«¿Por qué no dejas de una vez a esa puta cristiana y haces el favor de encargarte de nosotros? ¿No crees que ya es hora de que pienses en tu familia?»
Me arrebataron el aparato de las manos por impertinente y se escandalizaron, pero pronto estuvieron todos muy orgullosos de mí. Mucho.
Sobre todo cuando el abuelo recibió el dinero para hacernos los pasaportes, sobre todo cuando nos acompañaron hasta el barco y ya no sabía cómo podía despedirse de repente de tantas personas a las que quería. Estuvieron muy orgullosos de que dijera aquello cuando la abuela se pasó tres días en la cama después de nuestra partida y estuvieron más orgullosos que nunca de mí cuando supieron que Mimoun había dejado a Isabel.
De hecho fue al revés, pero eso nunca lo supieron allí.
Fue ella quien lo echó de su casa y de su vida. Que le pusiera cuernos era una cosa, pero que subiera a aquellas furcias a casa y que lo hicieran en su propia cama, ah, no, eso sí que no, por muy mujer divorciada que fuese. Y no sabemos si el efecto de mi mensaje fue tanto porque padre volvía a estar solo o fue lo que le llevó a forzar la situación para que Isabel lo echara de su casa, y de su vida.
Fuese como fuese, Mimoun había dicho que viajáramos tan pronto como encontrásemos a alguien que nos pudiera acompañar. Yo me caí de la litera porque me giré mientras dormía pensando que aún estaba durmiendo en el suelo. Pero ya nunca más dormiría en el suelo.
Aún recuerdo a madre, que me hacía daño de tanto que me apretaba los hombros para que no me alejase ni un momento de ella, pues nos tenía a su alrededor y estuvo despierta todo el viaje por miedo a que nos raptaran, que nos robaran, que nos degollaran, que nos vete tú a saber qué
aran
en aquel trayecto del todo desconocido para ella.
Y al final de todo, llegamos con el pelo encrespado de tanto autobús y el run run todavía persiguiéndonos. Al final de tanto cansancio y ahora bajamos aquí, ahora subimos allá, ahora cogemos un autobús, ahora un taxi, ahora un tren, ahora otro taxi. Al final de todo había un pasillo laaargo, largo. Y al fondo del pasillo, él. Nos esperaba con los brazos abiertos y yo recuerdo haber corrido y haber tenido mucho espacio por recorrer. Él estaba allí, y aún me veo dando vueltas en sus brazos mientras me pinchaba con el bigote.
UN PASILLO LARGO, LARGO
El largo pasillo es lo que más recuerdo, muy muy largo. Estuve no hace mucho y no me lo pareció tanto, pero entonces era pequeña y padre nos esperaba en el otro extremo, y puede que por eso nos pareciera tan lejano o quizá fuese por la luz que entraba por la puerta del patio; no podíamos verle el rostro desde allí, plantados frente a la puerta herrumbrosa que acababa de cerrarse. Madre sonreía pero no sabía exactamente qué cara poner. Mis hermanos fueron corriendo a abrazarle y se aferraron a sus piernas mientras él ponía una rodilla en tierra y abría los brazos. No sé si dijo cuánto tiempo os he esperado o quizá sólo es mi memoria que me engaña. Habría sido una buena frase para recibir a tu familia, pero madre no quiere acordarse nunca de muchos detalles de aquel día.
Yo sí que recuerdo cosas. Las paredes del pasillo estaban hinchadas, como de embarazo, a punto de reventar. Al fondo del todo estaba la cocina comedor con dos butacas de piel hechas un asco y al lado, una habitación sin ventanas. Junto a la habitación sin ventanas, otra habitación sin ventanas y aliado, una habitación que tenía una ventana enrejada que daba a la calle, como de prisión. Y por todas partes, el hedor. Una pestilencia que ya había comenzado en la ciudad, en la comarca, en la provincia y en el país entero.
