la hermosa comedia romántica en que nos veríamos si yo, como la Señora Embajadora, pudiera agasajar a su Eminencia en nuestra embajada. Lo que suscita otra pregunta: ¿Cómo y dónde me agasajaría su Eminencia?
Todo mi amor, siempre,
Isabel
Las letras de la pantalla empezaron a bailotear ante sus ojos. Las borró. Luego, como hombre metódico que era, se puso a escribir la respuesta.
Isabel, mi queridísima:
Mi respuesta es sí. Escribiré y diré la palabra que corresponda en el momento que corresponda. Debo decirte, no obstante, que nada sucederá rápidamente. El Pontífice está muy enfermo, y es probable que muera pronto. Hasta que su sucesor sea elegido, no se hará ningún nombramiento. De modo que, inevitablemente, la historia que esperas montar con la Eminencia y la Dama como protagonistas tendrá que posponerse.
¡Cuánta razón tienes cuando dices que al amor y a la pena hay que dedicarles todas las energías! Tú pareces haber tenido más éxito que yo. Yo pensé que podía lograrlo convirtiéndome en un atleta que maniobra su tabla de surf sobre el torrente de adrenalina de los juegos de poder. He llegado a ser muy bueno en eso, como sabes, pero la disciplina es rígida, la dieta es espartana, y por las noches nadie comparte mi cama.
Hay otro coste, además, que se hace más gravoso cada día. Ya no puedo decir que soy un creyente. Qué ironía, ¿no? Soy uno de los hombres clave de la Iglesia. Soy una figura poderosa en un culto antiguo cuyos rituales practico pero cuya creencia ya no acepto. La gente común se arrodilla para besar mi mano. Para ellos, todavía irradio una cierta magia. Para mí, ya no hay magia alguna. El altar interior está oscuro y vacío.
Por muy extraño que parezca, hay una especie de liberación en ello. Nadie puede sobornarme o atemorizarme. Aun así, las vívidas imágenes de mis pesadillas, que todavía me pillan desprevenido, me hacen sentir inerme como un niño. Uso tu nombre como un conjuro para desembarazarme de ellas. Tal vez cuando vengas, me ayudarás a purgarlas para siempre.
Me preguntas cuándo y cómo te agasajaré. Tengo el lugar apropiado. Es pequeño, íntimo, y cada centímetro de tierra, cada planta y cada fruta son míos. Para mí, ha sido como la sagrada isla de Cos, un lugar curativo. Me sentiré feliz y agradecido de recibirte en su paz.
Es tarde, el Papa se está muriendo. He tenido un largo día. Habrá otros más largos todavía.
Buenas noches, querida, mi muy querida.
Luca