«No lo hemos pillado en casa», se dijo con sarcasmo.
Los haces de sus propias linternas delataron su ubicación a la policía y, a los pocos instantes, la patrulla de vigilancia llegaba hasta allí y los obligaba a salir.
—Una última cosa —comentó Marguerite al forense antes de obedecer aquellas instrucciones, al tiempo que preparaba su credencial para mostrarla a sus compañeros—. No pude fallar con mis disparos, ese tipo estaba a menos de medio metro. Pero fueron tus balas las que parecieron afectarle...
Marcel estaba harto de disimular, sobre todo porque sabía muy bien que tarde o temprano las circunstancias lo obligarían a compartir con su amiga algo de información. Se necesitaban mutuamente.
—Marguerite, mis balas eran de plata —reconoció—. De plata.
Ella le dirigió una mirada intensísima y, sin añadir nada más, atravesó la puerta del panteón con las manos en alto, enseñando su placa. Su aspecto, sucio y con la cara ensangrentada, daba miedo.
Cómo se iban a quedar aquellos agentes al darse cuenta de quiénes eran los aparentes vándalos a quienes habían pillado profanando tumbas...
Marcel, mientras tanto, se dirigía a la salida del panteón con la mente muy lejos de allí. Había reconocido al atacante de Marguerite, pues lo conocía bien al haber estado trabajando con su maltrecho cuerpo durante horas. Haciéndole la autopsia.
Terrible. Se trataba de Henri Delaveau, el profesor asesinado en el
lycée
en la noche de Halloween y que apenas llevaba enterrado unos días.
Las sospechas de Marcel se confirmaban de la manera más sobrecogedora posible. El profesor había vuelto de la muerte. Pero ya no era él.
* * *
Los tres permanecían en silencio. Tras el dolor inicial, Pascal y Dominique habían pasado a sentirse culpables por lo que le había sucedido a Michelle; tal vez si hubieran reaccionado el primer día que faltó a clase, a lo mejor habrían podido salvarla del rito prohibido. Pero estaban demasiado preocupados por la contestación que la chica le debía a Pascal, y malinterpretaron la ausencia de su amiga. Ahora se daban cuenta, cuando ya era tarde.
—Hay más —como en un espectáculo de magia, Daphne iba extrayendo de la nada nuevos elementos, compartiendo con los chicos los descubrimientos de las últimas horas.
Las palabras de la bruja, que parecían arrastrar de forma inexorable ominosos presagios, caían sobre sus oyentes con la fuerza de un estallido.
¿Cómo podía quedar algo por decir, después de todo lo que les había contado? Dominique y Pascal casi no se atrevieron a pestañear, y aguardaron expectantes. ¿Cómo podía empeorar la situación, si ya estaban al límite?
—Me refiero a Raoul y Melanie —continuó la bruja, limpiándose con una manga la comisura de los labios, por la que resbalaba un hilillo de saliva—. Según tengo entendido, son los dos compañeros vuestros que desaparecieron la noche de la fiesta, ¿verdad?
Los muchachos asintieron en silencio, presintiendo lo que la bruja les iba a comunicar.
—¿Eran amigos vuestros? —Daphne, que recordaba a los policías buscando restos en el parque, procuró ser prudente, aunque a los chicos no se les escapó el uso del pasado que ella acababa de hacer.
—No —se apresuró a contestar Dominique—, solo conocidos. ¿Estás insinuando que...?
—También han caído bajo las garras del vampiro. Han encontrado sus cadáveres, yo misma vi a los agentes recuperando restos en el parque Monceau. La policía habrá relacionado sus muertes con el crimen del profesor Delaveau, lo presiento, pero aún no lo ha hecho público para no generar alarma en la población.
Dominique, que hasta hacía poco había pensado que todas aquellas historias eran meras supersticiones, se vio superado por tantos acontecimientos:
—Pero —se quejó— ¿por qué ellos?
