Era Domna Ponera la que aceptaba los sobornos, y luego obligaba a su esposo a cumplir sus promesas. Un fondeadero conveniente, un almacén vacío, un grupo extra de estibadores, o la vista gorda ante algún cargamento especial. Había muchas maneras para un capitán de puerto de ser útil a los ricos y pobres de Abrusio; pero aunque ello había enriquecido a Galliardo, no le había hecho feliz, pese a la agilidad de su esposa en el mencionado lecho. Sin embargo, Hawkwood pensaba a veces que Galliardo renunciaría a todo aquello a cambio de volver a capitanear una veloz carabela, recorriendo las rutas comerciales de los cinco mares y armando camorra en todos los puertos donde se detenía a remojar el gaznate.
Respecto a la concesión real de la que había hablado Domna Ponera, Hawkwood ya la había visto. Estaba en posesión de aquel noble de la cara marcada, Murad de Galiapeno, que había enviado los documentos de aprovisionamiento a Hawkwood al recibir su aceptación del viaje propuesto. De ahí su visita a las catacumbas de aquella mañana. Otros desdichados habían ido a las piras aquel día, pero no la tripulación de Hawkwood. Al menos, podía estar agradecido por aquello.
—¿Sabes algo de esa concesión? —le preguntó Estrella. Estaba temblando. Probablemente odiaba aquellos silencios todavía más que él.
—Sí —respondió lentamente Hawkwood—. Sé algo de ella.
—Entonces tal vez tendrías la amabilidad de contárselo a tu esposa, antes de que se entere por otra persona.
—Estrella, te lo hubiera dicho hoy en cualquier caso. La concesión es para mis barcos. Voy a hacer una expedición para la nobleza. En realidad, para el propio rey.
—¿Adonde? ¿Cuál es el cargamento?
—No hay cargamento. Voy a llevar… pasajeros. No puedo decirte adonde, porque ni yo mismo estoy seguro del todo. —Esperaba que ella percibiera el elemento de verdad que contenía aquella frase.
—¿No sabes cuánto tiempo estarás fuera, entonces?
—No, señora, no lo sé. —Entonces añadió, movido por cierto sentido repentino de la honradez—: Pero probablemente será mucho tiempo.
—Comprendo.
Volvía a estar temblando, y Richard supo que se echaría a llorar. ¿Por qué lloraba? Él nunca lo había comprendido. Disfrutaban muy poco de la compañía mutua, en la cama o en la mesa, y sin embargo ella siempre detestaba verlo partir. No podía entenderlo.
—No me lo habrías dicho hasta que no te quedara más remedio —dijo ella, con voz temblorosa.
Él se puso en pie y caminó descalzó hacia el balcón.
—Sabía que no te gustaría.
—¿Acaso te importa mucho lo que me gusta y lo que no me gusta?
Richard no contestó, sino que se quedó contemplando la curva del bullicioso puerto y su bosque de mástiles, y, más allá, el azul del horizonte en su encuentro con el cielo en el oeste. ¿Qué habría allí? ¿Un nuevo continente listo para ser ocupado, o nada más que el borde de la tierra, como creían los antiguos marineros, donde el Océano Occidental se derramaba eternamente en el golfo que rodeaba las propias estrellas?
Oyó el siseo de la pesada túnica de Estrella cuando ésta abandonó la estancia detrás de él, y su jadeo cuando contuvo un sollozo. Durante un segundo, se odió a sí mismo. Tal vez las cosas habrían sido distintas si ella le hubiera dado un hijo… pero luego imaginó las escenas cuando el padre se llevara por primera vez a su hijo al mar con él. No, estaban demasiado distanciados para encontrar ningún terreno intermedio.
¿Y acaso importaba? Había sido un matrimonio político, aunque los Hawkwood habían salido mejor parados que los Calochin. La dote de Estrella había comprado el Águila. A veces lo olvidaba.
«Preferiría tener el barco sin la esposa», pensó.
Era el último de su estirpe; después de Richard Hawkwood, su nombre desaparecería. La última oportunidad de perpetuarlo había muerto con el aborto que había procurado para Jemilla, a menos que por casualidad existiera una puta en algún puerto que hubiera concebido un vástago suyo en un momento de descuido.
Se secó los ojos. El calor había evaporado el agua del baño de su cabello, y apestaba a rosas. Iría a los astilleros a ver cómo progresaban los preparativos. Recuperaría su olor a sogas, sal y sudor, y acondicionaría sus barcos para el viaje que les esperaba.
Cerca del barrio de los gremios de la ciudad, las calles eran más tranquilas que en el ruidoso puerto. Allí los mercaderes tenían en alquiler o propiedad los almacenes mejor construidos para sus artículos más caros. Era un distrito de calles limpias y escaparates anodinos, con guardias privados en casi todas las esquinas y alguna taberna pequeña y abarrotada donde los hombres de negocios podían reunirse en paz sin ser estorbados por las ruidosas borracheras de los marineros de permiso.
