Hasta que supo pedir otra cosa, se pasó semanas comiendo bocadillos de tortilla. Un bocadillo de tortilla, por favor. Su tío le decía que parecía una de esas serpientes que sólo comen huevos de gallina y que nunca se hubiera imaginado que tuviera esa afición por los huevos.
La obra de la granja de cerdos del pueblo de al lado se había acabado y ya no trabajarían más allí. El jefe lo cargó a él solo hasta la cima de una montaña y le dijo: es aquí. Se pasaría seis meses viajando cada día para ir a acabar la casa del jefe con muchos otros albañiles que ya hacía tiempo que trabajaban allí. El tío se fue a otra obra y Manel comenzó a soltarse con el nuevo idioma.
A mediodía les daban la comida en un restaurante de mesas de madera de la de verdad, barnizadas de marrón oscuro y con las huellas de los troncos aún marcadas. Sellamaba Cal Met, y Manel debía de intuir que eso no venía de Mohamed.
Mimoun se iba sintiendo más a gusto, ya entendía lo que le decían tanto los compañeros como todo el grupo del restaurante donde iban a comer. Se sentía especialmente acogido por Ramona, aquella mujer tan gorda que le llenaba una y otra vez el plato de macarrones con carne o butifarra con judías.
Eso no quería decir que ya no le preocupase el tipo de carne que comía, sólo que en ocasiones llegaba tan hambriento del trabajo que ni tiempo tenía de fijarse había y qué no dentro del plato. Por buena educación, tampoco se atrevía a preguntar qué era y aún menos habría rechazado un plato cocinado con tanta destreza por la señora de la casa.
Hacía ya tiempo que Mimoun no probaba un buen guisado, prácticamente desde que se había ido de casa de su madre. A él nadie le había enseñado a cocinar o a limpiar, y muchos días la única comida decente que ingería era la de la señora Ramona.
Había desistido de intentar hacerse la comida él mismo. Esperaba a que llegara su tío o se iba al bar de la plaza. Allí se acostumbró a dejarse llevar por la estridencia de la música de las máquinas tragaperras mientras el televisor, sucio de salpicaduras de aceite, le mostraba imágenes del mundo donde se suponía que estaba.
Las putas de aquí son como las de cualquier otro sitio, le decía su tío, sólo que te hacen pagar más y no te dejan hacer según qué. Te hacen lavarte antes de hacer nada contigo, como cuando te lavas para rezar, y algunas incluso te ponen una especie de plástico para que no las contamines, las muy cabronas. Hay muy pocas que te dejen hacérselo por detrás, dicen que les duele.
Y al oír hablar así a su tío, a Mimoun, que ahora se llamaba Manel, le subió una bocanada ácida desde el nudo del estómago y debió de recordar aquello de estate quieto, Mimoun. Sólo unos instantes, muy breves, que no tenían que ddlerle.
De vez en cuando se permitían ir a parar a una pensión de la calle de Argenters donde había chicas de batas transparentes sobre sujetadores de encaje y bocas de rojo brillante que masticaban chicle y que de vez en cuando inflaban globos hasta hacerlos explotar. Chicas que decían entrad y se dejaban penetrar por donde nunca había penetrado Mimoun, que, todo hay que decirlo, echaba en falta un grado más de estrechez.
Las chicas solían repasar que la pintura de las uñas no se les hubiera saltado mientras él acababa. Ésa era una de las cosas diferentes en aquel país, y no sólo el clima, los olores o la luz: también las putas eran muy diferentes. Mimoun consideraba que las putas musulmanas eran más acogedoras, aunque esperasen llegar vírgenes al matrimonio.
Los primeros tiempos fueron difíciles, entre el deber de levantarse temprano, cargar ladrillos y calentarse a media mañana alrededor del fuego que encendían dentro del bidón. Ya empezaba a pensar que tampoco ése debía de ser su destino cuando la conoció a ella.
