—Ramusiano contra ramusiano a gran escala —dijo Mark, meneando la cabeza—. No me gusta. No está bien, especialmente en este momento.
—No ocurrirá, por los motivos que te he explicado, además de algunos otros.
—Háblame de los otros, entonces —dijo Mark con aire cansado.
—Creo que si podemos reforzar Torunna lo suficiente, anularíamos la dependencia de Lofantyr de los Caballeros Militantes. Es posible que Perigraine siguiera el ejemplo de Torunna, y entonces Almark quedaría aislada, aunque contara con el poyo de Finnmark y los ducados del norte. ¿Qué hará la Iglesia? ¿Excomulgar a la mitad de los monarcas de Normannia? No lo creo. El poder de los inceptinos se desvanecerá, y podremos colocar a otra orden en su lugar. Los antilinos, tal vez.
—¿Divide y vencerás? —dijo Mark con una risita—. Pero lo que propones podría conducir a un cisma religioso en Occidente. Almark está prácticamente gobernada por los inceptinos, y su influencia también es muy profunda en Perigraine. Esos bastiones no serán fáciles de reducir.
Abeleyn agitó una mano con aire despectivo.
—Haukir de Almark es un anciano. No vivirá para siempre. Y Cadamost de Perigraine es débil y fácil de influenciar.
Mark permaneció un momento en silencio, y dijo:
—¿Qué parte de esto tienes intención de comunicar a los demás reyes en el Cónclave?
—Una parte muy pequeña. Pero quiero llegar al Cónclave con una o dos armas en el cinturón.
—¿Por ejemplo? —preguntó Mark, aunque ya lo sabía.
—Una alianza formal entre Hebrion y Astarac.
—¿Y cómo tienes intención de formalizarla?
—Casándome con tu hermana.
Los dos reyes se miraron de modo cauteloso y calculador. Finalmente, el ancho rostro de Mark se abrió en una sonrisa.
—De modo que el poderoso árbol ha caído al fin. Abeleyn, el rey soltero, consentirá por fin en compartir su cama con una esposa. Mi hermana no es demasiado guapa.
—Si trae consigo la amistad de un reino, puede ser más fea que una rana por lo que a mí respecta. ¿Qué me dices, Mark?
El rey de Astarac sacudió la cabeza tristemente.
—Eres muy astuto, Abeleyn, endulzando así la amargura de tu píldora. Ya sabes que la mitad de los reyes de Occidente buscan una alianza con Hebrion por los privilegios comerciales que eso les reportaría, y ahora me la arrojas encima. ¡Pero a qué precio!
—También tengo cierta influencia entre los corsarios que infestan tus costas en el sur —observó Abeleyn.
—¡Oh, ya lo sé! Muchos cargamentos astaranos terminan en los muelles de Abrusio. Entonces, ¿colaborarías en acabar con los ataques contra los barcos de tu cuñado?
—Tal vez.
—Una alianza. ¿Dónde acabaría, Abeleyn? Sé lo que estás haciendo: formar un bloque comercial al oeste del continente que podría ser autosuficiente aunque quedara aislado del resto de los Cinco Reinos. Aunque eso signifique tratar con los merduk marinos. Y mantendrías esa amenaza sobre las cabezas de los demás reyes como un cuchillo sobre el cuello de un cordero. Pero aquí no tratamos con corderos, primo, sino con lobos.
—Razón de más para movernos rápidamente, y con el vigor suficiente para forzar el resultado. Si tú y yo podemos llegar al Cónclave como aliados y decir a los demás reyes: «Mirad, así es como serán las cosas», seguro que se alteran lo suficiente para prestar algo de atención a nuestras ideas. Y si puedes prometer ayuda a Torunna, creo que serán nuestros.
—¿Si les puedo prometer ayuda?
—Sí. Estás más cerca del dique que yo. Podrías reforzar la posición en dos meses por tierra o en la mitad de tiempo por mar, si te lo propones.
—Y si la posición continúa en pie para entonces.
—Cierto. Pero la intención es lo que cuenta. Lofantyr te estará agradecido, y no tendrá que depender de los soldados de la Iglesia. Volverá a ser independiente.
—Quieres decir que dependerá de nosotros.
—Tal vez —volvió a decir Abeleyn con una sonrisa.
—La dote de mi hermana puede costarme el trono —murmuró Mark.
—¿Estás de acuerdo, entonces? ¡Piensa en las posibilidades, Mark! Nuestras flotas combinadas serán irresistibles. Hasta podríamos acabar por completo con los corsarios de Macassar y volver a convertirla en Rovena, tu provincia perdida.
—No intentes convencerme con sueños, Abeleyn. Debo pensar en todo esto.
—No tardes demasiado.
—Mis consejeros sufrirán un ataque cuando la noticia llegue a la corte.
—No necesariamente. Todo lo que deben saber es que finalmente has conseguido ganarte a Hebrion. No deberías tener problemas por ese lado mientras no sepan toda la historia.
Mark contempló el rostro de Abeleyn.
