El Clan de los Guardianes, la Hermandad, transmitía al primogénito de cada generación no solo el medallón con su sello, sino un adiestramiento físico y mental que permitía enfrentarse a casi cualquier criatura que quisiera atentar contra la Puerta Oscura. Sin embargo, hacía mucho que no se producía un ataque semejante, por lo que aquel último centinela no había tenido ocasión de poner en práctica su preparación hasta ese momento. Por eso había perdido en el primer contacto, sorprendido por los movimientos fugaces y precisos de Varney.
Pero no volvería a ocurrir. Durante la breve refriega con el vampiro había procurado estudiar las estrategias del monstruo, las armas con las que contaba y su forma de concebir la caza.
Ahora podía afirmar que conocía a su contrincante y, con pulso firme, se dirigía hacia el siguiente duelo. Varney tendría que haber terminado con él cuando pudo hacerlo; no volvería a ponérselo tan fácil. Lo enviaría al infierno del que nunca debió salir.
El Guardián respiraba una extraña paz interior. No sentía ningún temor, arropado por la cálida serenidad de cumplir con el sentido de su vida. No habría piedad para el vampiro. Cuando la Puerta quedaba expuesta al peligro, el Guardián se veía obligado a transformarse en un verdugo, en un ejecutor implacable, en una máquina letal contra todo el que supusiera una amenaza para aquel puente entre vivos y muertos. Por eso se había desembarazado ya de su otra vida, la apariencia cotidiana que empleaba para tiempos de paz. No había lugar para sentimientos o dudas, solo existía su sagrada misión.
El Guardián subía sin perder su intenso nivel de concentración, al tiempo que sus manos expertas jugaban con la magnífica espada de plata, herencia de un hechicero samurai que vivió dos siglos atrás. Esgrimía aquella pulida y equilibrada arma japonesa, haciéndola girar entre sus dedos en un balanceo perfecto.
Sorteó el cadáver de aquella vecina decapitada por el vampiro sin desviar la mirada de su objetivo: el desván. Le había costado descubrirse tras toda una vida de discreción, pero el verdadero Guardián había salido por fin a la luz.
Agilizó sus pasos. No quedaba mucho tiempo.
BEATRICE cumplió a la perfección su encargo, algo relativamente fácil gracias a su invisibilidad en la Colmena de Kronos. En pocos minutos abrió los portones de las celdas, y lo hizo de golpe para que los agotados prisioneros se dieran cuenta y reaccionaran. Se sentía justiciera.
Dio por hecho que algunos de esos cautivos serían en realidad almas de condenados, lo que convertía aquella maniobra en un simple descanso para ellos, un intermedio entre sufrimientos, ya que nunca podrían escapar de la Colmena. Pero eso a ella no le incumbía, ni siquiera sabía qué habían hecho aquellos desgraciados para merecer un castigo así. Por eso no se preocupó más que de obedecer las instrucciones de Pascal. Tenían una misión que cumplir.
El revuelo que se estaba organizando en los sótanos del palacio era considerable, y eso que los presos que salían de sus celdas lo hacían lastrados por los grilletes. Pero la ansiada libertad y el misterioso modo en que se veían ayudados suponía para ellos un empuje añadido que los conducía hacia el exterior sin miedo.
Y, mientras tanto, el Viajero aguardaba, inquieto. El espíritu errante seguía sin aparecer, señal de que Beatrice continuaba con su cometido. Cientos de personas maltratadas se reunían en los corredores subterráneos y avanzaban hacia la salida. Los carceleros que se vieron atrapados bajo aquella multitud fueron linchados de inmediato. Los únicos cautivos que no aprovecharon la oportunidad fueron los que permanecían anclados en los instrumentos de tortura, o los demasiado castigados como para valerse por sí mismos.
Pascal esperó escondido, mientras grupos de soldados corrían hacia las escaleras de las mazmorras para intentar detener la avalancha.
Poco después, cuando ya la situación se había hecho insostenible, se abrió la puerta de la amplia estancia donde solía trabajar el padre Martín, y el religioso salió con gesto de urgencia y miedo.
—¡Espero que respeten a un hombre de Dios! —se quejaba, nervioso, al tiempo que llevaba entre las manos varios legajos de documentos—. ¿Cómo ha podido ocurrir esto? ¡Alguien lo va a pagar!
Al dominico lo escoltaban cuatro guardianes armados hasta los dientes, y se apresuró a salir de aquella zona demasiado próxima a las mazmorras. Pascal comprendió entonces que lo único que se proponía el padre Martín era huir de allí. Era un maldito cobarde.
El chico dedicó todavía unos instantes a confirmar que no había peligro, y entonces salió hacia el salón que acababa de abandonar el padre Martín. Durante su espera había localizado un hábito de monje y se lo había puesto por encima, ocultando su condición de prisionero, salvo por la piel tiznada de su rostro y sus manos sucias. Una vez en el interior, cerró la puerta y se puso a buscar siguiendo las instrucciones de Beatrice.