UN PRECEPTO RELIGIOSO
Ella era lo que llamaríamos una señora, señora. No sabemos si lo que cautivó a Manel fue su pelo teñido de rubio o esas faldas estrechas que le llegaban por encima de la rodilla, con aquel corte por detrás que dejaba al descubierto el perfil de ambas piernas hasta una altura considerable, o sencillamente esa forma que tenía de mirarlo cuando volvía la cabeza hacia él.
Mimoun ya no recuerda su nombre, pero ella era la mujer de su jefe, y comenzó a aparecer por la casa nueva a medida que las obras avanzaban. Primero para escoger las baldosas del lavabo, y después para la colocación de los muebles y de las cortinas cuando Mimoun ya estaba trabajando en la piscina del jardín.
Mimoun empezó a imaginar que su jefe quería que le hiciese otro tipo de trabajo, además del de albañil. Por muy extraño que pueda parecer, la actitud de su patrón le había hecho pensar que su deber como trabajador era satisfacer a aquella mujer tan espléndida.
Mimoun lo debía de encontrar enfermizo, pero no veía ninguna otra explicación a todo lo que sucedía. Primero lo deja trabajando con un solo albañil más, uno muy mayor que no tenía ninguna posibilidad de que se le pudiera levantar, después hace venir a la mujer para dar un vistazo a tonterías de la casa para las cuales no tenía por qué desplazarse necesariamente hasta allí, y al final, aquello que demostraba con mayor claridad la teoría de Mimoun: había dejado a su mujer sola en casa con dos hombres trabajando afuera.
Si yo tuviera una mujer así, pensó Mimoun, no la dejaría salir de casa, la follaría cada noche tantas veces que ya no querría estar con ningún otro hombre. Por eso la actitud de su jefe sólo podía tener esa explicación.
Él no debía de poder satisfacerla por la edad que tenía, seguro que de vez en cuando le fallaba la herramienta, y al ver a Mimoun tan fuerte y con tanta energía, debía de haber urdido todo aquel plan para dejarlo solos a él y a su mujer. A Mimoun no es que le pareciera la conducta más lógica del mundo, pero teniendo en cuenta que en ese país las cosas funcionaban tan del revés y que los cristianos no tenían ningún sentido ni del honor ni de lo que él consideraba dignidad, la explicación podía ser perfectamente plausible.
Así pues, Mimoun aprovechó que el jefe acababa de salir, dejando una gran polvareda tras las marcas de las ruedas del coche, para entrar dentro de la casa de paredes desnudas. Ella estaba sentada en el sofá de la salita y le dijo ah, Manel, ven, ven, que quiero que me cuentes cosas de tu tierra. O eso es lo que años más tarde Mimoun recordó que ella le había dicho. El resto no suele contarlo, pero parece que todo fue muy fácil, que él la debía de mirar con esos ojos que pone a veces, de depredador, y ella se debía de sentir cazada, y ¡zas! No cuesta imaginar que alguien se rindiera a la mirada de deseo de Mimoun, aunque la mujer estuviera casada y aunque su marido pudiera regresar en cualquier momento.
Mimoun sí que recuerda que el sexo fue muy rápido, por miedo a que volviera el hombre, pero que ella había temblado como nunca lo hacía con aquel calvo de la raya pegada a la oreja, se lo dijo ella misma con la voz quebrada. Y así lo fueron repitiendo, día tras día. Ella era más cálida que las mujeres que lo hacían por dinero, lo acariciaba, y Mimoun se estremecía de una manera poco usual. Recordaba a Fatma y anhelaba sus promesas, tan lejanas.