—Hace mucho tiempo que tú y yo somos amigos, hasta donde pueden serlo dos monarcas. Ruego a los santos por no estar permitiendo que esa amistad nuble mi juicio ahora. Te aprecio, Abeleyn. Ha sido nuestra mutua estima la que ha conseguido acabar con los constantes ataques y rivalidades que enfrentaban a nuestros reinos desde tiempos inmemoriales. Pero te diré una cosa, como rey de Astarac; si me has engañado, o si descubro que tienes intención de usar a Astarac como lacayo de Hebrion, anularé nuestra alianza en un abrir y cerrar de ojos, y estaré entre los primeros que pedirán tu sangre.
—Yo haría lo mismo, si fuera el rey de Astarac.
—Que así sea. —Mark se levantó y extendió una mano musculosa.
Abeleyn también se incorporó y la tomó, con expresión grave. Mark le superaba en altura, pero no se sentía más pequeño.
—Vamos —dijo Mark—. Salgamos a respirar aire fresco. Tengo la cabeza llena de vapores de cerveza y carbón.
Salieron juntos de la tienda, y los guardias de la entrada se cuadraron al verlos aparecer. Su hoguera casi se había consumido, y los hombres golpeaban el suelo con los pies y agitaban los brazos. Mark y Abeleyn los despidieron y se quedaron solos. Avanzaron juntos hasta el borde del campamento, donde el terreno empezaba a descender en una suave curva blanca hacia las tierras bajas. Se abrieron paso entre la nieve, que les llegaba a las rodillas, como por mutuo acuerdo, hasta que pudieron oír el débil rumor del agua. El río Arcolm. Cuando lo encontraron, se situaron en ambas orillas: un hombre en Astarac, y el otro en la Fimbria de Narbosk.
El sol empezaba a asomar por encima las montañas, de modo que las Malvennor eran una silueta de sombras enormes y silenciosas. Tras ellos, el cielo se aclaraba y empezaba a resplandecer con un delicado tono violeta, mientras sobre las cumbres más altas los jirones de nubes se incendiaban con el sol y ardían en un espectáculo glorioso de oro y azafrán.
—Nuestro camino será difícil —dijo Mark en voz baja.
—Sí. Pero otros hombres lo recorrieron antes, y sin duda volverán a hacerlo. Y estas montañas verán otros amaneceres, otros reyes haciendo pactos a su sombra. Así es el mundo.
—Abeleyn, el rey filósofo —dijo Mark con algo de burla.
Abeleyn sonrió, pero cuando volvió a hablar, su tono era muy serio.
—Tenemos la suerte o la desgracia de ser parte de las fuerzas que conforman el destino del mundo, Mark. Una conversación mientras tomamos una cerveza y… ¡magia! La historia ha cambiado. A veces pienso en ello.
Rebuscó entre sus ropajes forrados de pelo y extrajo un pequeño frasco de plata. Desenroscó el tapón, que se transformó en dos vasos pequeños y relucientes.
—Toma. Sellaremos el nuevo destino con un poco de vino.
—Espero que sea bueno —dijo Mark—. Hemos de brindar por la alianza de Astarac y Hebrion con el mejor que tengas.
—Es bueno.
Se saludaron con los vasos y bebieron, dos reyes sellando un pacto, mientras por encima de ellos el sol asomaba por entre los picos de las montañas y los bañaba en sangre.
Vigésimo octavo día de Forlion, año del Santo 551.
Viento del norte-noroeste, cambiando. Brisa ligera. Rumbo oeste con el viento en la amura de estribor. Dos nudos.
Avistamos Cabo del Norte a las dos campanadas de la primera guardia corta de este día, el séptimo desde que zarpamos del puerto de Abrusio. A las tres campanadas la sonda encontró arena blanca a cuarenta brazas. Cambiamos el rumbo al oeste, permaneciendo en la misma latitud. Vimos una yola pesquera de la isla de Brenn y compramos tres quintales de pescado. Hombres trabajando en el barco. El hermano Ortelius pronunció un sermón durante la guardia de tarde, y después los soldados hicieron prácticas de armas. El cabo Billerand sacó los cañones en la segunda guardia corta y llamó a todos los hombres para las maniobras de artillería. El artillero me informó de que el cañón número dos de babor está agujereado.
Hawkwood soltó la pluma y extendió los brazos detrás de él hasta que le crujieron los músculos. Si levantaba la vista, podía mirar por las ventanas de popa hacia donde la estela del barco era débilmente fosforescente a la escasa luz del anochecer. Había poco oleaje; el viento había sido muy ligero desde que partieron de Hebrion, y no habían avanzado demasiado, pero estaba satisfecho del funcionamiento de la tripulación y del propio barco. Aunque tendía a ser más lento con el cargamento extra que llevaban a bordo, el
Águila
seguía resultando más veloz que cualquier otro galeón de su tonelaje. Hawkwood estaba convencido de que ello se debía a su peculiar diseño, que él mismo había supervisado. Sus castillos de proa y popa eran más bajos que en otros barcos de su clase, lo que significaba que recibían menos viento, y eran estructuras construidas como parte integrante del casco principal, no añadidos posteriores. Tenía sus desventajas, por supuesto. Había menos espacio a bordo, y el barco era más vulnerable a los abordajes; pero sus hombres eran buenos artilleros. Las culebrinas acribillarían a cualquier barco enemigo mucho antes de que se hubiera acercado lo suficiente para abordarlo.
