El viaje de Hawkwood (13 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: El viaje de Hawkwood
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—Toma. Come.

—Gracias, hijo mío, pero no puedo. Se me ha cerrado el estómago. Otra penitencia, tal vez. —Se inclinó sobre el joven monje que dormía a un lado y le sacudió suavemente un hombro.

Ribeiro despertó sobresaltado, con los ojos llenos de pesadillas. Abrió la boca, y por un instante Corfe pensó que iba a gritar, pero entonces pareció estremecerse y, frotándose un ojo con un nudillo mugriento, se incorporó. Su rostro era un moratón púrpura, y el pómulo de un lado se había hinchado tanto que le obligaba a cerrar el ojo, tensándole la piel como si fuera un tambor reluciente.

—El soldado tiene comida, Ribeiro. Come y conserva tus fuerzas —dijo Macrobius.

—No puedo, señor —dijo el joven monje con una sonrisa—. No puedo masticar. En la boca sólo tengo trozos de dientes. Pero tampoco tengo mucha hambre. Vos sois el que debéis conservar las fuerzas; vos sois el importante.

Corfe contempló el cielo estrellado, ahogando su exasperación. El olor del nabo chamuscado le hacía la boca agua. Se preguntó qué impulso ridículo lo había llevado a arriesgar la vida para salvar a aquellos dos idiotas piadosos.

Pero sabía la respuesta a aquella pregunta. Había sido el impulso más oscuro de todos.

Estuvo a punto de soltar una carcajada. Un soldado, un monje y un chiflado ciego que se creía el pontífice sentados bajo un carro de bueyes discutiendo sobre quién tendría que comerse un nabo quemado, mientras detrás de ellos ardía la mayor ciudad del mundo. Podía haberse tratado de una comedia escrita por uno de los dramaturgos de Aekir, una farsa pensada para mantener felices a las multitudes cuando el pan escaseaba.

Pero entonces pensó en su esposa, su dulce Heria, y aquel humor débil y amargo se enfrió. Permaneció sentado contemplando las llamas del fuego, como si fueran la conflagración que ardía en el mismo centro de su alma.

Hawkwood tuvo que pasarse una hora sumergido en su gran bañera de cobre para librarse del hedor y suciedad de las catacumbas, incluso con los perfumes que había vertido en el agua.

Podía ver las catacumbas en el interior de su mente: los techos bajos y arqueados de ladrillo redondeado, las antorchas en manos de los carceleros volviéndose azules por el hedor y la falta de aire. Y las incontables figuras que yacían quietas como cadáveres en múltiples hileras, con pesados grilletes en muñecas y tobillos. Algún rostro pálido resplandecía si alguien levantaba la vista, pero la mayoría de los prisioneros permanecían tendidos, o sentados con las espaldas apoyadas en la humedad de las paredes. Cientos de hombres, mujeres e incluso niños apiñados juntos. Las salpicaduras de sangre marcaban los lugares donde habían luchado entre ellos, y una mujer sollozaba suavemente a causa de una violación. Hawkwood había estado en porquerizas donde los cerdos eran cincuenta veces mejor tratados. Pero aquellas personas, por supuesto, ya habían muerto. Estaban destinadas a la hoguera.

—¡Radisson! —había gritado—. ¡Radisson de Ibnir! ¡Soy el capitán, Hawkwood, y he venido a liberarte!

Alguien se incorporó, gruñendo, y uno de los carceleros lo volvió a tumbar azotándolo salvajemente, golpeándolo una y otra vez con su porra hasta que el hombre permaneció quieto, con algo roto brillándole en el cráneo. Los demás prisioneros se removieron inquietos. Más rostros se volvieron hacia Hawkwood, óvalos de carne blanca en la oscuridad con agujeros en lugar de ojos.