Madre no sabía qué debía hacer con su nuevo marido, que le diría cómo te he echado de menos. Mentira. O verdad a medias porque hasta que no la había visto no había sabido que la había echado tanto de menos. Si hubiese sido una verdad entera nos habría venido a buscar mucho antes y yo no me habría caído de la litera en aquel barco tan grande. Pero madre sí que sabía qué hacer con el desorden y la suciedad que lucía por todas partes. Su capacidad transformadora de la realidad ha sido siempre una de sus virtudes, quizá de las más destacables. Una Mila con pañuelo y cinturón de cordel donde pronto colgó los bordes del vestido para que no la molestasen. Puso agua a hervir, aún no hemos podido comprar un calentador, diría padre, no hace mucho que estamos en este piso. Si habíamos pasado tantas horas de viaje y ella no había dormido por miedo a que raptasen a sus hijos, ¿no estaba cansada? Lo debía de estar mientras buscaba cubos donde poder mezclar el agua fría con la caliente, mientras iba llenando bolsas y bolsas de envases y mondas de fruta, de plásticos que no servían para nada y de botellas y más botellas de cristal que aparecían por todos los rincones. Sacó el polvo, barrió y recogió con las manos lo que había reunido por toda la casa, haciendo de pala con las dos palmas extendidas, como había hecho siempre. Y como siempre, fregó el suelo con un trapo viejo, doblándose de esa forma que yo nunca he sabido imitar, con las piernas abiertas y estiradas y el vestido colgando en medio. Tenemos esto, le había dicho padre, y le enseñó una fregona de esas con palo, y ella dijo, esto no sirve para nada.
En el dormitorio, las sábanas tenían ya ese color indefinido y madre a duras penas reconoció la manta que se había llevado hacía tantos años,
made in China
, y las cambió por las que había traído del otro lado del mar. Vació los ceniceros llenos de montañas de colillas, recogió calcetines malolientes de los rincones y de debajo del armario, hizo una pila con toda la ropa para lavar y la puso en el lavadero situado en el patio. Todavía no parecía cansada o bien no lo quería parecer. O quizá no habría podido descansar viéndolo todo de aquella manera, que ya lo decía todo el mundo que a este hombre le hacía falta su mujer. Yo siempre pensé que a todo el mundo le hace falta alguien, sea o no una mujer, pero nadie me habría entendido.
Padre dijo, venga, vamos, y dejó que madre continuase con la limpieza y nos llevó a pasear por el barrio, orgulloso. No sé si, en definitiva, lo recuerdo demasiado bien, pero me pareció que toda aquella gente eran amigos suyos, que él mantenía la mejor de las relaciones posibles y así comencé a entender por qué no nos había venido a buscar antes. Estaba aquel hombre del bar que nos dijo tomad, tomad y nos regaló bolsas de unas patatas tan finas que se deshacían en la boca. Un hombre del que nunca supe cómo se llamaba que siempre hacía aquel truco con las manos que parecía que se pudiese sacar y poner uno de sus dedos índice. Con la nariz roja. Una señora tan gorda como no había visto nunca con las piernas hinchadas y azules, pero con una cara de ángel, bien rubia. Esto es de comer cerdo, decía padre en la lengua que ellos no entendían. ¿Ves cómo se le pudren las piernas a esa mujer?, pues es de tanto comer cerdo. ¿Qué, queréis un poco? Nooo, dijimos con cara de asco. Imagínate que acabas con aquellas piernas como a punto de reventar.
