Según las leyendas que corrían entre aquellas paredes, algunos viejos detenidos habían sido devorados por aquellos peludos roedores de movimientos nerviosos.
Beatrice odió a aquellos hombres que asistían a la vejación de Pascal entre sonrisas. No resistió más y se colocó sobre la espalda masacrada del chico, con delicadeza para no aumentar el daño.
—¿Qué... qué haces? —preguntó Pascal con un hilo de voz, sin energías para comprobarlo por sí mismo.
La chica reunía fuerzas para aquel sacrificio.
—Ya es hora de comprobar si, cuando permanezco corpórea, puedo sentir dolor físico.
El Viajero volvió hacia ella su rostro empapado de sudor.
—No hagas eso... Apártate...
—No. Todos te necesitamos vivo. Tienes que llegar hasta Michelle. Yo soy prescindible.
Entre tanta oscuridad, Pascal seguía atisbando gestos generosos que suponían una dosis de moral.
—¿Seguís rezando? —volvía a hablar el cabecilla de los guardianes, sin sospechar lo que estaba ocurriendo en realidad—. ¿Y a qué Dios? No parece que os haga demasiado caso. El Infierno espera gente como vos.
Pascal pensó que ya estaba en él. Y que, en efecto, el Mal tendría que seguir esperándolo, pues pretendía seguir su camino hacia Michelle. No se rendiría mientras le quedase aliento.
El látigo volvió a oírse, pero en esta ocasión Pascal no lo sintió hundirse en su piel. Con una inmensa tristeza, había percibido tras él un gemido ahogado y la humedad de unas lágrimas ajenas deslizándose por su espalda, que continuaba al rojo vivo. Era ella la que había sufrido la dentellada lacerante del cuero. Y lo había hecho voluntariamente.
Beatrice obtenía así una punzante respuesta a su curiosidad: sí notaba el dolor físico. Lo acababa de hacer. Pascal, conmovido, susurró un gracias que, en realidad, decía mucho más.
—Tenéis un cuerpecillo, pero aguantáis. A este paso, mañana no estaréis en disposición de confesar ante el padre Martín —el soldado no callaba, disfrutaba con su miserable ejercicio de poder—, y se enfadará con nosotros. Eso no debe ocurrir, hereje. Por eso vamos a cambiar de táctica.
Pascal tembló. ¿Qué podía ser peor? ¿Qué podía resultar más persuasivo cuando ya no era capaz de concebir un dolor mayor?
El chico descubrió pronto que sí era posible agudizar la agonía, que era factible pasar de un padecimiento terrible a un dolor atroz. Y la máquina infernal que permitía aquella carnicera evolución tenía un nombre cuya sola mención erizaba el vello: el potro.
Tras soltarlo de la tabla, lo habían llevado a rastras hasta otra dependencia, llena de utensilios de apariencia siniestra. Todas eran máquinas preparadas para torturar, desgastadas y manchadas de sangre. Entre aquellas paredes a las que jamás llegaba el sol, se mantenía el eco de los miles de gritos que tantos infelices habían vertido mientras expertos verdugos se afanaban en prolongar sus estertores. Aquellos artistas del dolor retardaban todo lo posible el definitivo descanso por el que los prisioneros llegaban a rogar en medio de sus tribulaciones: la muerte.
Pero el final parecía no llegar nunca, y ellos eran consumidos por el hambre, la enfermedad y los tormentos, convertidos en decrépitas sombras de lo que un día fueron.
Pascal entendía ahora las palabras del padre Martín: en poco tiempo iban a conseguir que él confesara. ¡No harían falta ni veinticuatro horas! ¿Quién podía resistir aquel suplicio? Él, por su parte, no estaba dispuesto a soportar más sufrimiento —ya le había sorprendido su aguante hasta aquel momento—, así que reconocería lo que hiciera falta, cualquier cosa: brujería, herejía, asesinato... Su única obsesión era detener o, al menos, interrumpir aquellos abusos.
La duda que lo carcomía era si su confesión arrancada bajo tortura bastaría para contener el fanatismo insaciable del dominico. ¿Y si no era suficiente?
La espantosa perspectiva de lo que se avecinaba indicó al Viajero que ya era hora de poner en marcha su idea, así que advirtió a Beatrice:
—Ha llegado el momento de actuar —le dijo, casi sin mover los labios para evitar que el jefe de los carceleros lo tomase como una nueva provocación—. ¿Sabes dónde han guardado mi mochila?
La chica, que todavía no se había recuperado del duro latigazo, se apresuró a contestar; deseaba seguir ayudando.
—Sí, me he fijado bien. La han dejado junto a la daga, en una especie de puesto de guardia.
Pascal tomó aliento, sus mejillas brillaban húmedas de las lágrimas. No encontraba fuerzas para seguir hablando. Flaqueaba.
—¿La han registrado? —balbució.
—Sí, pero no han llegado a ver el bolsillo interior, así que el brazalete debe de seguir dentro de ella.
—Per... fecto...
Cada palabra costaba un mundo, cada músculo le ardía.