Todo fue ocurriendo a medida que pasaban los días, y Mimo un sentía una satisfacción vengativa cuando el jefe le hacía quedarse más horas de las que le tocaban o lo abroncaba porque las paredes que empezaba a levantar no quedaban lo bastante rectas. Malparido, debía de pensar, ¿es que no ves que me estoy tirando a tu mujer? Y tú, que te haces llamar hombre. Seguro que escupió por dentro,
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A ella le debía de seducir el exotismo del mozo, que se movía de otra forma, su piel tan morena le recordaba a la del gitano aquel que había trabajado para ellos en otra ocasión: Pero no era lo mismo, Mimoun tenía algo que lo hacía brillar en la penumbra, la luz rebotaba sobre su piel.
Así se fueron satisfaciendo durante bastante tiempo, con el aliciente de estar engañando al jefe de los dos, hasta que Mimoun le empezó a pedir aquello.
Que no, Manel, que yo no hago esas cosas. Sigo siendo una mujer decente aunque a ti no te lo parezca. Mimoun no debía de saber qué quería decir decente y continuó insistiendo día sí y día también. Va, mujer, diría, si es una costumbre musulmana, piensa que todas las generaciones de mi familia lo han hecho y es lo primero que aprenden del sexo las mujeres. Lo dice nuestra religión, que lo tenemos que hacer, es tan sagrado como el Corán o como rezar cinco veces al día.
Y ella le decía que no y que no y que él no rezaba, ni leía el Corán, y que el único precepto islámico que quería cumplir era el de follarla por ahí. Pero seguro que te gusta, insistía él. No y no, Manel.
Pero Manel tenía esa especie de instinto de cazador que a la fuerza deben tener los que están destinados a ser grandes patriarcas y no entendía lo que era un no. Así que un día en que la estaba penetrando una y otra vez mientras la mujer tiraba el cuello hacia atrás y dejaba caer la cabeza, con los ojos medio cerrados, salió de ella un momento y ya no lo pudo parar nadie. La hizo girar, cogiéndola por las caderas como si fuera un bulto ligero, y le dijo que cuanto más se resistiera más le dolería. Ella aún no había tenido tiempo de reaccionar y él ya le estaba separando las piernas; empezó a buscar la almohada para huir, presa del pánico, pero Mimoun le apretaba las muñecas mientras con las rodillas le mantenía las piernas separadas. No le costó demasiado dominar el cuerpo menudo de ella, que no paraba de gritar. No, Manel, no, decía, pero un hilillo de sangre ya rodaba abajo por su carne blanca.
MIMOUN VUELVE A CASA
A partir de aquel día ella le dijo que no a todo. Que no, Mane}, que tú a mí no me vuelves a tocar nunca más, ¿me has entendido? Y pronto le pidió a su marido que echara a aquel moro que no dejaba de mirarle el culo porque no le gustaba quedarse sola cuando él estaba por allá. Pero, mujer, si es muy buen chico, y además es de los mejores trabajadores que tengo, parece un toro que no se cansa nunca. Pero ella gritó, que no lo quiero aquí, te digo, que me da asco verlo por aquí.
Y el jefe dijo, Manel, te vuelves a las granjas de cerdos. Mimoun, que jamás se da por vencido, insistió y la persiguió hasta que vio claro que no podría tenerla nunca más, con fo cálida que había sido. Después se la empezó a imaginar con su marido, dio por hecho que si a él no lo quería era porque volvía a disfrutar del sexo con el jefe. Se ponía celoso, se encendía imaginándoselos en la cama, él con aquella cara de cerdo y ella disfrutando como una ramera. Los pensamientos de Mimoun no debían de ser muy convencionales si imaginó que ella lo traicionaba con su esposo, y nunca se imaginó en el papel del amante. Él era la víctima de todo aquello, como siempre, y había decidido que le haría chantaje a ella. La mujer le dijo que hiciese lo que quisiera, saldrás perdiendo tú. Así pues, Mimoun fue a ver al jefe y le dijo me he tirado a tu mujer, por eso no me quiere más por aquí.
