—¿Cuándo?
—Mañana.
—Imposible. Al margen de consideraciones económicas, a los padres de los críos les contraría mucho cuando empiezo a cambiarles de día las sesiones; son ellos los que tienen que traerlos y recogerlos en mi consulta. Y además, ahora estoy tratando a una niña con ansiedad de abandono permanente a la que no puedo dejar tirada.
—¿Y el fin de semana?
—Podría ser, siempre que consiga a alguien para que cuide de mi madre. ¿Adónde me quieres llevar?
—¿Has oído hablar de Rafael Orozco, apodado «El Alquimista»?
—¿El perfumista? Claro. ¿Dónde vive?
—En la Costa Azul. Estás en tu derecho de negarte: te estoy pidiendo que regreses al lugar donde viviste la más horrible pesadilla de tu vida.
Rafael Orozco era natural de Priego, en la provincia de Córdoba, pero de niño sus padres se habían visto forzados al exilio y él se había educado en un colegio en Niza. Cuando terminó el bachillerato anunció a su familia que quería ser o arquitecto o compositor. Las malas notas le impidieron ser lo primero y el deseo de ganar dinero, para poder emanciparse del hogar paterno cuanto antes, lo segundo.
El padre de un amigo le ofreció su primer empleo en la cercana ciudad de Grasse, el centro mundial de la industria de perfumes y fragancias, y escenario de gran parte de la novela
El perfume
, de Patrick Süskind. Ni los años ni la distancia le habían hecho olvidar sus raíces, y Orozco se había hecho traer de su ciudad natal un olivo centenario que había arraigado con fuerza en su fabuloso jardín, gracias al buen clima de la zona.
Durante la extensa conversación telefónica que Perdomo había mantenido con él, para averiguar si estaba dispuesto a colaborar en una investigación policial, el perfumista se reveló como un hombre excepcionalmente dotado para las relaciones sociales y acreditó su fama de irresistible mujeriego. Orozco le informó de que en Grasse, una ciudad de menos de cincuenta mil habitantes, existían nada menos que tres museos dedicados a la perfumería: el Molinard, el Fragonard y el Museo Internacional de la Perfumería, que fue donde él empezó a trabajar como guía.
—Ahora sólo soy un madurito con pegada —explicó a Perdomo—, pero con dieciocho o diecinueve años no había mujer que se me resistiera. Así que durante aquellos primeros años en Grasse me llevaba una turista a la cama casi todos los días. ¡Algunas hasta me dejaban propina debajo de la almohada!
Al poco de ingresar en el museo, Orozco había experimentado una epifanía. Se dio cuenta de que todos aquellos perfumes que él mostraba cada día en el museo no habían sido caprichosamente mezclados por la Madre Naturaleza, sino que detrás de cada uno de ellos había un larguísimo proceso de elaboración por parte del hombre. Esto le llevó a solicitar un puesto de aprendiz en la firma Moulinsart, donde gracias a su talento y perseverancia logró ascender en cuatro años al puesto de ayudante de perfumista. Orozco disfrutó de la suerte del principiante, porque su primera creación, un perfume de mujer llamado Eurídice, resultó un éxito mundial.
—De joven soñaba con llegar a componer una ópera algún día y Eurídice me permitió rendir mi particular homenaje a la mujer de Orfeo, protagonista de la primera ópera de la Historia.
Cuando Orozco se enteró de que su intervención podía ser crucial en la identificación de un peligroso criminal se mostró entusiasmado —«¡me siento como si estuviera en una novela de Agatha Christie!»— e insistió en que tanto el policía como la médium se hospedaran en su casa.
—El taller lo tengo en Grasse, que está en el interior —le explicó el perfumista—, pero vivo en Niza, lo cual me obliga a recorrerme todos los días sesenta kilómetros. Es que no puedo estar un solo día sin ver el mar.
Perdomo, sin embargo, declinó el ofrecimiento y prefirió reservar un par de habitaciones en un modesto hotel de Grasse de tres estrellas llamado, muy apropiadamente, Les Parfums. Estaba en la parte alta y las vistas a la ciudad medieval eran deliciosas.
Mila y Perdomo se embarcaron en un vuelo barato para Niza el sábado por la mañana, después de que la médium lograra convencer a su madre para que se quedara al cuidado de su hijo. El plan era coger luego un autobús hasta Grasse y, tras tomar posesión de las habitaciones, telefonear a Orozco para quedar con él en su estudio.
Durante el vuelo, Mila quiso saber en qué iba a consistir exactamente la intervención de El Alquimista, pero el policía le confesó que ni él mismo lo sabía.
