El viajero (59 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El viajero
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—Pues... —Mathieu trataba de sintetizar sus conocimientos— una herejía es una creencia que va en contra de los dogmas de fe de una religión, así que un hereje es el que defiende esa creencia.

Dominique transmitió esa información y, a continuación, planteó a su amigo nuevas cuestiones.

—¿Dominicos? ¿Y a principios del siglo xvi? —Mathieu iba despertando, alentado por aquellos contenidos—. No hay duda, se trata de la Santa Inquisición, ¡me encanta ese tema! Era una organización religiosa católica encargada precisamente de combatir las herejías en Europa, para proteger el poder de la Iglesia en Roma. Duró siglos, y tenían tanto poder que hasta los reyes se andaban con cuidado. En España hubo un inquisidor general muy famoso, Torquemada. Era de la orden de los dominicos. También acabaron buscando brujas, falsos conversos... ¡Y se sobraban mucho para cumplir su misión! Lo peor que te podía ocurrir era que te acusaran de hereje...

—¿Porqué?

—No creas que se preocupaban mucho en comprobar si la acusación era cierta. Si alguien te denunciaba o sospechaban de ti, te detenían, te confiscaban los bienes y te encerraban en prisión. Pero eso no es todo.

—¿Aún hay más? —Dominique no conseguía imaginar qué utilidad podían tener para Pascal aquellos datos, pero intuyó, como ocurriera con la consulta sobre la peste negra, que no podía ser muy bueno. Jules compartía aquella impresión.

—Los inquisidores eran expertos en torturas —siguió Mathieu—. Como no solían tener pruebas que comprometieran a los detenidos, necesitaban su confesión para poder condenarlos y, ¡oh, sorpresa!, pues resulta que casi todos los prisioneros acababan reconociéndose como herejes, aun sabiendo que eso suponía la muerte para ellos. Los ejecutaban, a veces en la hoguera.

—Ya imagino cómo lograban que los detenidos confesaran...

Mathieu soltó una risilla sádica.

—Los torturaban hasta que «cantaban». Encerrados durante semanas en mazmorras, alternaban métodos como el potro, que iba estirando el cuerpo hasta romper los huesos, los hierros candentes, latigazos... Eran unos profesionales de la tortura. Casi nadie salía vivo de esos procesos, y mucho menos si no pertenecían a familias nobles.

—Pero ¿es que no les importaba la posibilidad de equivocarse?

—Es lo que tiene el fanatismo. Estaban convencidos de que lo que hacían era una misión sagrada, y en aquellos tiempos, además, la gente era muy ignorante y supersticiosa. Por eso, un acusado lo tenía muy chungo para que creyeran en su inocencia.

CAPITULO XLV

PASCAL fue despertando de su ensoñación con más dificultades que en las ocasiones anteriores. La comunicación con el mundo de los vivos era cada vez más difícil. Se frotó las muñecas, lastimadas por el roce con los grilletes. Sus tobillos no estaban mejor, con la piel abierta en lo que más tarde serían dolorosas llagas.

—Tenemos que salir de aquí como sea —le anunció a Beatrice—. Y rápido. No vale la pena que intente convencerlos de nada. La respuesta de Mathieu me ha confirmado lo que imaginaba: estamos en manos de la Inquisición.

De vez en cuando, llegaban hasta ellos los gemidos de otros cautivos, invisibles entre las paredes de celdas próximas. Prisioneros que llevaban tiempo allí, sin ver el sol, comiendo restos agusanados entre ratas, que ya habían experimentado en sus cuerpos las artes de los torturadores.

—¿Eso te han dicho tus amigos? —preguntó Beatrice—. ¿Que no te molestes en hablar?

—Sí. Será peor sí lo hago. El padre Martín es un inquisidor, por lo visto. Jamás me dará una oportunidad de salir de aquí. Solo quiere ejecutarnos a todos. Eliminarnos por miedo a que contaminemos al pueblo. O algo así.

—Contaminarlo, ¿de qué? ¿Con qué?

Pascal se encogió de hombros.

—No estoy seguro. Contaminar con nuestras creencias, supongo. Se ve que podemos corromper a los buenos cristianos con nuestras ideas.

Beatrice asintió.

—El poder se vuelve peligroso cuando se siente amenazado —tradujo—. Es una vieja historia, quizá la más vieja de todas.

Pascal se acercó hasta el portalón de hierro y acarició los barrotes herrumbrosos.

—Yo no puedo disolverme como tú, Beatrice...

—No hará falta, algo podremos hacer. Recuerda que cuentas con mi ayuda.

—Sí, lo sé. Pero tiene que ser algo rápido. Ya has oído las palabras de ese religioso. Está convencido de que mañana confesaré, y eso solo significa una cosa: van a venir a torturarme.

Sus palabras parecieron señalar el instante en que aquel presagio debía materializarse, pues a los pocos segundos se oían pisadas que avanzaban por el corredor que conducía hacia allí.

Eran cuatro guardianes armados, uno de los cuales exhibía un enorme manojo de llaves.

