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Authors: Najat El Hachmi

Tags: #Drama

El último patriarca (14 page)

BOOK: El último patriarca
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Las tías sólo debían de abrir la boca y repetir, milagro de Dios, ¿has oído eso, madre? Mimoun debía de pensar que se podría acostumbrar a que su familia se sintiera tan orgullosa, que algo así quizá nunca le había ocurrido.

Para celebrar el éxito y dar gracias al Supremo por la suerte, cuando ésta te acompaña, se dice que hay que organizar un banquete e invitar a todos los que no son tan afortunados como tú. En realidad, son unos banquetes que siempre se han hecho para demostrar a los demás tu poder económico y que ellos están por debajo de ti.

Por uno u otro motivo, Mimoun había decidido dar una gran fiesta. La abuela debía de estar contenta, pensando que eso sumaba puntos positivos a los muchos negativos que acumulaba su hijo para entrar en el paraíso. Conservarás tus éxitos, hijo mío, si los compartes con los demás. Ya sabía yo que en el fondo tenías buen corazón, si te parí yo, ¿cómo no ibas a ser bueno?

Compraron un par de corderos, kilos y kilos de fruta y verdura, aceitunas, miel y mantequilla de las buenas, pan blanco de ciudad, y las tías cocieron sus dulces en aquel horno de barro que había en el patio de fuera. Y todo fue como es debido. La abuela hizo ir a alguna de las niñas a casa de los vecinos a pedir platos y cubiertos para completar los que tenía y la pequeña debió de aprovechar para recitar la letanía que tenía aprendida para formular la invitación. Se tenía que hacer así y de ninguna otra forma.

Todo iba como es debido. Hasta que el gran patriarca se acercó a las chicas que estaban lavando los melones en una palangana en un rincón del patio interior, apoyando todo el peso en los talones y tratando de no mancharse unos vestidos tan relucientes. Puede que lo intuyeran a su espalda, silencioso, y debieron de pensar que eso no sería bueno para nadie. Antes de que él abriera la boca, ellas ya le habían preguntado ¿qué te pasa?

Era un buen momento para el espectáculo, aunque todo fuera por culpa de la bofetada que sonó, ¡plaf!, o de lo que fuera que le sucedió en el río o del incidente de la chumbera, tanto daba el motivo del comportamiento del gran patriarca. Los ataques siempre elegían momentos en que hubiera público, sobre todo mujeres. Es una puta, les dijo a sus hermanas, saltándose todas las normas que establecen no hablar mal delante de una persona mayor que tú o de las mujeres de la familia. Mimoun nunca tuvo un ataque estando solo, afortunadamente, pensaban ellas; suerte que sólo te da cuando nosotras estamos cerca.

Es una puta y vosotras también sois sus cómplices. Lo sé, ¿verdad que ha salido de esta casa? ¿Verdad que me ha desobedecido? Por eso está tan fría conmigo, por eso está tan rara, es que se entiende con otro. Mi propia mujer, la que dicen que es la más tranquila de todo el pueblo, de quien no se ha oído nunca nada deshonroso, ahora resulta que es una puta como cualquier otra. Pero ¿qué dices, hermano? No hay nadie como
lalla
, y ya te decimos nosotras que no ha ido a ningún lado. Nos hemos convertido en su sombra y no la hemos dejado ni un instante, precisamente porque sabíamos que tú ya le habías advertido. ¿Cómo puedes mentir de esa manera? ¿Y lo de su padre, eh? ¿O es que me negaréis que se fue a ver a su padre enfermo? Pues si él aún no ha muerto, ahora verá cómo pierde a una hija. Y vosotras, ya os podéis ir preparando, mentirosas, que preferís traicionar a vuestro propio hermano que a ella.

No, no, pero si sólo salió un día, y no cogimos ni un taxi, fue su hermano el que la vino a buscar. Pensaban que se estaba muriendo, Mimoun, pensaban que eran sus últimos instantes de vida. Y la acompañamos todo el rato, no la dejamos sola ni un momento, Mimoun, por favor, no le pegues.

Pero Mimoun ya no oía nada porque se trataba de un ataque de los suyos. Una de las tías ya había ido a avisar a madre, que freía pollos en una olla llena de aceite; le dijeron aléjate del fuego, que ya sabes que trae mala suerte. Te protegeremos, no dejaremos que te haga daño. La arrinconaron en un lateral de la cocina y todas la rodearon. Sólo que madre era tan alta que le sobresalía la cabeza por entre todas las mujeres que la protegían. No le pegues, Mimoun, si todavía nos quieres, déjala en paz, porque cada golpe que le des a ella será como si nos lo hubieras dado a nosotras. Entonces, entre las voces trabadas de ellas y el chuf chuf de las ollas, sonó una bofetada, plaf. Sólo una, una sola, sonora.

Mimoun no se debía ni imaginar que ese golpe que le arreó a madre tendría mayor trascendencia que cualquiera de las palizas que le había propinado. Primero porque había sido en público: no hay nada más humillante que un golpe dado ante la cocinera del pueblo, las niñas y las primas de las niñas que venían a ayudar a la abuela. Segundo, porque nadie se creyó que con un solo golpe ya estuviera solventado el tema y madre tendría que pasar días esperando que le cayera el resto. Al fin y al cabo ella se lo debía de merecer por haberle desobedecido, aunque sus órdenes fueran absurdas.

