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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (66 page)

BOOK: El viajero
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Quizá había sido su pose agresiva, al desenfundar su arma, lo que había terminado de desequilibrar al prisionero. Pero ya nada se podía hacer por él, su proximidad a la nube oscura resultaba excesiva para cualquier maniobra.

Pascal y Beatrice, desde su posición junto a la montaña, se limitaron a mirarlo compadecidos. Intuían que algo muy malo estaba a punto de sucederle, pero al mismo tiempo eran conscientes de que ir tras él solo les habría condenado a ellos también. El prisionero, con su repentina histeria, no les había permitido ayudarle.

El hombre había seguido corriendo, sorteando una primera duna que rodeaba la depresión de un geiser. Frenó cuando tuvo casi encima aquella niebla tan compacta, como si a tan escasa distancia pudiese ver algo en ella que a Pascal y Beatrice se les escapaba.

El hombre lanzó entonces un chillido, intentando retroceder. Pascal entrecerró los ojos, procurando distinguir lo que había provocado en el prisionero aquel cambio de actitud.

Y lo vio.

La propia nube, detenida, se iba desgranando, perdía su consistencia descomponiéndose en sombras de silueta humana. Sombras libres. Sombras que buscaban cuerpos que poseer, invirtiendo así el fenómeno natural del mundo de los vivos.

—¿Estás viendo lo mismo que yo? —preguntó Pascal a Beatrice.

—Sí. Tal como me imaginaba, esas nubes son en realidad enjambres de sombras. Se abrazan hasta formar esos cuerpos esponjosos y así se desplazan buscando presas. Cuando las tienen a su alcance, se sueltan y...

No hizo falta que dijera más, pues la escena que se ofreció ante sus ojos resultaba mucho más descriptiva: aquellas siluetas brumosas en que se había disuelto la nube negra habían alcanzado al desgraciado prisionero y se adherían a su cuerpo sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Lo envolvían con su sustancia vaporosa, con su etérea oscuridad.

Las sombras se separaron despojando de su ropa al hombre, que cayó al suelo. Aquel baile de siluetas borrosas lo dejó desnudo en medio de la llanura, para después cubrirlo por completo, impregnado con sus movimientos ondulantes, casi obscenos. Pascal sintió que aquellas criaturas violaban con su voracidad la solidez corpórea del prisionero. Un escalofrío de repulsión recorrió su espalda. Qué seres tan estremecedores.

—Pero ¿por qué grita tanto ese hombre? —se cuestionó el chico, compadeciendo aquel nuevo sufrimiento al que se veía sometido el polizón del tiempo—. ¿Es que puede sentir el contacto de esas sombras?

—Sí —la voz de Beatrice se ofrecía cada vez más impaciente—. Grita de dolor. Las sombras no se limitan a cubrir el cuerpo de sus víctimas; se lo arrancarán capa por capa. Es su forma de engullir.

El chico se volvió hacia ella, impactado.

—¿En serio? Pero si solo son sombras...

Beatrice lo miraba con cariño.

—¿Y cómo han conseguido quitarle la ropa, entonces? Es hermoso que todavía conserves algo de ingenuidad —le acarició la mejilla con nostalgia—. Pascal, todo en este mundo es diferente a lo que tú conoces. Bueno, en algo sí coinciden los dos.

—¿En qué?

—En que no hay que fiarse de las apariencias. Lo que ves... no son simple sombras.

Como si la realidad quisiese apoyar las palabras de la chica, la batalla del prisionero con las siluetas alcanzó una nueva fase, que sorprendió al muchacho por su crueldad: las sombras se iban apartando otra vez del hombre, pero en esta ocasión lo que se llevaban con ellas eran tiras de piel de su víctima.

Aquel infeliz aullaba de dolor, lo estaban desollando vivo... Pascal giró el rostro cuando vio, bajo los restos sanguinolentos, el tono anaranjado de la grasa del cuerpo de aquel hombre.

Los chillidos aumentaron de intensidad, emitidos por una boca sin labios. El prisionero, o lo que quedaba de él, seguía vivo. Pascal se tapó los oídos, horrorizado ante los desgarradores gemidos.

—No se detendrán ahí —susurró Beatrice con gravedad—. Nunca se sacian. Ahora volverán a cubrirle las sombras y le arrancarán la siguiente capa de su cuerpo. Lo único que no consumen son los huesos.

Pronto quedaría a la vista el tejido muscular de la víctima. Era una agonía atroz, pero ellos no podían hacer nada por el prisionero. Pascal, de haber tenido alguna posibilidad, habría estado dispuesto a ayudarle a morir para ahorrarle el suplicio que todavía le aguardaba. Así, además, habría conseguido apagar aquellos aullidos que volvían a producirle remordimientos.

—No hay nada que puedas hacer —le advirtió ella, sin compartir con él aquella sensación de culpabilidad—. Tu daga no sirve con esas criaturas, no se puede cortar el aire.

—Ya me voy acostumbrando a no intervenir —Pascal mostraba un semblante ceniciento—. Pero para uno que habíamos conseguido que se salvara de la muerte...