Nos fue enseñando las tiendas del barrio para cuando tuviésemos que ir a comprar. La carnicera de voz estridente cuya piel daba angustia de tan clara que era. Nos hablaba y padre nos lo iba traduciendo, pero daba igual porque al final lo único importante fue que nos había regalado chupa-chups. La frutería era lo que quedaba más lejos, junto al horno de pan donde padre nos dijo: una de medio. Nosotros debíamos intentar memorizar: una de medio, pensando que todo aquello quería decir «pan». Estuvimos años pensando que «una de medio» era igual a «pan», preguntándome yo por qué en la escuela nos enseñaban que pan se decía pan y no «una de medio». La frutería tenía un olor que sólo se siente en las tiendas antiguas, mezcla de olor a plátanos y manzanas con olor a bollos y pastelitos que la señora del delantal a cuadros tenía en uno de los lados. Era un olor que yo ya había conocido en la ciudad capital d provincia justo antes de venir, en una tienda de esas donde hay de todo aunque se llame frutería. Después padre nos llevó a la charcutería y nos hicimos una pinza sobre la nariz de tan insoportable que era la peste. No hagáis eso, dijo padre, y nos sacó las manos de la nariz. Cerramos los orificios nasales y respiramos por la boca hasta que estuvimos fuera, pero la señora que despachaba no paraba de reírse, con tantas pecas como no había visto nunca en una sola persona. Allí padre nos compró una
pantera rosa
a cada uno y ella nos regaló gran cantidad de caramelos de colores.
Estuvimos varias horas de peregrinación hasta que volvimos al piso, que ya no era el mismo. Olía al país que habíamos dejado atrás porque madre ya estaba cocinando. Estaban contentos, los dos, y a nosotros se nos hacía extraño aquel hombre tan raro y agradable al lado de madre, que había sufrido tanto. Fuimos felices mucho tiempo. O eso era lo que yo había creído siempre, que la primera época había sido muy larga, hasta el extraño incidente del cuchillo a medianoche. Pero madre dice que no hacía más de tres meses que habíamos llegado a la vida de padre cuando aconteció el extraño incidente del cuchillo a medianoche, que fue el principio de todo.
EL EXTRAÑO INCIDENTE DEL CUCHILLO A MEDIANOCHE
Ocurre, a veces ocurre que no sabes hasta qué punto lo que ocurrió ocurrió o no. Si lo soñaste o lo viviste, si el recuerdo es tuyo o es de quien te lo explica una y otra vez. Por eso nunca he terminado de saber si realmente fui testigo o no del extraño incidente.
Si lo fui, la historia fue así. Si no, los recuerdos de madre ya deben de ser también los míos y no sabré nunca dónde intervine yo. Fue así. Éramos felices, lo sé. Madre dice que todo ocurrió después de que nos visitase la mujer del primo de padre, que había venido a vivir a la ciudad capital de comarca antes que nosotros. Que nos había traído galletas y que a madre no le había gustado nunca la manera que tenía de mirarla. Todo el mundo sabía que era una bruja porque era hija de un encantador de serpientes o algo así. De todos modos, las galletas estaban buenas, y era la primera vez que madre hablaba con alguien que no fuésemos nosotros o padre. No sé si era sólo para disimular, pero yo la vi contenta de poder estar de cháchara con aquella mujer que vestía como las mujeres de la ciudad capital de comarca y no como las mujeres de la ciudad capital de provincia. ¿Has visto qué falda tan corta?, había dicho madre en cuanto cerró la puerta tras de sí mordiéndose el labio inferior. Dios nos aparte de tantos pecados.
Yo, desde aquel incidente, siempre le he tenido miedo a esa señora, pese a que después volviese a vestir como las mujeres de la capital de provincia. Padre fue a su casa y debió de quedarse hasta muy tarde porque todo aquello pasó cuando nosotros ya dormíamos. No recuerdo si dormía o no cuando llegó y de repente despertó a madre, con una sacudida. Dicen que no es nada bueno que te despierten así, de un sobresalto, que cuando estás en aquel punto entre el sueño y la vigilia los sustos te pueden trastocar para siempre. Aún no sé dónde le fue a parar el susto a madre, pero ella todavía anda bastante trastocada.
Padre debió de abrir una cerveza tras otra mientras hablaba gritando con madre; mis hermanos no se despertaron y ninguno de ellos ha sabido nunca qué pasó aquella noche. Yo oí que gritaba y no supe qué hacer. Pensé en quedarme en la cama haciendo ver que aún dormía o tratando de volver a conciliar el sueño, por si sólo hubiese sido una pesadilla. Me aferré a la manta y me acurruqué como pude sobre el somier metálico que hacía ñeeec, ñeeec.