—¡Lasso! ¡Lasso de Calidad! ¡Levántate, maldito seas! —Una orden poco prudente. Aunque Hawkwood no era un hombre alto, tenía que encorvarse bajo el techo abovedado. Los carceleros parecían estar permanentemente doblados, como si su siniestra tarea los hubiera deformado.

—He venido para llevarme a la tripulación del
Gracia de Dios
. ¿Dónde estáis, compañeros? ¡He venido a sacaros de aquí!

—¡Llevadme a mí, llevadme a mí! —gritó una mujer—. ¡Llevaos a mi hijo, señor, por piedad!

—¡Llevadme a mí! —gritó alguien más. Y de repente se desencadenó una cacofonía de gritos y chillidos que pareció retumbar en las paredes, golpeando el cerebro de Hawkwood.

—¡Llevadme a mí, capitán! ¡Llevadme a mí! ¡Salvadme de las llamas, en el nombre de Dios!

Se echó más agua por encima y se relajó en el vapor perfumado de rosas. No le gustaban los perfumes que usaba Estrella. Eran demasiado pegadizos para su gusto, pero aquel día había vertido varios frascos en el agua para librarse del hedor.

Tenía a sus hombres… a la mayoría de ellos, en cualquier caso. Uno había muerto de una paliza que le propinaron los otros prisioneros a causa del color negro de su rostro, pero los demás estaban de nuevo a bordo del barco, sin duda siendo bañados con agua de mar por Billerand, el nuevo segundo de a bordo, si es que Billerand tenía tiempo para tales refinamientos entre el caos de los preparativos para el viaje.

El viaje. Aún no había dicho a su esposa que zarparía de nuevo al cabo de dos semanas. Sabía demasiado bien la escena que ello provocaría.

La puerta del baño se abrió y entró su esposa, apartando los ojos de la desnudez de Hawkwood. Llevaba ropa limpia y toallas de lana en las manos, y se inclinó para dejarlas sobre el banco que ocupaba una de las paredes.

Iba vestida con brocados, incluso en aquel calor. Sus diminutos dedos estaban llenos de anillos, como nudillos dorados, y el vapor del aire le estropeaba los rizos artificiales del peinado.

—He quemado las otras prendas, Ricardo —dijo—. Ya no servían para nada, ni siquiera para los mendigos de la calle… Hay cerveza fría esperando en el comedor, y algunos dulces.

Hawkwood se incorporó, secándose el agua de los ojos. El aire de la habitación apenas parecía más fresco que el líquido de la bañera. Los ojos de Estrella descansaron en su desnudez durante un segundo, y luego se apartaron. La mujer se sonrojó y le alargó una toalla, con los ojos aún apartados. Él sonrió agriamente mientras la tomaba. Su esposa y él sólo se veían desnudos en el dormitorio, e incluso entonces ella insistía en que no hubiera luz. Conocía su cuerpo sólo gracias a la luz de la luna y las estrellas, y al tacto de sus manos endurecidas. Era un cuerpo flaco y enjuto, como el de un muchacho, con unos pechos diminutos de pezones oscuros y una gruesa mata de pelo en sus partes secretas. Absurdamente, hacía que Hawkwood pensara en Mateo, el grumete que había compartido su jergón unas cuantas veces durante aquel largo viaje al mar Kardio. Se preguntó qué conclusión sacaría su esposa de aquella comparación, y su sonrisa se volvió aún más agria.

Salió de la bañera, envolviéndose en la toalla. Ricardo. Como Galliardo, Estrella siempre utilizaba la versión hebrionesa de su nombre en lugar de la nativa. Aquello le irritó, aunque lo había oído diez mil veces antes.