—¡Bien! —gritó al hallar lo que buscaba—. Ya tengo todo mi equipaje.
Excepto su valioso reloj, claro. Pero era tarde para buscarlo: habían consumido demasiado tiempo en aquella época y ahora lo prioritario era llegar hasta la Colmena de Kronos.
Pascal se disponía a salir de allí cuando Beatrice se materializó junto a él.
—¡Pareces un fraile, buena idea! —comentó ella, la viva imagen de la satisfacción por lo que acababa de hacer un piso más abajo, sembrando el caos y un germen de libertad—. Bueno, misión cumplida. ¿Tienes la piedra?
—Sí, la tengo. Y tú, menuda has montado, eres la leche —no pudo contenerse ante la generosa actuación de la chica y le dio un beso en la mejilla—. Ojalá escapen todos los prisioneros y puedan volver con sus familias; nadie se merece esto.
—Ojalá, Pascal.
El chico la observó un instante. Incluso tras aquella experiencia traumática, Beatrice mantenía su semblante candido, delicado. Resplandecía, no tanto porque no se hubiera manchado con toda la mugre de aquellas mazmorras, sino porque volvía a ver a Pascal con ánimo, con fuerzas. Libre. Sí, sin duda momentos como aquel delataban la naturaleza espiritual de Beatrice.
—¡Venga, vamos! —despertó Pascal de su ensoñación, consciente de que aquella situación era una auténtica bomba de relojería—. Esto se va a poner cada vez peor, y cuando terminen de cerrar todos los accesos al palacio, no habrá manera de salir.
Los dos abrieron con cuidado la puerta de aquella habitación y se asomaron con cautela al pasillo. Nadie. Todo el mundo debía de estar en los subterráneos, donde en aquellos momentos se libraba una encarnizada batalla.
—Los guardianes no pueden contener la marea de gente —notificó Beatrice sonriente—. La masa de prisioneros llegará aquí en seguida, va a ser muy peligroso.
—Larguémonos.
Salieron al corredor y echaron a correr rumbo a la puerta principal del palacio. Allí habían dejado a un centinela, que al principio pensó que Pascal era otro religioso huyendo del peligro y no reaccionó. Para cuando se dio cuenta de que algo fallaba, la daga del chico ya le apuntaba al pecho, así que no tuvo más remedio que tirar su espada y obedecer, abriendo los portones a regañadientes.
Pascal nunca había corrido a tal velocidad. Era tan abrumadora su ansiedad por abandonar aquel espantoso recinto que sus heridas pasaron a un segundo plano. Solo de pensar que podía volver a ser apresado, los escalofríos convulsionaban su magullada espalda. Tras él, una densa columna de humo comenzaba a elevarse desde las profundidades del palacio inquisitorial. Los presos habían empezado a incendiar las instalaciones, aun a riesgo de sus propias vidas. Eso indicaba el grado de desesperación que se respiraba allí dentro.
Pascal y Beatrice mantuvieron su ritmo extenuante. Cuando estuvieron fuera de la vista de los centinelas, se detuvieron y Pascal procedió a estudiar su piedra transparente para confirmar la dirección que debían seguir. Rezó por que la puerta a la siguiente celda de la Colmena estuviese cerca; las fuerzas, estimuladas por la tensión, empezaban a fallarle.
* * *
La caravana se detuvo. Michelle temió que aquellos esqueletos se aproximaran a ella y descubrieran que sus manos estaban libres, y aguardó disimulando su angustia. Si se acercaban demasiado, saltaría del carro y echaría a correr; no quería exponerse a ningún castigo por su rebeldía, que, a juzgar por la hostilidad de aquel mundo, sería brutal.
Pero aquellos seres continuaban ignorándola. Al menos con los hechos, porque algunos seguían orientando hacia ella, de vez en cuando, sus cuencas vacías.
Michelle agradeció que se mantuvieran ocupados con sus asuntos; solo de imaginarse más cerca de aquellas criaturas, de sus rostros descarnados y su tacto óseo, le entraban náuseas.
El niño, despierto, lloraba mientras observaba el movimiento de los espectros.
Todos aquellos seres se arrodillaron desde sus posiciones y comenzaron a entonar una salmodia en un lenguaje desconocido que, sin embargo, resultaba pavoroso. El contenido de aquellas palabras ininteligibles tenía por fuerza que ser perverso.
Michelle atendió a aquella peculiar escena y no pudo creerlo: ¡estaban rezando! La hipótesis de estar en manos de alguna secta satánica cobraba fuerza, aunque la condición inhumana de su secuestrador y de aquellos cómplices desbarataba cualquier teoría. De todos modos, la oración misteriosa que los esqueletos elevaban al cielo negro hacía intuir que la divinidad a la que se dirigían debía de ser poco benevolente. Tragó saliva. Estar en manos de quien rendía culto a dioses malignos suponía una amenaza demasiado imprevisible.
