—No me interrumpas. Estos olores primarios corresponden a siete tipos de receptores existentes en las células de la mucosa olfativa. Lo que yo tengo en la cabeza es un primario, concretamente el olor a flores. Confío en que en las próximas horas ese primario se defina completamente, como me ha ocurrido las otras veces con la vista, el oído o el tacto. ¿Estás ahí? —preguntó Milagros al no escuchar ningún «sí» ni «ajá» por parte del policía, a medida que iba exponiéndole los hechos.
—Aquí sigo, sólo que según vas hablando me surgen un montón de preguntas en la cabeza, porque intento entender todo lo que estás contando. La vez que reconociste la voz del asesino ¿también fue un proceso escalonado?
—Sí. Primero sólo tenía un sonido, luego ese sonido se definió mejor y resultó ser una voz, al cabo de unas horas la voz fue masculina y finalmente empezaron a aflorar los detalles concretos de la misma. Lo curioso es que podía escuchar la voz de la persona —que luego fue imputada por el juez— en mi cabeza, pero no entendía lo que decía. Ya sabes, como en las pruebas de tipografía, en las que para que te fijes sólo en el aspecto visual del texto y no en su contenido, se inventan las palabras.
—
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—precisó el policía—. Pero no es lenguaje ficticio, es latín; creo que de Cicerón.
—Eso es. Cuando tuve la voz perfectamente definida en mi cabeza, Salvador me hizo escuchar algunas grabaciones y yo pude decirle sin problemas: «Ésa es».
—De acuerdo, Milagros, no te quiero importunar más. En cuanto tengas resultados definitivos, ponte en contacto conmigo, a cualquier hora del día o de la noche. En un caso de homicidio, cada segundo cuenta.
—Debes de estar soportando mucha presión para que resuelvas el caso, ¿no?
—No te lo puedes ni imaginar. ¿Viste la manifestación del otro día?
—No, yo casi no veo la televisión.
—Eso que tienes ganado. ¡Seguimos en contacto!
Perdomo colgó el teléfono, se terminó el helado y salió del restaurante. Tan absorto se encontraba en sus cavilaciones que no se había dado cuenta de que se había marchado sin pagar, lo que obligó a una camarera japonesa a darle alcance cuando ya había cruzado la calle. Pagó la factura un tanto abochornado y decidió regresar a la UDEV en un taxi, porque, a pesar de que se encontraba a dos pasos, la cadera le estaba torturando. Por su mente volvieron a desfilar las imágenes de la concentración del sábado anterior en Vitoria, que había convocado a veinte mil personas —casi el diez por ciento de la población— para solicitar la colaboración ciudadana en la resolución del crimen, pero también para exigir a la policía un mayor esfuerzo en la identificación y puesta a disposición judicial del asesino de Ane Larrazábal. Al igual que había sucedido en el funeral de Madrid, también en esta ocasión se vivieron momentos de gran emoción, sobre todo cuando habló doña Esther, la madre de la víctima, que demostró tener una gran facilidad para expresarse en público, a pesar de que al final de su alocución se le saltaron las lágrimas y tuvo que ser apartada del micrófono. El introductor del acto había sido el alcalde de Vitoria, que realizó la petición de colaboración ciudadana para ampliar —dijo—, en la medida de lo posible, las líneas de investigación ya establecidas, mediante la aportación de cualquier dato que pudiera ser de utilidad para la policía. Tras anunciar que se había dispuesto un teléfono para comunicar cualquier información que pudiera ayudar a esclarecer el crimen, habló el abogado de la familia, que hizo extensiva su petición de ayuda a los jueces, a los políticos y a los medios de comunicación; remató el acto la madre de Ane, con la lectura de un comunicado que resultó tierno y duro a la vez: pues si de un lado recalcó lo joven y llena de ilusiones que estaba su hija hasta la noche misma en que fue asesinada, también afirmó que no existía justificación posible a un crimen tan horrendo y esperaba que el asesino se pudriera en la cárcel para siempre.
«¿Qué diría toda esta gente —pensó Perdomo— si supieran que el inspector encargado de atrapar al asesino de Ane ha agotado las líneas de investigación convencionales y ahora dedica su tiempo y su energía a seguir una pista suministrada por una chalada?».
Inmediatamente se censuró a sí mismo por haber tildado de chalada, por más que sólo fuera en su cabeza, a la pobre Milagros. Aunque no podía decir por qué, había algo confiable en la voz y en la actitud de aquella mujer. Tal vez el rastro que ella estaba a punto de aportarle no condujera al final a nada, pero tenía la certeza de que Mila —que era como empezaba a llamarla en su cabeza tras haber pasado al tuteo— estaba actuando de buena fe. Además, ¿qué podía perder? De lo único que tenía que preocuparse era de que la prensa no se enterara, bajo ningún concepto, de que la policía estaba empleando los servicios de una médium, y por supuesto, de que el hecho de seguir la pista extrasensorial no le hiciera desistir de seguir interrogando a posibles testigos o de escuchar cuantas llamadas empezaran a llegar al teléfono de colaboración recién habilitado.