—Imagino que tuvieron la mala suerte de cruzarse con el monstruo en el peor momento: su primera noche en este mundo, horas de enorme apetito para esa criatura. No hay otra explicación. Al menos, a partir de ahora el vampiro reducirá su ritmo de caza —aventuró la bruja—, lo que al principio no ha podido hacer; debió de llegar muy débil del Más Allá, y además necesitaba ingredientes humanos para el ceremonial satánico que ha utilizado con Michelle. Tampoco le interesa llamar la atención, así que ahora disminuirá su ansia. Aunque no sus movimientos nocturnos, claro.
—Tiene otras prioridades —añadió Pascal, agobiado—. Encontrar la Puerta... antes de que yo encuentre a Michelle.
Aquella última frase respondía a un íntimo interrogante que se hacían todos aunque nadie se atrevía a pronunciarlo: ¿qué iba a hacer Pascal, a la vista de las circunstancias que parecían confirmarse?
—Entonces, vas a ir a buscarla —interpretó Daphne con delicadeza.
Pascal deseó estar solo para pensar, para enfrentarse consigo mismo y con la inseguridad que tantas veces le había impedido soñar. Por fin tenía la posibilidad de asumir un auténtico desafío con libertad, lo que le permitiría compensar su patética reacción ante la solicitud del fantasma del espejo, un humillante secreto que seguía avergonzándolo. El momento de resarcirse había llegado, mostrando, sin embargo, un reto inconmensurable, mucho más trascendente que recuperar la carta que ocultaba el hijo de los Lebobitz.
Para Pascal no había término medio llegados a aquel punto: o la máxima cobardía, abandonando a su suerte a la chica que amaba, o una valentía sin límites, al arriesgar su vida en el viaje más remoto y peligroso que un ser humano pudiera llegar a concebir. En realidad, arriesgaría su vida... y su muerte. No existía mayor apuesta.
Pero solo él, como Viajero, podía rescatar a Michelle de una agonía eterna, que a Pascal se le antojó semejante a la que él sufriría si no la recuperaba. Aunque solo fuera para escuchar de sus labios un no rotundo a su pregunta.
Empezó a buscar una respuesta que ofrecer; titubeaba, lastrado por la posibilidad de equivocarse. Los minutos transcurrían. ¿Para qué arriesgar, si era imposible que él afrontase con éxito aquel desafío? Sin embargo, eligió la segunda opción. Por primera vez en su vida, acuciado por un amor incipiente y la ansiada revancha ante las múltiples ocasiones de su vida en las que había retrocedido, eligió el sí. Iría por Michelle. Incluso si terminaba siendo su primera... y última iniciativa.
Porque tampoco podía descartar un mal final para ambos.
—Daphne, iré por ella —anunció, preguntándose cuánto tardaría en perder aquella convicción.
Dominique, animado ante el indiscutible coraje de su amigo, adelantó su silla de ruedas.
—Y yo te ayudaré, Pascal. Aquí me tienes.
Daphne asentía, convencida y satisfecha. Nadie sabía lo que les depararía el destino, pero lucharían con todas sus armas. Hasta el final. Ahora, en los últimos peldaños de su vida, la bruja comprobaba que toda la preparación que había obtenido durante tantas décadas tenía sentido.
El joven español, en su fuero interno, contemplaba aquella cómica imagen: una anciana extravagante, un minusválido y un indeciso patológico enfrentándose al Mal. Pero el suyo era un gesto irónico cargado de orgullo. Se dio cuenta de que formaban un equipo.
—En el fondo, eres un valiente —afirmó Dominique con admiración—. Por eso eres el Viajero, te lo dije.
—Será que la Puerta me ha transformado —se justificó Pascal, negándose a verse así después de tantos años a la sombra de otros.