Estrella le había proporcionado un buen matrimonio. Descendía de una de las familias de la nobleza menor hebrionesa, los Calochin. El padre de Richard había arreglado el enlace; el temible Johann Hawkwood deseaba meter un pie en Abrusio, que ya en sus tiempos era el puerto con mayor crecimiento de Occidente. Johann había convencido a los Calochin de que la familia Hawkwood procedía de la nobleza gabrionesa, aunque en realidad no había nada de aquello. Johann había recibido un escudo de armas del duque Simeón de Gabrion por sus servicios en la batalla de Azbakir. Antes de ella, había sido un simple primer oficial a bordo de un barco correo gabrionés sin pedigrí, linaje ni dinero, pero con una gran cantidad de ambición.

«Se alegraría si pudiera verme», pensó Hawkwood con sarcasmo, «codeándome con emisarios de reyes y con una concesión real de aprovisionamiento en el bolsillo.»

Hawkwood se vistió, no sin que su esposa abandonara la estancia antes de que la toalla le cayera de la cintura. El cabello y la barba le goteaban, pero la sequedad del aire lo remediaría pronto. Entró descalzo en la habitación de techo alto que estaba en el centro de su casa. Muy por encima de su cabeza, unas ventanas protegidas por persianas dejaban entrar franjas de luz que resplandecían sobre el suelo de baldosas. Cuando su pie desnudo se apoyó en una de las piedras calentadas por el sol sintió el dolor de la quemadura. Abrusio sin los alisios era como un desierto sin oasis.

Las sillas de respaldo alto, tiesas como la esbelta espalda de su esposa, la larga mesa de madera oscura, varias colgaduras inertes como flores muertas contra el estuco blanco de las paredes… todo aquello le resultaba poco familiar, porque no había tomado parte en su elección. Igual que el balcón con sus persianas de madera, cerradas en aquel momento, para atenuar la luz de la habitación. «Este lugar es como una iglesia», pensó Hawkwood, «o como un convento.»

Se dirigió a las persianas del balcón y las abrió de golpe, dejando entrar el resplandor dorado, el calor, el polvo y el ruido de la ciudad. El balcón daba al oeste, de modo que podía ver la bahía y las radas interior y exterior, nombres con los que se conocían las dos rutas de entrada en el puerto; los muelles, los embarcaderos, las torres de defensa y las balizas de advertencia sobre la enorme masa del muro portuario. Se fijó en media docena de barcos quietos en el mar, con las velas fláccidas como sacos vacíos, con sus tripulaciones remolcándolos con barcazas. Escuchó el estrépito de las ruedas sobre los adoquines, los gritos de los vendedores ambulantes y las carcajadas procedentes de una taberna cercana.

El aislamiento de las villas de los nobles en las zonas altas de la colina de Abrusio no era para él. La casa se encontraba en uno de los barrios inferiores, donde los hogares de los mercaderes se agarraban a la pendiente como hileras de nidos de golondrina, y era posible oler el pescado en descomposición, el alquitrán y el aire salado, un aroma más grato para él que cualquier perfume.

—La cerveza se calentará —dijo Estrella vacilante.

No le replicó, sino que permaneció absorbiendo la vida de Abrusio, la visión del mar perfecto, quieto como un charco de leche. ¿Cuándo volverían a levantarse los alisios? No quería empezar la expedición teniendo que remolcar los barcos para salir de la bahía, en busca de un soplo de aire en el mar abierto.

Aquel pensamiento lo hizo sentirse culpable, y se volvió hacia el interior de la habitación. Se había llenado de luz; el sol de la tarde inundaba las baldosas y salpicaba el hilo de oro de los tapices, provocando destellos cálidos sobre la madera oscura del mobiliario.

Se sentó, comió y bebió, mientras Estrella se agitaba como un colibrí incapaz de posarse sobre una flor. Había una capa de sudor en su clavícula, que se concentraba como una joya en el hueco de su garganta antes de deslizarse suavemente por debajo de la gorguera hasta el interior de su corpiño.

—¿Cuánto hace que has vuelto, Ricardo? Domna Ponera dice que su marido habló contigo hace días, cuando mataron a aquel hombre en el puerto… Te he estado esperando, Ricardo.