—Tu turno —advirtió aquel carcelero ante la puerta, mostrando sus dientes ennegrecidos—. Ya veremos si ahora te entran ganas de contar cosas, hereje.

Pascal dirigió a Beatrice una mirada asustada, que a ella le rompió el corazón.

—Dime qué quieres que haga, por favor —rogó el espíritu errante al Viajero, incapaz de soportar cómo se llevaban al chico a trompicones—. Por favor.

—No sé —fue lo último que se atrevió a susurrar Pascal, con el agarrotamiento del miedo en la boca—. No sé...

Pascal no podía olvidar que cualquier error podía ser fatal. Bastaba con que uno de aquellos soldados interpretara mal un gesto suyo, juzgara presuntuosa una mirada, y decidiera ejecutarlo sobre la marcha. Así de sencillo. Cualquiera de aquellas espadas podía atravesarlo y matarlo en segundos.

Y todo habría acabado.

Él, sin vida, lejos de casa, de su tiempo. Su alma presa en tierras oscuras.

Todos los esfuerzos, los sacrificios, todas las vidas y las muertes implicadas en aquella aventura, para nada. Michelle, condenada sin saber por qué, sin la posibilidad de elegir para equivocarse. Porque no había tenido opción. Arrebatada de su realidad por culpa de Pascal, que en su prepotencia había pensado que él podía convertirse en el Viajero sin provocar consecuencias.

¡Qué ciego había estado! Obsesionado por escapar a una condición mediocre que —ahora lo veía— no era tal. Su imprudencia, su falta de perspectiva, habían puesto muchas vidas en peligro.

Y es que el tiempo transcurría en aquella época como lo hacía en todas, por lo que un encierro prolongado lo sentenciaría para siempre a vagar por la Colmena como un alma en pena. Se arruinaría el rescate de su querida Michelle, y el mundo de los vivos quedaría privado de la tutela de un Viajero hasta dentro de un siglo.

Pascal, mientras avanzaba a empellones por las galerías con el aspecto de un viejo vagabundo, intentó frenar aquellos pensamientos destructivos, que se nutrían de su pavorosa incertidumbre para hacerse fuertes en su cabeza y anular su voluntad.

Ya conocía aquella sensación paralizante, habían sido compañeros de camino durante demasiados años.

Se rebeló. Aún quedaban muchas posibilidades por delante.

Y tuvo una idea. Buscó con la mirada a Beatrice, le tranquilizó comprobar que seguía junto a él. La iba a necesitar dentro de muy poco.

* * *

Se había impuesto un silencio asfixiante. Solo faltaba el sonido rítmico de un péndulo para acrecentar el agobio de aquella agónica espera, que hizo pensar a Dominique en la ansiedad de los presos pendientes de ejecución en el corredor de la muerte.

¿Era la muerte lo que los esperaba más allá del desván? La no-muerte, matizó el chico en su interior.

—¿Habéis oído esos ruidos? —preguntó Daphne sin alzar la voz—. Provenían de la escalera.

—Sí —coincidió Dominique—. Parece que hay jaleo. Varney debe de estar muy cerca.

—¿Tenéis preparadas las armas que os entregué? —quiso confirmar ella, repasando los últimos preparativos.

Los chicos asintieron, mostrando los puñales de plata y los frascos con agua bendita.

—Solo espero que a mi vecina no le pase nada —susurró Jules, envuelto en un inesperado remordimiento—. Los ruidos han podido despertarla. ¿Y si ha salido a ver qué está pasando?

La imagen, dramática, los dejó mudos. Había tantas cosas en las que pensar, tantos frentes abiertos...

A Dominique, preocupado de forma repentina por aquella amenaza en la que no habían caído, le vino a la cabeza la expresión «daños colaterales», pero no hizo ningún comentario. Solo miró, solidario, a su compañero en aquella guerra en la que andaban metidos, ambos atrapados a través de Pascal en esa aventura que superaba los límites de lo racional.

—Tienes razón —aceptó la vidente, agobiada con un horizonte de más cadáveres—. Ha podido ocurrir algo. Pero ahora ya es tarde para que intervengamos.

El agorero fantasma de los malos presagios le subió por la garganta a Jules, dejándole un regusto amargo. Acongojado, prefirió no plantearse aquella posibilidad.

No obstante, el turbulento panorama le hizo plantearse en serio, por primera vez, la posibilidad de morir a manos del vampiro. Hasta entonces, dentro de su propio miedo, no había llegado a valorar realmente aquella terrible posibilidad. Tal vez por pura inocencia. El pálido rostro de Dominique le hizo ver que él estaba pensando lo mismo.

La vida real no ofrecía garantías de finales felices.

—Yo no he podido despedirme de mis padres —Dominique confirmaba así la impresión de su compañero de batalla, enfadado consigo mismo por su falta de previsión—. Tendría que haberlo hecho.

—¡Bueno, basta ya! —cortó la vidente, temerosa de los efectos que podía acarrearles aquel ataque de desesperanza—. ¡No nos pongamos pesimistas, no tiene por qué ocurrimos nada! Somos tres contra uno, sabemos cómo actuar y, lo más importante, conocemos lo que Varney busca. No nos sorprenderá. Esta vez no. Además, la Puerta Oscura nos ayuda con su influjo.