Dominique rechazó aquella explicación:
—No. Tu cambio se produjo en el momento en que te atreviste a decirle a Michelle lo que sentías por ella. Yo no habría sido capaz de algo así —Dominique sabía bien lo que decía—. Y todavía no habías cruzado la Puerta Oscura, ¿te das cuenta?
Pascal, repentinamente complacido, no supo qué contestar.
—Y por eso Michelle aguantará —terminó Daphne—. Resistirá porque sabe que no la abandonaréis.
La culpabilidad que antes habían sentido los chicos perdía fuerza a cada instante. Y es que iban a poder compensar su error.
—Bueno, hay que moverse —Daphne se levantó de su sillón—. No podemos perder tiempo, cada minuto cuenta si queremos encontrar a Michelle antes de que sea demasiado tarde.
Los chicos la siguieron.
—Pero —Pascal dudaba—, Daphne, ¿tú sabes exactamente qué tenemos que hacer?
—No tengo ni la más remota idea. Yo puedo ayudarte en este mundo, pero no en el Más Allá. Por eso tenemos que ir a casa de tu amigo Jules, debes acudir al Mundo de los Muertos para explicar lo ocurrido y solicitar ayuda. Aunque esperaremos a mañana. Es de noche y el vampiro anda suelto —Daphne observó las caras inquietas de los chicos y entendió su impaciencia—. Creedme, unas horas más no van a cambiar la situación de Michelle. Os dejaré en vuestras casas, de las que no tenéis que salir bajo ningún concepto hasta que llegue la luz de la mañana. Quedaremos lo más pronto posible, así perderemos menos tiempo.
—¿Pretendes que nos reunamos por la mañana? —repuso Dominique, inquieto—. Soy el primero que quiere rescatar a Michelle, pero los jueves tenemos clase hasta la hora de comer, y si faltamos los tres, llamará mucho la atención. ¿Cómo lo hacemos?
Pascal coincidió con Dominique, aunque estaba dispuesto a todo con tal de no retrasar todavía más cualquier iniciativa que pudiera ayudar a localizar a su amiga.
—Si nuestros padres descubren algo —señaló con resignación—, se acabó nuestra libertad de movimientos. Tenemos que hacerlo bien.
La bruja dejó escapar su aliento entre sus dientes torcidos, mientras valoraba todas las opciones.
—De acuerdo —terminó aceptando—. Lo más importante es que nadie nos moleste cuando empecemos con esto, así que sacrificaremos unas horas más. Acudid a clase y comed en vuestras casas mañana, por si en los próximos días necesitáis pedir permiso a vuestros padres para hacerlo fuera. A las cuatro en punto os quiero aquí, para preparar el acceso a la Puerta Oscura. ¿Alguna duda? —Daphne paseó su mirada sobre ellos, expectante—. Es el momento de plantearla.
Pascal y Dominique se miraron con idéntica incertidumbre:
—¿Estás segura de que podemos esperar tanto?
—No es lo más aconsejable, pero se trata de un precio asumible dado el largo camino que Michelle tiene por delante. La intervención de vuestros padres, por el contrario, sí supondría un retraso fatal, hay que evitarla como sea. Confiad en mí. ¿Alguna otra cosa?
Nadie dijo nada más, colapsadas sus conciencias con la imagen de Michelle en manos de entes infernales.
—Pues adelante —concluyó ella—. Sed puntuales y tened cuidado.
Pascal y Dominique asintieron, muy serios.
Daphne les ocultó una siniestra actuación que tendrían que llevar a cabo cuando Pascal hubiese abandonado el mundo de los vivos. Una actuación que los llevaría a ella y a Dominique al Instituto Anatómico Forense.
A los pocos minutos estaban en la calle, dirigiéndose hacia el viejo coche de Daphne, vigilando los alrededores. Pascal y Dominique pensaban en una excusa ante Jules con la que justificar al día siguiente su visita a la buhardilla. Poco después, incapaces de precisar una buena tapadera, llegaban a la conclusión de que no había más remedio que incorporarlo al grupo de los conocedores del secreto.