Perdomo había dado ya muchas vueltas a los pasos que debía seguir una vez que Mila le comunicara que ya había aislado el olor. Como le había dicho que el primario era «flores», el inspector intuía que no podía tratarse del olor corporal del asesino, mezcla de bacterias y feromonas, sino que tenía que tratarse de un producto comercial, seguramente un
after shave
o una colonia. Por lo tanto, había que buscar la manera de que Mila pudiera identificar ese olor con un producto concreto. Corroído por la impaciencia, le dijo al taxista que no le dejara en la UDEV, sino en unos grandes almacenes cercanos, en los que, nada más desembarcar, se dirigió a la sección de cosmética y perfumería.
Le fue difícil conseguir la atención de una dependienta, porque los clientes, en su mayoría mujeres, abarrotaban los mostradores atraídas por las ofertas de temporada: desde cursillos de tratamiento y maquillaje a bajo costo hasta revolucionarios sistemas antiarrugas basados en haces de luz pulsada.
—¿En qué puedo ayudarle? —le dijo al fin un tipo con pinta de jefe de sección que respondía al nombre de señor Corrales. ¿Eran imaginaciones suyas o todos los empleados de aquellos grandes almacenes tenían el mismo apellido?
—El otro día, en un ascensor, olí una colonia que me sedujo —mintió el inspector— y quisiera tratar de localizarla.
El empleado se encogió de hombros.
—Eso es como buscar una aguja en un pajar, caballero. ¿Sabe la cantidad de marcas que hay en el mercado? ¿Y la variedad de productos que ofrece cada una de esas marcas? Debería haberle preguntado al que la llevaba puesta.
Perdomo corroboró las palabras del dependiente observando un cartel promocional situado en el mostrador, en el que figuraban las marcas que lanzaban un nuevo producto ese año. Sólo en la
a
había por lo menos diez nombres: Adolfo Domínguez, Alessandro Dell’Acqua, Alyssa Ashley, Angel Schlesser…
—Ése es mi drama —respondió el inspector—, que cuando entré en el ascensor, la cabina estaba vacía. Sólo quedaban los efluvios.
—Al menos, podrá decirme si era de hombre o de mujer —dijo el otro, algo irritado por la inconcreción del policía.
Cuando Perdomo le explicó que sólo sabía que olía a flores, el otro se echó las manos a la cabeza.
—A flores huelen todas, caballero. La que llevo yo, por ejemplo: la base es jazmín. Si desea probar alguna, tenemos muchos envases que…
—Éste no es el lugar —se excusó el policía—. Quiero decir que toda la sección de perfumería está tan cargada de aromas y esencias que me confundiría. Hagamos una cosa: dígame cuales son las diez marcas más vendidas y me llevo un envase de cada una.
—¿Las va a querer en perfume, colonia o agua de colonia?
—No tengo ni idea. Envuélvame los diez productos estrella de esta sección ¡y a ver si tengo suerte!
De regreso en la UDEV, Perdomo abrió el paquete con las colonias y dispuso los diez envases en una hilera sobre su mesa de trabajo. Para no dejarse vencer por el desánimo, se ilusionó imaginando que Mila no solamente iba a ser capaz de aislar el olor en su cabeza, sino de decirle además de qué producto se trataba. Pero cuando a las tres de la mañana le despertó el teléfono de su casa y la médium le comunicó que ya tenía perfectamente aislado el olor en su cabeza, pero que no lo relacionaba con ninguna marca en concreto, el policía comprendió que iban a tener un duro trabajo por delante.
Perdomo se presentó en casa de Milagros a la mañana siguiente con el set de colonias y apreció que la mujer tenía casi peor aspecto que la noche en que sufrió la crisis en el Auditorio. Estaba pálida y ojerosa, e incluso parecía haber perdido pelo, como les ocurre a los pacientes cancerosos que se someten a quimioterapia.
—¿Qué ha ocurrido? —dijo Perdomo sin poder ocultar su desasosiego.
—He sufrido unas pesadillas espantosas durante toda la noche. Me he despertado cuatro veces y cada vez que volvía a dormirme se repetía el mismo sueño.
—¿Quieres contármelo o prefieres no volver sobre ello?
—Soñaba que me hallaba durmiendo plácidamente en mi cama y de repente me daba cuenta de que había alguien más en la habitación. Al abrir los ojos, pensaba que me había despertado, pero era parte de la pesadilla. Una criatura espantosa, mezcla de duende y demonio, se sentaba sobre mi pecho y no me dejaba respirar. Pesaba cada vez más, hasta que terminaba por aplastarme completamente.
—¿Has dicho un… demonio?
—Una especie de diablo, sí.
—¿Sabes que el violín de Ane tenía tatuada la cabeza de un demonio?
—No, no lo sabía.