El Gracia era otra historia. Haukal había tenido que recoger velas para evitar adelantarse demasiado al galeón, aunque Hawkwood sabía que estaba exasperado por aquella lentitud y deseoso de desplegar todas sus velas latinas y avanzar a toda velocidad. En aquel momento, la carabela llevaba sólo la vela mayor, balanceándose a unos cuatro cables a estribor. Aquel viento de través le sentaba admirablemente, aunque llevaba suficientes vergas en la bodega para transformarse en un barco de aparejo cuadrado si el viento viraba y llegaba directamente desde popa.
Pero aquello parecía poco probable. Navegarían ceñidos al viento en todos los sentidos durante casi todo aquel viaje, si había que dar crédito a las palabras del difunto Tyrenius Cobrian.
Bien, habían llegado al Cabo del Norte, donde vieron unos paisajes tan hermosos como hubieran podido desear. En teoría, todo lo que Hawkwood tenía que hacer eran navegar rumbo al oeste hasta tropezar con el Continente Occidental. Parecía sencillo, pero había que tener en cuenta los vientos, las corrientes oceánicas, las tormentas o las zonas encalmadas. Haukal y él hacían avistamientos de la Estrella del Norte todas las noches con los sextantes y comparaban sus notas a continuación, pero Hawkwood seguía teniendo la impresión de que los barcos navegaban entre tinieblas. Cierto, tenía las instrucciones resumidas que Murad había copiado para él del antiguo libro de rutas, pero necesitaba algo más. Necesitaba leer la crónica de la travesía del
Halcón de Cartigella
. Reconocía ante sí mismo que le hacía falta alguna seguridad, el testimonio de otro navegante que hubiera conseguido lo que él estaba intentando hacer. También sabía que Murad ocultaba algo, algo relacionado con el destino del viaje anterior. Aquel pensamiento lo enloquecía.
Se puso en pie, habituado al suave balanceo del barco, y apagó la única vela que iluminaba su camarote. El fuego era uno de los accidentes más temidos a bordo de un barco, y el uso de las llamas estaba cuidadosamente regulado. Sólo se permitía guisar en la cocina, y los soldados y marineros únicamente podían fumar sus pipas en el castillo de proa. Había linternas de mar colgadas en hileras entre la suciedad de la cubierta inferior para comodidad de los pasajeros, pero se encontraban bajo la estricta supervisión del maestro de armas y sus segundos. Los barriles que contenían la pólvora para los cañones del barco y los arcabuces de los soldados estaban almacenados bajo la línea de flotación, en una cámara forrada de estaño para que las ratas no pudieran roerlos, y allí no se permitía ninguna luz desnuda. Un diminuto panel de cristal doble permitía alumbrar la santabárbara desde el exterior, y sólo el artillero tenía acceso al interior.
¡Y cuántos problemas había causado aquello! ¡Soldados! Se habían lamentado y quejado de no poder llegar lo bastante aprisa a sus municiones, de no poder fumar sus pipas en la comodidad de sus hamacas, de no poder preparar su propia comida en sus propias mesas como solían hacer. Y Murad no había ayudado. Había insistido en que su comida y la de sus oficiales se preparara por separado de la de los hombres, y en que fuera servida a horas diferentes, duplicando el trabajo del cocinero. ¡Y las exquisiteces que llevaba entre sus provisiones privadas! Había más de dos toneladas de alimentos en la bodega que eran para el consumo exclusivo de Murad y sus dos oficiales. Era increíble. ¡Y los malditos caballos! Uno había muerto ya, tras enloquecer en su estrecho establo y empezar a cocear hasta romperse una pata. Aquel alférez aristocrático, Sequero, parecía a punto de llorar cuando le cortó el cuello. Los marineros habían descuartizado al animal y salado su carne, pese a las protestas de los soldados. El barrilero lo había envasado y estibado en la bodega. Era posible que los mismos soldados se alegraran de ello antes de volver a ver tierra.
Hawkwood salió a oscuras de su camarote, pasando sobre el dintel de tormentas con la soltura fruto del hábito, y ascendiendo por la escalerilla para salir al aire fresco de la noche. Subió al alcázar donde estaba de guardia Velasca, el segundo oficial. El reloj de arena quedó vacío; el grumete le dio la vuelta y se dirigió al borde de la cubierta para tocar dos veces la campana. Dos campanadas de la última guardia corta, o la séptima hora después del cénit para la gente de tierra firme.
—¿Todo tranquilo, Velasca?
—Sí, señor. Hay unos cuantos desgraciados vomitando en la barandilla de babor, pero casi todos están abajo, preparándose para la cena.
Hawkwood asintió. Incluso en aquella débil luz, podía ver las volutas del humo de la chimenea de la cocina, flotando hacia sotavento. Velasca se aclaró la garganta.