El último Catón (74 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El último Catón
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—Los hermanos de Alejandría han comenzado a excavar en las catacumbas de Kom el-Shoqafa un falso túnel que termina en un rincón apartado del lago Mareotis, cerca del antiguo Caesarium. Vosotros diréis que fuisteis raptados en el tercer nivel de Kom el-Shoqafa, que os golpearon y que perdisteis el conocimiento, pero que antes pudisteis ver el acceso al pasadizo. Os facilitaremos un mapa muy sencillo que os ayudará a situarlo. Diréis que despertasteis en un lugar llamado Farafrah, que es el nombre de un oasis del desierto egipcio de muy difícil acceso. Diréis que el capitán no despertó, que los hombres que os habían raptado os dijeron que había muerto mientras le escarificaban las cruces y letras que vosotros lleváis en el cuerpo, pero que no os dejaron ver el cadáver, con lo que dejamos la puerta abierta a su posible retorno dentro de unos meses. Describiréis el lugar como un poblado muy parecido al del pueblo de Antioch y así no incurriréis en contradicciones. Como el oasis de Farafrah no se parece ni remotamente a esta aldea, los llevaréis a una gran confusión. No deis nombres, sólo el del beduino que os llevaba la comida tres veces al día a la celda donde os mantuvieron encerrados: Bahan. Este nombre es lo suficientemente común en Egipto para que no sirva en absoluto de pista y, como descripción del tal Bahan, podéis dar la del jefe Berehanu Bekela, aunque recordad que su piel tiene que ser más clara —tomó aire y siguió—. Después de que los malvados staurofílakes os mantuvieran retenidos en la celda durante todo ese tiempo —aquí las risas estallaron y se formó un gran alboroto—, y después de que os amenazaran repetidamente con mataros en cualquier momento, por fin, tal día como hoy, 1 de julio, os volvieron a dejar inconscientes y os abandonaron cerca de la boca del túnel del lago Mareotis con la advertencia de que no dijerais ni una sola palabra de lo ocurrido. Vosotros, por supuesto, no deseáis seguir con la investigación, de modo que, en cuanto cesen los interrogatorios, buscaros un lugar discreto para vivir, lo más alejado posible de Roma o, mejor aún, de Italia, y desapareced. Nosotros vigilaremos de cerca para que no os pase nada.

—Tendremos que buscar trabajo —comenté—, así que…

—En lo que respecta a este asunto, nosotros, los staurofílakes, queremos haceros un regalo de despedida —me interrumpió Catón en ese momento, levantando la mano. Farag y yo vimos que la Roca nos lanzaba una misteriosa sonrisa—. Antes dije que hay que saber respetar las tradiciones, y es cierto, pero también hay que saber renunciar a ellas o cambiarlas. Durante las pruebas de los siete pecados capitales, tal y como suele pasarles a todos cuantos las llevan a cabo, vosotros, Ottavia y Farag, alterasteis vuestras vidas de manera definitiva e irreversible. Trabajos, países, compromisos religiosos, creencias, formas de pensar… Todo saltó por los aíres para permitiros llegar hasta aquí. Ahora no os queda casi nada ahí afuera, pero estáis dispuestos a volver para construiros la vida que deseáis tener. Farag aún podría recuperar su trabajo en el Museo Grecorromano de Alejandría, pero Ottavia no tiene ninguna posibilidad de volver a pisar el Hipogeo vaticano. Cuenta, sin embargo, con un historial académico que le abrirá fácilmente muchas puertas, pero… ¿Y si os regalásemos algo que os permitiera poder elegir con absoluta libertad vuestro futuro?

Noté la presión de la mano de Farag en la mía y recuerdo que los músculos de mi cuello se tensaron de pura ansiedad. La Roca nos sonreía tanto que se le veían las dos hileras de dientes.