Pero ya era demasiado tarde, no podía dormirme. Padre no dejaba de gritar, unas veces no se entendía lo que decía y otras se oía un me lo dirás como sea, y no me mientas más que yo lo sé, sé que me engañaste. Todo el mundo se ríe de mí, todos saben que me llegan hasta el techo. Madre aún estaba en la cama, sentada con la manta sobre las piernas y él iba y venía por toda la habitación. Decía por favor, déjame en paz que yo no he hecho nada; tienes a tu madre, a tus hermanas de testigos. Por favor, por tus hijos, por el respeto que tengo hacia tus padres, déjame descansar. Me lo dirás como sea, y los ojos ya se le debían de salir de las órbitas, rojos. Yo estaba en mitad del pasillo cuando vi que entraba en su habitación. Madre dijo, como pudo, vete, pero yo la podía ver, con el cuello estirado y el cuchillo que ya le tocaba la piel. Vete, y hacía gestos con la mano para que regresase a mi habitación, pero yo debía de tener uno de esos momentos en que no me puedo mover y me quedo quieta sin poder hacer nada. Ven, hija, ven, que verás cómo degüello a tu madre. ¿Quieres verlo? Yo ni respiraba y madre decía vete. ¿Sabes qué me ha hecho tu madre? Di quién fue o te corto el cuello ahora mismo. O mi tío en uno de sus viajes de vuelta o el vecino que te llevó en coche a visitar a tu padre o bien mi hermano. ¿Quién?
¿Quién? ¿Quién? Piensa que yo ya sé la respuesta, pero quiero oírla de tus labios. Ven, que verás cómo muere tu madre, ven, ven. Creo que en ese instante volví a dormirme o caminé hacia la cama, o no, pero entendí que la muerte no es tan difícil como parece.
CAROL-ANNE, ¿DÓNDE ESTÁS?
Así comenzó el infierno. Ni más ni menos. Ahora ya no lloro. Con un recuerdo tan poco verosímil no tuve otro remedio que hacer ficción de todo aquello. Por eso siempre que aquella noche me viene a la memoria, me visualizo a mí misma como Carol-Anne justo antes de tocar con el dedo el televisor que se la llevaría para siempre. Así todo era más fácil. Ella era una niña rubia, sin traumas, feliz, que vivía con sus padres americanos en una casa americana y que, a pesar de las circunstancias, le pasó lo que le pasó y sufrió lo que sufrióMi
poltergeist
era diferente, pero no puedo recordarme en las penumbras de aquel pasillo de paredes todavía destripadas sin una larga cabellera rubia y un oso de peluche entre los brazos.
Carol-Anne debía de ser feliz al acabar la película, cuando ya todo estaba resuelto, pero seguro que nunca podría olvidar del todo el lugar donde había estado mientras sus padres intentaban rescatarla, desesperados.
Nuestro
poltergeist
comenzó aquella misma noche, aunque lo que vendría después sería mucho más desagradable, puede que no tan impactante como la muerte de quien tú amas vista tan de cerca, pero la lentitud de todo el asunto aún lo agravó más.
Padre dijo, ya está, se ha acabado, pero lo dijo muchos días después, porque hubo un espacio de tregua en el que nadie decía nada. El silencio se cargaba de aquella especie de ingravidez que ni nosotros nos atrevíamos a romper. Mila no tenía ni siquiera a Ánima para apoyarla, Mila no tenía a nadie por primera vez en su vida en un lugar tan alejado de todo. Madre se fue haciendo pequeña, parecía que quisiera extinguirse. Sobre todo cuando padre volvió a hablar y a nosotros nos decía aquello de decid a la puta de vuestra madre que… decid a la guarra de vuestra madre que… decid a aquella perra que… Nosotros sólo le decíamos madre él dice que… Allí comenzamos a hacer de traductores. Nos lo decía todo desde la butaca del comedor mientras ella permanecía tumbada en el dormitorio, haciéndose cada vez más pequeña. Mientras él se liaba unos cigarrillos que debía deshacer primero y después volver a montar con otro papel, un papel de ala de mariposa que a mí me gustaba mucho.