—Una delegación de soldados ha venido a verme durante la guardia, señor.
—¿Otra? ¿Qué querían esta vez?
—No les gusta la idea de que un sacerdote se aloje en el castillo de proa con los marineros comunes, señor. Creen que debería estar con los oficiales.
—No hay espacio en proa, a no ser que quiera colgar su hamaca en mi sala de cartas. No, nosotros no pedimos que el Cuervo subiera a bordo, de modo que tendrá que arreglárselas. Es muy propio de un inceptino enviar a los soldados rasos a interceder por él.
—Oh, dicen que él no ha dicho una palabra, señor. Al parecer, es un tipo bastante amable para pertenecer a esa orden. La petición fue idea de los soldados.
—Pues podrían tener la boca cerrada, o recurrir a sus oficiales. Gobernar un barco ya es bastante difícil, sin tener que ir cambiando a la gente de alojamiento.
—Sí, señor.
—¿Cómo está el viento?
—Débil como el pedo de un recién nacido, señor. Todavía del norte-noroeste, aunque da signos de virar al noroeste.
—Espero que no. Ya vamos bastante ceñidos. Yo continuaré la guardia ahora, si te parece, Velasca. Estoy inquieto como un oso en primavera. Ve abajo y come algo.
—Sí, señor, gracias. ¿Queréis que el cocinero os envíe algo?
—No. Sobreviviré.
Velasca abandonó la cubierta. Hawkwood lo había relevado con una hora de antelación.
El galeón siguió navegando mientras las primeras estrellas empezaban a iluminar el cielo. La luna aparecería más tarde; se acercaba el plenilunio, pero el viento era débil e inconstante. El
Águila
había izado velas mayores y gavias, y había puesto las bonetas en las velas mayores, pero Hawkwood calculaba que la velocidad debía ser inferior a tres nudos. Era un anochecer agradable, sin embargo. Podía oír el murmullo creciente procedente de abajo mientras los pasajeros se reunían para la cena, y los haces de luz asomaban desde las portas de los cañones. Las mantenían abiertas casi todo el tiempo para conseguir algo de ventilación.
Oyó el tintineo de cristal y las risas en los camarotes de los oficiales bajo sus pies: Murad volvía a tener invitados. El noble de las cicatrices había invitado incluso a Ortelius, el inceptino de última hora, a cenar con él unas cuantas veces. Hawkwood pensaba que lo hacía sobre todo para interrogarlo sobre las razones de su presencia a bordo. Alguien importante entre los inceptinos de Abrusio le había ordenado embarcar, aquello estaba claro, pero hasta el momento Ortelius había eludido todas las preguntas de Murad.
Alguien lo observaba. Volviéndose, Hawkwood descubrió a Mateo, el grumete, contemplándolo. Frunció el ceño, y Mateo apartó la vista apresuradamente. La voz del muchacho empezaba a cambiar; pronto sería un hombre. Ya no resultaba atractivo para Hawkwood, no con la presencia a bordo del despectivo Murad, además de un inceptino. Sin duda el chico estaba dolido por el trato brusco que le había dispensado Hawkwood, pero lo superaría.
Sin querer, Hawkwood se encontró pensando en Jemilla, su piel blanca, su cabello oscuro y sus pasiones de gata salvaje. Se había convertido en el juguete de un rey; había dejado de pertenecerle. Se preguntó si el rey Abeleyn de Hebrion tendría arañazos en la espalda bajo las vestiduras reales. El mundo era un lugar extraño a veces.
Se dirigió a la barandilla de barlovento, y permaneció allí contemplando el suave oleaje del mar en calma, mientras la brisa le abanicaba el rostro y empujaba la lona que se elevaba sobre su cabeza.
—¿No tienes que servir en la mesa principal esta noche, entonces? —preguntó Bardolin cuando Griella se reunió con él en la mesa colgante.
La muchacha se sentó junto a él sobre un baúl. Tenía el color encendido, y el cabello cobrizo se le pegaba a la frente en forma de alambres y tirabuzones.
—No. Mará ha dicho que lo haría por mí. Esta noche no puedo soportar la idea.
Bardolin no dijo nada. A su alrededor, el tumulto de la cubierta era como una cortina de ruido. Entre el débil resplandor de los largos cañones, las mesas colgantes habían sido bajadas desde las vigas del techo (¿cuál era el término náutico? ¿Baos?), y en torno a cada una de ellas una abigarrada multitud de siluetas pugnaba por conseguir espacio. En cada mesa se sentaban seis personas, que se turnaban para traer la comida desde la cocina.
Aquélla era la primera noche que Bardolin veía la cubierta tan llena; casi todos los pasajeros parecían haber superado su mal de mar, especialmente dado que el tiempo era apacible y el movimiento del barco no demasiado fuerte. Eran un grupo extraño. Podía ver a hombres elegantemente vestidos, a algunos de los cuales identificó como figuras de importancia en la corte hebrionesa, y a damas ataviadas con brocados y lino, aferrándose a su antiguo estatus incluso en aquella situación, pero la mayoría parecían ser mercaderes bien situados o pequeños artesanos sin nada remarcable en sus personas. Hasta el momento, no se había producido ninguna manifestación de poder, y no sabía si habría algún brujo del clima a bordo para imprimir más velocidad a la travesía. Probablemente la presencia del inceptino había impedido al capitán averiguarlo.