—Tenía asuntos de que ocuparme, señora, una nueva empresa relacionada con la nobleza. Ya sabes cómo son los nobles.

—Sí, ya sé cómo son —dijo ella amargamente, y Richard se preguntó si los chismes de la corte sobre Jemilla habrían llegado hasta tan abajo desde el barrio de los nobles. No importaba, se dijo a sí mismo, aunque el remordimiento se apoderó de él de nuevo, poniéndolo a la defensiva.

—La mitad de mis hombres fueron arrestados por los Cuervos cuando atracamos. Por eso apestaba como una letrina cuando he llegado. He estado en las catacumbas para intentar que los liberaran.

—Oh. —Su rostro se relajó, y parte de la energía pareció abandonarla. Hawkwood observó con satisfacción que ni siquiera ella podía encontrar defectos en una causa tan noble. Le encantaban las causas nobles.

Estrella se sentó en una de las sillas de respaldo alto y dio una brusca palmada con sus pequeñas manos. Un criado apareció al instante y se inclinó.

—Tráeme vino, y asegúrate de que está frío —dijo.

—Enseguida, señora. —El criado salió apresuradamente.

Era capaz de ordenar al servicio como una verdadera noble, pensó Hawkwood. «Si trata de usar ese tono de voz conmigo una sola vez, veremos qué tal le sienta una correa de marinero en ese estrecho trasero.»

—¿Era ése Berio? —preguntó él, bebiendo ávidamente su cerveza.

—Berio se ha ido. Fue muy descuidado. El nuevo se llama Haziz.

—¿Haziz? ¡Es un nombre merduk!

Los ojos de ella se ensancharon ligeramente. Richard vio cómo el pulso le latía en el cuello.

—Es de las Malacar. Su padre era hebrionés. Tenía miedo de las piras, de modo que le di un empleo.

—Comprendo. —Otro perro vagabundo. Estrella era una extraña mezcla de petulancia y ternura. Era capaz de adoptar a un pobre de la calle por lástima y despedirlo una semana después porque era lento al servir la comida. Al menos, Jemilla era invariablemente dura con sus asistentes.

«Y con sus amantes», añadió Hawkwood para sí.

Llegó el vino, traído por el poco agraciado Haziz, que tenía aspecto de marinero pese al elegante jubón que Estrella le había conseguido. Miró a Hawkwood como si éste fuera a pegarle.

Marido y mujer permanecieron en silencio, terminándose lentamente las bebidas tibias. Mientras estaba allí sentado, Hawkwood experimentó un ansia incontenible de volver a estar en el mar, lejos de aquel calor tórrido, de las multitudes y del hedor de las piras. Lejos de Estrella y de los silencios de su hogar. Lo llamaba su hogar, aunque pasaba más tiempo en cualquiera de sus dos barcos y se sentía más cómodo en ellos.

Estrella se aclaró la garganta.

—Domna Ponera también me ha dicho hoy que están equipando tus barcos para un nuevo viaje con mucha prisa, y que todo el puerto habla de una concesión real.

Hawkwood maldijo en silencio a Domna Ponera. La esposa de Galliardo era una mujer enorme con un bigote húmedo y un apetito de cabra por la comida y la información. Como esposa del capitán del puerto, se encontraba en una posición inmejorable para conseguir noticias, y su mina de información le conseguía invitaciones a casas donde normalmente no la hubieran recibido. Hawkwood sabía que Galliardo le había reprochado muchas veces el tener la lengua demasiado suelta, pero él también tenía la culpa. Una vez había confesado a Hawkwood con un suspiro que era incapaz de mantener la boca cerrada en el lecho conyugal, y adoraba el lecho conyugal. Hawkwood prefería no pensar demasiado en aquello. Su amigo era un tipo admirable en muchos aspectos, pero la lujuria incontenible que le inspiraba su enorme esposa era inexplicable.

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