La escena matutina era de lo más elocuente: un despacho amplio, un tipo elegante de pie, gesticulando con semblante duro ante su escritorio y, al otro lado de la mesa, dos policías sentados con cara de circunstancias.
Marguerite y su compañero forense estaban soportando una buena bronca del comisario de policía, Antoine Bessier, que los advirtió de las consecuencias si la profanación de la tumba de Gautier salía a la luz.
Marcel, una vez más, se dio cuenta de lo irónicas que podían resultar las palabras: nada mejor que todo saliese a la luz, porque solo en la luz estarían a salvo. Ahora estaba convencido de ello.
—Los dos son buenos profesionales —afirmó el comisario—. No estropeen sus carreras con este tipo de tonterías, no volveremos a cubrirles las espaldas. ¿Cómo se les ocurre saltarse el procedimiento? Hemos tenido suerte de que nadie visite ese panteón, porque si no... Madre mía, si algún juez se entera...
—Bertrand Fabatier jamás nos habría autorizado —se defendió Marguerite—, usted lo sabe. Me odia. Y no tenemos tiempo para perderlo con un juez poco profesional, maldita sea.
—No me cuente historias personales —repuso el jefe esquivando aquel espinoso asunto—. Las suposiciones no bastan para infringir las normas.
—Pero ¿qué me dice de la ausencia del cadáver de Luc? —volvió a intervenir Marguerite, con la cara vendada, sin arredrarse ante el comisario—. Recuerde la huella que encontramos en el escenario del crimen de Delaveau...
Bessier hizo un gesto de impaciencia.
—Ese es su problema, Betancourt —contestó el comisario, elevando su voz hasta límites atronadores—. Miren, de momento ya hemos tenido que notificar a los medios de comunicación el asesinato de los dos chicos del parque Monceau. Por suerte, nadie asocia sus muertes con Delaveau. Pero esto no durará indefinidamente, y cuando se sepa que hay en París alguien capaz de matar a tres personas en una noche, cundirá la alarma, esto será un caos y el prefecto me llamará para pedir cabezas. Puede que la mía ruede, pero no será la única, ¿entienden?
—Pero... —insistió la detective, procurando moderarse.
—¡Pero nada! No me expliquen nada, no me cuenten lo que hacen. Pero cacen a ese psicópata antes de que vuelva a matar.
Marguerite suspiró. Aun a su pesar, tenía que volver a intervenir.
—¿Y si eso implica volver a saltarse las normas?
El comisario la miró como si pretendiera fulminarla con sus ojos. Se tomó su tiempo antes de responder, y cuando lo hizo dio la impresión de que tenía que hacer un esfuerzo para vocalizar.
—Entonces, háganlo —cedió a regañadientes—. Pero con más discreción, sobre todo si se trata de eludir la intervención de un juez. Detengan al asesino.
—De acuerdo.
—Lárguense ya, el tiempo corre. Marguerite —añadió el comisario mientras ellos se ponían de pie para irse—. Su última pregunta no ha tenido lugar, ¿entendido?
* * *
Michelle enfocaba con sus ojos el cielo opaco, una visión agitada a trompicones por el avance irregular del carro. Buscaba, mientras soportaba aquellas torpes oscilaciones, el parpadeante resplandor de las estrellas. Pretendía rastrear sus puntos minúsculos y soñar que no estaban tan lejos. Miraba con vehemencia, ignorando el dolor que provocaba en su cuello la forzada postura. Elevaba su rostro, como aguardando una lluvia salvadora que no llegaba. Solo noche ante sus ojos ávidos, necesitados de un brillo que reflejar. Pero nada descubría. A lo mejor, aquella negrura era el hueco dejado por un cielo en realidad ausente. La tonalidad desoladora de un vacío demasiado crudo como para admitirlo.