Tampoco sabía si habría algún otro mago a bordo, pues hasta el momento no había visto ningún familiar, y su propio duende dormía en el interior de su túnica. Naturalmente, Golophin y él no eran los únicos magos de Abrusio; Bardolin conocía personalmente a media docena. Pero no vio a ningún conocido, y se preguntó si Golophin tendría otros planes para ellos.
El aire era pesado y denso, flotando en torno a los brutales cañones y las cargadas mesas. Bardolin podía oler el aroma a cerdo guisado, cubierto de grasa y sal, y a su alrededor el sudor de la humanidad hacinada. Por debajo de aquellos olores se percibía un débil hedor a vómito y excremento. No todos los pasajeros poseían el valor necesario para agacharse en el saltillo de proa del barco y hacer allí sus necesidades, con el cálido mar lamiéndoles el trasero. Y algunos habían sucumbido al mal de mar con más violencia de la esperada. Habría que limpiar la cubierta, o baldearla, pero aquello era trabajo de los marineros.
¡Oh, se encontraban en una telaraña tejida por fuerzas desconocidas! No eran un barco navegando serenamente por un plácido mar, eran una mosca temblorosa atrapada en una gran telaraña. Y aquel noble, Murad, era uno de los tejedores de la red, junto a Golophin y el rey de Hebrion.
Pero el capitán, Hawkwood, no era uno de ellos. Él y Murad se detestaban mutuamente, aquello estaba claro. Bardolin tenía la impresión de que el buen capitán sentía tanto entusiasmo por aquel viaje como la mayoría de sus pasajeros. Pero tenía que saber cuál era su destino; tal vez le convendría hablar con él, o con Billerand.
—Ha invitado otra vez a ese Cuervo a cenar —estaba diciendo Griella entre bocados de cerdo y galleta dura.
—¿Quién, Murad? —Bardolin concentró sus pensamientos a toda prisa. Había una luz que no le gustaba en los ojos de Griella. Ya se había maldecido a sí mismo veinte veces por haberla embarcado consigo en aquella expedición. Y sin embargo… y sin embargo…
—Sí. Pretende emborracharlo y descubrir quién le ordenó embarcar con nosotros. Pero Ortelius es resbaladizo como una anguila. Sonríe y sonríe, y no dice nada importante; se limita a murmurar obviedades piadosas con las que nadie puede discutir. Hay algo en él que no me gusta nada.
—Es natural. Es un inceptino, muchacha. No hay nada raro en que no te guste.
—No, es algo más. Siento como si lo conociera, pero no entiendo por qué.
Bardolin suspiró. Ya no tenía hambre. Su estómago, habituado a la mala comida en su juventud, se había vuelto delicado con los años. Y aquélla era la mejor parte. Más adelante la carne se llenaría de gusanos y el pan de gorgojos, mientras que el agua se volvería espesa como una sopa. Lo había sufrido antes, a bordo de un transporte de tropas de Hebrion. No tenía ganas de volver a soportar aquella dieta.
«Me he vuelto blando», pensó.
—No te preocupes por ese maldito inceptino, muchacha —dijo—. Aquí no puede tocarte, a menos que pretenda enfrentarse él solo contra todos los pasajeros del barco.
Pero Griella no le escuchaba. Sus dedos se habían convertido en garras en torno al cuchillo de la carne.
—Murad me pedirá que vaya otra vez esta noche, Bardolin. No podré rechazarle mucho tiempo más sin que… sin que ocurra algo.
Contemplaba su plato de madera como si contuviera un augurio. Bardolin se inclinó hacia ella.
—Te lo ruego, Griella, no cometas actos violentos a bordo de este barco. No lo hagas. No dejes que tus emociones venzan a tu razón, y no levantes un dedo contra él. Es noble. Tendría derecho a matarte directamente.
Griella sonrió sin humor. Sus dientes eran fuertes y muy blancos, y los labios parecían casi púrpuras en contraste.
—Le resultaría difícil.
—Podrías matarlo tú. —Bardolin había bajado la voz. Era casi inaudible en el estruendo que los rodeaba—. Pero incluso con tu otra forma, te resultaría difícil matar a todos los soldados del barco, y a los marineros, y a los pasajeros que se opondrían a ti. Y cuando tu verdadera naturaleza salga a la luz, Griella, estarás perdida, de modo que, por el amor del Santo, controla tu genio, no importa lo que ocurra.
Ella lo besó en la boca sin previo aviso, con tanta fuerza que él percibió la huella de los dientes detrás de los labios. Sintió que su rostro se llenaba de sangre y una inmediata sensación de calor en la entrepierna. El duende se removió inquieto en la pechera de su túnica.
—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó cuando ella se apartó, consciente de la erección que le latía en las calzas.