—Le expliqué que tenía que ayudarnos a identificar una colonia y me aseguró que él era la persona indicada. Pero no llegó a decirme cómo pensaba hacerlo ni (lo que supongo que más te debe preocupar, dado que tienes que estar en Madrid el lunes sin falta) cuánto tiempo nos va a llevar todo el proceso.
Comoquiera que el policía no volvió a abrir la boca en todo el trayecto, Mila le preguntó al bajar del avión si le ocurría algo.
—¿Y a ti? —replicó el inspector—. Te he notado más circunspecta que de costumbre; ¿es a causa de esa paciente de la que me has hablado?
Mila le dedicó una sonrisa que quería decir «cómo me gusta que seas capaz de percibir mis estados de ánimo» y le aclaró que su mente no estaba en ese momento en la consulta, sino en la misión que tenían por delante.
—No hago más que dar vueltas a lo que le voy a contar al perfumista, pero más allá de la nota de lavanda, de la que ya te he hablado, ¿qué más le puedo decir? Describir una fragancia no es lo mismo que describir una cara. Me faltan las palabras, ¿sabes? Como si tuviera que describir el color rosa a una persona ciega.
—O el sonido del violín a una persona sorda —remató el policía—. No pienses en eso ahora —continuó—. Él es el experto y encontrará algún camino para que puedas «verbalizar el olor». Mucho más grave es la cuestión de qué hacía el asesino oculto tras la tercera hilera de butacas.
—¿A qué te refieres?
Perdomo extrajo su libreta de interrogatorios, en la que durante el vuelo había dibujado un esquema del lugar del crimen.
—Esto es un croquis de la Sala del Coro donde asesinaron a Ane. Perdóname, nunca he sabido dibujar.
—Tú detectaste el olor entre la tercera y la cuarta hilera de las butacas destinadas a los espectadores, que es donde se ocultó el asesino, ¿no es así?
—Sí, en efecto.
—El criminal sabía por cuál de las cuatro puertas entraría su víctima, porque era la más cercana al camerino de Ane. Si quería sorprenderla para saltar sobre ella en cuanto entrase, ¿por qué se ocultó ahí? ¿No hubiera sido más lógico esconderse detrás de la puerta o tras la grada de los cantantes? Para llegar hasta ella desde el lugar que había elegido como escondite tenía que descender un tramo de empinada escalera (te recuerdo que ambos estuvimos a punto de tropezar aquella noche en el Auditorio) y rodear la tarima en la que estaba el piano. ¿Para qué molestarse tanto?
—Ya veo lo que quieres decir.
—Por otro lado, estoy convencido de que si el asesino…
—O asesina —apostilló Milagros.
—O asesina. Si logró que Ane acudiera a la Sala del Coro es porque la conocía. Pero entonces ¿por qué esconderse de ella?
—No entiendo. ¿Adónde quieres ir a parar?
Durante unos momentos, Perdomo dudó de si debía compartir tanta información con aquella mujer. Pero ya era demasiado tarde para retroceder, así que le confesó su más íntima sospecha.
—¿Y si el asesino no se ocultó de su víctima?
—¿Pues de quién si no?
—De la persona que estuvo a punto de sorprenderle en el acto mismo de estrangular a Ane: Claudio Agostini. Fue él quien descubrió el cuerpo, ¡y lo hizo tan pronto que el asesino o asesina estaba todavía dentro de la sala!
—¡Pero eso que dices es aterrador!
—Y que lo digas. Si Agostini no lo hizo, cosa de la que únicamente podremos estar seguros cuando identifiques la colonia, sólo puede haber otra explicación, y es la siguiente: el criminal mató a Ane, la dejó sobre el piano, escribió con sangre la palabra
Iblis
sobre su pecho y comenzó a subir la escalera para huir por una de las puertas superiores. En ese momento escuchó a alguien entrar en la sala y lo único que alcanzó a hacer fue ponerse cuerpo a tierra entre las butacas, para ocultarse.
—Si esa teoría es cierta, Agostini pudo estar a un tris de morir también asesinado aquella noche. Y también explicaría el altísimo nivel de estrés del criminal, que ha hecho que yo pueda haber captado su presencia días más tarde.
Pero Perdomo ya no le estaba prestando atención, porque había visto, a través del cristal que separaba el control de policía de la salida, que Rafael Orozco en persona había ido a recogerles.