Casi todos los gremios de Abrusio poseían alguna propiedad allí, desde el humilde Gremio de Alfareros al poderoso Gremio de Capitanes. El Gremio de Taumaturgos era el dueño de las torres y mansiones de más arriba de la colina, cerca de la corte, como correspondía a su importancia. Pero aquellas torres se habían cerrado por orden del prelado de Abrusio, y Golophin el mago, consejero del rey Abeleyn de Hebrion, esperaba pacientemente en una diminuta taberna agazapada tras uno de los almacenes de piedra que contenían madera para la construcción de barcos. Su sombrero de ala ancha estaba inclinado hacia delante para protegerle los ojos, aunque las luces eran bajas en el establecimiento, como para fomentar la conspiración. Fumaba una larga pipa de arcilla pálida mientras una jarra de cerveza de cebada se calentaba sobre la mesa delante de él.
Se abrió la puerta de la taberna y entraron tres hombres, todos embozados pese al calor de la noche. Pidieron cervezas, y dos de ellos se llevaron las suyas a una mesa al otro lado de la taberna, mientras el tercero se sentaba frente a Golophin. Se echó atrás la capucha y levantó su jarra hacia el anciano mago, sonriendo.
—Bien hallado, amigo mío.
El rostro estrecho y arrugado de Golophin se abrió en una sonrisa.
—Podrías pedirme otra cerveza, muchacho. Ésta se ha vuelto insípida como la teta de una vieja.
Llegó una nueva jarra cubierta de gotas de humedad, y Golophin bebió ávidamente.
—El propietario parece sentir muy poca curiosidad por la naturaleza de sus clientes —dijo el rey Abeleyn de Hebrion.
—Es su negocio. Ésta no será la primera conversación en voz baja que ha visto en su taberna. En lugares como éste es donde el comercio de Abrusio prospera o se hunde.
Abrusio levantó una ceja oscura.
—¿De veras? ¿Y no en la corte ni en el salón del trono?
—Allí también, por supuesto, señor —dijo Golophin, con sinceridad burlona.
—No sé por qué no has venido al palacio haciéndote invisible o algo así. Estas citas a escondidas apestan a miedo, Golophin. No me gusta.
—Es mejor así, señor. Puede parecer que complica las cosas, pero en realidad simplifica mucho la vida. Nuestro amigo el prelado puede estar fuera de la ciudad, pero tiene espías en abundancia para vigilar por él. Es mejor que no os vean en mi compañía mientras continúe esta purga.
—Tú eres su objetivo, Golophin.
—Oh, ya lo sé. Quiere mi pellejo clavado a un árbol, para acabar con lo que considera intromisiones del Gremio en los asuntos de estado. Preferiría que fueran los sacerdotes quienes se entrometieran. El prelado tiene muchos asuntos entre manos, señor, y ese edicto que os obligó a firmar es una forma de conseguir varios de sus objetivos.
—Lo sé demasiado bien, pero no puedo arriesgarme a la excomunión. Con Macrobius desaparecido, no queda ninguna voz razonable entre los dirigentes de la Iglesia, excepto posiblemente la de Merion de Astarac. Por cierto, ¿cómo va el Sínodo? ¿Qué has podido ver en tus viajes mágicos?
—Aún no están todos reunidos. Nuestro digno prelado ha tenido un buen viaje hasta el momento, una vez fuera de la calma chicha de nuestras costas. Su barco cruza ahora el golfo de Almark, al sur de la isla de Alsten. Estará en Charibon dentro de diez días, si el tiempo le acompaña.
—¿Quién ha llegado ya?
—Los prelados de Almark, Perigraine y Torunna lo han precedido. Su colega, Merion de Astarac, tenía que hacer un viaje más largo que ningún otro y cruzar las montañas de Malvennor. Me temo que faltan dos semanas para que el Sínodo esté completo, señor.
—Cuanto más tarden mejor; así ese lobo tonsurado permanecerá más tiempo lejos de mi puerta. Yo partiré pronto hacia el Cónclave de Reyes en Vol Ephrir. ¿Podrás mantenerme informado de lo que ocurra aquí mientras esté fuera, Golophin?
El anciano mago dio una profunda calada a su pipa y luego encogió sus hombros huesudos.
—No será fácil. Tendré que proyectar a través de mi familiar, algo que no gusta a ningún mago, pero haré lo que pueda, señor. Aunque eso significará perder de vista el este.
—¿Por qué? Creí que a los magos os bastaba con mirar algún cristal para ver lo que deseabais.
—Ojalá fuera tan sencillo. No, si mi halcón gerifalte os acompaña, podré enviaros noticias desde aquí a través de él, pero no esperéis boletines regulares. El proceso es agotador y peligroso.
Abeleyn pareció preocupado.
—No te lo pediría, excepto…
—No, tenéis derecho a pedirlo, y es algo que debe hacerse. No hablemos más de ello.