—Porque tú querías que lo hiciera. Me has deseado desde el principio, aunque ni tú mismo lo supieras.
Bardolin no pudo responderle.
—No pasa nada, Bardolin. No me importa. Te quiero, ¿comprendes? Eres como un padre, un hermano y un amigo para mí.
Griella le acarició el vello de la sonrosada mejilla.
—Pero tienes razón. Todo el mundo sabe que eres mi guardián. Si lo rechazo, podría estar condenándote a ti al mismo tiempo, y eso nunca lo haría. —Le sonrió con la alegría de una niña. Sólo sus ojos desmentían la imagen. Bardolin podía ver a la bestia en ellos, esperando eternamente su momento.
Bardolin le cogió la mano, ignorando las miradas que empezaban a atraer de sus compañeros de mesa.
—Aguanta, Griella, no importa lo que ocurra. Agárrate a la parte de ti que no es animal; entonces podrás vencerlo, podrás derrotarlo.
—¿Por qué iba a querer hacer eso? —dijo ella tras un parpadeo. Luego le dirigió una sonrisa salvaje y se levantó, desligando su mano de la de él—. Debo irme. Mará me espera para que la ayude a recoger.
¡Mi querido Bardolin, no pongas esa cara de preocupación! Sé lo que tengo que hacer… por ti, además de por mí.
Bardolin contempló su espalda, firme y esbelta, mientras ella se alejaba por la cubierta y se perdía finalmente entre la multitud. Su rostro reflejaba una profunda inquietud, y el duende temblaba como una hoja contra el resbaladizo sudor de su pecho.
—Más brandy para el buen sacerdote, muchacha. ¡Y no escatimes!
Murad sonreía, y su cicatriz era un surco sonrosado que descendía por un lado de su cara. Cuando Mará se inclinó para servir el brandy, Murad le deslizó una mano bajo el vestido, recorriendo la piel satinada del interior de su muslo. Ella se retorció como un caballo con una mosca posada encima, pero no se apartó. Luego se irguió como si no hubiera ocurrido nada y se alejó. Di Souza tenía el rostro sofocado por la euforia, pero Sequero parecía desdeñoso. Murad le sonrió y levantó su vaso, de modo que el aristocrático joven no tuvo más remedio que imitarle.
Los cuatro estaban sentados en torno a una mesa que seguía la dirección del barco sobre la línea de la quilla. A la espalda de Murad estaban las ventanas de popa, que compartía con el camarote del capitán al otro lado del delgado mamparo. Podían ver cómo el nivel del vino en los frascos distribuidos por la mesa se agitaba ligeramente con el balanceo del galeón, pero el movimiento era tan leve que resultaba apenas perceptible.
Sequero seguía malhumorado por la muerte de una de sus queridas yeguas. Por fortuna, habían embarcado dos más de las que habían planeado originalmente. Al alférez Hernán Sequero no se le daban bien los viajes por mar. Detestaba la falta de intimidad, la incomodidad de las hamacas, el hedor continuo y especialmente la obstinada independencia de los marineros, que sólo hacían caso a sus propios oficiales y no obedecían las órdenes de ningún soldado. Era una inversión del orden natural de las cosas. Su situación había proporcionado a Murad una incesante diversión privada durante la semana que llevaban en el mar.
Di Souza, por otra parte, parecía disfrutar de la experiencia. Su habilidad con el arcabuz le había granjeado el respeto de soldados y marineros, y su origen humilde parecía haberlo inmunizado contra las indignidades de la vida a bordo. Era capaz de reír mientras defecaba en la proa del barco, mientras Murad sospechaba que Sequero prefería hacer sus necesidades en las profundidades de la bodega antes que permitir que sus hombres vieran a su oficial con el trasero al aire, colgando sobre el mar. El propio Murad tenía una bacinilla, que una de sus dos sirvientas vaciaba diariamente.
Estudió las profundidades del brandy, que emitía un resplandor ámbar a la luz de las linternas de la mesa. Era brandy fimbrio, embotellado en tiempos de su bisabuelo. Y allí estaba él, desperdiciándolo con un bufón de baja estofa, un clérigo y un noble menor engreído. Bueno, servía para engrasar las lenguas. Ayudaba a pasar la velada de forma agradable. Pero no había hecho hablar al maldito Cuervo, Ortelius.
La muchacha, Mará, recogió los platos de la cena y la cubertería de plata que centelleaba a lo largo de la mesa. La cena había consistido en carne guisada, pollo recién sacrificado, pescado de aquella mañana y fruta de los huertos de Galiapeno. En aquel momento disfrutaban del brandy, cascaban nueces y comían aceitunas negras. Había poca conversación. Los dos suboficiales preferían no hablar en la mesa de su oficial superior si éste no se dirigía antes a ellos, y el inceptino parecía valorar el silencio tanto como su propia discreción.
Murad tendría que invitar a Hawkwood a cenar una noche junto con el Cuervo, sólo para ver saltar las chispas. Por lo que parecía, habría pocas diversiones más durante aquel viaje, y tendría que usar la imaginación si no quería morir de aburrimiento antes de desembarcar en el oeste.