—La expiación del pecado de la avaricia que tiene lugar en Constantinopla va a cambiar de ubicación. Pediremos a los hermanos de esa ciudad que, durante los próximos años y sin modificar su contenido, organicen la prueba de los vientos en otro lugar de la ciudad para que vosotros podáis
descubrir
el mausoleo y los restos del emperador Constantino el Grande. Este es nuestro regalo de despedida. Esperamos que os guste.

Farag y yo nos quedamos en suspenso unos segundos y, luego, muy despacio, giramos las cabezas desconcertados y nos miramos. Yo fui la primera en saltar: di un brinco de alegría tan grande que arrastré al
didáskalos
conmigo y no le arranqué la mano de milagro. Había renunciado a Constantino desde el mismo momento en que conocí a los staurofílakes y, además, sorprendentemente, me había olvidado por completo de él: todo sucedía tan rápido que mi mente tenía que borrar el minuto anterior para hacer sitio al minuto siguiente y me estaban pasando demasiadas cosas interesantes como para perder el tiempo recordando a Constantino. De modo que, cuando Catón dijo que nos regalaba el descubrimiento del mausoleo con las reliquias del emperador, el cielo se abrió súbitamente ante mí y supe que Farag y yo acabábamos de recibir el futuro en una bandeja de oro.

Nos abrazamos, nos besamos, abrazamos y besamos a la Roca y de aquella sala de importantes asambleas pasamos al gran comedor del
basíleion
, donde Candace y sus acólitos habían preparado un auténtico festín para los sentidos.

La música sonó hasta altas horas de la madrugada, los bailes se prolongaron más allá de lo prudente, pero cuando, alegres por el alcohol y la fiesta, los shastas, los sirvientes del
basíleion
y nosotros nos lanzamos a las calles de Stauros dispuestos a darnos un baño en las aguas del cálido
Kolos
—Catón se había retirado horas antes a sus habitaciones—, descubrimos que la gente salía de sus casas y se sumaba a la fiesta con un entusiasmo aún mayor que el nuestro. Las luces se encendieron de nuevo y aparecieron niños y malabaristas por todas partes. La hora prima llegó cuando el jolgorio alcanzaba su máximo apogeo, pero la Roca y Khutenptah nos avisaron de que teníamos que partir, que los anuak ya habían llegado y que no podíamos esperar más.

Nos despedimos de cientos de personas a las que no conocíamos, dimos besos a diestro y siniestro y acabamos sin saber a quién besábamos. Al final, de nuevo Khutenptah y la Roca, con ayuda de Ufa, Mirsgana, Gete, Ahmose y Haidé, nos arrancaron de los brazos de los staurofílakes y nos sacaron de la fiesta.

Todo estaba preparado. Una calesa con nuestras escasas pertenencias nos esperaba en la entrada del
basíleion
. Ufa subió al pescante porque iba a ser nuestro cochero y Farag y yo subimos en la parte de atrás sin soltar las manos del capitán Glauser-Röist.

—Cuídate mucho, Kaspar —le dije tuteándole por primera vez, a punto de soltar las lágrimas—. Ha sido un placer conocerte y trabajar contigo.

—No mientas, doctora —masculló él, ocultando una sonrisa—. Tuvimos muchos problemas al principio, ¿te acuerdas?

De repente, hablando de recuerdos, me vino a la cabeza algo que debía preguntarle. No podía marcharme sin saberlo.

—Kaspar, por cierto —dije nerviosa—, ¿los trajes de la Guardia Suiza los diseñó Miguel Ángel? ¿Qué sabes tú de eso?

Era importante. Se trataba de una vieja e insatisfecha curiosidad que ya no tendría oportunidad de zanjar por mí misma. La Roca soltó una carcajada.

—No los diseñó Miguel Ángel, doctora, ni tampoco Rafael, como alguien ha dicho. Pero este es uno de los secretos mejor guardados del Vaticano así que no debes ir contando por ahí lo que voy a decirte.

¡Por fin! ¡Tantos años esperando!