—No lo entiendes —añadió ella, solemne—. Ni siquiera debemos intentarlo.

—¿Por qué?

Pascal adivinó la respuesta antes de escucharla de labios de Beatrice.

—Era un condenado —confirmó ella—. Hace mucho tiempo que no tenía escapatoria; de hecho, solo la tuvo mientras perteneció al mundo de los vivos. Y nosotros no debemos inmiscuirnos en la Justicia.

Pascal no supo qué contestar. Él no pretendía ejercer de juez, su inclinación a actuar respondía a una simple tendencia a la compasión.

Beatrice, dando por zanjado el asunto, lo agarró del brazo.

—Será mejor que nos vayamos —avisó intentando ignorar el espectáculo sangriento que todavía tenía lugar—, antes de que la nube acabe con ese hombre y venga por nosotros. No podemos hacer nada.

Pascal, ante aquella amenaza, se rindió. Ambos se alejaron a buen paso, tras comprobar la dirección que señalaba la piedra transparente. Los gritos del prisionero tardaron en dejar de oírse, aunque ellos mantuvieron en todo momento su necesaria negativa a volverse. Debían estar pendientes, además, de lo que tenían delante, una precaución que se vio confirmada muy pronto: el camino recuperaba su peligrosidad al aproximarse hacia ellos otra nube negra que se había mantenido flotando dentro de una de aquellas depresiones que hundían la planicie.

El cúmulo de sombras los había detectado, no había duda. Y las nerviosas siluetas que lo componían tenían hambre.

* * *

Esa voz poderosa y la enorme silueta recortada contra el resplandor de la escalera...

Dominique y Daphne, en medio de su estupor ante el desfile de apariciones imprevistas, reconocieron aquella rotundidad: era la detective Marguerite Betancourt. Por lo visto, era una noche de sorpresas en la que todo el mundo parecía estar invitado a la Puerta Oscura.

El vampiro solo dedicó un instante a la mujer, sin aflojar sus manos, antes de continuar su labor. Una simple mortal con un inofensiva arma de fuego no iba a impedirle acabar con el Guardián. Luego se encargaría de ella.

Marguerite, consciente del peligro que corría su amigo, no volvió a insistir y disparó.

Varney sintió la mordedura del proyectil, acusando un daño mucho mayor del que esperaba, y gimió como un animal, entendiendo ya lo que ocurría. Era plata. Su debilidad aumentó, un agravamiento multiplicado por el efecto que provocaba en él la proximidad de la Puerta Oscura.

A aquellas alturas, viéndose perdido, el interés del vampiro en acabar con el Guardián se había convertido en una obsesión fruto de la rabia y la impotencia. Seguía estrujando con sus manos aquel cuello vulnerable, percibiendo cómo la resistencia del forense iba cediendo, anunciando su inminente muerte. Varney sacrificaba sus escasas posibilidades de escapar a cambio de matar al culpable de su fracaso. Su odio maligno solo dejaba lugar para aquella fijación que había dado rienda suelta a su instinto animal.

Marguerite volvió a hacer fuego, apuntándole al corazón. Una, dos, tres veces. Nuevos aullidos salían de aquel obstinado asesino agonizante, que se retorcía con cada impacto sin aflojar sus manos. La detective no salía de su asombro; jamás habría imaginado que una persona pudiera aguantar tales destrozos.

Volvió a disparar su arma. El cuarto balazo le voló parte de la cabeza al presunto profesor, que cayó por fin, como un fardo, junto al cuerpo de Marcel.

Marguerite aún volvió a disparar dos veces más, insegura ante aquel despliegue de energía. Varney emitió un último estertor y ya no se movió más.

A su lado, el forense respiraba de forma débil. Estaba a punto de perder el conocimiento. Marguerite se acercó corriendo y pudo darse cuenta de que su amigo sufría más heridas.

—¡Marcel! ¿Me oyes? ¡Aguanta! ¡Ahora vendrán refuerzos!

El forense asintió con dificultad.

—Ya está muerto, Marcel —procuró tranquilizarle Marguerite.

«Hace años», pensó el forense entre mareos.

—Y que sea la última vez que no me invitas a este tipo de fiesta —recriminó ella, con cariño, limpiándole la cara con un pañuelo—. ¡Menos mal que no me fío de ti y te he seguido! Al ver que no salías de la casa, me he decidido a entrar y subir. En cuanto he visto ese otro cadáver en la escalera...

A continuación, Marguerite avisó por teléfono a sus compañeros, que permanecían en la calle procurando concretar el origen de las detonaciones que habían escuchado, y fue a ver al resto de las víctimas de aquel terrible asesino. Se alegró al comprobar que todos los presentes en aquel desván seguían con vida, algo que solo se debía al afortunado hecho de que el forense había interrumpido el ritual del asesino.

Nunca dejaba a nadie con vida. Seis cadáveres así lo atestiguaban.