Pero él no volvió a pegarla, sólo le dijo aquello de no me engañarás más. Seguro que había luna llena cuando le dijo eso, porque madre siempre cuenta que yo soy como soy porque fui concebida en plenilunio. Así fue como Mimoun, antes de volver a la ciudad capital de comarca, dejó mi semilla en el interior del vientre de su vientre. Quizá soy como soy porque él la dejó con cierto pesar, cavilando todavía si por allí había entrado algún otro. Quizá intentó averiguar si conservaba la misma estrechez de antes de irse, pero ya se sabe que estas cosas son difíciles de medir.

32

SÍNDROME DE LA AÑORANZA PERPETUA

Mimoun volvía a emprender el mismo viaje y el corazón ya no le latía tan de prisa mientras esperaba apoyado en la taquilla a que aquel hombre de bigote encrespado le mirase el pasaporte. Todo eso ya no era novedad, pero sí que lo era el hecho de que Mimoun había quizá empezado a pensar que ése era realmente el destino que le correspondía: ir arriba y abajo cada año y gastarse todos los ahorros en unas cuantas semanas. El destino de no saber si aquellos con los que has creado vínculos se olvidarán de ti mientras tú no estés. Mimoun sabía que tenía la mejor de las mujeres, pero no dejaba de ser una mujer. La había notado distante durante toda su estancia; no era ésa la forma en que una esposa debe tratar a un marido largamente ausente, no, señor. Si al menos lo hubiera abrazado, si se le hubiese lanzado al cuello y le hubiera dicho te he echado tanto de menos o amor mío o alguna palabra dulce que él se pudiera llevar al país vecino… No, madre siempre ha sido más bien arisca. Sensible, pero arisca, porque no sabía más.

Las hermanas de Mimoun se lo habían dicho: si se hubiese comportado de esa manera, como hace una mujer cualquiera, ¿tú qué habrías pensado? ¿No habrías dicho que eso no era propio de una mujer casada y decente? ¿No habrías empezado a preguntarle de dónde había sacado esas frases y quién se las había dicho? No, Mimoun,
lalla
no es de ésas, ella no es así.

Mimoun debía de pensar en todo eso mientras se dejaba llevar por el vaivén del barco y se arrebujaba en una de las butacas tapizadas de azul tratando de conciliar el sueño. Se cubría con una manta de colores estridentes
made in China
que madre le había hecho llevarse tanto si quería como si no. Mi mejor manta, Mimoun, que allá debe de hacer mucho frío. Le había frito un par de pollos en aceite y las niñas le habían hecho
remsemmen
del bueno, huevos duros y pan del nuestro. Ya me gustaría, ya, que hubiera alguna forma de enviarte comida de la buena cada dos por tres… si no estuvieras tan lejos. Porque a las niñas que ya estaban casadas, la abuela nunca había dejado de enviarles «su parte» de la cosecha de higos chumbos, de higos, del par de sacos anuales de almendras o del aceite de oliva elaborado por ella. Por eso Mimoun cargaba una de aquellas garrafas blancas de cinco litros con el dibujo en rojo de un pavo real que la abuela había llenado con su aceite. Mimoun esto hará que no te pongas nunca enfermo, tómate una cucharada en ayunas cada mañana y verás cómo no te afectarán ni el frío ni la lluvia.

Mimoun habría preferido un remedio para otras cosas. Para la incertidumbre de saber hasta cuándo tenía que durar su destino; por ejemplo. O si siempre debería huir de ese rumor que le venía el día anterior a la partida, cuando la abuela ya empezaba a trajinar llorosa, hijo mío, pobre hijo mío. Él se hacía el enfadado. No empieces, madre, no empieces, que te conozco. Ella no podía contener las lágrimas y decía ¿y yo qué quieres que haga? Él amenazaba con tener un ataque si no paraba de llorar, si lloras tú, lloro yo, y ya sabes que me quiero ir tranquilo. Que me quiero ir contento, madre. Volvía la cabeza y los ojos mientras no empieces y todo indicaba que estaba a punto de comenzar a lanzar objetos por los aires o a darse golpes a sí mismo, pero no lo hacía. Entraba en la habitación para no ver cómo la abuela continuaba barriendo el polvo del patio con aquel haz de ramas, doblándose del todo sobre su propio cuerpo, y cómo le iban cayendo las lágrimas que de repente ella borraba.

Mimoun quería volver al trabajo y olvidar todo aquel mundo que siempre le esperaba, un par de hijos que no le hacían más caso que su mujer y un montón de hermanas que lo admiraban más que nunca. Quería olvidar que el abuelo ya sólo movía la cabeza de un lado a otro y que le había dicho que gastarse tanto dinero en banquetes para alimentar a medio pueblo no era suficiente, que lo que tenía que hacer era encargarse de su familia el resto del año, no sólo cuando venía. Debes enviar dinero, como hacen todos los que se han ido a vivir fuera, es tu obligación. Mimoun lo miraría fijamente, de esa manera suya que hace que el corazón se te acelere y no te atrevas ni a respirar. Miraría al abuelo de esa manera para cortar la conversación, pero no dejó de pensar en sus palabras.