No se sabe cómo, lajugada que tenía que beneficiar a Mimoun y permitirle tenerla a ella toda para él se invirtió y ya no se tuvo ni a sí mismo. Mimoun huyó antes de que ese hombre gordo le arrease el golpe de pala que pretendía y dio por descontado que no podía volver al trabajo.
Deja en paz a esa desgraciada, Mimoun, le decía su tío. Aquí las mujeres son así, cuando se cansan de ti te echan y punto, te expulsan sin muchos miramientos. Por mucho que digan, nosotros siempre seremos para ellos unos moros de mierda, ¿es que no lo ves? Amará tu miembro tanto como quieras porque le gusta más que nada en el mundo y porque los de aquí la tienen pequeña, pero no por eso te tiene que querer a ti entero.
Mimoun, desocupado, tuvo demasiado tiempo para pensar. Y para beber, y para pasarse los días urdiendo su venganza. No se podía dejar vencer de aquel modo, y menos aún por una mujer y por su marido cornudo. En todo eso debía de pensar durante los largos ratos que pasaba sentado encima del antiguo puente de piedra mientras dejaba pasar el agua y las horas por debajo de él.
Y en eso también debía de pensar cuando, con las frías esposas ciñéndole las muñecas, lo metieron dentro de la furgoneta enrejada. Entonces entendió el significado de la palabra expulsión, tanto en español como en ese otro idioma que hablaban en aquellas tierras. Expulsión del territorio español sin poder entrar de nuevo durante cinco años, había dicho aquel juez vestido de negro.
Por entonces las leyes eran otras y la condena fue bastante indulgente. No le habrían dejado irse tan fácilmente si todo aquello hubiera pasado ahora.
Mimoun rehízo todo el trayecto de regreso a casa esposado y sin los huevos duros que su madre le había hecho para el viaje de ida. Mimoun, no hagas ninguna barbaridad, le dijo, pero él nunca había hecho caso a esa clase de advertencias.
Los hombres uniformados de verde charlaban en la parte delantera del vehículo mientras a él se le dormían las piernas de tantas horas sentado. De vez en cuando decía tengo calor y ellos le respondían cállate la boca, o tengo hambre y le contestaban que ya comería en su puto país. Mimoun les habría querido decir que su destino tampoco era ése, el de estar atado como un perro kilómetros y kilómetros sin tener tiempo para nada. No era culpa suya que aquella guarra no lo hubiera querido, ni que el jefe no se la hubiese dado después de saber que se la había estado tirando durante tanto tiempo. Aún le echó la culpa a él, por tener una mujer como ésa que lo iba provocando cada vez que pasaba por delante, con el culo tan firme y las tetas siempre al aire. ¿Es que no se imaginaba lo que ella estaba pidiendo, enseñando toda esa carne e insinuándose con aquellas sonrisas?
Si hubiera sido su mujer, de tantos golpes que le habría clavado ya estaría muerta. Bueno, una mujer suya nunca haría eso, no podría ni salir de casa, no fuera que alguien la mirase y se la pudiera imaginar ofreciéndose. No, su mujer sería impoluta incluso en los sueños de los hombres que la pudiesen ver, que serían pocos, evidentemente. Ya se encargaría él de crear unos vínculos tan fuertes que no pudieran romperse nunca.
En eso iba pensando Mimoun mientras recorría el camino de vuelta. Expulsión, habían dicho. Que hay cosas que no les gusta que hagas en este coño de país. Entre otras lo que había hecho Mimoun para vengarse a la vez del jefe y de su perra.
Había aprendido la lección para ocasiones futuras: en España no quieren gente que rocíe de gasolina la casa del hombre que le dio trabajo y que después tire encima la cerilla con la que ha encendido el cigarrillo. No, ese tipo de cosas no se podían hacer si no querías que te echasen. No debía de ser nada personal contra ti, aunque te pasó por la cabeza que podían ser racistas y punto. Uno de los insultos que el abuelo siempre decía en castellano cuando se enfadaba.