Marguerite no se dio cuenta, pero Daphne y Dominique solo miraban en una dirección: hacia el vidrio destrozado de la claraboya. En realidad, solo aguardaban una cosa: el final de la noche más larga de sus vidas.

El amanecer.

Jules, mientras tanto, permanecía inconsciente, con la cara ensangrentada.

* * *

Ahora sí. Ya estaba preparada. En cuanto la caravana volviese a detenerse, Michelle empujaría al chico fuera del carro y echarían a correr, para perderse en la oscuridad.

El plan era ocultarse en alguna de las hendiduras que salpicaban el terreno anunciando las grietas de los geiseres. Había tantas que, si pillaban desprevenidos a aquellos esqueletos, quizá tuviesen una mínima probabilidad de escapar. Todo era mejor que la sumisión resignada. Por eso, cualquier iniciativa, por suicida que fuese, se le antojaba a Michelle oportuna.

En el fondo, lo más trágico era la convicción de que no tenían nada que perder. Su arrojo era, en realidad, la apática osadía de los condenados.

Pero había que luchar hasta el final. Michelle se repetía hasta la saciedad que, en aquellas circunstancias, nadie lo haría por ella. No debía olvidarlo, estaba sola, algo que no tenía que llevarla a sucumbir al fatalismo, sino todo lo contrario; tenía que darle fuerzas, la inmensa energía que solo se puede extraer de una última apuesta.

Además, estaban esas nubes negras a ras de suelo; parecían focos de niebla tan densos que podían dificultar a los esqueletos seguirles la pista.

«No todo son obstáculos en este mundo hostil», se animó.

Michelle decidió que se dirigirían hacia una de ellas para despistar a sus captores. Confió en que aquella negrura que les iba a servir de protección no acabase por hacer que ellos mismos se desorientaran en la fuga y terminaran yendo en dirección al enemigo, la última ironía de un destino empecinado en arrebatarle todo cuanto poseía, incluido el último vestigio de esperanza.

Como, llegado el momento, cualquier indecisión podía acarrear consecuencias nefastas, Michelle tomó la determinación de dedicar aquel último rato de conformismo simulado a prepararse con la mente. Concentraba sus impulsos y atesoraba recuerdos con los ojos cerrados, en ese ritual íntimo que se establece de forma espontánea cuando se está a punto de asumir un grave peligro. Los últimos instantes de paz.

* * *

—¡Corre! —gritaba Beatrice—. ¡Viene hacia nosotros!

Aquella bruma oscura, que ocultaba con su apariencia esponjosa su propio apetito depredador, iba ganando velocidad de aquella forma imperceptible pero regular que caracterizaba a las nubes negras. No se separaba del suelo en su avance constante, devorando metros sin perder su naturaleza compacta, al estilo de un diminuto huracán.

Pascal obedeció al momento y se lanzó a la carrera por aquella tierra rugosa, detrás de la chica, alejándose del enjambre de sombras. Al menos seguían el rumbo marcado por la piedra transparente, por lo que sus movimientos no se veían lastrados por la imponente atracción del Mal.

—¡Dame la mano! —gritó ella sin detenerse.

Pascal estiró su brazo hasta alcanzarla. La ventaja de los espíritus errantes era su velocidad, algo que Pascal pudo comprobar dejándose impulsar por la agilidad de Beatrice. Gracias a eso ganaron distancia con respecto a las criaturas que los acosaban.

—Yo me canso y ellas no —reconoció Beatrice sin detenerse—. Por eso tenemos que escondernos y aguardar a que se alejen de una vez por todas. Si no, me agotaré y esa nube terminará dándonos caza.

—¿Dónde nos ocultamos?

—Lo único que se me ocurre es aprovechar una de estas depresiones.

No había más alternativas en aquella región tan desolada.

—¿Y si nos descubre? —Pascal, tras asistir al final del prisionero polizón, no concebía la posibilidad de aguardar quietos mientras una nube negra hambrienta pasaba flotando cerca.

—No lo hará. Y si ocurre, te agarraré con fuerza y volveremos a escapar a toda velocidad.

Pascal asintió sin mucho convencimiento. Sus recelos ante aquella idea no eran relevantes, en cualquier caso. El argumento de la ausencia de otras opciones era de por sí lo suficientemente poderoso. Si continuaban corriendo, tarde o temprano la nube negra los atraparía. Fin de la historia.

Beatrice eligió un declive de la llanura bastante pronunciado, y ambos se dejaron resbalar por el borde arenoso que conducía hasta el fondo cuarteado. La penumbra aumentaba allí abajo, lo que tranquilizó un poco al Viajero.

—A esperar —murmuró Beatrice vigilando el afilado corte de la llanura doce metros por encima de sus cabezas—. Si se asoma la nube negra, saldremos por el otro lado de este embudo.

—De acuerdo.

Un sonido cavernoso, como de digestión, empezó a oírse desde el interior de la tierra. Pascal y Beatrice ya contaban con los geiseres, así que se mantuvieron en sus posiciones procurando apartarse de las grietas más profundas.

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