Al final su destino iba a ser ése. Trabajar tanto como pudiera para vivir bien y permitirse cubrir las necesidades de un hombre, enviar dinero a menudo para mantener a la familia y ahorrar lo bastante como para volver cada año a celebrar los éxitos. Así planificaba Mimoun la vida cuando entró en el piso que compartía conJaume y olió el incienso que le daba la bienvenida. Bienvenido a casa, Mimoun, veo que te han vuelto a expulsar del país.

Mimoun ya había decidido que su destino era ése, el de la rectitud y todo lo demás, hasta que apareció Isabel.

33

ISABEL

Isabel vivía al final de la calle donde más tarde lo haría el gran patriarca, y él la conoció en el hospital, un día que erró el golpe que había de ir a parar sobre un cincel y fue a parar sobre la mano que lo sostenía, la suya. Así ocurrió que, mientras estaba en la sala de espera, Mimoun la vio paseando pasillo arriba, pasillo abajo, con el palo de fregar entre las durezas de las manos y secándose la frente de vez en cuando.

Por entonces, el gran patriarca ya había aprendido a afinar su búsqueda a la hora de encontrar mujeres que se lo pusieran fácil y no le complicaran la vida. Cuando la competencia es elevada y la tuya es una posición de desventaja, no te queda otro remedio que especializarte. Mimoun se especializó según los criterios que le marcaban sus gustos personales, pero también siguiendo las leyes del mercado. Hacía ya bastante que tenía claro que le gustaban las mujeres mayores que él, y con los años también había descubierto: 1) que eran mujeres más fáciles de satisfacer que las demás, y 2) que como hacía ya un cierto tiempo que estaban al alcance de todos, no les importaba practicar ciertas cosas que a una jovencita la llenarían de asco o le darían miedo. Una mujer mayor que él siempre se sentiría halagada por el hecho de que unjoven corpulento como él le lanzase el anzuelo. Y tan moreno, decían. Algunas seguían relacionando su procedencia con todas las leyendas que habían oído contar a sus abuelas sobre moros, y eso era un punto que jugaba a favor de Mimoun. Además, las mujeres más mayores se entregaban del todo, y muchas no necesitaban demasiados preámbulos para llegar allá adonde a él le interesaba.

Pero el gran patriarca todavía se especializó más. Descubrió que entre las mujeres mayores había un grupo específico que no sólo le provocaba una gran satisfacción conquistar, sino que sus hembras se dejaban llevar por él del todo con sólo pasar una noche juntos.

Eran las divorciadas las mujeres que más placer le podían dar, más aún que las profesionales, más aún que Fatma o que cualquier chica del pueblo. Las divorciadas solían tener un cierto sentimiento de inferioridad por el hecho de considerarse un poco como de segunda mano. Además, muchas tenían hijos y se encargaban de ellos casi siempre, tenían que hacer de padre y de madre a la vez, y apenas pensaban en sus cuerpos, en cuidarse, y mucho menos en salir de fiesta para ligar. Eran mujeres que solían tener durezas en las palmas de sus manos y un cierto deje de tristeza en los ojos.

Y Mimoun había descubierto que era tal la necesidad que tenían de volver a ser mujeres y punto, perras disfrutando del sexo como animales, que no costaba demasiado conquistarlas. Se sentían halagadas de que alguien como Mimoun se dignase a fijarse en ellas. ¿Me lo dices a mí?, le había dicho alguna. ¿Bonita, yo? Venga, va, ¡quién quieres que se fije en una mujer con tres hijos adolescentes como yo!

Eso mismo fue lo que le dijo Isabel cuando la abordó un día que iba del trabajo a casa. Isabel, ¿verdad? ¿Verdad que te llamas así? Ella ya había caído en su trampa en cuanto le contestó, ¿te conozco? No, te veo a veces en el hospital, pero tú ni te has fijado en mí; yo te he mirado en silencio durante tantos meses y tú ni siquiera sabes que existo.
Touchée
. La misma estrategia que Mimoun solía utilizar al otro lado del estrecho le funcionaba en la capital de comarca. Un golpe a contrapié del que les cuesta rehacerse y que Mimoun aprovecha para decir aquello de si quieres tomar algo, que pareces cansada.

Las mujeres mayores y divorciadas se conforman con eso, con tomar algo, no te piden que las lleves a restaurantes caros ni a ver películas al cine ni zarandajas por el estilo. Y así fue cómo Isabel, recién conocido Mimoun y después de tomarse una cerveza juntos en la plaza de los Mártires, se metió en la cama con él sin pensárselo dos veces.

Mimoun le dijo espérame aquí cinco minutos. Fue corriendo hasta casa y le dijo a Jaume que se esfumara. Ya en su habitación, colocó bien la manta
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de madre, tan reluciente, que tocaba el suelo por un lado y dejaba al descubierto se pasó el peine, y más agua, de tanto que se le encrespa cuando se peina.

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