Perdomo sacó del bolsillo de la americana su cuaderno de notas, en el que llevaba, sujetos con un clip, algunos documentos relacionados con el caso, como la misteriosa partitura hallada en el camerino de Ane, y una foto del violín que le había facilitado Carmen Garralde.
—¿Quieres decirme si es ésta la criatura que se te apareció en tu pesadilla?
Milagros echó un vistazo a la fotografía y apartó la vista a los dos segundos, visiblemente perturbada.
—Perdona el trago, pero quería estar seguro —se disculpó el inspector tras comprobar, por la reacción de la mujer, que se trataba del mismo personaje.
—¡No había visto ese violín en mi vida! —aseguró la médium—. En cambio, sí sé por qué mi pesadilla de esta noche tenía que ver con la asfixia. No hace falta haber leído a Proust para saber que los olores están muy relacionados con la memoria. Pues bien, hay una nota en el olor que percibí en el auditorio, como de lavanda, que me retrotrajo desde el principio a uno de los episodios más traumáticos de mi infancia. Mis padres tenían unos amigos catalanes, bastante adinerados, que solían alquilar una casa en la Costa Azul, y un año nos invitaron a pasar el verano con ellos. La villa era preciosa y tenía un jardín en el que habían plantado lavanda. Una tarde, después de comer, el hijo mayor de estos amigos, Xavier, harto quizá de que yo no le hiciera demasiado caso, empezó a torturarme por el procedimiento de colocarme en la cabeza una de esas fundas de plástico con las que se protegían antiguamente los discos de larga duración. Creyendo que estaba haciendo una gracieta, me colocó la funda en la cabeza durante la siesta, y cuando fui a quitármela, él no me dejaba. Estuvimos forcejeando durante un minuto, y estuve a punto de perder la consciencia. Creo que ha sido la vez que más cerca me he sentido de la muerte, ¡y tenía sólo catorce años!
—Suena terrorífico.
—Lo fue. ¿Y no te parece siniestro que el olor a lavanda, que la mayoría de las personas tienen asociado con apacibles paseos por la campiña francesa, a mí me traiga siempre a la memoria aquella estremecedora vivencia?
Tras este breve relato, la médium dejó solo a Perdomo durante unos minutos para ir a atender a su madre, que acababa de despertarse y exigía a grito pelado el desayuno. Durante la espera, el policía se entretuvo curioseando los libros que había en la estantería del salón y vio que Milagros había empezado a acumular una pequeña bibliografía sobre crimen y parapsicología, aunque todos los títulos estaban en inglés, desde
Psychic Murder Hunters
hasta
Real-life
Stories of Paranormal Detection.
Cuando regresó, Milagros le sorprendió hojeando uno de ellos.
—Casi todo es basura, puedes creerme. Menos un británico que trabaja para Scotland Yard, que me dio buen pálpito, y una rumana de la época de Ceaucescu, que llegó a estar tan cerca del asesino que éste la estranguló.
—Te alegrará saber que no estás sola en el mundo —dijo Perdomo devolviendo el libro a la estantería.
—Sí que lo estoy. Sola, y no alegre. Ya te dije que yo no puedo salir del armario, si me permites la expresión. Soy psicóloga de niños, y sería muy negativo para mi profesión que se supiera que de vez cuando entre en contacto con… lo que sea que hay al otro lado y sufro crisis como la de la pasada noche.
—Eso me tranquiliza, porque yo tampoco saldría muy bien parado si Galdón se enterara de que estoy recurriendo a la parapsicología para tratar de atrapar al asesino —pensó en voz alta el inspector.
Perdomo, que empezaba a sentirse cada vez más cómodo junto a Mila, se percató de que la obligación de mantener su relación en secreto les aportaba un grado de complicidad tan fuerte como el firme propósito de ambos de atrapar al culpable. La mujer se reprochó a sí misma su descortesía al ver que el policía ni siquiera se había quitado la gabardina, y tras colgársela en el guardarropa, preparó un café que ambos degustaron sentados a la mesa de la cocina. Cuando el policía empezó a desplegar su colección de frascos, Milagros preguntó:
—Ahí hay colonias muy caras. ¿Cuánto te ha costado todo el lote?
—Para el sueldo de un policía, es una fortuna, pero estoy jugando con el cálculo de probabilidades. Con que haya un veinte por ciento de margen de que el olor del asesino esté entre éstos, la inversión está más que justificada.
Bajo la atenta mirada del inspector, Milagros empezó a rociarse la muñeca con cada uno de los productos y tras cada vaporización le iba haciendo un gesto negativo con la cabeza. En cinco minutos llegaron a la conclusión de que el que buscaban no estaba entre ellos.
Perdomo se levantó mortificado de la silla y exclamó:
—¡Me está bien empleado! Ha sido como comprar un décimo de lotería y que no te toque. Pero la resolución de un asesinato no puede estar en manos del azar; hay que hacer las cosas bien. ¿Tienes posibilidad de dejar la consulta durante un par de días?