Pascal tuvo que interrumpir la conversación, pues dos soldados lo agarraron para colocarlo sobre aquel aparato lleno de engranajes y cuerdas que llamaban potro, concebido para ir estirando el cuerpo del cautivo hasta provocarle desgarros internos e incluso la muerte cuando se partían por la presión los músculos, las articulaciones, los huesos... Nadie se resistía al daño inhumano de aquel proceso gradual que multiplicaba el dolor en infinitos matices. Si el verdugo era cuidadoso, podía administrar la progresión de los estiramientos a un ritmo tan sutil y enloquecedor que el prisionero podía tardar muchas horas, incluso días, en morir, transformado en un guiñapo descoyuntado.
El Viajero tuvo que reconocer que el ser humano, a lo largo de la historia, había empleado lo mejor de su ingenio para los cometidos más truculentos. Qué triste era constatar aquella realidad, y hacerlo de un modo tan penoso, en su piel.
El ritual, la liturgia torturadora, no se detenía en medio de aquel entorno lúgubre.
A Pascal se le puso la piel de gallina. Los guardianes continuaban con su cometido, mostrando unos gestos rutinarios que lo volvían todo aún más perverso. Extendieron los brazos del chico hasta engancharlos a las correas de cuero de una pieza giratoria con manivela, que ajustaron para provocarle la mayor tirantez posible. Lo mismo hicieron con sus piernas, sujetas así a otra placa giratoria circular. Era evidente que cada una de ellas sería movida en una dirección distinta, con lo que sus muñecas irían quedando cada vez más lejos de sus tobillos, hasta que el cuerpo agotase su elasticidad y empezaran a rasgarse sus tejidos.
El tormento estaba a punto de comenzar; los preparativos, destinados a incrementar la angustia psicológica del condenado, habían terminado. Un carcelero se puso al frente de cada manivela y, a una señal del jefe, empezaron a hacerlas girar hasta que el cuerpo de Pascal quedó, de pura tensión, suspendido sobre la madera de la máquina. Bajo el tintineo de los grilletes, los gritos del chico volvieron a invadir la atmósfera de aquellas mazmorras, ahogando los chillidos de los otros presos a los que también estaban torturando.
La creatividad se admitía para infligir dolor, aunque en general los servidores de la Santa Inquisición eran bastante tradicionales a la hora de emplear métodos de tortura. Optaban siempre por los de toda la vida, que a la postre habían demostrado su eficacia en múltiples ocasiones.
—Tráeme el brazalete —gimió Pascal a Beatrice, luchando por aguantar, con los ojos cerrados—. Por favor. Rápido.
Su cuerpo brillaba de sudor y se le marcaban las costillas sobre la piel rígida.
El espíritu errante desapareció, espoleada su ansia de ayudar por cada nuevo aullido del Viajero que retumbaba en su cabeza. En poco rato, el Viajero comenzaría a sufrir hemorragias internas, lo que marcaría el punto sin retorno de las graves secuelas que provocaba aquel instrumento diabólico.
Pascal aguardó entre sollozos y gemidos a que volviera la chica, rogando con desesperación por que fuera pronto. Notaba ya serios pinchazos en su vientre, tan tenso que parecía a punto de explotar. A cada señal del jefe de los carceleros, manos avezadas movían un poco más los engranajes que aumentaban la separación de las extremidades del chico, que ya sentía cómo sus huesos empezaban a desencajarse. El dolor era insoportable. Estaba al borde del desvanecimiento, lo que deseó aunque solo fuera para escapar durante unos instantes de aquella agonía.
—¿Seguís sin querer hablar? —insistía el jefe de los torturadores con una sonrisa cínica—. Peor para vos...
En realidad, Pascal no hablaba porque sus propios gritos se lo impedían, y no se veía con fuerzas para soportar los tirones del potro sin aquel sonoro consuelo. Por fortuna, Beatrice regresó pronto. Y traía el brazalete.
—Recuerda —le dijo ella, llorando de pura impotencia—, tú no perderás la consciencia, pero tu cuerpo simulará la muerte. No podrán encontrarte el pulso, y tu propia respiración se volverá tan sutil que no se notará. Pero no abuses, te juegas la vida.
A Pascal, cualquier riesgo le parecía inofensivo al lado de lo que estaba soportando. Asintió sin dejar de quejarse, su cuerpo envuelto en un padecimiento continuo que se añadía al escozor de su espalda inflamada por los latigazos.
—Ponme... ponme el brazalete —su boca casi no vocalizaba entre gritos, pero logró susurrar—. Voy a fingir que... el potro me ha matado. ¡No me pierdas de vista en ningún momento! —su voz, casi irreconocible, volvía a alzarse con el siguiente pinchazo de dolor—. Actúa... actúa solo si ves que van a hacer algo... con mi cuerpo...
La chica se apresuró a obedecer, orgullosa de Pascal por aquella ocurrencia en medio de su indescriptible sufrimiento, y también aliviada al poder intervenir.