Un niño y ella como inocentes víctimas de una macabra religión, todo encajaba. A pesar de la angustia que había padecido encerrada en el panteón —sus recuerdos solo llegaban hasta el comienzo del rito en el que había intervenido a la fuerza, pues despertó ya en aquella fúnebre caravana—, ahora tomaba fuerza la sospecha de un inminente sacrificio humano. Un holocausto al final de aquel camino entre tinieblas, en el que ellos iban a desempeñar el peligroso protagonismo de la ofrenda. ¿Se proponían matarlos cuando llegaran a su destino?
No había forma de averiguarlo. En aquella caravana nadie hablaba si no era para orar. Quizá por eso sus temores adquirían mayor solidez, como también su determinación de huir y llevarse con ella al niño antes de que aquel desfile de tintes funerarios terminara de conducirlos al matadero.
Por otra parte, no estaba mal descubrir que aquellos seres se detenían alguna vez, y evaluar así cuál era el momento más propicio para la fuga. Michelle calculaba. Habría aprovechado aquella parada, pero la detención de la comitiva la había pillado por sorpresa y no estaba todavía preparada. No volvería a ocurrir. La lástima era no poder advertir al niño de sus planes, aunque seguro que el chico no tendría ningún problema en improvisar, llegado el caso. Ventajas de la desesperación.
* * *
Pascal y Beatrice corrían siguiendo el rumbo marcado por la piedra transparente, que terminó llevándolos hasta un recinto funerario situado junto a la parte posterior de una iglesia.
El chico se asomó tras el muro que rodeaba el conjunto, descubriendo un tranquilo paisaje de lápidas de piedra y cruces.
Pascal confirmó el brillo de su mineral.
—No hay duda, tenemos que entrar.
Muy cerca de ellos, un campesino se inclinaba sobre la tierra recortando hierbas con una guadaña. Lo miraron para comprobar que no estaba pendiente de ellos.
—Si vamos con cuidado, ni se dará cuenta —comentó Beatrice—. Fingimos que vamos a visitar a un familiar muerto, y seguimos buscando el acceso a la Colmena.
Pascal tragó saliva, acariciando una vez más el papel con el estimulante mensaje de sus amigos.
—Adelante —susurró.
Los dos atravesaron la puerta del muro y comenzaron a caminar entre las lápidas. El campesino, cuya figura agachada todavía quedaba a la vista, seguía con su trabajo sin inmutarse.
Al cuarto paso, la tierra empezó a temblar con la vibración sorda de un seísmo suave. Ellos se detuvieron en seco, asustados, aunque el movimiento no se interrumpió.
Pascal sintió en su cuello el relampagueo frío de su talismán: el Mal estaba cerca.
—No sé qué está ocurriendo, pero tengo muy malas intuiciones —dijo Pascal, inquieto, cada vez con más ganas de huir de aquella época.
—Será mejor que nos demos prisa —el cuerpo de Beatrice se agitaba—, esto se está complicando.
Las tumbas empezaban a removerse, a un ritmo diferente al de las ondas de la tierra. Otro mal síntoma.
Un último vistazo al agricultor les permitió comprobar, además, que se estaba volviendo hacia el recinto. Cuando su rostro quedó frente a ellos, Pascal palideció.
—¡Dios mío! —exclamó retrocediendo.
Beatrice no entendía qué le ocurría al Viajero, pero muy pronto dejó de importarle; acababa de ver una mano salir de un enterramiento.
Los cadáveres estaban saliendo de sus tumbas, una algarabía de gemidos empezó a ascender desde el subsuelo.
—¡Pascal, rápido! —gritó—. ¡Tenemos que salir de aquí!
El chico no la escuchaba, ni siquiera se había percatado de los cuerpos putrefactos que seguían emergiendo de la tierra a su alrededor. Sus ojos permanecían clavados en los del campesino, cuyo rostro... era el del profesor Delaveau.
Era él, sin duda. Su estatura, su complexión... Ahora caminaba hacia ellos, blandiendo su guadaña con una sonrisa amenazadora.
—Ese... ese hombre... —titubeó Pascal— fue profesor en mi instituto. Y lo mataron...
Beatrice, que le tiraba de un brazo para que reaccionara, entendió por fin lo que ocurría.
—¡Olvídate de él! —dijo, cada vez más tensa ante el despliegue de cadáveres que iban despertando en las proximidades—. ¡Si está aquí es porque al morir fue condenado al Infierno; solo es un servidor del Mal, no es humano! Nos ha seguido para impedirte que continúes con tu misión. ¡Vamos, antes de que sea demasiado tarde!
Pascal superó su sorpresa inicial y se dio cuenta de lo que en realidad estaba sucediendo. La resurrección del Mal los iba envolviendo como una marea de corrupción.
—¡Corre! —dijo él obedeciendo por fin las indicaciones de la piedra—. ¡Aún tenemos tiempo!
Beatrice lo siguió, aliviada, pero su avance terminó pronto, ya que llegaron a un punto dentro de aquel cementerio donde el mineral se iluminó por completo, anulando las direcciones. Varias siluetas, erguidas a pesar de su estado corrupto, habían abandonado sus tumbas y comenzaban a arrastrarse hacia ellos.