El perfumista conducía un Rover P6 3500 de cambio automático, el mismo modelo en el que había perdido la vida la princesa Grace de Mónaco, en 1982. Orozco les explicó que era bastante supersticioso, y que había removido Roma con Santiago hasta encontrar ese vehículo —que había pintado incluso del mismo color dorado— en el convencimiento de que, por cálculo de probabilidades, era imposible que el mismo coche sufriera un accidente en el mismo tramo de carretera en el que había tenido el accidente la famosa actriz.
—El lugar por el que despeñó está sólo a veinte kilómetros. Si quieren, puedo mostrárselo —dijo Orozco como si estuviera hablando de ir a visitar un
belvedere.
Tanto la médium como el policía hicieron saber al perfumista que iban justos de tiempo. Se podían quedar en Grasse tan sólo veinticuatro horas y debían aprovechar al máximo el poco tiempo del que disponían.
—Hoy almuerzan en mi casa Villa Eurídice, y a primera hora de la tarde les llevo a visitar el Museo Internacional de la Perfumería, donde fui guía. Después de la puesta de sol, que es cuando se despierta mi sentido del olfato, nos encargaremos de identificar esa misteriosa fragancia.
Por la manera que conducía el cordobés, sus dos invitados llegaron a la conclusión de que su más íntimo deseo era repetir, y no evitar, el accidente de la célebre princesa. Pero como el hombre no paraba de hablar, no resultaba fácil implorarle que moderara su velocidad.
—Llevo treinta y cinco años siendo el número uno de la perfumería mundial, por eso me llaman «El Alquimista». Nadie me cuestiona ni puede ya hacerme sombra. Hay gente muy buena, entiéndame, pero son de otra generación. Yo aprendí por las malas (la letra con sangre entra) y en mi juventud tuve que memorizar más de tres mil olores, sin saber siquiera si de verdad podía llegar a triunfar en este oficio.
Orozco les insistió para que se quedaran hasta el lunes, pues quería presentarles a George Clooney, con el que estaba empezando a diseñar una fragancia.
Cuando ya pensaban que iba a ser inevitable que tuvieran un accidente, Orozco dio un brusco frenazo y se detuvo frente a la verja de su suntuosa villa, en cuyo jardín reinaba majestuoso un olivo de más de quince metros de altura.
La pareja de investigadores se extrañó de no detectar apenas servidumbre pululando por la villa, a pesar de que era de notables dimensiones. Los aperitivos, por ejemplo, les fueron servidos por Orozco en persona, que preparó con mano magistral los gimlet y dry martini que le solicitaron sus invitados y se encargó de llevárselos hasta el posavasos; el jardín era, según palabras de su propietario, «para vagos», de esos en los que las plantas tienen que hacer la mayor parte del trabajo por sí mismas, incluido defenderse de plagas y enfermedades: un patio con jardineras y macetas, una pradera de césped con arbustos y flores de temporada y poco más.
—Me gusta la soledad —les explicó—. No tengo apenas criados, ni perro, ni hijos. Amigos, los cuatro imprescindibles, y después de mi último divorcio, he renunciado a volver a casarme.
Orozco les habló con pelos y señales del conflicto que había servido de detonante a su última crisis conyugal, pues ya se había divorciado en dos ocasiones. Lily, su mujer, había descubierto en Villefranche, en las afueras de Niza, la casa de sus sueños. Había pertenecido al rey de Bélgica, y llegó a ser un hospital para víctimas de la Primera Guerra Mundial. Pedían por ella trescientos millones de euros.
Perdomo y Ordóñez se miraron estupefactos al escuchar la cantidad.
—Mi esposa era hija de un magnate libanés, todo el dinero que tenía le venía por herencia. Al día siguiente de entregar ella la paga y señal, la acompañé a ver la casa y ¿quieren creer que no pude pasar de la puerta de entrada? A causa del olor, naturalmente, que me resultaba insoportable. Supe en el acto que jamás seríamos capaces de ventilar la mansión en grado suficiente para hacerlo desaparecer. Era un pestazo a ambientador eléctrico con perfume de mandarina que me resultaba vomitivo. Entre una casa de trescientos millones y un marido con problemas de erección, Lily escogió la casa, como haría cualquier mujer sensata.
Tras una deliciosa comida en el porche, en la que degustaron, entre otras exquisiteces, los afamados buñuelos de flor de calabacín, Orozco quiso llevarlos a dar un paseo por los alrededores, para mostrarles los
highlights
de la zona, incluida la casa en la que había fallecido la cantante Edith Piaf.
Aunque Perdomo renunció al
tour
nicense, no pudo por menos que recordar que el amante de Piaf había perdido la vida en el mismo avión que Ginette Neveu, la última propietaria, según Lupot, del violín del diablo.