Como los carceleros estaban más pendientes de la máquina que de Pascal y los propios grilletes ocultaban sus muñecas, el espíritu errante le pudo colocar el brazalete sin que se notara. En aquel preciso instante, la cabeza del Viajero quedó colgando hacia atrás y sus manos abandonaron su cerrazón crispada, quedando abiertas, quietas. Ya no gritaba, y aunque no podía sentir nada, esa ausencia de impresiones constituía para él —despierto a pesar de sus ojos cerrados— una especie de entumecimiento maravilloso, pues había desterrado por fin un dolor tan intenso que le taladraba la mente impidiéndole pensar. La relajación del resto de su cuerpo no se pudo, sin embargo, apreciar, pues era tal la tirantez que soportaba, que siguió recto sobre la madera.
No obstante, los otros síntomas habían bastado para que los torturadores interrumpieran su ceremonia, asustados ante la perspectiva de haberse excedido en su cometido. El padre Martín contaba con el testimonio de Pascal para incriminar al resto de detenidos, por lo que si los guardianes lo habían matado, se enfrentarían a un duro castigo.
Todos temían la reacción del inquisidor.
MICHELLE no podía verlo, pero sintió sus muñecas libres de la presión de las sogas, y el escozor de sus heridas se redujo. Las cuerdas, sueltas al fin, habían caído al fondo del carro. Lo había logrado, ya nada ataba sus manos. Sin embargo, no alteró su postura para evitar levantar sospechas entre sus captores.
Así pues, continuó junto a la rueda de aquel vehículo, con las manos a la espalda, solo unidas ahora por el lazo invisible de su simulación.
Y es que ignoraba cómo podían reaccionar aquellos seres de ultratumba ante un acto de rebeldía semejante; la muerte parecía ser una carta que intervenía en todas las bazas. Solo su rostro permitió traslucir cierto alivio ante la recién adquirida libertad de movimientos, imperceptible bajo la débil luz relampagueante de las antorchas.
El tambor, mientras tanto, seguía marcando el paso. La cadencia de lo inerte cuando el transcurso del tiempo no significa nada.
Y, por encima de todo, el miedo, contenido a duras penas por sus ansias de vivir.
Michelle volvió la vista hacia el niño apresado junto a ella, lo que le sirvió de descanso antes de iniciar su siguiente objetivo: trazar un plan de fuga ahora que tenía libres las manos.
Al contemplar a su joven compañero de cautiverio, que en aquel instante permanecía con los ojos cerrados, le llamó la atención que estuviera mucho más inmovilizado que ella misma; no solo cuerdas, sino gruesas cadenas rodeaban su pequeño cuerpo hasta la cintura. Incluso la mordaza que tapaba su boca parecía elaborada con una tela mucho más fuerte que la suya. Aquella comparación le resultó injusta. ¿Cómo podían maltratarlo así? ¿No bastaba con el castigo de mantenerlo alejado de su familia? La única explicación que encontraba era que se fiaran menos de él que de ella, deducción que se le antojó absurda. ¿Acaso no era más probable que Michelle, siendo mayor, intentara huir al menor descuido? Además, ¿qué iba a hacer aquel crío en el remoto caso de que lograra fugarse?
Sin embargo, era él el peor tratado.
Todas estas reflexiones se tradujeron en una incipiente convicción de que debía llevarlo consigo en su escapada. Ya no se trataba únicamente de simple camaradería entre secuestrados; no, era algo más, un compromiso concreto adquirido a través de un simple intercambio de miradas: se fugarían juntos. Aunque eso supusiera para ella reducir las posibilidades de éxito. Pero es que no podría soportar un futuro de libertad con sabor a sangre de niño. ¿Cómo dormir tranquila sabiendo que había sido capaz de abandonar a su suerte a un chico inocente con tal de salvarse ella misma?
Michelle contempló el paisaje, que por fin había cambiado y reducía el retumbar de los tambores fúnebres. Ya habían terminado de recorrer aquella retorcida garganta entre riscos afilados, y ahora se extendía frente a ellos una planicie desértica cubierta de acentuadas depresiones, en cuyos centros se abrían grietas de las que brotaban humaredas negras y residuos que no logró identificar. En la distancia, logró atisbar nubes opacas a ras de suelo, desplazándose con la lentitud perezosa de la niebla.
El ambiente seguía siendo oscuro, pero al menos entre los matices de negrura escudriñó un horizonte. Eso le bastó. Estaba dispuesta a superar la situación injusta en que se veía inmersa. La auténtica Michelle resurgía, obstinada en su negativa a ser una víctima de la adversidad.
Sonrió, desafiante. Incapaz de distinguir si aquello era o no una pesadilla, decidió que le daba igual: lucharía. Ya no buscaba culpables de aquella situación incomprensible: su único objetivo consistía en volver al mundo que ella conocía, el mundo del que había sido arrancada por razones que escapaban a su entendimiento.
Siguieron avanzando por esa extraña región de geiseres. Si Michelle se hubiera aproximado lo suficiente, habría comprobado horrorizada que lo que aquella tierra regurgitaba con cada nueva humareda eran restos humanos, como escupiendo los desechos de una digestión.