—Esos llamativos trajes de ceremonia los diseñó, en realidad, una desconocida sastresa del Vaticano a principios de este siglo, en 1914. El entonces papa, Benedicto XV, quería que sus soldados llevasen una indumentaria original, así que le pidió a la sastresa que imaginase un nuevo uniforme de gala. La mujer, por lo visto, se inspiró en algunos cuadros de Rafael donde aparecen ropajes de colores llamativos y mangas acuchilladas, muy a la moda en la Francia del siglo
XVI
.

Me quedé callada unos segundos, impactada por la decepción, mirando al capitán como si acabara de clavarme un puñal.

—Entonces… —vacilé—, ¿no los diseñó Miguel Ángel?

Glauser-Röist volvió a reír.

—No, doctora, no los diseñó Miguel Ángel. Los diseñó una mujer en 1914.

Quizá había bebido demasiado y dormido poco, pero sentí rabia y fruncí el ceño.

—¡Pues más valía que no me lo hubieras dicho! —exclamé, irritada.

—¿Y ahora por qué se enfada? —preguntó sorprendido Glauser-Röist—. ¡Pero si hace un momento estaba diciéndome que había sido un placer conocerme y trabajar conmigo!

—¿Sabes cómo te llama en privado, Kaspar? —soltó de pronto Judas-Farag. Le di un pisotón que hubiera hecho temblar a un elefante, pero él ni se inmutó—. Te llama «la Roca».

—¡Traidor! —exclamé, mirándole hoscamente.

—No importa, doctora —se rió Glauser-Röist—. Yo siempre te he llamado… No, mejor no te lo digo.

—¡Capitán Glauser-Röist! —exclamé, pero, en ese preciso instante, Ufa alzó las riendas y las dejó caer sobre los cuartos de los caballos. Tuve que sujetarme a Farag para no caer—. ¡Dígamelo! —grité mientras nos alejábamos.

—¡Adiós, Kaspar! —voceó Farag, agitando un brazo en el aire mientras que con el otro me empujaba hacia el asiento.

—¡Adiós!

—¡Capitán Glauser-Röist, dígamelo! —seguí gritando inútilmente mientras la calesa se alejaba del
basíleion
. Al final, vencida y humillada, me senté junto a Farag con gesto compungido.

—Tendremos que volver algún día para que lo averigües —me dijo él, consolándome.

—Sí, y para que le mate —afirmé—. Siempre dije que era un tipo muy desagradable. ¿Cómo se habrá atrevido a ponerme un mote…? ¡A mí!

EPÍLOGO

Han pasado cinco años desde nuestra partida de
Parádeisos
, cinco años durante los cuales —tal y como estaba previsto— fuimos interrogados por las distintas policías de los países por los que habíamos pasado y por los encargados de la seguridad de varias Iglesias cristianas, en especial por el sustituto de la Roca, un tal Gottfried Spitteler, capitán también de la Guardia Suiza, que no se tragó ni una sola palabra de nuestra historia y que acabó convirtiéndose en nuestra sombra. Nos quedamos unos meses en Roma, el tiempo imprescindible para que pusieran fin a la investigación y para que yo ultimara mis asuntos con el Vaticano y con mi Orden. Después viajamos a Palermo y estuvimos con mi familia unos días, pero la cosa no funcionó bien y nos marchamos antes de lo previsto: aunque, en apariencia, todos seguíamos siendo los mismos de antes, el abismo que mediaba ahora entre nosotros era insalvable. Decidí que lo único que podía hacer era alejarme de ellos, situarme a esa distancia de seguridad a partir de la cual dejarían de doler. Tras aquello regresamos a Roma para coger un avión con destino a Egipto. Butros, pese a sus reticencias, nos recibió con los brazos abiertos y, pocos días más tarde, Farag regresó a su trabajo en el Museo Grecorromano de Alejandría. Queríamos llamar la atención lo menos posible, adoptando, como nos habían recomendado los staurofílakes, una vida tranquila y previsible.