Nadie más hubiera hablado de aquel modo al rey de Hebrion, pero Golophin había sido uno de los tutores de Abeleyn cuando éste no era más que un mocoso travieso, y el joven príncipe había sentido el peso de la mano del mago en muchas ocasiones. El padre de Abeleyn, Bleyn el Piadoso, era partidario de una educación firme cargada de instrucción religiosa, pero Abeleyn siempre había odiado a sus tutores inceptinos, hombres severos de imaginación inexistente, llenos de aforismos del pasado y normas incuestionables. Fue Golophin quien lo salvó, quien apagó la incipiente rebelión del muchacho y consiguió que adoptara al menos la apariencia de sumisión obediente. La cercanía del mago al hijo del rey había sido uno de los factores que lo habían protegido de la malicia de los inceptinos en su intento de limpiar la corte de todo vestigio de heterodoxia y hechicería. La ironía era que, con el discípulo del mago al fin en el trono, los inceptinos habían acabado triunfando. La caída de Aekir, pensó Golophin con auténtica amargura, había sido un regalo de Dios para ellos.
—Hablando del este —dijo Abeleyn en tono relajado—, ¿qué tal resisten los torunianos?
Golophin golpeó delicadamente la mesa con su larga pipa. Prefería el tabaco importado de Ridawan con sabor a canela. La humeante pila de cenizas olía como una esencia del mismo oriente. Abeleyn se preguntó si no habría un toque de
kobkang
en la hoja, el suave euforizante que en oriente se fumaba o masticaba para combatir la fatiga y aclarar la mente. Golophin trazó dibujos en la cenizas con un dedo largo y pálido.
—He estado trabajando con mi pájaro últimamente. Está cansado. Cuando se cansa empieza a alejarse de mí, y envía tan sólo imágenes de vuelos, cacerías, sangre y plumas revoloteando por el aire. Se dice que un mago fatigado o desesperado corre el riesgo de dejar que su identidad se diluya por completo en la de su familiar y se una a ella, dejando su cuerpo convertido en una cáscara vacía tras él. Empieza a disfrutar de las emociones animales de la criatura, y llega a olvidar lo que una vez fue.
Golophin sonrió suavemente.
—Mi familiar duerme en un árbol marchito, no muy lejos del dique de Ormann. Hoy ha visto pasar a cien mil personas, arrastrando los pies por el barro hacia la última fortaleza toruniana antes de las montañas. Han dejado a miles en el camino, y en sus flancos merodean como espectros los jinetes merduk. El dique de Ormann está sumido en el caos. La mitad de los defensores están ocupados atendiendo a los refugiados, y la tierra al oeste del dique se parece a un enorme barrio de chabolas. La pobre gente de Aekir no puede seguir andando. Tal vez se sentarán bajo la lluvia a esperar el resultado de otra batalla antes de reunir fuerzas para seguir avanzando hacia el oeste. Pero ¿adónde pueden ir después del dique?
—Crees que el dique va a caer —dijo Abeleyn.
—Creo que el dique caerá, pero, más importante aún, también lo creen los defensores. Se sienten abandonados por Dios y por el rey Lofantyr de Torunna. Ha retirado hombres de la guarnición para defender su capital.
Abeleyn golpeó la mesa con el puño, haciendo saltar la cerveza en las jarras.
—¡El muy idiota! Debería concentrar en el dique todo lo que tiene.
—Teme perder todo lo que tiene —dijo Golophin con calma—. Quedan menos de dieciocho mil hombres en la guarnición, y los Caballeros Militantes llevan varios días marchando al oeste en grandes números. Si Shahr Baraz encuentra a más de doce mil hombres en las defensas cuando llegue, creo que estará sorprendido. Y aunque destinen a parte de sus tropas a defender Aekir y sus líneas de aprovisionamiento, los merduk pueden poner a cien mil hombres ante el dique, probablemente más.
—¿Cuánto tiempo nos queda antes del asalto? —preguntó Abeleyn.
—Más del que podríais imaginar. La retaguardia de Sibastion Lejer consiguió dispersar a los
hraibadar
, las tropas de asalto de Shahr Baraz. Esperará a que lleguen todos antes de lanzar ningún ataque serio, y con la carretera del oeste en ruinas y el mal tiempo, que no lleva trazas de mejorar, su intendencia tendrá dificultades para moverse con las tropas. El río Searil está crecido. Cuando los torunianos corten los puentes, los merduk tendrán que cruzar el río bajo el fuego enemigo; pero los torunianos no cortarán los puentes mientras haya refugiados en la orilla este. Si yo fuera el
khedive
, esperaría a que las carreteras mejoraran antes de avanzar. Los refugiados siguen marchando hacia el oeste, de modo que por el momento el tiempo juega a su favor. Eso no significa que su caballería no lance algún ataque preliminar, antes de la llegada del cuerpo principal, pero el dique los contendrá durante un tiempo. Sus defensores son torunianos, después de todo.
—Empiezo a entender que lo del dique de Ormann no es un mero asunto toruniano —dijo Abeleyn con aire ausente—. Lofantyr necesita tropas, las necesita desesperadamente. Pero ¿cuántas puedo enviarle yo, y cómo podrían llegar allí a tiempo? Cualquier ejército necesitaría seis o siete meses para llegar al dique.
—Por mar tardarían cinco semanas, con vientos favorables o la ayuda de un brujo del clima —dijo Golophin.