—Tienes razón —Dominique, con la energía práctica que lo caracterizaba, se reponía ya de sus dudas. ¿Por qué entristecerse por algo que podía no llegar a ocurrir?—. No me he despedido porque no hará falta. Estamos preparados.

Jules apartó de su mente la imagen de su única vecina. Agobiándose con ella no la salvaría, en caso de que le hubiera ocurrido algo. Ahora tenía que preocuparse por sí mismo.

—Será mejor que repasemos una última vez el zafarrancho —aconsejó Daphne—. No habrá más oportunidades.

* * *

Pascal, sudoroso y con la voz ronca por los gemidos, tensó sus músculos cuando sintió que el látigo volvía a caer sobre él. Sollozaba de dolor mientras apretaba los dientes. Oyó el chasquido brutal mientras soltaba un nuevo grito al sufrir la mordedura del cuero sobre su espalda. Ya iban cinco, como demostraban los surcos enrojecidos e inflamados de su piel, a punto de abrirse por la violencia afilada de los impactos.

El dolor era insoportable, estaba siendo flagelado sin piedad. Y encima le habían arrebatado el reloj, lo que les impediría a partir de entonces llevar un control exacto del transcurso de tiempo.

Beatrice observaba al Viajero con compasión. Habían colocado al chico bocabajo sobre una tabla vertical, inmovilizándolo con arneses que lo obligaban a permanecer con los brazos rígidos. Su espalda desnuda aparecía cruzada por cinco rayas rojas que señalaban las zonas en las que el látigo ya había caído.

—¿Vais entrando en razón? —preguntó uno de los guardianes, deteniendo con un gesto de su mano la siguiente andanada de golpes que preparaba el torturador—. Basta con que os reconozcáis como hereje para que nos detengamos. Antes de que quien os azota se convierta en vuestro verdugo.

Pascal no contestó, aprovechando aquella pausa para relajar sus músculos doloridos. No podía más. Jamás había tenido gran resistencia al dolor, así que la tortura le estaba haciendo sufrir lo indecible. Quería acabar con aquello cuanto antes, se habría declarado culpable de herejía sin ningún problema con tal de detener el siguiente latigazo. Pero le daba miedo que eso precipitase su ejecución sin darle tiempo a escapar. Le faltaba más información sobre el proceso que seguía la Inquisición en esos casos, aunque al mismo tiempo se sentía incapaz de establecer comunicación con el mundo de los vivos.

Había que aguantar.

—Veo que sois un pecador convencido —comentó quien lo interrogaba—. Así que necesitáis más penitencia.

Beatrice estuvo a punto de intervenir, incapaz de aguantar por más tiempo aquella escena. Pero Pascal, obstinado, seguía sin darle permiso para hacerlo. ¿A qué estaba esperando? ¿A que lo matasen? Ella solo pretendía dar algún susto aprovechando su invisibilidad, eso era todo.

—Pascal —el espíritu errante acariciaba el pelo húmedo del chico, apoyándolo—, si actúo como un fantasma se irán corriendo, ya verás. Entonces te puedo liberar y...

—No —susurró él—. Si me vinculan con algo raro, me acusarán de brujería y será peor. Vendrían con más hombres, sigo encadenado y ni siquiera hemos recuperado mi daga...

—¿Estáis hablando, pecador? —otra vez aquel individuo de gesto sádico, a quien habían llegado los murmullos de aquel prisionero—. ¡No os oigo!

—¡Solo rezaba! —provocó Pascal, con una insolencia de la que se arrepintió casi al instante.

—Veo que todavía os quedan fuerzas para mentir...

El látigo del torturador chasqueó, avisando de su inminente caída sobre la magullada espalda de Pascal. El vergajo de cuero se precipitó entonces sin más avisos, con furiosa celeridad. Más gritos del chico retumbaron por las bóvedas de aquellas mazmorras, unos gemidos que se confundían con los aullidos de otros prisioneros que también estaban siendo torturados en salas como aquella.

Esos sótanos, la planta oculta del palacio que Pascal y Beatrice solo habían logrado vislumbrar cuando llevaron al chico a entrevistarse con el padre Martín, constituían en aquellos instantes un siniestro laberinto de agonías.

Todos los encerrados compartían una rutina de suplicios, un auténtico calvario que no terminaba, intuyó Pascal, cuando un cautivo renunciaba a su genuina inocencia declarándose culpable de cualquier acusación con tal de que acabara aquella pesadilla.

La mayoría de esos hombres y mujeres nunca volverían a ver la luz del sol, a respirar aire puro. Nunca recuperarían su dignidad.

La deprimente penumbra que reinaba en aquellos calabozos infectos, donde gruesas ratas seguían correteando y mordiendo a los prisioneros que ya no tenían fuerzas para defenderse, hacía juego con aquel ambiente de dolor, suciedad y desesperanza.

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