Los meses pasaron y, mientras tanto, yo me dediqué a estudiar. Me apropié del despacho de Farag y me puse en contacto con antiguos conocidos y amigos del mundo académico que empezaron a enviarme inmediatamente ofertas de trabajo. Sólo acepté, sin embargo, aquellas investigaciones, publicaciones y estudios que podía llevar a cabo desde casa, desde Alejandría, y que, por tanto, no me obligaban a alejarme de Farag. Empecé a aprender también árabe y copto, y me apasioné por el lenguaje jeroglífico egipcio.

Hemos sido felices aquí desde el principio, completamente felices, y mentiría si dijera lo contrario, pero durante los primeros meses la presencia constante a nuestro alrededor del dichoso Gottfried Spitteler, que dejó Roma tras nosotros y alquiló una casa en el mismísimo distrito de Saba Facna, justo al lado de casa, se convirtió en una auténtica pesadilla. Al cabo de un tiempo, sin embargo, descubrimos que el truco estaba en no hacerle caso, en ignorarle como si fuera invisible, y pronto hará un año que desapareció por completo de nuestras vidas. Debió volver a Roma, a los barracones de la Guardia Suiza, convencido al fin —o no— de que la historia del Oasis de Farafrah era cierta.

Un día, al poco de instalarnos en la calle Moharrem Bey, recibimos una curiosa visita. Se trataba de un comerciante de animales que nos traía un hermoso gato «regalo de la Roca», según rezaba la escueta nota que le acompañaba. Aún no he conseguido comprender por qué Glauser-Röist nos envió este gato de enormes orejas puntiagudas y piel marrón jaspeada de oscuro. El comerciante nos dijo a Farag y a mí, que contemplábamos al animal con ojos aprensivos, que se trataba de un valioso ejemplar de raza abisinia. Desde entonces, este incansable bicho deambula por la casa como si fuera el propietario y ha conquistado el corazón del
didáskalos
(que no el mío) con sus juegos y sus demandas de afecto. Le pusimos de nombre Roca, en recuerdo de Glauser-Röist y, a veces, entre
Tara
, la perra de Butros, y
Roca
, el gato de Farag, tengo la sensación de vivir en un zoológico.

Recientemente hemos empezado a preparar nuestro viaje a Turquía. Hace ya cinco años que salimos de
Parádeisos
y aún no hemos ido a recoger nuestro «regalo». Ya es hora de hacerlo. Estamos planificando la manera de llegar
accidentalmente
hasta el mausoleo de Constantino sin tener que pasar por la fuente de las abluciones de Fatih Camii. Este proyecto acaparaba todo nuestro interés hasta esta mañana, cuando el mismo mercader que nos entregó a
Roca
, el gato, nos ha traído —¡por fin!— un sobre con una larga carta del capitán Glauser-Röist, escrita de su propio puño y letra. Como Farag estaba trabajando, me puse los zapatos y la chaqueta y me fui al museo para leerla con él. ¡Hacía tanto tiempo que no sabíamos nada de Glauser-Röist!

La Roca, sin embargo, por lo que se desprende de su misiva, está muy al tanto de todo lo que hemos hecho nosotros. Sabe que aún no hemos ido a Constantinopla, así que nos recomienda no esperar mucho más «porque las cosas ya están completamente tranquilas» y nos comunica que hace casi cinco años que vive con Khutenptah. Por desgracia, el anciano Catón ha muerto. Catón CCLVII dejó este mundo hace ahora unos quince días y el nuevo Catón, el que hace el número doscientos cincuenta y ocho de la lista, ya ha sido elegido y será aclamado oficialmente dentro de un mes en el Templo de la Cruz, en Stauros. La Roca se extiende en mil millones de súplicas para que acudamos ese día a
Parádeisos
porque, según él, Catón CCLVIII estaría mucho más que encantado y mucho más que feliz de contar con nuestra presencia. Ese día, añade, tiene que ser el más completo de la vida de Catón CCLVIII y no lo será si nosotros no acudimos a la ceremonia.

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